- Capítulo 9 -
-Prólogo uno –
En la mitología Hindú, y por adaptación en la japonesa, se cuenta que hubo un rey con dos esposas. La primera dio a luz a mil hijos, los cuáles decidieron seguir los pasos de Buda ordenándose monjes. La segunda esposa sólo tuvo dos, de los cuáles el hermano mayor, llamado Kongorikishi, dotado de gran temperamento y cualidades guerreras, juró defender a Buda y sus seguidores ante el mal y la ignorancia con las armas, mientras que el menor, Shukongoshin, estaba en contra de la violencia, y decidió dedicar su vida a ayudar a sus hermanastros por medio de la benevolencia.
-Primera parte –
Dolor.
Sufrimiento.
En un eterno y sobrecogedor murmullo, los gritos y lamentos de las almas en pena que abarrotaban cada uno de los seis mundos se fundían en una sola voz desgarradora.
Hacía años que nadie contemplaba el rostro del caballero de la sexta Casa del zodíaco, ni siquiera los sirvientes que se encargaban de abastecer cada divina morada. Los días de Shaka se centraban en permanecer estático cual estatua, siempre sumido en un trance del que sólo él podía escapar, y del que sólo se liberaba al cubrir todo la noche con su oscuro manto, momento en el que se refugiaba bajo el cobijo de los Sales, amparándose en los recuerdos que atestaban cada milímetro de aquel jardín.
Observaba siempre la misma desolación que le hiciese contemplar el Iluminado la primera vez que le habló, siendo testigo de la fragilidad del hombre y de la condena a la que éste estaba destinado desde el momento en que nacía. Todos aquellos que llevaban pecados a sus espaldas acababan en uno de los terribles mundos preparados para los que rompían el ciclo del karma con sus acciones.
El Infierno
El mundo de los demonios famélicos
El mundo de las bestias
El mundo de los sangrientos guerreros
El mundo humano
El mundo divino
Y entre los dos últimos, él, el más cercano a los Dioses desde su posición ligada a la existencia terrenal. Pese a todo lo que sus ojos habían contemplado y la innata habilidad para penetrar en aquellas dimensiones, seguía sin encontrar respuesta a la pregunta que le acompañaba desde que tenía uso de razón. No conocía el significado de la vida, pero menos aún el de la muerte.
El ocaso pronto llegaría, y dispuesto estaba a poner término a la suspensión en la que se encontraba cuando una energía poderosa manó de uno de los parajes malditos, aquel que menos frecuentaba, el destinado a los inocentes.
A lo lejos, entre montículos de roca, una diminuta figura se iba haciendo visible mientras atravesaba el Limbo. No fue un simple niño de corta edad transportando en brazos a un bebé lo que su alma contempló, sino algo más allá.
En la fuerza vital de sus pequeños ojos azules, pudo ver a Kongorikishi, el impetuoso guerrero llevando a cuestas con su esfuerzo el peso del pacífico Shukongoshin. La figura del primero, portando en la mano derecha un rayo, le distinguía como guerrero. Aquellos desdichados huérfanos estaban marcados directamente por los dioses, su ser entero le decía que aquel encuentro no era casual, y que tanto el futuro de los tres como el de Atenea confluían hacia un mismo punto.
Les permitiría escapar del Limbo, pero para ello… Necesitaba una prueba de la valía del mayor de los hermanos.
- No llores, Shun. Seguro que pronto encontramos la salida, aunque no sé bien donde estamos… - susurraba el niño dándose más bien ánimos a si mismo.
Hacía horas que deambulaba entre piedras, sin hacer caso de los lloros infantiles que resonaban por todas partes sin que nadie fuese visible. Estaba muerto de miedo, pero la determinación por sacar a su hermano de allí era tan fuerte que encontraba una y otra vez fuerzas para seguir avanzando.
Un intenso dolor recorrió su cuerpo, sentía como si le atravesasen los pies a cada paso que daba, y el frágil cuerpo de Shun pesaba cada vez más, y más…
Apenas ya puedes llevarle. ¿Por qué no le dejas aquí? Así podrás salir con vida. Piénsalo, es sencillo: abandónale, sálvate tú. No más dolor, no más sufrimiento.
Ikki miró a su alrededor, tratando de ignorar los continuos mensajes que todos sus centros nerviosos emitían.
¡Cállate! – gritó a aquella voz sin dueño que retumbaba en su cabeza ¡Nunca dejaré a mi hermano solo¡Nunca!
¿Y vas a padecer tú tantas desdichas por él cuando podrías tener una vida plena y satisfactoria?
Gruñó. No tardaría en perder el conocimiento, pero ahí seguía, firme, aguantando hasta el último segundo.
Fue todo cuanto Virgo necesitó. Dejó que ambos cayeran en un sueño temporal, permitiéndoles salir de aquel lugar destinado a las almas de los niños que habían perdido a sus padres. Nada de lo sucedido recordaría Ikki, al menos hasta que su próximo encuentro se produjera.
Shaka seguro estaba… De que así sería.
-Prólogo dos –
Dicen los mitos que en tiempos ya sumidos en el olvido se alzaron sobre la Tierra civilizaciones de gran poder unidas entre sí. No eran meros enclaves estratégicos, sino que además constituían focos de energía espiritual. Dos de los mismos estaban conectados por galerías subterráneas pese a encontrarse a gran distancia. Uno era la Atlántida, la cuál recibía asimismo el nombre de Mu; el otro, Shamballa. Según las creencias populares, Shamballa se haya bajo las colosales cimas que coronan Tibet, y sus habitantes, dotados de extraordinarios poderes mentales, viven en el subsuelo desde hace milenios, cuando la Atlántida quedó sepultada por las aguas del océano y los supervivientes se desplazaron por las galerías hasta el techo del mundo en el Himalaya. Ajenos al resto de la humanidad, cuenta la leyenda que ahí siguen, dejando que algunos y selectos escogidos de los suyos salga a la superficie para recordar al mundo su gloria ya perdida.
-Segunda parte –
- Agradezco profundamente vuestra hospitalidad, Dohko. Marcharé con las primeras estrellas.
¿Regresas finalmente a Jamir?
Sí. Aguardaré desde el retiro en mis montañas a que el momento señalado llegue.
Cuando así sea, recibirás mi señal. Que nuestra alianza perdure y se fortalezca, amigo mío.>>
Ocho años habían transcurrido desde que abandonara los majestuosos Picos de los Cinco Ancianos, cerrando un pacto con el armero que pese a la distancia y la falta mutua de noticias seguía siendo tan sólido como el primer día. Así había preferido que fuese, pues resguardado en su soledad y aislamiento, el paso de los años se hacía más soportable, pese a que no había día que pasara en el que su corazón no dedicara momento, por breve que fuera, a pensar en la suerte de la Diosa, en qué habría sido de sus compañeros y… En él.
Ocho largos años en los que no le había olvidado, reavivando su recuerdo, soñando despierto con el momento de un hipotético encuentro que, de producirse, podría acabar con un fatal desenlace si finalmente era necesaria una guerra armada contra el Santuario.
Pero ese era el precio a pagar por ser un caballero de Atenea. Y en aquellos momentos, lo era, pero a su vez volvía a ser el tibetano que cada año descendía hacia las laderas para contemplar las caravanas de peregrinos de camino a la capital.
En aquella ocasión, había iniciado un viaje mucho más largo de lo habitual, dejando Jamir atrás por un amplio margen temporal. La nostalgia, quizás la necesidad de reencontrarse con sus orígenes, le llevaron hasta el remoto valle donde había pasado los primeros años de su vida. En lo alto se topó con las cordilleras donde decían estaba la entrada a Shamballa, y a unos kilómetros de las mismas, los restos del monasterio budista del que Shion le sacó, salvándole la vida.
Contempló con dolor en la mirada las piedras grabadas con oraciones que muchos caminantes anónimos habían depositado por los enclaves, en merecido homenaje a los que habían perecido en el ataque. Recordaba con asombrosa precisión aquella noche, el ardor del fuego, los gritos de terror. Él había sido el único superviviente de aquella tragedia, otra más entre las tantas a las que el ejército chino había sometido al pueblo de Tibet en su afán de satisfacer sus aspiraciones imperialistas. A base de violencia y derramamiento de sangre inocente, los comunistas habían conseguido erradicar lo único en lo que aquellas gentes podían aferrarse para defender su independencia política: la religión.
Si había sobrevivido, fue gracias a que los monjes que en su día le recogieron de las montañas sabían que él era especial… Que venía del interior de la madre tierra, y que su peculiaridad venía impresa en sus dotes psíquicas y la nobleza de su espíritu. Por ello le llamaron Mu, en honor al continente perdido del que sus antepasados provenían, y le dejaron en brazos de quien fuese el anterior guerrero del carnero, el cuál quizás fruto del azar o por dictados de un destino al que no se podía desobedecer estaba allí en el lugar y momento oportunos.
El frío viento aullaba, llenando con su presencia el silencio sepulcral del valle, tratando de jugar con su cabellera eternamente recogida. Mas aquella siniestra calma fue rota por unos gritos a lo lejos. Pudo distinguir claramente la colérica voz de un hombre, y llevado más bien por la inercia que por la curiosidad, avanzó hasta el comienzo de la enfilada ladera, observando a sus pies la particular estampa: efectivamente, un hombre vociferaba acompañado por una mujer, siendo el epicentro al que iban dirigidas sus respectivas furias un niño de baja estatura.
Iba a regresar sobre sus pasos cuando un nuevo grito de la fémina llevó a prestar otra vez atención a la disputa, cuando un hecho hizo que el corazón le diese un vuelco: el pavor de la viajera estaba más que justificado, puesto que el infante hizo levitar las rocas que yacían a su alrededor con la intención de defenderse con ellas.
Quedó sobrecogido por lo potente del cosmos que de aquel niño provenía. Nunca había sentido un poder tan puro en un ser de tan escasos años. Y dicha criatura cayó irremediablemente al suelo por enésima vez en lo que iba de día, cubriéndose la cabeza con los brazos para así tratar de aplacar la paliza que su dueño le estaba propinando.
¡Te dije que no debíamos acogerle¡Es el mismo diablo¡Deshazte de él de una vez! – bramaba la mujer, aterrada ante la nueva demostración que acababan de presenciar.
¡Debería despeñaros a los dos de una vez por todas¡Y tú, quieto, maldigo la hora en que decidí llevarte conmigo!
Levantó la mano dispuesto a vaciar su furia cuando una presencia que no había advertido se lo impidió.
- Deténgase, por favor… Ignoro que habrá hecho este niño, pero dudo que sea algo de tanta gravedad como para merecer este trato.
El hombre encaró al joven recién llegado, sosteniendo su serena mirada.
- Márchese, esto no es de su incumbencia.
Mu avanzó unos pasos, quedando justo enfrente de la peculiar pareja. No podía permitir que aquella barbarie se prolongara, ya fuese en su presencia o en un futuro que no se produciría, pues decidió en ese preciso momento tomar carta en el asunto.
- No he podido evitar escuchar la conversación que mantenían. Si desean deshacerse de él… Déjenlo en mis manos.
La mujer, la cuál no salía de su asombro, no dudó en aceptar la oferta.
- No sabes en qué te estás metiendo, muchacho.
Se propuso terminar cuanto antes aquel incómodo y repentino trámite.
- Espero que tengan un viaje apacible. – concluyó, con toda la cortesía que pudo reunir, tomando en brazos al niño, inconsciente.
Sin más y ante el asombro de la pareja de comerciantes, el misterioso joven que había insistido en hacerse cargo de aquel ser que tantos problemas les había causado, se desvaneció ante sus ojos. Ninguno de los dos intercambió impresiones con el otro, guardando para su foro interno la sensación de que habían cometido algún error, desatando la furia de los espíritus que merodeaban las montañas, materializados en la figura de aquel hombre de cabellos malvas y piel pálida como la nieve.
Mu no era consciente de ello, pero aquel acto no sólo supondría el inicio una nueva etapa en su vida y en la de su protegido, sino que daría paso a multitud de supersticiones y rumores que hablaban de un ermitaño encantado, el cuál poblaba las más inaccesibles montañas de Tibet hechizando con sus poderes a todo aquel que se atreviese a atravesar sus dominios.
(Salto temporal)
Tenía su pequeño cuerpo maltrecho y lleno de hematomas. Tras lavar sus heridas y vestirle con improvisadas ropas a su medida, le dejó dormir en su propia cama mientras pensaba en todo lo ocurrido.
Obvio era que aquel no era un niño corriente, era… Uno de los suyos. Lo supo nada más verle y sentir su noble espíritu. Pero al haberle acogido, llevándole hasta su secreta morada, había dado un paso más allá de la simple compasión.
¿Era del todo legítimo tomar un alumno a pesar de su juventud y sus circunstancias? Entrenar a un discípulo sin la aprobación del Santuario podría suponerle incluso la pérdida de su rango, pero la voluntad de su corazón tenía más fuerza que la de su conciencia.
Si no creía en la integridad de aquel que se hacía llamar Patriarca¿cómo temer represalias?
Terminó de decidirse, le daría a ese niño un futuro, una educación, le llevaría hacia un camino de esfuerzo y sacrificio en el que avanzarían juntos durante largos quince años, puesto que el entrenamiento de los herederos de Aries era notoriamente superior en duración al del resto de los guerreros de Atenea, puesto que conllevaba mayores responsabilidades.
Oyó ruidos a su espalda, y con una dulce sonrisa se acercó hasta su lecho, alzando la mano para volver a arroparle. Le conmovió la reacción del recién llegado, el cuál cerró los ojos instintivamente temiendo un nuevo golpe. Se sentó a su lado, y le habló con calma.
- No voy a hacerte daño, pequeño. A partir de hoy vivirás conmigo. Dime¿cómo te llamas?
Sus azules pupilas brillaron por primera vez en sus tres años de vida.
- Kiki, señor.
- Puedes llamarme Mu. Ahora duerme, necesitas descansar.
Había ya atravesado el marco de la puerta para dejarle a solas cuando su fina voz le llamó quedamente.
- Señor Mu… ¿Por qué me ha salvado de ese hombre?
La tristeza se apoderó de él, pero no dejó que ésta empañara su expresión. Sintiéndose viejo e inmerso en la mayor de las responsabilidades que jamás había desempeñado, pronunció las mismas palabras que Shion en su día le dijese, perpetuando así el legado que pasaba de maestros a alumnos por los siglos de los siglos.
- Porque estás llamado a ser… Algo que nunca hubieses imaginado.
Kiki miró a su alrededor una vez solo en aquella habitación. No conocía aquel lugar ni a la persona que tan bien le había tratado, pero antes de quedar profundamente dormido, sonrió. Se sentía feliz a la par que extraño. Era la primera ocasión en la que experimentaba algo cercano a la protección y la seguridad.
