El amor de los rebeldes

Durante toda la semana siguiente al episodio del cementerio Erik permaneció escondido en la casa de Madame Giry, recuperándose de su herida de su costado a pasos agigantados. Por algún irónico capricho de la naturaleza su organismo parecía poseer una extraordinaria capacidad de regeneración gracias a la cual en pocos días la herida cicatrizó dejando sólo tras de sí una marca enrojecida que quizás nunca llegase a desaparecer del todo. No era algo que le quitase el sueño. Lo que realmente le fastidiaba era no haber recuperado aún la libertad de movimientos. Cada vez que trataba de incorporarse en la cama seguía sintiendo unas punzadas estremecedoras que le obligaban a permanecer recostado, lo cual no resultaba demasiado favorable a sus nervios. En aquellos días lo que realmente le pedía el cuerpo era salir de allí y no dejar títere con cabeza en París hasta averiguar quién andaba detrás de todo aquel asunto.

Pero no podía hacerlo. Aunque su estado de salud mejoraba cada día era consciente de que aún no podía moverse con libertad, por lo menos durante las primeras jornadas. A aquella frustración se sumaba el hecho de que Erik no estaba acostumbrado a permanecer inactivo durante tanto tiempo, y menos aún bajo los cuidados de tres mujeres. Treinta y tres años de soledad son demasiados para que de la noche a la mañana a un hombre le resulte fácil asumir la perspectiva de tener a tanta gente cerca, y pendiente de él por añadidura. A Paulette estaba acostumbrado, y en cuanto a su hija, no le daba demasiado la lata porque apenas sí se atrevía a asomar la nariz en su cuarto, casi temerosa de que en cualquier momento un lazo punjab se enroscase alrededor de su garganta, como constató Erik para sí con algo de irónico orgullo. Pero con Christine las cosas eran distintas... Se daba cuenta de que cada segundo que pasaba junto a ella era un paraíso de felicidad, pero las circunstancias dejaban mucho de asemejarse a lo que él hubiese deseado. Anhelaba tener a Christine junto a sí, pero lejos de miradas ajenas, lejos de convalecencias... lejos de la superficie. Y seguramente ella debía pensar de forma parecida, porque aunque pasaba la mayor parte del día junto a él Erik notaba que no estaba tan distendida como lo había estado en otras ocasiones. Había siempre en su voz y en sus gestos un cierto tinte de formalismo que posiblemente se debiera al hecho de que nunca habían conseguido estar solos hasta entonces. ¿Tendría ella tantos deseos de encontrar un hueco para poder hablar con intimidad como él? Erik se moría de ganas de saber la respuesta, pero nunca lograba encontrar el momento adecuado para preguntárselo.

Al principio Madame Giry y Christine se habían quedado junto a él para cuidarle y estar pendientes de la evolución de su herida, pero cuando resultó palpable una cierta mejoría podría decirse que Erik las echó de allí. En la Ópera iban a terminar sospechando si se prolongaba durante tantos días la ausencia de la profesora de ballet y de la nueva aspirante a Prima Donna, por lo que terminaron por hacerle caso y regresaron a sus actividades cotidianas. Aunque, para ser sinceros, era evidente que Christine tenía los pensamientos muy alejados de las partituras de Fausto o Aníbal. Lo que realmente resultó un consuelo fue descubrir que nadie en la Ópera había tenido la más mínima noticia de lo que sucedió aquella noche en el cementerio. Eso significaba sin duda una buena nueva tanto para Christine como para Erik, porque su seguridad estaba salvaguardada... pero abría toda una nueva serie de interrogantes acerca del porqué de aquel ataque, y de quién podría estar detrás de su tentativa. Parecía imposible llegar a ninguna averiguación.

El sexto día Christine salió de la Ópera Populaire antes de tiempo, ya que había terminado los ensayos de Il Muto con sorprendente rapidez teniendo en cuenta su escasa concentración y Madame Giry debía quedarse aún en el teatro supervisando las últimas coreografías preparadas para el ballet del Acto II. Christine la había oído mascullar últimamente cosas muy poco favorables acerca del nuevo público que reclamaba en escena excentricidades como sombreros de paja, columpios "y hasta ovejas, adónde vamos a ir a parar", había murmurado para sí la profesora mientras pasaba revista a las bailarinas en tutú. Christine la dejó con su trabajo y salió a la calle con un suspiro de alivio. El aire frío sirvió para despejarla un poco; aquella mañana tenía un terrible dolor de cabeza.

Atravesó así la Calle Scribe que bordeaba el edificio de Garnier, cruzó la Place Vendôme en cuyo centro se alzaba la gran columna construida por Gondoin y Lepère con el bronce obtenido al fundir las armas que Napoleón arrebató a los soldados austriacos en la batalla de Austerlich, y entró en una mercería para comprar unos rollos de tela oscura que le había encargado Madame Giry para hacerle un vestido nuevo, dado que el que había llevado Christine el famoso día del cementerio había quedado inservible debido a la suciedad y a la humedad. Después desembocó en la populosa Rue de Rivoli y recorrió toda su longitud bajo los soportales de seriada piedra gris, confundiéndose entre las ancianas que paseaban cogidas del brazo de sus damas de compañía y las madres que tiraban de sus hijos llorosos negándose a comprarles el último capricho que habían visto en un escaparate. Todo aquel espectáculo callejero le habría resultado a Christine en otra ocasión perfectamente cotidiano, pero no aquel día. Porque aquel día sabía que alguien la esperaba regresar con disimulada ansiedad. Y espoleada por aquel pensamiento apretó el paso, sintiendo latir con más fuerza su corazón en su pecho.

Cuando entró por fin en casa y se detuvo de pie en mitad del vestíbulo con un suspiro de alivio, quitándose el largo abrigo oscuro, escuchó de repente un sonido totalmente inusual procedente del piso superior. Una melodía sobrecogedora por su hermosura que jamás hasta entonces había escuchado. Christine se detuvo sin soltar los rollos de tela que acababa de comprar, observando fijamente el techo del vestíbulo. ¡Alguien estaba tocando el piano del salón!

¿Erik- inquirió en voz alta, empezando a ascender la escalera de caracol. Tenía que ser él, pero¿qué demonios hacía levantado? Si mal no recordaba su herida seguía doliéndole bastante en cuanto se movía. No obtuvo respuesta a sus palabras, lo que le hizo pensar que no había podido escucharla en medio de aquellos acordes desgarradores por la tremenda magnitud de lo que trataban de expresar. Christine llegó por fin al piso superior y se detuvo en el umbral de la sala con una especie de respeto reverencial.

Él estaba allí, tal y como había supuesto, sentado en la banqueta de terciopelo y deslizando las manos sobre las teclas del piano como si se le fuese la vida en ello. No debió percibir la irrupción de Christine en la estancia, sumido como estaba en su éxtasis musical. La muchacha comprendió de repente que debía haber resultado insoportable para su maestro no poder tocar ni una nota durante casi una semana. Llevaba la camisa abierta hasta los vendajes que seguían ciñendo su costado, y que desde hacía algunos días, afortunadamente, no habían vuelto a mancharse de sangre.

En cualquier caso la expresión de Erik no era en aquellos momentos la de un enfermo crónico. En sus ojos entrecerrados residía un placer semejante al que habría experimentado un atleta que apura un vaso de agua fría después de una competición. Hacía el amor con la música como el más solícito de los amantes, y Christine se sorprendió al darse cuenta de que casi sentía celos de aquellas teclas que él acariciaba tan suavemente, con sus manos recias y a la vez sensibles. Aquel pensamiento la turbó y sintió cómo sus mejillas se ruborizaban sin dejar de observar el perfil de Erik. Se obligó a expulsar inmediatamente aquella idea absurda de su mente. ¿Es que acaso seguía siendo una niña estúpida? Pero cuando volvió a mirarle reparó en que no había nada infantil en lo que estaba sintiendo al contemplarle, sino unas sensaciones que parecían nacer de lo más hondo de su ser, impulsadas por un anhelo desconocido que hacía latir su corazón con un brío inusual.

Justo entonces Erik se detuvo, y el piano desgranó una última nota que se asemejó a un suspiro hasta que por fin enmudeció. Entonces él giró la cabeza descuidadamente y reparó en la presencia de Christine. Sus ojos perdieron aquella expresión hechizada.

-Lo siento.- dijo en voz tenue, con el tono de un niño que ha sido sorprendido en medio de una travesura inconfesable.- No te había sentido llegar.

-No importa. Estaba... estaba escuchándote.- dijo ella con una sombra de duda. Después de soltar los rollos de tela sobre la mesa se aproximó más al piano y dijo, señalando la camisa abierta de Erik.- No deberías haberte levantado de la cama, y lo sabes. Aún te encuentras muy débil.

Los dedos de Erik palparon el vendaje que cruzaba su pecho observando a Christine de arriba abajo.

-Me siento mucho mejor. Es más, creo que ha llegado el momento de que abandone vuestra casa. Si me quedo aquí más tiempo sólo conseguiré poneros en aprietos. La gente comenzará a sospechar. No, será mejor que regrese cuanto antes a la Ópera y demuestre que su fantasma sigue manteniendo activo su imperio de terror.

Christine pareció conmocionada al escucharle.

¿Qué estás diciendo¡No puedes irte todavía¡Estás herido! Si Madame Giry descubre...

-Paulette se alegrará de tener una persona menos a la que vigilar día y noche.- replicó él con una leve sonrisa torcida.- Ella lo entenderá. Siempre lo ha hecho.

Un prolongado silencio siguió a sus palabras. Christine, muy a regañadientes, tuvo que admitir en su fuero interno que él tenía razón. Durante todos aquellos días había esquivado la perspectiva de que él tuviera que marcharse tan de improviso, pero ahora se planteó por primera vez cuánto tiempo iba a pasar hasta que volviera a verle, y en qué circunstancias. Tragó saliva, sintiendo una súbita angustia. Erik debió adivinar los pensamientos que cruzaron por su mente, porque la observó atentamente sin decir nada hasta que sus dedos volvieron a posarse sobre las teclas del piano.

-Pero, hasta entonces... cantemos ópera, Christine Daaé.- dejó escapar en un tono de voz algo irónico mientras emprendía los dinámicos acordes del comienzo de Il Muto. Christine sabía exactamente a qué se refería. Durante todas las clases que él le había dado a ciegas en su camerino y en las que habían ensayado juntos las canciones de la obra pudo descubrir que las comedias que solían representarse en las últimas temporadas no eran del agrado de su maestro. ¡Ópera! Christine entendía muy bien el concepto que Erik tenía de la ópera, algo mucho más sublime y trascendental que un simple enredo de faldas entre empolvadas pelucas y cortes burlonas. Así que decidió que ya habría tiempo para repasar las canciones del estreno. Su pequeña mano se posó sobre el hombro de él, deteniendo la ejecución de la pieza.

-Espera.- pidió tímidamente.- Por favor, toca otra vez lo que estabas tocando antes, cuando llegué. Nunca lo había escuchado.

Los ojos verdes de Erik mostraron primero sorpresa y luego una extraña satisfacción. Volvieron los pasionales y estremecedores acordes que tanto habían conmovido a Christine. Ella, absorta, se apoyó en el piano sin dejar de contemplar como fascinada el rostro de su mentor. Había en aquella música algo más espiritual de lo que jamás había escuchado oído humano alguno.

¿Qué es- preguntó la muchacha.

"Don Juan Triunfante"- murmuró Erik, con la vista clavada en las teclas blancas y negras.- Llevo años trabajando en esta obra. Y creo que pronto la habré concluido. Si finalmente logro ponerle fin y consigo que nuestros incompetentes directores acepten representarla de cara al público todos los pesares que haya podido sufrir quedarán convertidos en meros incidentes. Christine, hay en la música una capacidad que supera las leyes de lo terrenal para atrapar en sus redes el corazón de los hombres, para privarles de todo uso de razón y envolverles con su encantamiento, corriendo incluso el riesgo de que sus almas se separen de sus cuerpos debido a ese rapto místico del que quizás nunca puedan librarse. Eso es la música... y eso es lo que he tratado de enseñar a la humanidad con mi obra.

Mientras decía todo aquello sus manos volaban sobre el piano, y la casa entera parecía estremecerse ante la magnificencia de aquel arte divino. Christine permaneció inmóvil durante toda la ejecución, devorando cada nota con ojos entrecerrados, en aquella especie de éxtasis que solía experimentar cuando él se encontraba cerca. Sentía cómo su piel se erizaba bajo el influjo de su música y de su mirada. Y por un instante pensó en su padre, y en la maravilla que le habría causado conocer a aquel hombre si siguiese vivo.

Cuando Erik terminó de tocar ella emitió un profundo suspiro y parpadeó, como volviendo al mundo real. De repente la habitación le pareció mucho más desnuda y vacía.

-Oh, Dios mío¡es fabuloso- exclamó.- Al público le entusiasmar�, lo sé. Será un trabajo que pasará a la posteridad y gozará de un puesto de honor en la Academia Nacional de la Música.

Erik sonrió al escuchar sus inocentes palabras, ya sin aquella sombra de sarcasmo que solía parecerse a una mueca. Extendiendo el brazo sujetó suavemente la muñeca de Christine, y atrayéndola hacia sí besó su mano mientras susurraba:

¿Y qué opinas tú, ángel mío¿Es lo bastante bueno para ti? A fin de cuentas... tu opinión es la única que realmente me importa, y lo sabes¿verdad?

Christine tragó saliva, sin saber muy bien cómo responder a aquella pregunta. Algo le decía que había detrás mucho más que un simple juicio de valor acerca de la música. Erik, sin soltar su mano, la hizo aproximarse más hasta sentarla a su lado sobre la banqueta, a escasos centímetros suyos. Pudo sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Christine se sintió enrojecer violentamente bajo aquella mirada, y quiso volcar su atención hacia cualquier otro objeto de la sala, pero él sujetó suavemente su barbilla con sus dedos y le hizo contemplarle. Había en los ojos castaños de ella un brillo de auténtica devoción.

-Tú eres el único dios al que idolatro.- murmuró al fin débilmente, y alzando la mano derecha acarició su mejilla descubierta. Erik cerró los ojos y se estremeció visiblemente bajo aquel contacto, posando su mano sobre la de ella, como para evitar que pudiera soltarse enseguida. Había tanta dulzura y desesperación en aquel gesto que Christine sintió cómo sus ojos se humedecían. Alzando la otra mano recorrió el contorno de su máscara blanca, sintiendo su fría rigidez bajo sus dedos, y por un instante sintió el deseo de...

-No- dijo Erik de repente, apartándose unos centímetros como si hubiese leído sus pensamientos.- Por favor, Christine...

-Como quieras.- balbuceó ella, bajando las manos.- Sólo pensé que... bueno... que ya no tendrías miedo de esconderte de mí. Nada podría hacerme retroceder, Erik. Te lo he repetido cientos de veces.- y después de un instante de silencio Christine musitó en voz muy baja- Tú eras sombra en las sombras... Tú, oculto una vez más...

Erik se incorporó y dio algunos pasos por la estancia, llevándose ambas manos al rostro. Christine se volvió y le siguió con la mirada, expectante. Se dio cuenta de que él estaba contemplando abstraído la fotografía en blanco y negro situada sobre la repisa de la chimenea donde aparecían Meg y ella con apenas siete años.

-A mirar mi verdadero rostro no te atreverías nunca.- murmuró al fin, haciendo un gesto vago con la mano.- Puedo sentirlo. Ni a pensar siquiera en mí, una vez que hubieses conocido la terrible, la abrumadora realidad de mi maldición. ¿Cómo puedo permitir que eso suceda, si te has convertido en lo único que merece la pena en mi miserable vida? Oh, Christine...

La joven bajó la vista y contempló las manos que retorcía nerviosamente en su regazo. Le costó bastante encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que tenía que decirle.

-Hay... hay algo que tú no sabes, Erik.- murmuró al fin.- Ya te he visto sin tu máscara.

Si un rayo hubiera caído en aquel mismo instante sobre la casa no hubiera conmocionado más al fantasma. Erik se volvió en el acto, con los ojos abiertos de par en par.

-No pretendía hacerlo.- se apresuró a añadir Christine.- Es sólo que entré en tu habitación sin avisar el mismo día en que te trajimos a casa, mientras Madame Giry estaba cuidándote, y... bien... la vi quitándote la máscara y limpiando tu rostro mientras aún dormías. Lo siento. No pensé que eso pudiera...

-No es eso lo que me asombra.- murmuró Erik, llevándose instintivamente la mano a su máscara y observando a Christine como si de repente la viera bajo una nueva luz.¿Cómo es posible¿Cómo has podido mirarme sin temblar durante todos estos días si ya conocías mi secreto? Yo... ¡yo te he tocado hace apenas un minuto... y tú no te has horrorizado!

¿Por qué debería horrorizarme- exclamó ella.¡Erik! Créeme¡no me importa lo que escondas del resto del mundo! No niego que en un primer momento sentí una gran conmoción al verte así, pero no por los motivos que puedas estar pensando¡sino sólo por ti, únicamente por ti¡Porque me imaginé todos los suplicios que debes haber sufrido a lo largo de tu vida! Dime, Erik¿tú dejarías de amarme si de repente mi rostro fuera distinto o la gente me considerase odiosa simplemente por ser como soy?

-No podría.- respondió él tenuemente.- Porque lo que siento por ti trasciende los límites de lo corporal. Ahora comprendo que realmente eres un ángel, Christine. Nadie hasta ahora... Nadie, en toda mi vida...

Enmudeció, sin saber muy bien qué debía decirle. Aproximándose más a la banqueta donde ambos habían estado sentados se arrodilló a los pies de la muchacha y apoyó sus manos en su regazo, mirándola a los ojos. Christine tomó entre sus manos las de Erik y le sonrió dulcemente. Una lágrima solitaria rodaba por su mejilla, y trató de secarla con disimulo, aunque fracasó.

-Si te sirve de consuelo, te diré con toda sinceridad que tienes los ojos verdes más hermosos que he visto en mi vida.- musitó. Erik soltó una risa que casi se asemejaba al lamento de un perro apaleado. No obstante, parecía aún maravillado.

¿Sabes, Christine- dijo después de unos segundos, entrelazando sus dedos con los de ella.- Si pudiera haber escogido tener un rostro normal, una infancia feliz y el amor de una madre, pero que tú nunca hubieses irrumpido en mi vida, ten por seguro que no dudaría en mantener la situación actual. Eres lo mejor que me ha pasado nunca, y lo mejor que podrá pasarme. Yo... realmente...

Se detuvo, mirándola como si suplicase su ayuda. Christine comprendió lo difícil que le resultaba expresar lo que sentía, porque nadie le había enseñado jamás a decir aquellas dos palabras capaces de mover a la humanidad entera. Pero no fue necesario que las pronunciase. Erik se incorporó hasta que su rostro y el de Christine quedaron a la misma altura. Durante unos segundos se contemplaron en el más absoluto silencio. Después él recorrió con sus dedos el contorno del rostro de la joven, acariciando su largo y rizado cabello, hasta que, sujetando dulcemente su barbilla, la aproximó más hacia sí y la besó en los labios.

Fue un contacto breve, un roce apenas, pero que sirvió para acelerar los corazones de ambos hasta lo indecible. Christine, que había cerrado los ojos, volvió a abrirlos y le vio muy cerca de sí, tanto que podía sentir su cálida respiración y aspirar el olor sedante de su piel. Y rodeando sus hombros con sus brazos volvió a atraerle hacia sí, y se besaron de nuevo, largamente, apasionadamente. Las manos de Erik recorrieron su espalda con unas ansias incontenibles, apurando aquel licor de sus labios como un peregrino que encuentra un oasis en mitad del desierto. Aquella unión de sus bocas les resultó electrizante, y durante aquellos momentos, entre los brazos de Erik, Christine rezó para que el tiempo pudiese detenerse para siempre.

Pero no pudo suceder. El repentino sonido de la puerta principal de la casa al abrirse interrumpió el momento de deliciosa inconsciencia en que ambos se hallaban sumidos y les hizo separarse con precipitación. Hubo ruido de tacones en el vestíbulo, risas de Meg y la voz inflexible de Madame Giry ordenando algo que seguramente su hija se estaba tomando a broma. Después las dos entraron en el salón y les saludaron. Los ojos de Madame Giry describieron un amplio arco desde Erik, que atacaba furiosamente las primeras notas del concierto en do menor de Mozart con los ojos clavados sin ver en una partitura del revés que reposaba sobre el atril, hasta Christine, que estaba de pie contemplando con inusitado interés la colección de figuras de porcelana que reposaban sobre la repisa de la chimenea, tratando de recolocar su cabello sin poder disimular el rubor que se extendía por sus mejillas. En los finos labios de la profesora de ballet se dibujó una sonrisa de disimulada complicidad, y, aunque no llegó a decir nada al respecto, supo en aquel momento que algo acababa de cambiar.


Los presentimientos de Christine acerca de que aquella situación no se iba a prolongar mucho se vieron confirmados por la noche. Era ya muy tarde, y habían transcurrido varias horas desde que Meg y ella se acostaron en sus camas dispuestas en muros opuestos del dormitorio adyacente al de Madame Giry. Un reloj lejano había dado dos campanadas gravemente, monótonamente, como con pereza invernal; el ruido de un carruaje que atravesó la calle le respondió con su traqueteo, y después todo volvió a quedar en silencio. Christine escuchaba todos aquellos sonidos nocturnos con los ojos cerrados, tendida sobre su costado y dando la espalda a la pared, enroscada como un gato bajo las mantas cálidas. No estaba dormida, pero ese estado de apacible duermevela en el que se hallaba sumergida resultaba casi una frontera difícil de precisar entre la vigilia y el sueño.

En medio de aquel sopor creyó escuchar un súbito crujido en la habitación, el rumor inconfundible de la puerta al abrirse para dejar paso a alguien. Christine permaneció inmóvil, y tendió el oído sin abrir los ojos, cosa que tampoco le habría servido de mucho porque el dormitorio estaba sumido en la más absoluta oscuridad. Escuchó entonces unos pasos sigilosos que avanzaban hasta detenerse muy cerca de ella, y después pudo sentir un peso cayendo sobre la cama, justo a su lado. Christine contuvo el aliento. ¿Sería acaso Madame Giry? No lo sabía, pero al cabo de unos segundos notó el contacto de una mano varonil acariciando con mucha suavidad sus cabellos, como temiendo despertarla, y unos dedos acomodando algunos mechones detrás de su oreja con delicadeza. Christine tembló unos instantes, y un leve escalofrío pareció recorrer su espalda.

-Erik...- musitó en un tono de voz apenas audible, reclinando el rostro sobre la almohada.- No te marches, por favor...

Hubo un prolongado silencio durante el cual él no interrumpió sus caricias; después se inclinó sobre ella y comenzó a cantar en voz muy baja, casi en un susurro que sólo Christine podía escuchar. No entendía las palabras, pero se dio cuenta de que poco a poco se estaba dejando vencer por la belleza de una melodía desconocida, hipnótica, que pronto la hizo olvidar todas sus preocupaciones; sólo quedó el susurro de la voz de Erik muy cerca de sí, y las caricias de sus dedos sobre su frente y sus cabellos, y la apacible oscuridad que la envolvía. Antes de que pudiera reaccionar se dejó caer en un profundo y reparador sueño transportada por su canto. Lo último que sintió fue un cálido beso sobre su mejilla y unas manos que la arropaban solícitamente. Después, sólo hubo vacío.

Hasta que los últimos ecos de la melodía de Erik se desvanecieron en el interior de su cabeza Christine no volvió a despertar. Parpadeó, confundida y preocupada, porque no sabía cuántas horas podían haber transcurrido. Sin duda aún era de noche. Ninguna luz procedente de la calle quebraba la penumbra del cuarto. Silenciosamente Christine se incorporó sobre un codo. Su cama estaba vacía; la puerta, cerrada. Volvió después la vista hacia Meg y aunque no pudo distinguir nada más que su silueta acurrucada supuso que seguiría durmiendo profundamente a juzgar por su pausada respiración. Con un gemido de resignación Christine volvió a dejarse caer sobre el lecho, y entonces notó de repente la presencia de algo desconocido sobre su almohada, justo al lado de su mejilla. No necesitó encender ninguna luz para adivinar de qué se trataba. El tacto que sintió en sus dedos al acariciarlo era la inconfundible suavidad de los pétalos de una rosa. El mensaje estaba más que claro.

En la oscuridad Erik había llegado a ella...

En la oscuridad había desaparecido...