Don Juan Triunfante

A la mañana siguiente, tal y como le había indicado Erik, Christine se dirigió con paso firme a la Ópera y respiró hondo cuando se encontró por fin frente a la puerta doble del despacho de dirección. Se detuvo justo cuando estaba con la mano ya alzada a punto de llamar, porque había escuchado lo que parecía ser un gran alboroto al otro lado. Gritos, frases deshilvanadas en italiano, palabras que parecían ser persuasivas por parte de los directores, ruido alocado de tacones y, finalmente, las puertas se abrieron de par en par y Carlotta salió al pasillo como una exhalación, seguida por Piangi, su costurera y la criada que llevaba en brazos al caniche blanco que en aquel momento ladraba tan enrabietadamente como su dueña.

¡No! Finito¡Se acabó!- gritaba Carlotta con aquella voz que parecía capaz de quebrar todas y cada una de las ventanas del edificio de Garnier.- Dos cretinos asustadizos dirigiendo nuestro palacio, porca miseria¿Qué se han creído esos dos¡Ahora entiendo la huida de Lefèvre a Australia¡Quería quitarse del medio para evitar nuestras represalias!

Pero, pastelito, no es necesario que te lo tomes así, son órdenes del alto mando...

¿Alto mando¡Y un cuerno, Ubaldo¡A mí no me engañan, caro mio, esto es un complot¡Un complot en toda regla¡Ah, esa viborilla de la Daaé va a escucharme...!

Afortunadamente, la salida de Carlotta y su séquito había sido tan precipitada que ninguno reparó en la presencia de la joven revelación, oculta detrás de las puertas que se habían abierto tan violentamente. Christine se alegró de ello; tener a Carlotta demasiado cerca no era saludable para los nervios de nadie. Después de unos segundos, cuando se aseguró de que todos habían doblado la esquina del corredor, llamó por fin a la puerta, dubitativa.

¿Se puede?- inquirió asomando la cabeza.

Ah, es usted, Miss Daaé.- dejó escapar monsieur Richard, derrumbado en su sillón con muy poco decoro.- Pase, pase. La estábamos esperando. O mejor, Giudicelli la estaba esperando. Ha sido un milagro que no la haya estrangulado al salir, o nos habríamos quedado sin una pieza clave del reparto de la nueva ópera.

Christine volvió la vista cautelosamente hacia monsieur Moncharmin, que fumaba una pipa con mano nerviosa, de pie frente a la gran ventana del despacho. Tanto su colega como él parecían haber envejecido cinco años aquella noche. Estaban pálidos, ojerosos y despeinados. Christine no pudo echárselo en cara. Un fantasma, un arranque de cólera de Carlotta y una resaca de proporciones considerables no eran cosa baladí a aquellas horas de la mañana. La joven tomó asiento en un sillón situado frente a la mesa de madera oscura que Richard le indicó con un gesto vago.

Tengo entendido que debía presentarme ante ustedes para...

Recoger su libreto, sí, y las instrucciones que nuestro amable... compositor nos ha dejado redactadas.- soltó el director agitando un pliego en el aire escrito con una caligrafía que Christine reconoció en el acto como la de Erik. El tono con el que monsieur Richard había pronunciado la palabra "compositor" le hizo sospechar que Erik había conseguido atacar la noche anterior en el punto débil del gerente. Monsieur Moncharmin podía ser un diestro oportunista y avezado negociador, pero Richard era ante todo un artista en su género, y no podía soportar la idea de que alguien tratase de darle lecciones de música precisamente a él.

Christine recogió sin decir nada el abultado libreto que le tendió su superior y lo dejó sobre su regazo. No sabía muy bien qué debía decir en aquellos momentos. De hecho, no sabía siquiera si los directores estaban de acuerdo con la elección efectuada por Erik. Sin duda detestaban volver a enfrentarse a aquella arpía italiana que se subía por las paredes en cuanto alguien trataba de hacerle sombra, pero ellos mismos habían tenido que reconocer el talento de Christine cuando cantó el papel de Margarita en el Fausto representado días atrás, sustituyendo a Carlotta. Afortunadamente su voz no se vio obligada a librar una batalla tan pronto.

No sé muy bien cómo debe tomarse usted esto, jovencita.- comentó monsieur Richard, cruzando las manos sobre la mesa y contemplando a Christine con franqueza.- No dudo que sea una inigualable oportunidad artística la que se presenta en este momento ante usted, pero convendrá en que esta situación no nos agrada a ninguno. A nadie le gusta ser coaccionado sin tener oportunidad de dar su opinión al respecto. Tal vez se sienta... presionada al ser el centro de atención en toda esta polémica...

¿Presionada¿Por qué iba a estarlo?- replicó Moncharmin bruscamente, dando la espalda a la ventana.- Va a convertirse en una nueva diva ante todo Paris, gracias a esta obra del Fantasma¡que Dios confunda¡Si hay alguien que no tiene nada que perder es usted, Miss Daaé!

Lo sé, monsieur, pero también sé que yo no he pedido estar en este lugar.- respondió Christine con voz suave pero firme.- ¿Cree que me agrada escuchar todo tipo de cuchicheos a mis espaldas cada vez que atravieso el foyer de la danza¿O soportar las miradas venenosas de Carlotta en cuanto me ve aparecer? No es agradable tener que dar la cara a todo esto, pero...

"Pero no me echaría atrás en ningún momento", se encontró pensando Christine con sorprendente lucidez. "Además, todo esto no deja de provocarme una gran ilusión. Una tremenda ilusión por Erik."

Y sin embargo, estará de acuerdo con nosotros en el extraordinario interés que su maestro parece sentir por usted.- siguió diciendo monsieur Richard, observando aún de hito en hito el semblante de Christine, casi como si buscase una rotura en su crisálida de aparente confianza.- Un interés fuera de lo normal para todos los que conozcan el reinado de terror que el Fantasma de la Ópera ha ejercido sobre este edificio desde hace años.

Christine trató de contener un bufido de indignación. Se esforzó por evitar la mirada inquisitiva del director clavando la vista en el libreto que sostenía sobre su falda azul.

¿Cuál es el día previsto para el estreno?- dijo tratando de cambiar de tema.- ¿No ha dejado eso dictaminado nuestro... fantasma?

Oh, por supuesto que lo ha dejado.- respondió Moncharmin amargamente, deteniéndose junto a la mesa y rellenando la cazoleta de su pipa de importación. Realmente aquella mañana no tenía expresión de muchos amigos. Aún seguían doliéndole los veinte mil francos que Madame Giry había tenido la amabilidad de recordarle que le debía al fantasma de su sueldo mensual.

Es el 13 de abril.- respondió monsieur Richard, rebuscando entre los papeles que cubrían la mesa. Después alzó la vista para observar con extrañeza a Christine, que había dejado escapar una leve exclamación de sorpresa. Los grandes ojos castaños de la muchacha se habían abierto de par en par.- ¿Ocurre algo, Miss Daaé?

No, no, no es nada.- se apresuró a negar Christine, aferrando el libreto con manos nerviosas.- Es sólo que... apenas falta un mes para esa fecha. Y tenemos mucho trabajo por hacer. Será mejor entonces que me dedique a ello cuanto antes. No queremos despertar las iras de nuestro insólito patrón¿verdad?

¡No, desde luego!- gruñó Moncharmin.

Vaya, vaya.- invitó Richard con un gesto de su mano. Christine se levantó de la silla y dio unos pasos hacia la puerta.- Para cualquier cosa que necesite, no dude en acudir a nosotros, mademoiselle. En estas circunstancias la única solución posible es hacernos fuertes permaneciendo unidos.- añadió débilmente, recostándose en el sillón.

No lo pongo en duda.- respondió Christine, con una mano ya en el picaporte de bronce de la puerta.- Ahora, si me disculpan... Estaré estudiando mi papel en mi camerino. Buenos días, señores.

Y tras hacer una leve inclinación de cabeza cerró la puerta tras de sí. Una vez fuera Christine dejó escapar un profundo suspiro, apoyándose en la pared indiferente al tráfico que colapsaba el corredor en aquellos momentos. Había resultado más fácil de lo que esperaba, pero no era aquello lo que monopolizaba sus pensamientos en ese instante. Bajó la vista para contemplar el libreto manuscrito que sujetaba entre sus manos. Una sola idea revoloteaba por su mente sin cesar.

La fecha del estreno de Don Juan Triunfante...

"¡El 13 de abril es mi cumpleaños!", se dijo Christine sin poder disimular una sonrisa y un rubor que inundó sus mejillas al ser consciente de lo que significaba aquello. "Erik... ¡Erik me ha regalado su máxima creación¡Me ha regalado su música, su genio... y la gloria delante de todo París si soy capaz de estar a la altura de sus expectativas¿Cómo voy a poder decepcionarle¡Si viviese cien años más, se los dedicaría en cuerpo y alma¡Nadie ha hecho nunca tanto por mí!"

Y sonriendo aún más ampliamente Christine echó a correr por el pasillo sorteando a las bailarinas y tramoyistas y se dirigió a su camerino, estrechando el libreto contra su pecho y pensando que nada de lo que pudiese suceder durante las próximas semanas conseguiría enturbiar su alegría.


Y aquellas semanas transcurrieron rápidas como los días de invierno. La Ópera Populaire veía acercarse la inminente fecha del estreno sumergida en un estado de febril actividad que amenazaba con sacar de quicio cada día a los directores. Se construyeron los decorados, se empezaron a preparar los trajes de cantantes y coristas, se memorizaron los papeles y empezaron los ensayos. Madame Giry era seguramente una de las personas que más se habían comprometido en el proyecto; desde las primeras horas de la mañana se encontraba en el foyer de la danza revisando coreografías y pasos de baile con sus pequeñas y disciplinadas ratas. Aunque su prestigio de rígida y severa profesional era conocido por todos en la Ópera, muchos comentaban entre susurros que Madame Giry debía de sentir un verdadero respeto (por no decir miedo) ante aquel espectro al que había servido celosamente desde el primer momento y que ahora tenía a toda la musical empresa en el puño. Obviamente, no era miedo lo que sentía Madame Giry para esforzarse de aquel modo por que todo fuese perfecto de cara al estreno. No tenía la menor intención de hacer un trabajo mediocre en el gran momento de gloria de dos de las personas a las que más apreciaba en el mundo.

En cuanto a Christine, se vio absorbida por la tarea de tal forma que muchas veces parecía olvidarse de comer o de dormir, sumergida en un estado de delicioso delirio del que se sentía incapaz de escapar mientras escuchaba la música compuesta por Erik. Ella ya había oído algunas partes de la obra, como el último día en que él estuvo en su casa curándose de su herida, pero en aquellos días de trabajo enloquecedor aprendió a valorar cada uno de los acordes de aquella partitura sobrecogedora por igual. No le pasó desapercibida la reacción que tuvieron todos sus compañeros al escuchar por vez primera la ópera. La música de Erik estaba muy lejos de parecerse a las convencionales arias que tanto se entonaban en el teatro. Había allí una fuerza y un sentimiento por encima de lo meramente humano. Christine se dio cuenta de que en los compases del Fantasma de la Ópera cantaban las voces mismas de las fuerzas de la naturaleza, de las ansias refrenadas de un hombre cuyo genio lo elevaba por encima de los mortales. En un principio aquella música podía resultar inquietante e incluso temible para el oído inexperto, pero en cuanto uno se dejaba llevar de la mano por los duendes que anidaban en cada nota y en cada corchea se daba cuenta de la inmensa magnitud de la gloria allí codificada. Christine fue conducida a través de todo el libreto por el dolor, por el destierro, por la soledad inconsolable, por los celos, por la ira... y por un amor que desafiaba todas las leyes establecidas. No le fue difícil averiguar que en la música de su maestro permanecía escondido un recorrido por todos los años de su existencia, y el momento en que la propia Christine había irrumpido en ella era más que identificable. Había lágrimas de belleza pura escondidas en el amarillento papel de las partituras. En más de una ocasión se le llenaron los ojos de lágrimas verídicas, y aquel trabajo le sirvió para darse cuenta de que estaba aprendiendo a amar realmente a Erik de tantas y tan diferentes maneras que sentía que su joven corazón terminaría estallando en mil pedazos. El constante acompañamiento de su música sólo bastaba para hacerle sentir con más fuerza la melancolía de su ausencia. Habría dado un mundo durante todas aquellas semanas por volver a tenerle junto a sí.

Y el temido y anhelado 13 de abril llegó más rápido de lo que nadie esperaba. Aquel día los nervios y la excitación habían alcanzado sus cotas más altas en el templo de Garnier. El escenario era un totum revolutum de voces, protestas, sollozos y risas nerviosas. Cientos de personas se afanaban en los decorados y daban las últimas puntadas a los trajes, mientras, en la calle, la gente comenzaba a aglomerarse. No se había previsto abrir las puertas de la Ópera hasta la noche, pero en París la expectación incrementada por los medios de comunicación había crecido tanto que ya una buena multitud empezaba a invadir la explanada y la Place Vendôme, llenas de carruajes y reporteros.

Aquel día Madame Giry, fría y eficiente como cada vez que tenía que plantar cara a una cierta revolución anímica por parte de sus pupilas, sorprendió a todas ausentándose durante algunos minutos en mitad del ensayo general, en lugar de permanecer entre bambalinas contemplando el desarrollo de los ballets y corrigiendo posibles errores de última hora.

Meg, te dejo al tanto del coro.- le dijo a su hija en un susurro.- Yo tengo que marcharme para hablar con cierta persona. Procura informarme a la vuelta de todo lo que haya sucedido.

Y se marchó en el mayor de los silencios, desapareciendo detrás del decorado. Sus tacones creaban ecos en el suelo de tarima mientras ascendía uno a uno los pisos superiores a la gran sala de espectáculos, sin prestar atención a nadie. Arriba los corredores estaban prácticamente desiertos; en cambio, los foyers del canto y del baile debían de resultar intransitables, como en cada estreno. Madame Giry se alegró de no tener que dar explicaciones a nadie. No resultaba muy normal ver a la profesora de ballet ascender sola hasta aquellos lugares del edificio donde se acumulaba el polvo y donde no solían acceder ni siquiera los tramoyistas.

Cuando pasó por delante del decorado de El rey de Lahore, abandonado desde hacía años en el piso más elevado de los desvanes, se detuvo y escuchó atentamente. El único sonido audible en aquellos corredores era el eco procedente del ensayo que seguía desarrollándose en el escenario. Silenciosamente Madame Giry se aproximó al decorado de cartón y, después de echar un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que realmente no había nadie en los alrededores, sacó de su falda una pequeña llave plateada y la introdujo en una cerradura disimulada detrás del tronco de un árbol de cartón piedra adosado al decorado. Hubo un crujido y una puerta de dintel semicircular se abrió limpiamente ante sí. Madame Giry entró y cerró la puerta a sus espaldas, volviendo a candar con llave.

Se encontraba en un pequeño pasillo sumido en la penumbra al fondo del cual se vislumbraba una estancia iluminada por un candil apoyado sobre una cómoda de estilo Luis Felipe. Más de la mitad de la habitación parecía poseer una especie de suelo curvo, efecto producido al tratarse de uno de los pequeños habitáculos que Garnier dispuso sobre el techo abovedado de la sala principal de la Ópera destinado a los tramoyistas pero que en aquellos días ya nadie recordaba, pues los antiguos métodos habían quedado atrás y todos los cambios de decorado podían realizarse desde el mismo escenario. Sin embargo, Madame Giry sabía que aquella estancia solía ser frecuentada a menudo por alguien, y no precisamente un tramoyista. ¿De qué otra manera podía el Fantasma de la Ópera hacer oír sus amenazas destinadas a sobrecoger a todo el cuerpo de baile en mitad de los ensayos sin que su presencia pudiese ser jamás percibida?

Allí estaba Erik en aquel mismo momento, inclinado frente a uno de los grandes óculos que permitían contemplar todo el escenario desde una panorámica perfecta. Parecía abstraído en sus pensamientos. No se volvió para saludar a Madame Giry cuando sintió la puerta del corredor cerrarse lentamente, ni siquiera cuando ella se detuvo a escasos metros de él, contemplándole en silencio. Muchas veces las palabras habían llegado a resultar superfluas entre ellos, pues cualquiera de los dos solía saber exactamente lo que estaba pensando el otro. No obstante, en aquel momento Madame Giry se dio cuenta de que no estaba mirando a Erik como solía hacerlo de ordinario, como al niño pequeño al que había recogido veinticinco años atrás, al que había vestido, dado un refugio, brindado su protección e incluso enseñado a escribir y a leer. No. En aquellos momentos le observaba a través de los ojos de Christine, y por primera vez comprendió por qué su hija adoptiva había sucumbido ante los encantos de aquel hombre enmascarado cuando podría haber tenido comiendo de su mano a todos los aristócratas de París. A Christine siempre le había gustado el misterio. ¿Qué misterio mayor podría haber que el existente detrás de una máscara y dentro del corazón de un hombre al que todos tenían por un espectro sanguinario?

Erik se incorporó en aquel momento y se volvió hacia ella con un elegante movimiento de su capa. Parecía extrañamente satisfecho con lo que acababa de contemplar allá abajo. Por los versos que en aquel momento estaban entonando Madame Giry adivinó que Christine había terminado la estrofa de la rendición de Aminta ante los encantos de Don Juan.

Supuse que te encontraría por aquí.- dijo la profesora de ballet, guardando la llave dentro del bolsillo de su falda.- Es una ocasión demasiado destacada como para que permanezcas escondido en los sótanos¿verdad¿Cómo estás?

Maravillosamente, Paulette. Mejor de lo que yo mismo esperaba.

Bueno, no me sorprende demasiado. No he tenido que llevar ninguna carta tuya a la dirección desde el baile de máscaras, lo cual no deja de ser una buena señal. No has tenido que intimidarles más. Eso demuestra que poco a poco van aprendiendo a aceptar tus despóticas exigencias, incluido todo el asunto de tu salario.

Había en la voz de Madame Giry un tinte burlón y cómplice que hizo reír a Erik, cosa muy poco habitual, dicho sea de paso.

Querida, creo que me infravaloras. Una carta no es la única manera de amedrentar a dos aficionados estúpidos que no sabrían manejar este inmenso negocio de no ser por mis directrices, por decirlo de alguna forma. No te adelantes a los acontecimientos. Tal vez nuestros queridos directores se encuentren esta noche con alguna sorpresa que trastoque sus planes¡nunca se sabe! Suceden tantos incidentes en un teatro como éste...

La palabra "incidentes" tenía siempre en labios de Erik unas resonancias nada tranquilizadoras. No era la primera vez que Madame Giry tenía esa impresión. Sus ojos, normalmente aguzados como alfileres, observaron atentamente el semblante de Erik.

¿Qué estás tramando?

Ah, vamos¡no puedo creer que sea tan predecible¿Realmente no te parecería lógico que me limitase a observar desde aquí la representación de mi obra maestra en una noche de gala tan importante?- dijo Erik con una sonrisa torcida.- ¿No? Vaya, debo de estar haciéndome viejo. Ni siquiera soy capaz de engañarte ya. Creo que necesito una inyección de imaginación juvenil en mi vida...

Eres incorregible, y lo sabes. No me parece posible que los años logren cambiar eso. Mientras puedas hacerlo, siempre te harás notar. Te gusta demasiado dar el espectáculo.- replicó Madame Giry. No era un reproche. Y Erik eso también lo sabía.

Puede que tengas razón.- respondió él tamborileando pensativo sobre la repisa donde se abría el óculo y volviendo a observar el escenario.- De todas formas, si puedes confiar en mi palabra, te prometo que esta noche trataré de comportarme. No sucederá nada durante la representación.- y después de unos segundos añadió:- Nada terrible, al menos.

Madame Giry movió la cabeza para sí. Ella también había madurado durante todo aquel tiempo, y ya no era una niña ingenua que creyese las promesas de buen comportamiento del chico al que consideraba casi su hermano. La primera vez que Erik le prometió que sería bueno tres decorados de Aída cayeron simultáneamente sobre el escenario, interrumpiendo la ópera justo la noche en que Luis Felipe de Orleáns y buena parte de los miembros de su corte habían decidido honrar el teatro con su presencia, para harta desesperación de los antiguos directores y escándalo entre los medios de comunicación. A Erik le había resultado tremendamente divertido. Después de aquello, Madame Giry siempre había estado en alerta cuando le veía con su característica expresión inocente que no presagiaba nada bueno.

De todas formas, en aquella ocasión no podía por menos de creerle. Sabía que la representación de Don Juan Triunfante era algo sagrado para Erik, y no simplemente porque fuera la culminación de un trabajo solitario de más de quince años. Podía significar la consagración definitiva de Christine Daaé como estrella de la Ópera Populaire a los ojos de todo París. Habían sido semanas de aprendizaje, esfuerzo y sacrificios, y Madame Giry sabía que tendría que pasar por encima del cadáver de Erik quien quisiese privar de semejante triunfo a "su niña".

En cualquier caso, parece que todo va discurriendo de la mejor manera posible.- suspiró Madame Giry, apoyándose a su vez en la repisa y observando cómo Meg y sus compañeras ensayaban el segundo de los ballets con un revoloteo colectivo de faldas y volantes.- Tendré que volver allá abajo y asegurarme de que el vestuario de mis ratas ya está ultimado y listo para la representación. A veces no entiendo a qué aspiran las sastras de este teatro. Marie y Chantal parecían dispuestas a bailar con los tutús de Il Muto de no habérselo impedido. Nunca había estado en una producción preparada con tanta rapidez, aunque parece que eso es compatible con la eficacia. Bien, he de irme ya¿necesitas algo?

Sí.- dijo Erik inmediatamente, incorporándose y sacando algo de entre los pliegues de su capa y dejándolo en manos de Madame Giry. La profesora lo contempló largamente. Era una más de sus habituales cartas que tan acostumbrada estaba a hacer circular sobre todo por la dirección del teatro, aunque en esta ocasión sólo había una palabra rubricada en tinta roja en su anverso: Aminta.

¿Para Christine?- inquirió ella en voz más baja.

Supongo que es una de esas preguntas retóricas que no necesitan respuesta¿verdad?

Supones bien.- replicó Madame Giry, guardándose la carta sin hacer ningún comentario más. Erik se quedó observándola con las manos en los bolsillos de su frac.

¿Cómo se encuentra?- dijo al fin.- Ha pasado mucho tiempo desde la última vez en que la vi. Demasiado, diría yo.

Está... bueno, bastante nerviosa, la verdad. Aunque ilusionada.- dijo Madame Giry cruzando los brazos.- Si quieres que sea sincera, no me parece que esté calibrando el tremendo alcance del éxito que puede estar a punto de conseguir delante de todo París. Me atrevería a decir que lo que más ilusión le hace es... representar tu obra. Escrita por ti y cantada para ti. Tendrías que ver la expresión que tiene cada vez que alguien le menciona lo extraordinario de las canciones y de su música. Y en cuanto a lo de que hace demasiado tiempo que no la ves, permíteme ponerlo en duda. Sabes igual que yo que todos los días la observas durante los ensayos desde aquí arriba. Suerte que Christine no lo sabe, o su concentración habría sido echada por la borda.

Eso no es lo que necesito. Ojalá pudiese darse cuenta de que extraño su presencia tanto como un pez el agua en la que vive, aunque sé que no resultaba prudente que nos viéramos durante todas estas semanas, no después de lo que sucedió en el cementerio. Nunca se sabe quién puede estar observando nuestros movimientos.- dijo Erik, dejándose caer sobre un diván apolillado que había en la diminuta estancia y extendiendo los brazos sobre el respaldo. Sus ojos contemplaron largamente a su amiga.- Por fortuna, todo eso terminará esta noche. Y necesito que me hagas otro favor, Paulette. Sé buena chica y deja en mi palco antes de que se levante el telón dos copas y una botella del champagne francés más caro que haya en el mercado. Möet & Chandon servirá. Iré a recogerlo después de la... performance que tengo que llevar a cabo esta noche, por así decirlo.

Las finas cejas de Madame Giry se arquearon hasta parecerse a dos acentos circunflejos.

Erik¿qué diantres...?

¡No irás a decirme que no tengo derecho a montar una pequeña celebración privada!- respondió él con una sonrisa maliciosa.- Sabes, cuando uno vive a tantos metros bajo tierra normalmente no recibe demasiadas visitas de vecinos. Pero las ocasiones especiales hay que festejarlas por todo lo alto... ¿no crees, Paulette¿En qué voy a gastar si no el salario que recibo honradamente de manos de nuestros directores?

No comprendo ni una palabra de todo lo que estás diciendo.- replicó Madame Giry, deteniéndose frente a él con los brazos en jarras.- ¿Qué pretendes? Christine tiene algo que ver en todo esto¿me equivoco?

No, no te equivocas. Siempre has sido muy perspicaz.

Erik, por el amor de Dios, sólo es una niña...

¡No, no lo es! Y tú deberías haberte dado ya cuenta de que no vas a poder tenerla eternamente bajo tus alas. Déjala que decida por sí misma lo que quiere hacer con su vida. Déjala que trate de ser feliz. ¿O es que acaso piensas que nunca podría serlo a mi lado?

No me refiero a eso, y lo sabes. No te hagas la víctima conmigo.- respondió Madame Giry, sujetando el bastón con el que dirigía el ballet con unas manos tan tensas que se le quedaron los nudillos blancos.- Sólo te pido que procures ser algo menos impetuoso. Christine no puede hacerlo por el sencillo motivo de que cuando se es tan joven como ella una sólo aspira a comerse el mundo de un único y entusiasta bocado. ¡Pero tú ya eres un hombre adulto, a lo que presumo! Ninguno de los dos parecéis dispuestos a hacerme caso. Espero que luego no lo lamentéis. Sabes que sólo me interesa vuestro bienestar.

Lo sé, gallina aburguesada, lo sé.- murmuró Erik levantándose y pellizcando su mejilla con resignada ternura.- Reconozco que eres demasiado paciente conmigo. No traicionaré tu confianza, te lo prometo, pero tienes que concederme al menos esta noche. Hazlo por nosotros. Las explicaciones me las guardaré para más adelante.

No quiero que Christine pueda llegar a sufrir por todo esto.- dijo Madame Giry observándole con fijeza.- No tienes ni idea de lo que ha llegado a significar para mí en todo este tiempo. La he visto crecer, llorar y reír con tanto amor como podría haberle manifestado a Meg. Si le haces algún daño ten por seguro que no podría llegar a perdonarte, y eso me sitúa en una enojosa encrucijada, Erik.

¡Ya veo! Así que realmente crees que mi pasión por tu "otra hija" la destrozará a la larga¿verdad?- dejó escapar Erik con el ceño fruncido.- ¿Has olvidado acaso todo lo que he hecho por ella durante los últimos meses, Paulette¿Cuándo he tratado de aprovecharme de Christine? Y te aseguro que lo he tenido muy fácil... muy fácil... En varias ocasiones ha sido mía¡únicamente mía, rendida al hechizo de mi voz, y te juro que jamás le he tocado uno de sus cabellos sin su consentimiento! No es eso lo que quiero para Christine. Quiero algo mil veces más elevado que el amor que podría brindarle un hombre cualquiera. Quiero la perfección. Y ella la alcanzar�, oh, sí... Dentro de unas horas habremos puesto el broche final a su aprendizaje, y entonces, sólo entonces, podré demostrarle que soy un hombre aparte de su maestro. Aunque te aseguro que de eso ya se ha dado cuenta ella sola. No es de ningún modo tan inocente como tú supones, Paulette.

Lo único que supongo es que empiezas a parecerte a un Pigmalión parisino enamorado de su propia creación.- murmuró Madame Giry, pasándose una mano cansadamente por los ojos.- Por favor, Erik, ten un poco más de mesura. No dejes que tu amor por Christine se torne en locura o en obsesión insana.

Erik echó hacia atrás la cabeza y soltó una risa salvaje.

Lleva siendo una locura desde el primer instante en que la vi.- dijo fieramente -, y lo será siempre, tanto si ella me corresponde como si no. Y ahora te rogaría que dejásemos este tema. Me está empezando a cansar tu prudencia, querida. No dudo que tus intenciones sean las mejores, pero créeme, el tiempo de la indiferencia y la frialdad ha terminado para nosotros.

Madame Giry le atravesó con los ojos sin saber muy bien si deseaba ponerse de su parte o estrangularle con sus propias manos. Una vez más le pareció muy verosímil que Christine estuviese decidida a darle su corazón.

Haz lo que quieras, Erik.- dijo al fin cansadamente.- Siempre lo haces, así que no veo por qué iba a ser ésta una excepción.

Todo saldrá bien. Si no puedes confiar en mí, confía al menos en eso.- respondió él mientras la veía alejarse por el corredor oscuro seguida por su acompasado taconeo. La silueta de Madame Giry se recortó durante unos segundos en negro contra la puerta abierta en el decorado de El Rey de Lahore, a través de la que se filtraba la claridad del día que inundaba el pasillo exterior.

Algún día te equivocarás en algo.- terminó diciendo la profesora con la mano apoyada sobre el picaporte de bronce.- Sólo espero poder estar cerca para ayudarte el día en que eso suceda.

Tal vez.- replicó Erik con una oscura sonrisa.- Pero hoy no es ese día.

Y sin decir nada más se volvió de nuevo hacia el óculo y contempló en silencio el desarrollo del ballet, mientras la puerta del habitáculo se cerraba lentamente dejándole solo con sus sombras.


Llegó la noche, y llegó el momento del estreno. La enorme sala de espectáculos de la Ópera comenzó a inundarse lentamente con el fluido de cientos de importantes personalidades que no estaban dispuestas a perderse aquel acontecimiento. Realmente parecía que todo París se había puesto de común acuerdo para asistir a la Ópera Populaire aquella noche. El tráfico en las grandes avenidas y boulevares que rodeaban el edificio resultaba ensordecedor. Las coristas de Don Juan Triunfante, ya vestidas y maquilladas, habían subido a la azotea del edificio y había contado a su regreso muy emocionadas que la caravana de carruajes llegaba casi hasta las Tullerías.

Bueno, querida¡tu gran momento ha llegado!- dijo Madame Giry cuando las dos se encerraron en el camerino de Christine casi una hora antes de que se alzara el telón. La profesora sujetaba en sus brazos el traje de la protagonista, que acababa de recoger del taller. Para variar, las sastras de la Ópera habían sido las únicas trabajadoras que se habían retrasado más de lo estrictamente permitido. Resultaba en cierto modo frustrante que la única que lograse terminar sus encargos a tiempo fuese la costurera particular de Carlotta. No lo hacía por amor al arte. Carlotta parecía tener agujeros en las manos en lo tocante a los gastos de su vestuario privado.

Christine no respondió a sus palabras. Estaba sentada en un diván y observaba fijamente el gran espejo situado al fondo de su camerino, como si inconscientemente esperase que su Ángel de la Música irrumpiese en la estancia antes de aquella prueba tan importante. Naturalmente, era un pensamiento absurdo, pero no podía evitarlo. La voz de Madame Giry la hizo salir de su ensimismamiento con un parpadeo, como si tomase conciencia del lugar en el que se encontraba.

¿A qué estás esperando? Déjame que te ayude a prepararte. Estás tan envarada que no acertarías a abrocharte la falda tú sola.- comentó Madame Giry, haciéndola levantarse con algo de impaciencia.

Lo sé. Lo siento. Es sólo que...- musitó Christine retorciendo sus manos.- Supongo que estoy demasiado nerviosa.

Oh, eso no es extraño. Lo extraño sería justo lo contrario.- replicó Madame Giry, dejando sobre la cómoda una pequeña caja redonda llena de alfileres y una bobina de hilo blanco. Y sin decir nada más ayudó a Christine a vestirse con la larga falda de gitana de Aminta y con la camisa de encaje que dejaba sus hombros al descubierto, con una velada sensualidad de la que (según se dijo en su fuero interno) Christine no era aún consciente. Mejor que fuese así. También se dijo que cierta persona estaría encantada cuando la viese vestida de aquella forma.

Fuera había una gran confusión en el pasillo, voces nerviosas y mucho ruido de pisadas. Madame Giry chasqueó la lengua al escuchar la voz estridente de Meg dirigiéndose a sus compañeras y hablando de su "importante papel en la nueva producción del fantasma". Esperaba con toda su alma que ninguna de aquellas ratas metomentodos se interesasen demasiado por el extraño conocimiento que parecía tener su amiga últimamente de los tejemanejes entre la dirección y el citado espectro, porque no le cabía la menor duda de que Meg diría todo lo que supiese y más añadido de su propia cosecha. A veces la incontinencia verbal de su hija llegaba a preocuparle seriamente. Pero, en el fondo, no podía dejar de envidiarla en algunas ocasiones como aquella. ¡Qué feliz vivía Meg al margen de todas aquellas pasiones e intrigas¡Qué razón tenían a veces todos aquellos que decían que la ignorancia daba la felicidad!

Madame Giry lanzó una disimulada mirada al rostro de Christine reflejado en el espejo. Aquella mañana se había levantado blanca como la pared y había tenido que encerrarse en el cuarto de baño después de desayunar. Parecía más asustada de lo que nunca lo había estado en toda su carrera artística. Sin embargo, ahora sus mejillas estaban del color de la grana. Algo le decía que no se debía solamente a los nervios del estreno.

¿Qué deseaba decirte Erik, querida?- inquirió con fingida despreocupación mientras le ataba las lazadas posteriores del corpiño.- Parecía muy impaciente porque te diera su última carta cuanto antes.

Christine abrió la boca, pero no supo qué contestar hasta unos segundos después.

Es algo... extraño.- respondió en un hilo de voz, ruborizándose aún más.- No sé muy bien a qué se refiere. Normalmente suele escribir largas cartas plagadas de declaraciones de amor, pero en ésta...

Madame Giry se detuvo, interrogándola con la mirada. Por toda respuesta Christine bajó del taburete y sacó un sobre del último cajón de su cómoda cerrado con llave, dejándolo en las manos de su profesora. Era el mismo que le había entregado aquella tarde; la tinta roja con la que había sido escrita la palabra "Aminta" relucía seductoramente a la luz de las velas. Madame Giry abrió el sobre y observó con perplejidad las dos únicas líneas escritas sobre el pliego:

Mucho más que aprender.

Don Juan.

Verdaderamente es extraño.- dijo con voz lacónica, devolviéndole la carta.- Querida, te has ido a enamorar de una esfinge griega encerrada en el cuerpo de un hombre del siglo XIX, cosa no muy razonable, me atrevería a decir. En fin, él sabrá. Ahora vuelve a subirte ahí y deja que termine de arreglarte el vestido. Tienes que bajar al escenario en menos de media hora.

Christine obedeció en el mayor de los silencios. Su profesora no añadió nada más, aunque no sabía muy bien si era por prudencia o porque tenía la boca llena de alfileres que iba clavando uno a uno en el dobladillo de su vestido para después darle las últimas puntadas. La joven volvió a sentir la misma sensación ahogante de ansiedad y emoción mal reprimidas que había experimentado al abrir la carta horas antes. Porque ella sí sabía a qué se refería Erik, o al menos creía saberlo. Aquella frase no le había sido enviada de forma gratuita. Christine recordaba perfectamente lo último que había dicho la Muerte Roja al interrumpir con su amenazadora presencia el baile de máscaras el pasado mes de febrero; recordaba muy bien su apuesta figura vuelta hacia ella, el brillo de la espada en su mano derecha, y aquella mirada ardiente, llena de ternura y de pasión al mismo tiempo, que pudo percibir en los ojos verdes que la observaban a través de los agujeros de la máscara.

Mucho más que aprender...

Christine tragó saliva y cerró los ojos un segundo, respirando hondo. Un extraño incendio parecía recorrer su piel. ¿Estaría imaginando cosas¿O realmente su maestro había preparado ciertos cambios en las lecciones que iban a reiniciar aquella noche?

La voz de Madame Giry se filtró como a contracorriente en sus turbulentos pensamientos, y Christine fue bruscamente devuelta al mundo real, sintiendo una mezcla de vergüenza y aturdimiento.

Bueno, esto ya está. Ten cuidado al andar o engancharás esos encajes en cualquier picaporte. Y ahora déjame que te mire.- dijo Madame Giry con mal disimulado orgullo. Christine giró sobre el taburete, sonriente. En aquellos momentos parecía una nueva y rejuvenecida Carmen.

No tuvieron tiempo para intercambiar más confidencias. En ese momento se oyeron dos golpes sordos en la puerta y alguien dijo en voz alta desde el corredor inundado de nerviosas coristas que faltaban pocos minutos para que se levantase el telón. Christine volvió a sentir una sacudida de nervios en el estómago. ¡Minutos¡Hablaban ya de minutos!

Sabía que si se paraba a pensarlo sólo iba a conseguir ponerse aún más nerviosa, así que se limitó a seguir a Madame Giry en silencio fuera del camerino y a atravesar el foyer en medio de las miradas expectantes de sus compañeras y de no pocas muestras de ánimo y palmaditas en el hombro a las cuales Christine trató de responder con una sonrisa estereotipada, porque notaba los músculos de la cara totalmente tensos.

A pesar de ello, a pesar de la precipitación con la que todos los integrantes de la producción se apresuraban hacia el escenario, Christine sabía que aún no había hecho algo muy importante sin lo cual sería incapaz de sentirse segura aquella noche sobre las tablas de la Ópera.

La pequeña capilla estaba completamente desierta cuando atravesó el umbral sin hacer ningún ruido con sus pequeños pies. Dentro, la escasa luz de algunas candilejas iluminaba los frescos de ángeles que decoraban los muros y arrancaba destellos de todos los colores a la vidriera situada en el lado más corto de la estancia. Christine, en silencio, se aproximó a un pequeño altar de hierro y se arrodilló ante él sin prestar atención a que estaba arrugando su larga falda.

Padre...

Nadie respondió a su llamada, pero de alguna forma la muchacha sabía que en aquel momento, en aquel lugar, no se encontraba sola. El espíritu de su padre, el mismo que le había enviado aquel anhelado Ángel de la Música, velaba por ella. No le cabía la menor duda de que desde donde quiera que se encontrase Gustav Daaé iba a ser testigo de la actuación de su hija en aquella catapulta de las artes escénicas. Una leve y húmeda sonrisa se dibujó en los labios de Christine mientras prendía una vela solitaria en el altar y se incorporaba después de un par de minutos que le sirvieron para tranquilizarse, abandonando la capilla con tanto sigilo como el que había empleado al entrar.

¡No iba a defraudarles¡A ninguno de los dos, que tanto la habían amado y que tanto habían confiado en ella!

Cuando volvió al mundo real de las bambalinas descubrió que había llegado justo a tiempo para ver alzarse el telón. Su personaje no hacía su aparición hasta el segundo acto, por lo que Christine pudo observar con discreción entre las sombras la enorme sala con forma de herradura llena hasta rebosar de espectadores vestidos con sus más lujosas galas en aquella noche tan importante. Tragó saliva y cerró los ojos un momento para tranquilizarse, porque aquella visión de miles de cabezas desconocidas vueltas en la dirección donde debía actuar ella poco más tarde bastaba para socavar los últimos cimientos de su serenidad. Después se encontró alzando la vista hacia el palco cinco, el único que estaba vacío en toda la sala. Aquello la turbó un poco pero por muy distintos motivos. Por mucho que se esforzó no pudo distinguir la oscura y familiar silueta de su amado amparándola desde las sombras.

¡Pero de alguna forma Christine sabía que tenía que encontrarse allí¡Muy cerca de ella¿Pero dónde?

No tenía sentido preocuparse por eso precisamente entonces; sólo conseguiría ponerse más nerviosa, por lo que arregló como pudo los pliegues revueltos de su falda y se obligó a concentrarse en el desarrollo del primer acto de Don Juan Triunfante. La escena se desarrollaba entre música y carcajadas en un escenario que reproducía un salón del siglo XVII. Carlotta y el coro declamaban sus versos sin aparente dificultad; todo, extrañamente, parecía ir marchando según lo previsto. Pero Christine, oculta entre las bambalinas a la izquierda del escenario, no prestaba atención al movimiento de abanicos de las coristas ni al revolotear de sus faldas de volantes sobre las tablas. Sólo podía observar a Piangi, que declamaba junto a su fiel criado Passarino los últimos versos de su escena, entre risotadas, bosquejando los últimos detalles del plan pasional que aseguraba poder llevar a cabo cuanto antes. Al parecer el actor se encontraba perfectamente... ¿Qué había querido decir Erik con aquello de que Piangi se iba a encontrar indispuesto para la representación¿Habría salido mal alguna de sus maquinaciones¿O quizás se habría equivocado desde un principio?

Pero Erik no se equivocaba nunca...

Casi sin darse cuenta había llegado el segundo acto, momento en que el coro se retiraba de la escena y su personaje debía hacer su aparición. La sala había quedado en silencio. Don Juan se había escondido dentro de la tienda situada al fondo del escenario, mientras su criado era el único que montaba guardia junto a él. Christine decidió no pensar más y entró lentamente en el escenario en medio de una salva de aplausos. Estaba realmente bellísima con su falda larga, su ajustado corpiño y su pañuelo zíngaro anudado a la cadera. Pudo ver con el rabillo del ojo la expresión celosa e indignada de Carlotta, parapetada entre los cortinajes en espera de una anhelada equivocación por parte de su rival, pero no estaba dispuesta a prestarle mayor atención. Tomó con ambas manos el asa de la cesta llena de flores que debía sujetar en su transitar y comenzó a deambular sobre las tablas con sus pies descalzos, cantando los versos que Erik había escrito "por y para ella".

- Sin más que regocijo en su interior, sin sueños más que sueños del amor...

Hubo un nuevo y entusiasta aplauso en cuanto comenzó a cantar. Realmente parecía que la fama de Christine Daaé ya la precedía después del reciente éxito cosechado semanas atrás. Pero ella sabía que, aunque lo estaba haciendo bien, no alcanzaba el mismo nivel de perfección al que solía llegar cuando Erik estaba junto a ella. Aquel pensamiento la turbó considerablemente, y tuvo que esforzarse para que su voz no flaquease. "¡Ojalá él estuviese aquí en estos momentos!"

Cuando terminó su canción Christine se dejó caer de rodillas sobre el suelo de madera, recolocando una a una las flores que llevaba en la cesta y aguardando el momento en que Don Juan debía salir de la tienda para seducir a su presa. Transcurrieron unos segundos en el más absoluto silencio dentro de la sala, y después Christine, situada en la parte delantera del escenario, escuchó la sonido de la lona de la tienda al abrirse y el ruido de pasos detrás de sí, a bastantes metros de distancia.

- Passarino... ¡vete ya! Pues mi trampa la presa ya espera morder...

Christine frunció levemente el ceño al escuchar aquella voz, pues se le antojó más templada de lo que era habitual en Piangi. No obstante, no realizó ningún movimiento, pues su papel exigía que continuase sentada tal y como estaba, de espaldas a la acción principal. Pero pudo ver claramente que el público comentaba entre susurros algo y que varias caras mostraban sorpresa y fascinación. Christine, extrañada, no pudo comprender lo que había pasado hasta que escuchó el comienzo de la canción que debía declamar Don Juan:

Tú has venido
en ansiosa persecución
persiguiendo el deseo
que hasta hoy mudo estuvo, mudo...

El corazón de Christine comenzó a golpear tan salvajemente su pecho que creyó que el sonido iba a escucharse en toda la sala, y en un acto instintivo se volvió hacia atrás sin incorporarse, observando al Don Juan que se aproximaba con deliberada lentitud hacia ella desde el extremo opuesto del escenario, abrasándola con su mirada. Una mirada del color de las esmeraldas a través de un antifaz negro que le cubría el rostro.

Piangi había desaparecido de la escena. ¡Era Erik quien ahora cantaba junto a ella!

Y Christine, en aquel instante, experimentó una emoción más intensa de lo que había sentido en mucho tiempo. Estaba allí, ante ella, vestido completamente de negro y llevando sobre el hombro derecho una larga capa que arrastraba su borde por el suelo conforme se acercaba más y más a ella. Él debió percibir su mirada de perplejidad y maravilla, pues una sonrisa se perfiló en su rostro y se llevó el dedo índice a los labios, como pidiéndole silencio. Siguió cantando. Y realmente en aquellos momentos su voz se parecía más a la de un ángel que a la de un hombre, y el público entero contenía el aliento, fascinado por aquella interpretación que echaba chispas ante sus propios ojos.

Christine, lentamente, había soltado su cesto y se había incorporado frente a él. Sus ojos oscuros se asemejaban en la luz rojiza que bañaba el escenario a dos carbones fulgurantes. Cuando Erik terminó de cantar y tomó su brazo desnudo, deslizando sus manos por él y besando después su mano ardientemente, supo que algo había cambiado por fin en ella, y comenzó a cantar como siempre había soñado, con el alma, con el corazón, aportando mucho más que su talento aquella noche sobre las tablas de la Ópera. Aminta vivía de nuevo en París. Cuando llegó el momento en que ambos amantes debían ascender a lo más alto del escenario por dos escaleras de caracol, sin dejar de cantar, Christine tuvo por un momento la sensación de que todo a su alrededor se desvanecía y no cantaba más que para él. Y le resultó indescriptible la recompensa de verle estremecerse cuando entonó los emocionados versos que decían:

Ya pasó el umbral final,
y no hay regreso,
el juego pasional hemos de hacer.
Ya no hay nada bien o mal,
sólo una duda:
¿cuándo nos fundiremos en un ser?
¿Cuándo la sangre correrá
y este capullo se abrir�?
¿Cuándo nos consumirá el fuego?

Y al segundo siguiente ya estaban frente a frente, en lo más alto, desafiando al mundo con un amor que trascendía los límites de lo artístico para hacerse corpóreo, real. Sus manos se enlazaron sin dejar de cantar, y ambos se fundieron en un abrazo apasionado con las últimas notas del tema, ella reclinando su espalda sobre el pecho de él, él ciñendo con sus brazos su cintura y su cuello.

Y cuando estalló la salva de aplausos y el telón cayó, sólo se encontraban ellos dos en el escenario. Sabían que sólo disponían de algunos escasos segundos antes de que trataran de atrapar al fantasma, o, en el supuesto de que los directores hubieran decidido proseguir con la representación, antes de que el cuerpo de baile irrumpiese en el escenario y los tramoyistas desmontasen la escena. Erik, sin decir una palabra, hizo volverse a Christine hacia él y estrechándola entre sus brazos la besó locamente, con las ansias acumuladas durante todos los días que no habían podido verse, como si todos los alimentos del mundo se hubieran terminado y sólo quedase ella. Christine rodeó sus hombros con sus blancos brazos, y sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas de felicidad cuando por fin volvió a sentir aquel anhelado contacto en sus labios.

Oh, mi ángel, mi ángel¡cuánto te he extrañado!- musitó él, enterrando el rostro en sus cabellos rizados.- Escucha, no tengo mucho tiempo. Pero te prometo que dentro de muy poco podremos estar juntos otra vez. Confía en mí¿de acuerdo?

¿Qué?- exclamó Christine débilmente sin dejar de abrazarle.- ¿Vas a marcharte ahora, en mitad de la representación?

No, ahora no, pero será mejor que cuando caiga el telón final tus directores no me encuentren aquí¿recuerdas? Y ahora tengo que irme. La siguiente escena es tuya, Aminta. Actúa como si no supieses quién soy yo en realidad. Actúa como todo el mundo.

Christine asintió trabajosamente, pues por un instante había creído que por fin eran libres y que podrían marcharse juntos. Pero comprendió que Erik tenía razón. El espectáculo debía continuar. Y con un último beso se desprendió de su abrazo y descendió rápidamente los escalones hacia la parte baja del escenario, justo cuando el cuerpo de baile irrumpía agitadamente en él, entre gritos a duras penas contenidos y miradas atemorizadas a su alrededor. Meg y las demás amigas de Christine corrieron hacia ella como para tratar de asegurarse de que seguía viva y de que aquel actor desconocido (aunque cuya identidad era sospechada temerosamente por todos) no la había raptado consigo cuando las cortinas cayeron ocultándoles a ambos del resto del elenco. Christine, en medio de aquel revuelo, consiguió alzar la vista nerviosamente y comprobó con indescriptible alivio que Erik ya no se encontraba en el escenario. Había desaparecido sin dejar rastro. Aquello, al parecer, no agradaba demasiado a los soldados que Fermin y Moncharmin habían apostado en la sala a la espera de cazar una sombra.

Pero el público parecía estar entusiasmado y aplaudía a rabiar, lo que debió persuadir a ambos directores de que sería un auténtico suicidio profesional detener el desarrollo de la obra a fin de capturar a su misterioso autor. Y el espectáculo continuó.

El libreto de la obra se consumió sin la menor interrupción y los acordes estremecedores por su belleza en los que Erik había estado trabajando durante largos años reverberaron entre las curvas paredes del auditorio. Durante el transcurso de toda la ópera nada pareció escapar de las previsiones que Erik y Christine, sumidos en su propia actuación, habían hecho de la misma. ¡Nada les interrumpió! E incluso podría decirse que ambos llegaron a olvidarse por completo de que estaban actuando para miles de espectadores, porque la intensidad y el deseo con el que cantaron juntos toda la obra, entrelazándose en un mismo canto multifacetado, excluía al resto del mundo de su pasión.

Pero llegó el final de la obra, como siempre sucede; llegó el punto de mayor tensión y todos y cada uno de los integrantes del elenco empezaron a sentir aquel familiar temor producido por la falta de seguridad sobre si la representación iba a obtener una crítica favorable. La última escena tenía lugar en un cementerio dónde sólo se encontraban Erik y Christine. Era el momento en que Don Juan, sacudidas todas sus creencias y supercherías al encontrarse frente a frente con el cuerpo de la joven que había muerto de amor por él, siente reafirmarse su propia fe salvadora y alza un grito desesperado al cielo al considerarse por vez primera un hijo más del Dios de los cristianos.

¡Aminta! Sombra querida,
alma de mi corazón,
¡no me quites la razón
si me has de dejar la vida!

Christine, tendida sobre una improvisada tumba de cartón, no pudo responder a la súplica desesperada de su Don Juan y se esforzó por mantenerse inmóvil sin que su respiración delatase el aliento que aún perduraba en el cuerpo de la actriz. Aunque tenía los ojos entrecerrados podía distinguir con claridad la silueta de Erik inclinada sobre ella, y la mirada cargada de amor de sus ojos verdes, ajena a lo que en aquel momento estaba declamando. Y la intensidad de aquella comunión de sus almas fue tan intensa que a todos se les antojó que la magnífica actriz estaba sabiendo otorgar a su personaje una belleza sobrenatural en el mismo mundo de ultratumba, entre los brazos del seductor de Sevilla.

Mas es justo: quede aquí
al universo anhelante,
que, pues me abre el baluarte
un punto de penitencia,
¡es el Dios de la clemencia
el Dios de Don Juan Triunfante!

Y con aquellas últimas palabras cayó muerto el galán español al lado de su Aminta, en su mismo sepulcro, en la fría tierra donde iban a compartir en la muerte lo que no habían compartido en la vida.

Un profundo silencio siguió a aquellos últimos versos. Durante algunos segundos nadie habló. La sala estaba sumida en una quietud antinatural que hizo temblar a Christine, quien tuvo que realizar un verdadero esfuerzo para no incorporarse y observar con ansiedad los rostros que les observaban en un intento de descifrar si la valoración iba a ser positiva o no. Pero la cálida sujeción del brazo de Erik en torno a su cintura, tendido a su lado sobre las tablas tan cerca que podía sentir su respiración expectante en su mejilla, bastó para tranquilizarla y convencerla de que pasase lo que pasase los dos habían triunfado.

Entonces se produjo la ovación. Al principio fueron sólo algunos aplausos aislados, pero, finalmente, el público que seguía observando la escena final con los ojos abiertos de par en par y expresiones maravilladas terminaron sobreponiéndose al impacto recibido y prorrumpieron en tantos y tan ensordecedores aplausos que un estruendo pareció recorrer la inmensa sala de espectáculos como una ola. Hubo gritos de "¡Bravo!" y jaleos entusiasmados desde los palcos cercanos al proscenio. En el foso, monsieur Reyer se pasaba un pañuelo por la frente empapada en sudor mientras se derrumbaba en su silla con una sensación de alivio infinito.

Don Juan triunfaba de nuevo.

Sólo cuando cayó el telón Erik y Christine pudieron incorporarse a medias sobre las tablas, y les faltó tiempo para fundirse en un profundo abrazo que hacía superfluas las palabras. Los besos les supieron a lágrimas, pero ninguno de los dos supo a quién pertenecían.

¡Gracias!- sollozó Christine en voz baja colgándose de su cuello y llorando de pura felicidad y alivio.- ¡Gracias, Dios mío, gracias!

Y Erik sólo pudo apretarla con más fuerza contra sí, pensando que aquello no debía ser más que un sueño del que podía despertar en cualquier momento. Aquella fue una de las poquísimas ocasiones en toda su vida en que no parecía encontrar las palabras adecuadas para expresar la abrumadora magnitud de lo que estaba sintiendo. Fue Christine quien terminó por apartarse unos centímetros de él, acariciando su rostro con una sonrisa exhausta.

Tienes que marcharte- acertó a murmurar entre sus besos.- Date prisa, Erik¡van a llegar en cualquier momento! No pueden encontrarte aquí... Márchate ahora, mi amor...

Él sólo pudo comprender que tenía razón.

Espérame.- susurró soltándola con dificultad y poniéndose en pie.- ¡Volveré cuanto antes para buscarte, Christine!

Y diciendo esto abandonó el escenario. Christine le vio marchar con paso inseguro y se dio cuenta de que su enamorado estaba temblando. Aquello la hizo sonreír con más ternura mientras secaba sus lágrimas. ¡Si alguien merecía aquel triunfo prodigioso sobre la faz de la tierra, era sin lugar a dudas el Fantasma de la Ópera!

Afuera seguían tronando los aplausos, y de repente Christine tuvo la sensación de que un mar de brazos y caras sonrientes e ilusionadas acababa de rodearla. Eran sus compañeras del coro, que parecían tan felices como ella. Cuando Meg la abrazó y empezó a saltar llena de histérica alegría Christine pensó que sólo le habría faltado tener junto a sí a su padre para ser completamente feliz.

Volvió a alzarse el telón y como era habitual todo el elenco de la obra desfiló ante el público que jaleaba lleno de entusiasmo. ¡Ni Garnier en persona podría haber imaginado un triunfo así bajo el techo de su propia Ópera! Cuando Christine hizo su aparición en el escenario, con emocionada timidez y mal disimulada modestia, y las mejillas rojas por la excitación, los aplausos aumentaron en intensidad y delirio y empezaron a lloverle flores por todas partes. Pronto las tablas del proscenio parecieron cubiertas por una espesa alfombra de pétalos multicolores.

Pero el público aún quería más. ¡Reclamaba a su Don Juan!

Y de repente Christine pensó con sorprendente lucidez que no sabía cómo iba a salir Erik de aquella situación. No había pensado hasta entonces en ello, pero era obvio que el público no sabía que el actor principal era el mismísimo y legendario Fantasma de la Ópera. Era lógico entonces que quisiese homenajear a aquel talento sin parangón que les había conducido aquella noche al paraíso con el encanto incomparable de su voz. "Pero no se atreverá a aparecer", pensó Christine mientras su sonrisa se debilitaba un poco, siendo sustituida por un rictus de preocupación. ¡La ópera ya había concluido, y, seguramente, los señores Richard y Moncharmin, que seguían inmóviles y como aturdidos en su palco, no tendrían ningún inconveniente en mandar detener a su extorsionador!

Pero de repente el aplauso colectivo se incrementó y Christine se dio cuenta de que todas las miradas se habían clavado con entusiasmo en un punto situado muy por encima de su cabeza. Se dio la vuelta en el acto y alzó la vista. Erik había aparecido en el centro de la pasarela de madera que cruzaba la parte más alta del escenario. Permanecía envuelto en su capa con los brazos cruzados y observando en silencio el mar de cabezas que le aclamaban¡la desconcertante ovación de un mundo que siempre había creído destinado a temerle y despreciarle!

Entonces él alzó los brazos y con el movimiento su capa negra se le separó del cuerpo, enmarcándole en un airoso revoloteo que por unos segundos le hizo parecer un murciélago... un oscuro y arrebatador pájaro de la noche que había cantado con la voz de un ruiseñor.

Y de repente, sin que de nuevo nadie pudiese explicarse el cómo o el por qué, hubo una repentina humareda allí en lo alto y al segundo siguiente la pasarela estaba vacía. Erik había vuelto a desaparecer como por arte de magia ante el aplauso de miles de espectadores enfervorecidos.