Las enseñanzas del Ángel de la Música
¿Cómo había empezado todo aquello? Realmente parecía que habían pasado años, siglos desde la primera vez en que hablaron, aunque tan sólo había sido unos pocos meses antes. No obstante, aunque Erik viviese durante miles de años, jamás iba a olvidar aquella lejana noche de septiembre en que su vida había dado un giro de ciento ochenta grados. Aquel día habían estrenado Aníbal, cosechando un éxito como pocas veces se había visto en la Ópera Populaire. Erik recordaba que varias horas después de que todo el mundo desapareciese de la escena y de que el público regresase a sus hogares, cuando aquel ambiente de exhausto triunfo tan familiar empezaba a extenderse por los dormitorios de las bailarinas y todo el magno edificio de Garnier permanecía sumido en la sombra y en el silencio, él se había deslizado fuera de su guarida como solía hacer algunas noches, envuelto en su capa negra y confundiéndose con la oscuridad reinante. Llevaba en el bolsillo del frac una carta destinada al señor director Lefèvre en la que sugería (el Fantasma de la Ópera siempre sugería, jamás exigía) el ascenso de Meg Giry al puesto de corifeo, en un intento de que el manager se fijase en la hija de la profesora de ballet, que tenía secretos planes para ella que jamás le había confesado a nadie. Erik sabía que Madame Giry no habría aprobado aquella coacción, pero Paulette no tenía por qué enterarse... Además, resultaba siempre tan entretenido amedrentar al aprensivo y supersticioso Lefèvre... Erik había sonreído para sí con malicia; el lado oscuro siempre resultaba demasiado tentador.
Pero algo interrumpió sus pensamientos y desbarató por completo todos los planes que había hecho para aquella noche. Erik estaba atravesando uno de los corredores del foyer de la danza que suponía completamente desalojado en aquellos momentos cuando escuchó una voz de muchacha. Una voz extrañamente dulce y cándida que entonaba el estribillo de una de aquellas viejas arias tan familiares para el edificio. Erik se había detenido como clavado en el suelo. Sintió que el corazón le daba un vuelco. Jamás sus oídos, acostumbrados a captar toda la belleza y la espiritualidad de la música, habían escuchado un canto semejante. ¡Aquella voz parecía realmente un instrumento divino! Pero, pese a eso, podía apreciarse en la garganta de aquella joven desconocida una falta de aprendizaje y de disciplina casi absoluta. Parecía como si nadie le hubiese hecho darse cuenta del inmenso potencial que poseía. Erik, tragando saliva, se deslizó en medio de la oscuridad hasta detenerse junto al marco de la puerta entrecerrada del lugar en el que se hallaba aquella artista desconocida, asegurándose de que ella no podría verle, y sintió que el aire escapaba de sus pulmones.
Una joven permanecía sentada sobre el suelo alfombrado del vestidor, una muchacha apenas, desatando con parsimonia los lazos de sus zapatillas de baile y cantando para sí misma sin darse cuenta de que alguien la estaba escuchando. Absorta, mantenía la cabeza inclinada con una espesa cascada de pelo rizado cayéndole sobre los hombros, y Erik pudo ver entonces el rostro de mujer más hermoso que había contemplado en su vida. Pero aquella visión sólo duró unos segundos. Cuando la chica se hubo descalzado Erik la vio incorporarse, y, aturdido, se apresuró a abandonar el corredor en el mayor de los silencios y regresó a su guarida con toda la velocidad que sus pies le permitían. Había olvidado todo lo relacionado con la carta que debía dejar en el despacho de Lefèvre. De hecho, lo había olvidado todo.
Aquella noche no pudo pegar ojo y no cesó de dar vueltas y más vueltas en su cama. Sufría mucho. Una y otra vez la imagen de aquella muchacha acudía a su mente, y casi podía volver a escuchar el suave rumor de su canto dentro de su cabeza, tentándole, prometiéndole, atrayéndole sin que ella lo hubiese percibido siquiera. Erik recordaba haber derramado incluso lágrimas de frustración ante un sentimiento ahogador que creía que jamás le iba a afectar a él. Aquella noche tuvo fiebre¡fiebre de amor, y durante horas se consumió en una desazón que le hacía oscilar entre la más absoluta desesperanza y el resurgir de un anhelo dormido; tan pronto se mostraba partidario de esforzarse por olvidar a aquella joven como sentía la necesidad apremiante de conocerla. Finalmente, después de aquella vigilia enloquecedora, cuando los primeros rayos del sol despuntaban en el mundo exterior y el teatro de la Ópera volvía a ponerse en pie, Erik se levantó de la cama con una decisión prendida en su mente: costase lo que costase, tenía que averiguar quién era ella, y cómo podía llegar a conocerla sin que retrocediese atemorizada.
Resulta fácil imaginar el júbilo que le embargó al descubrir, algunos días más tarde, que aquella muchacha era la Christine Daaé cuyo nombre había estado oyendo desde hacía casi diez años de labios de Paulette Giry. Recordaba bien la historia de la pequeña huérfana sueca a la que su amiga había llevado a vivir junto a ella y Meg, pero nunca había llegado a verla. A decir verdad apenas había prestado atención a un hecho que siempre le había resultado marginal en su vida. ¿Qué importancia podían llegar a tener en él los tejemanejes de Paulette? Pero ahora aquella situación cambiaba por completo, y un inmenso e inesperado abanico de posibilidades se abría ante él. Y si bien es honrado confesar la perplejidad que semejante confesión provocó en Madame Giry, que creyó estar soñando cuando el hombre al que creía conocer tan bien le habló en voz trémula de un amor desesperado y absoluto por la muchacha a la que había criado como si fuese su hija, era obvio que la profesora de ballet no las tenía todas consigo cuando se dio cuenta de que Erik no iba a quedarse de brazos cruzados esperando encontrarse casualmente con Christine por algún corredor de la Ópera. Le conocía demasiado bien para pensar eso, y por ello le dejó bien claro desde un primer momento que ella no quería tener nada que ver con sus pesquisas amorosas, y que no estaba dispuesta a hacer el papel de celestina.
No fue necesario. Pronto Christine, hasta entonces una inocente y confiada jovencita sin mayores preocupaciones que escoger el tutú y las zapatillas que iba a llevar en el próximo ensayo, empezó a notar cosas extrañas que sucedían a su alrededor, cosas del todo inexplicables desde un punto de vista racional. Velas que se apagaban solas a su paso, puertas que se abrían ante ella, misteriosos cólicos que afectaban a un mismo tiempo a Carlotta y a todas sus suplentes y que sirvieron para hacer que los recién estrenados directores se fijasen en su joven talento... ¿Qué era todo aquello? Erik la seguía entre bastidores, sobre las tramoyas, la vigilaba desde lo alto de la gran sala de espectáculos durante los ensayos, la observaba marcharse con nostalgia cada anochecer desde el ático del magno edificio de Garnier, pero, sobre todo, anhelaba el momento en que solía observarla cada tarde a escasos metros de distancia, detrás del espejo de falso reflejo que había tenido la idea de situar en el camerino al que Christine había sido trasladada en las últimas semanas. Durante horas la adoraba en silencio mientras ella deambulaba por el cuarto, cepillando su larga y rizada cabellera, leyendo los libretos de los estrenos o simplemente descansando sobre el diván, con su hermosa cabecita reclinada en los almohadones de raso. Pero pronto resultó evidente que Christine sospechaba algo raro. Desaparecieron su serenidad y su aburrimiento y Erik se dio cuenta de que muy a menudo solía recorrer con su mirada el interior de su camerino cuando estaba sola... como si buscase la presencia de alguien invisible. ¿Había descubierto acaso quién era él en realidad?
La respuesta la obtuvo una tarde en que la oyó hablar en susurros con Meg, en el foyer de la danza entonces desierto. Era obvio que Christine estaba muy expectante... casi asustada. Pero la confesión que le hizo a su amiga no estaba presidida por ningún terror. Erik se quedó escuchándola con mudo asombro desde su escondite, tras los muros huecos de la estancia. La había oído hablar de un ángel que su padre había prometido enviarle antes de morir...
¡Un Ángel de la Música!
- Él siempre me había hablado de él, y yo he soñado descubrirle durante todo este tiempo.- había susurrado Christine a su amiga con ojos brillantes.¡Y él está aquí ahora¡Puedo sentirlo! Meg, algo muy extraño me está sucediendo. No, no me mires así¡no estoy loca! Siento su presencia, siento sus ojos al mirarme, los ojos de ese gran genio... de ese ángel...
A juzgar por la expresión de Meg, debía pensar que a su amiga se le había cruzado algún cable, pero como no era una muchacha excesivamente profunda pronto se olvidó de aquella revelación.
En cuanto a Erik, vio el cielo abierto ante aquel descubrimiento. No tuvo que esperar demasiado para poner en práctica el plan que en un segundo había tomado forma en su mente. Aquella noche, cuando Christine yacía medio recostada sobre el diván de su camerino, en la penumbra, acariciando distraídamente un cojín de terciopelo, Erik le habló desde detrás del espejo:
- Yo soy tu Ángel de Música... Ven, vamos, Ángel de Música...
La reacción que su voz ejerció sobre la expectante muchacha fue mayor de lo que podía haber imaginado en sus más locas fantasías. La vio incorporarse lentamente sobre el diván, con sus bellos ojos castaños abiertos de par en par, los labios entreabiertos, y una luz diáfana y pletórica que transformó su rostro otorgándole una alegría que Erik jamás había podido ver en ella. Y después, cuando Christine se arrodilló muy despacio delante del espejo sin ver más que su propio rostro y dejó rodar por sus mejillas dos lágrimas de felicidad, Erik sintió que por primera vez creía en Dios.
¡Y creía con una fuerza arrolladora!
Desde entonces empezó a forjarse entre ellos una extraña relación de dependencia que habría escapado a la comprensión de cualquier persona ajena a lo que sucedía. Llegó un momento en que Christine apenas podía esperar la llegada de la tarde para encerrarse a solas en su camerino con la voz de su ángel, que día tras día se dedicaba a darle lecciones de música que conseguían transportarla a una dimensión totalmente nueva para ella. Había en aquella voz una belleza tan arrolladora que muchas veces se encontró imaginándose cómo sería su poseedor. Por algún motivo incomprensible el Ángel de la Música nunca había accedido a sus ruegos de que le permitiese verle junto a sí. ¿Qué daño podría haber en ello? Pero Christine callaba, porque el mero placer de escuchar su canto servía para eliminar las últimas dudas que revoloteasen por su cabeza. Era más feliz de lo que lo había sido en toda su vida.
Hubo un día, no obstante, en que ambos se dieron cuenta de que su relación de maestro y alumna estaba empezando a adquirir unos tintes de insoslayable afecto mutuo. Erik recordaba muy bien cómo había sucedido aquello. Después de la lección de aquel día él seguía sentado donde solía hacerlo, frente al espejo convertido en ventana desde su perspectiva, guardando el violín que siempre llevaba consigo para acompañar a Christine en las canciones que debía memorizar. Ella parecía extrañamente dubitativa aquella noche, y Erik se dio cuenta de que deseaba preguntarle algo, pero que no se atrevía a hacerlo. Cuando la interrogó al respecto Christine se sentó a su vez con mucha lentitud al otro lado del espejo, sin ver más que su reflejo expectante, y dijo al cabo de unos segundos:
- Es sólo que... Bueno, he estado pensando que todos los ángeles tienen un nombre¿no es cierto¿Por qué nunca me has dicho el tuyo? Sé que no deseas que mis ojos puedan verte, pero si al menos pudiese saber... cómo debo llamarte cuando te necesite...
Erik recordaba que aquella pregunta le había descolocado por completo. En un primer momento no supo si debía responderle o no. ¡Nadie en todo París salvo Paulette Giry sabía cómo se llamaba! Pero al verla frente a sí, arrodillada sobre el suelo alfombrado en medio del cúmulo de su falda blanca, observándole sin verle con una expresión tan dulce y expectante, supo que no podría ignorar sus inquietudes por más tiempo.
- Puedes llamarme Erik... si así lo deseas.
- Erik...- Christine había pronunciado aquella palabra lentamente, como saboreándola, con su hermosa cabeza inclinada hacia un lado. Sus manos marfileñas se posaron sobre la fría superficie del espejo, y después permaneció silenciosa, sin decir nada más. Erik sintió cómo su corazón latía con más fuerza al escuchar por vez primera su nombre en los labios de la mujer a la que amaba. ¡Ah, sonaba tan dulce... tan atrayente...! Un callado suspiro escapó de sus pulmones al extender su mano al mismo tiempo y deslizarla sobre el cristal. ¡Sólo eran unos milímetros los que le separaban de ella¡Habría resultado tan fácil atravesar el espejo y estrecharla entre sus brazos...!
Pero no podía hacerlo. Además, algo le decía que la situación estaba empezando a escapársele de las manos. Recordaba que se había incorporado precipitadamente y había murmurado una frase de despedida, y después había corrido hacia su guarida, como si huyese de sus propios temores. Mil y un pensamientos revoloteaban por su atormentada mente. ¿A qué estaba jugando¿Qué derecho tenía él de aprovecharse de las creencias y esperanzas de una pobre niña a la que su padre agonizante había prometido enviarle un Ángel de la Música¿Por qué iba a ser él, Erik, ese ángel? Y, por encima de todo... ¿cómo reaccionaría Christine cuando más tarde o más temprano descubriese que su ángel no era más que un farsante, un hombre de carne y hueso? Seguramente se llevaría la mayor decepción de su vida. Y Erik no podía ni imaginar la perspectiva de que alguien hiciese sufrir a su protegida, y menos aún que fuese él esa persona.
Aquella noche se prometió a sí mismo no volver a hablar con Christine durante algunos días, el tiempo necesario para aclarar sus propias ideas al respecto. Detestaba la perspectiva de hacerle daño, aún sabiendo la extrañeza que le iba a provocar a ella su ausencia, pero aquello seguramente resultaría mejor a largo plazo. Mas no fue capaz de cumplir su promesa durante mucho tiempo. A los tres o cuatro días de aquella resolución supo que no podía seguir sin acudir a su lado como cada noche, porque la había estado observando durante los ensayos de Il Muto y cuando ella creía que se encontraba sola en el foyer de la danza, y había percibido un brillo tan desesperado en sus ojos que sintió que se le partía el corazón. Durante horas había vagado Christine como un alma en pena por su camerino aquellas noches, llamando a Erik con susurros desesperados, frotándose las manos y lamentando haber hecho algo que pudiese incomodar a su ángel.
¿Por qué no quieres volver a hablarme- la oyó sollozar la última noche.¿Es que ya te has cansado de mí?
Y Erik regresó, regresó como un perro fiel y sumiso capaz de obedecer los mínimos deseos de su dueña, porque cualquier palabra de Christine se había convertido en ley para él, por mucho que le doliese reconocerlo. Pero toda tentativa de engañarla había desaparecido de su conciencia. Sabía que podía ser considerado un asesino, un embaucador, un crápula que conseguía tener en un puño a la dirección de la Ópera durante años y años, pero era por encima de todo un caballero, y sabía que aquella farsa tendría que terminar de una vez. Aquella última noche le dijo a Christine a media voz que al día siguiente a la misma hora, después de que ella interpretase su papel estelar de Margarita sustituyendo a Carlotta, que se encontraba "misteriosamente" enferma, acudiría junto a ella y la llevaría consigo para que pudiese contemplarle por primera vez. Erik no las tenía todas consigo al prometerle aquello, pues no sabía cómo podría reaccionar ella. Pero la expresión de absoluta felicidad e ilusión que pudo ver en ese momento en el rostro de Christine sirvió para hacer desaparecer todas sus dudas.
Todo sucedió exactamente como le había asegurado. Aquella noche Erik franqueó por primera vez la barrera del espejo, una barrera más psicológica que física, y tomó la pequeña mano de Christine entre las suyas, y la guió por los pasadizos subterráneos hasta lo más hondo, hasta su guarida. El momento en que se encontraron por vez primera frente a frente había quedado indisolublemente grabado en sus memorias. Los ojos de Christine se habían abierto de par en par como en medio de un éxtasis sobrenatural cuando se dio cuenta por fin de que el ángel que le había enseñado a cantar como inspirada por un hálito divino no era más que un hombre de carne y hueso. ¡Y ella no había huido atemorizada, ni le había acusado de jugar con sus creencias! Simplemente se había quedado escuchándole muda de admiración mientras él le cantaba en medio de las velas que alumbraban su guarida, temblando de emoción, sin que ella se diese cuenta. Si Christine había reparado en que su ángel era conocido por el resto de trabajadores del edificio como el Fantasma de la Ópera, cosa evidente, no hizo ninguna mención al respecto.
Aquella noche había gozado de su hospitalidad y había dormido en la guarida del lago, más confortablemente de lo que nunca lo había hecho. Unos extraños y turbadores anhelos habían comenzado a aletear en su corazón desde aquel encuentro, aunque eso era algo que Erik no supo nunca. Posiblemente se habría sentido aliviado de conocer la inmensa magnitud del cambio que su presencia palpable había producido en su joven protegida. Christine soñó con él aquella noche. Y descubrir a la mañana siguiente su presencia, sentado frente a su piano y aguardando pacientemente su despertar entregado a la armonía de sus composiciones, fue la mayor felicidad que había experimentado hasta aquel día.
- Ahora ya sabes toda la verdad.- le había dicho después Erik con aquel brillo característico en sus ojos que después Christine había descrito a Madame Giry en voz muy tenue como "un suplicar que amenazaba dando amor".¿Huirás de mí ahora que sabes quién soy yo en realidad¿Te dejarás intimidar por todas las leyendas de terror que has escuchado acerca del Fantasma de la Ópera¿Me tendrás miedo, Christine?
¿Debería tenerlo- había respondido ella en voz baja con una expresión en la que residía de todo menos miedo. Sólo entonces Erik había respirado con alivio. Pero no pudo prolongar aquella situación durante mucho tiempo, porque el día ya se hallaba muy avanzado, y sabía que Christine debía regresar a los ensayos que estaban teniendo lugar en la superficie antes de que pudiesen reparar en su ausencia.
A los tres días de aquella visita a la guarida del lago Christine le dijo que debía acudir al cementerio, a visitar la tumba de su padre...
