El engaño y el olvido
La madrugada del 14 de abril extendió sobre París un manto de terciopelo índigo que la caricia del sol naciente iba tornando en rosado más y más a cada minuto. En la Ópera Populaire, todos aquellos que habían logrado conciliar el sueño pese a la agitación de la velada anterior, con la presencia de un actor completamente desconocido y la desaparición de su más afamada cantante sin dejar rastro alguno en su camerino, veían nacer un nuevo día lleno de optimismo y vivacidad. Para la gran masa de trabajadores que no se hallaban al tanto de las intrigas direccionales todo parecía (y sólo parecía) discurrir de la forma más natural posible. Era una de aquellas mañanas en las que todo parece impregnarse de la alegría primaveral, del canto de los pájaros, de las risas de los niños, del sol, de la hierba.
En la guarida del lago, no obstante, jamás penetraba la luz. Tanto daba que fuera estuviese desarrollándose una tormenta arreciante como la más plácida velada estival. El perpetuo resplandor de las velas y los candelabros eran lo único que de ordinario iluminaban la gruta. La claridad del sol o el resplandor de la luna eran invitados desconocidos allí. Y, a fin de cuentas, aquella situación parecía ser la más adecuada para su dueño. Siempre resulta más sencillo asumir el cautiverio voluntario en una prisión bajo tierra cuando no estás acostumbrado a contemplar los dones de los que gozan los demás.
Pero aquella mañana un ambiente distinto parecía reinar en la guarida. Una atmósfera embriagadora que anunciaba el resplandor del sol con más intensidad que si pudiera contemplarse con los ojos. El despuntar del alba sorprendió a Erik sentado frente a su piano, tal y como solía hacer durante las largas noches en las que sus recuerdos torturados le impedían conciliar el sueño. Mas en aquel instante cualquier sombra del pasado parecía hallarse muy lejos de su mente. Absorto, deslizaba los dedos sobre las teclas metálicas suavemente, levemente, rozándolas apenas, como temeroso de que el sonido pudiera quebrar en demasía aquella paz inusual de su hogar. Algo muy distinto de los acordes estruendosos y llenos de dolor de otras noches, de antiguas batallas contra la soledad. Pero el tiempo del miedo y de la desesperación ya había concluido.
Es un nuevo día.- musitó Erik para sí mismo, alzando la vista hacia el techo de la caverna donde se reflejaba el casi imperceptible movimiento de las aguas del lago; después sus dedos abandonaron las teclas del piano y acariciaron su mejilla derecha, ya sin la máscara que casi había empezado a considerar parte de su persona.- No, ¡es una nueva vida!
Un leve suspiro adormecido y el crujir de unas sábanas de satén a sus espaldas le hizo volverse en su banqueta y sonreír al recuerdo. Lentamente Erik se incorporó y abandonó el piano, esquivando los altos y retorcidos candelabros y caminando sin hacer ningún ruido con sus pies descalzos sobre los escalones de piedra que conducían a la alcoba. Una vez junto a su lecho se detuvo y apartó lentamente las cortinas de gasa. La sonrisa de su rostro se intensificó con una dulzura que no recordaba haber sentido jamás en sí mismo. Christine yacía tendida entre las sábanas revueltas que desdibujaban las curvas de su cuerpo desnudo, vuelta hacia él, con el rostro apoyado sobre su pequeña mano y la rizada catarata de su pelo desparramándose a su alrededor como un nimbo de santa. Dormía plácidamente, y había algo en su expresión que recordaba a la misma niña inocente que había sido feliz en las lejanas tierras de su Suecia natal, en medio de los lagos, en medio de la paz. Sin decir una palabra Erik se sentó en el borde del lecho y la contempló sin que pudiera darse cuenta, apartando suavemente su pelo y regando de besos su cuello y sus hombros desnudos; ella emitió algo parecido al ronroneo de una gatita satisfecha, pero no se despertó.
Sueña, Linda Lotte, tu Ángel de la Música velará junto a ti...
El susurro de Erik debió ser escuchado por Christine aún en medio de su duermevela, porque una débil sonrisa se dibujó en sus labios y después permaneció inmóvil, perdida en su mundo de inconsciencia. Erik se quedó allí a su lado, observándola y acariciando suavemente el terciopelo de su espalda, mientras por su mente vagaban los recuerdos de la noche anterior que habían compartido juntos. Sintió que la piel se le incendiaba al evocar la mirada cargada de amor de Christine, o sus débiles suspiros de placer, o sus besos ardientes en medio del resplandor de las velas. Nunca hasta entonces, hasta el instante en que yacieron juntos y abrazados después del amor, piel con piel, sudorosos y exhaustos, había sentido Erik la necesidad enloquecedora de decir "te quiero" con un tono de voz casi desgarrado, enterrando el rostro en el cabello de Christine para que ella no pudiese ver las lágrimas de felicidad que asomaban a los ojos de su fantasma. Y después él le había hablado en susurros ardientes de unos planes de futuro que jamás había confiado a nadie. Le habló de una vida libre de culpas, de cárceles subterráneas y de años de oscuridad y soledad. Le habló de unos esponsales en la iglesia de La Madeleine con los que llevaba soñando desde el primer instante en que vio a Christine, muchos meses atrás. Le susurró incluso todo lo relativo a la gloriosa misa que debía acompañar a los himeneos y que él había escrito durante todo aquel tiempo pensando únicamente en ella, con un Kyrie Eleison que realmente sonaría como voces seráficas en los oídos de todos los que pudiesen escucharlo. Y ella, entre sus brazos, le escuchaba en el mayor de los silencios con una expresión fascinada que dejaba bien claro que sería capaz de hacer cualquier cosa por él. Y después se habían rendido al sueño juntos, ella con su hermosa cabecita reclinada sobre su pecho, él rodeándola con sus brazos en una promesa de protección que duraría durante toda la eternidad. En aquel momento nada importaba, el mundo entero podría haber estallado, porque ellos dos se tenían el uno al otro, y en sus mentes enamoradas no existía nada aparte de aquella realidad embriagadora.
En aquel preciso momento, cuando más perdido se hallaba Erik en sus recuerdos, Christine abrió los ojos. En un primer momento pareció confundida al encontrarse en una cama que no era la suya. Parpadeó con evidente desconcierto ante la primera visión de los cojines escarlatas en los que apoyaba su rostro, rozando la aterciopelada textura con sus dedos, y después reparó por fin en la presencia masculina sentada en silencio a su lado.
Erik...
Su voz fue apenas un susurro, el hálito indeciso de una muchacha que por un momento siente el temor de que todo pueda desvanecerse en las brumas de la inconsciencia. Erik pensó con cierta ternura que aquella momentánea expresión de niña desorientada la hacía parecer aún más adorable a sus ojos. Pero al cabo de un segundo Christine dejó escapar un profundo suspiro y reclinó la cabeza hacia atrás sobre los almohadones, cerrando los ojos, con una sonrisa de alivio en sus labios.
Soñé que había llegado al cielo y que dormía en los brazos de un ángel- musitó, alzando una mano para acariciar la mejilla derecha de Erik-, y tuve miedo de que todo terminase con mi despertar.
Él no dijo nada; sólo se limitó a contemplarla tendida junto a él, con su mano reteniendo la de Christine sobre la piel normalmente oculta bajo la máscara en un gesto de adoración que hacía superfluas las palabras. Nunca había imaginado que ella pudiera llegar a acariciar su rostro con tanto amor despreocupado y absoluto.
¿En qué piensas?- preguntó pasados unos instantes, inclinándose a su lado mientras se apoyaba en un codo y acariciaba los rizados cabellos de ella. Christine se acurrucó a su lado con un nuevo ronroneo mimoso.
En que la última lección de mi maestro ha sido la más satisfactoria de todas las que me ha brindado.- respondió con una sonrisa traviesa, observándole muy de cerca. Sus ojos brillaban de una forma característica que Erik no había visto nunca hasta entonces. Por primera vez en su vida Christine era absolutamente feliz. Su sonrisa terminó hallando eco en el rostro de Erik, que la rodeó con sus brazos y la besó lentamente, paladeando el momento. La mano de Christine acarició el hombro de su amado, descendiendo después por su torso hasta posarse sobre la cicatriz de aquella contienda en el cementerio que parecía tan lejana. Erik le había dicho la noche anterior que posiblemente esa marca no llegaría a desaparecer nunca. A él no parecía importarle en lo más mínimo, pero Christine, en aquel momento, mientras le besaba, no pudo evitar experimentar una leve punzada de culpabilidad al sentir bajo sus dedos la consecuencia de la mayor prueba de amor y protección que Erik había llegado a darle nunca.
Quiso decirle algo al respecto, pero al entrelazar sus piernas con las de él entre las sábanas notó de repente un peso a los pies de la cama. Sus dedos descalzos habían palpado el inconfundible tacto del papel.
¿Qué es eso?- preguntó cuando sus labios se separaron, incorporándose a medias sobre el lecho. Erik volvió a sentarse sin soltar su mano y tomó el paquete situado junto a ellos.
Los periódicos de la mañana, querida... Testigos de tu triunfo si lo prefieres. Pensé que te haría ilusión comprobar por ti misma el impacto que causaste anoche en los círculos culturales de París.- y después Erik añadió con una sonrisa maliciosa:- Aunque algo me dice que no es eso en lo que has estado pensando durante las últimas horas, ¿me equivoco?
No, la verdad.- rió Christine, abrazando sus rodillas por encima de las sábanas de satén.- ¡Te confieso que lo había olvidado por completo! Pero, ¿de dónde has sacado esos diarios? En fin, déjalo, mejor no pregunto. No me asustes, Erik... ¿Son buenas críticas?
Compruébalo por ti misma.- respondió él abriendo un ejemplar de L'Époque y pasando las páginas hasta encontrar una crónica que había rodeado con un grueso trazo de color rojo.- ¿Has oído hablar de este famoso crítico que firma siempre como P. de St.-V?
Sí.- contestó Christine encogiéndose levemente sobre sí misma. Sus ojos castaños mostraron de repente algo de temor.- Es el que dijo de la Krauss, la mejor soprano del país, que no era más que una gallina desafinada con nódulos en la garganta. Ah, Dios mío...
Parecía realmente tensa. Erik la observó durante unos segundos con expresión divertida; después se aclaró la voz con fingida seriedad y leyó los párrafos más destacados de la crónica:
"... esta hermosa y dulce niña ha aportado esta noche, sobre las tablas de la Ópera, algo más que su arte, es decir, su corazón. Ninguno de los amigos de la Ópera ignora que el corazón de Christine Daaé ha permanecido puro como si tuviera quince años. Para comprender lo que acaba de ocurrir con Daaé, ¡es preciso imaginar que la muchacha acaba de enamorarse por primera vez! Tal vez sea indiscreto, pero sólo el amor es capaz de realizar semejante milagro, una transformación tan fulminante. Hace dos años oímos a Christine Daaé en su oposición del Conservatorio, y nos dio una esperanza deliciosa. ¿De dónde procede lo sublime de hoy? ¡Si no baja del cielo en las alas del amor, tendré que pensar que sube del infierno y que Christine, como el maestro cantor de Ofterdingen, ha hecho un pacto con el diablo! Quien no la oiga cantar la nueva joya operística de nuestro panorama musical, la controvertida y arrolladora "Don Juan Triunfante", no conocerá jamás "Don Juan Triunfante": ¡la exaltación de la voz y la embriaguez sagrada de un alma pura no pueden ir más allá!"
Cuando terminó de leer la crónica Erik cerró el periódico y se quedó mirando a la joven, que parecía absolutamente fascinada.
¿Y bien?- dijo seductoramente apartándose un mechón de cabello rebelde que le caía sobre la frente.- Yo le exigiría a un profesional periodístico menos retórica y más sustancia, como diría Shakespeare, porque esto no parece una crítica, sino un cotilleo de vecinas metomentodos. Pero no pienso quejarme... No, realmente me ha resultado muy interesante leer esto, Christine. ¿Qué opinas al respecto?
¿Qué debería opinar?- replicó ella con una dulce sonrisa, recostando de nuevo la cabeza sobre los almohadones.- ¿Dice acaso algo que no sea cierto? ¿Qué otra fuerza aparte del amor que siento por ti podría haberme inspirado para deslumbrar así a todo París durante la representación de tu obra?
El trabajo constante durante los últimos meses. Te has esforzado mucho y lo sabes.
Eso no habría bastado, Erik.- contestó ella extendiendo una mano hacia él y acariciando sus dedos.- Piénsalo... ¿Qué era yo antes de conocerte? Una pobre niña perdida que no tenía ningún sueño, ni ninguna aspiración, ni nada donde agarrarse en un afán de superación. Tú no has sido sólo mi maestro, has sido mi inspiración. Me has enseñado a cantar como el ángel que tú eres y has elevado mi alma hasta el cielo una y otra vez. ¿Cómo podría fallar entonces en el intento de alcanzar la perfección si he aprendido con la perfección misma? Sin ti no soy nada. Soy tu creación y tu obra... y siempre lo seré. Y tú lo sabes... ¿verdad?
Sí.- respondió Erik en voz muy baja, contemplándola con expresión extasiada.- Lo sé.
Dejó resbalar el periódico sobre la alfombra del dormitorio y no hizo nada por recogerlo. Siguió observándola en silencio con unos ojos que de repente parecían tan hambrientos como la noche anterior... insaciables. Sus manos acariciaron la de Christine y descendieron después por su brazo desnudo muy despacio, demasiado despacio. Cuando estuvo tendido junto a ella y apartó suavemente sus rizos para depositar en su cuello un rosario de besos ardientes Christine sintió el calor que le iba traspasando como una dulce contaminación y recordó una vez más que treinta y tres años de soledad eran muchos años. Una leve exclamación brotó de sus labios seguida por una risita cuando Erik apartó a un lado la sábana que seguía cubriéndola y deslizó su mano por su pierna derecha, esbelta y bien formada debido a las largas sesiones de danza desde que era una niña... ¡Clases de baile! Aquello le trajo de repente un recuerdo a Erik y alzó la vista hacia Christine.
Paulette me va a matar.- dijo en un fingido tono de inquietud infantil.- Me había olvidado de ella... Estoy seguro de que te interrogará cuando vuelvas allá arriba y le confirmes que has estado conmigo. Tal vez no me perdone nunca que me haya comprometido en matrimonio con su pequeña protegida sin decirle nada al respecto. Bueno... que el cielo nos asista, querida. Me temo que nunca has visto a tu profesora en un verdadero arranque de cólera.
Christine no pudo contener la risa mientras se imaginaba a la citada profesora persiguiendo a Erik por toda la Ópera mientras enarbolaba con saña el bastón con el que dirigía las clases. Se preguntó qué habrían dicho Meg y su madre la noche anterior al comprobar que no había vuelto a casa como de costumbre... Tampoco le preocupaba demasiado.
Vamos, no seas tan... retorcido. Madame Giry sólo...- acertó a murmurar Christine sin dejar de acariciar el oscuro cabello de Erik, que seguía besando su cuello con frenesí. Mas lentamente la sonrisa perfilada en los labios de la joven se fue desvaneciendo, y sus ojos adoptaron una expresión alarmada.- ¡Madame Giry!- exclamó de repente, apartando a Erik de su lado lo suficiente como para incorporarse.- ¡Il Muto! ¡El ensayo de esta mañana que habían convocado para cuando hubiésemos estrenado por fin tu obra y pudiésemos volver a la programación habitual! ¡Lo había olvidado por completo!
Ah, vamos, ¿realmente tienes que marcharte ahora?- protestó Erik, rodeando su cintura con sus brazos para evitar que se escapara.- ¿Así, tan de repente? ¡No serás tan cruel!
¿De qué crueldad hablas? ¿Crees que me apetece subir a todo correr allá arriba y reencontrarme con ese sapo venenoso de Carlotta? ¡No tengo ni idea de qué hora será, pero espero con toda mi alma poder llegar a tiempo, o conseguiré ganarme la definitiva enemistad de los directores!
Y diciendo esto se liberó con precipitación de su abrazo y comenzó a recoger sus ropas, que yacían desordenadamente sobre la alfombra del dormitorio. Erik, tendido aún sobre el lecho, la observó de reojo mientras se embutía la camisa blanca y luego hundió el rostro en un almohadón, aspirando el dulce perfume del cabello de la joven.
Es nuestra noche de bodas, Christine- murmuró con la voz ahogada por el terciopelo.- Apenas hemos pasado unas horas juntos. ¿No puedes postergar para otro momento tu trabajo? Llevo meses soñando con esto...
No puedo creer lo que estoy oyendo, maestro.- dijo Christine con una leve sonrisa mientras se volvía hacia él, abrochándose el corpiño de su traje de Aminta.- ¿Desde cuándo tú protestas diciendo que me esfuerzo demasiado? ¿Qué ha sido de tus estrictas lecciones y de tu disciplina insaltable? Querías para mí la perfección, y no estabas dispuesto a conformarte con menos, ¿recuerdas?
Ya lo sé.- se lamentó Erik, extendiendo los brazos sobre las sábanas de satén.- Pero hasta los genios tienen derecho a descansar de vez en cuando, ¿no crees?
Había en su voz un tinte mohíno y resignado que hizo reír a Christine. Después de anudarse el pañuelo zíngaro a la cadera volvió a sentarse en el borde de la cama y deslizó sus dedos por el pelo de Erik, acariciando su cuello. Él emitió algo parecido al gruñido de un tigre complacido, lo que le hizo suponer que le agradaba aquella caricia. Sus ojos verdes la observaban con aquella mezcla muda de ardor y dulzura que le era tan propia y que conseguía anular los últimos restos de su cordura. Christine suspiró. Si por ella fuera se quedaría con gusto en la guarida del lago durante el resto de sus días, pero no podía echar por la borda el trabajo de tantos meses. El corazón del Fantasma de la Ópera ya era suyo. Ahora tenía que conquistar el de París y brindárselo como trofeo demostrándoles a todos que el éxito de la noche anterior no había sido una gloria pasajera.
¿Por dónde puedo regresar?- preguntó, poniéndose en pie y saliendo del dormitorio.- Si aparezco de repente en mi camerino sin que nadie me haya visto entrar en él sólo conseguiré sorprender al personal.
Tienes razón. No puedo llevarte entonces en la barca... pero puedo darte esto.- respondió Erik buscando algo sobre la repisa de la chimenea y siguiendo a Christine hasta dejar en sus manos una pequeña llave.- Con esto podrás abrir la puerta camuflada en el decorado de El Rey de Lahore que hay abandonado varios pisos por encima del escenario. Sigue ese pasadizo- indicó con la mano un corredor que salía de la pared de la guarida- y llegarás hasta lo alto del edificio. Después sólo tendrás que atravesar con toda naturalidad la Ópera y llegar a tu camerino.
Christine se guardó la pequeña llave en la falda y miró a su prometido con una sonrisa.
Realmente confías en mí...- dijo lentamente.- No creo que le hubieras dado a cualquier persona esta forma de llegar a ti.
Te daría mucho más si lo tuviera a mi alcance.- respondió Erik, moviendo la cabeza y extendiendo hacia ella sus dos brazos.- Pero sólo puedo poner a tus pies mi música, mi amor y estas manos vacías.
Sin decir nada Christine posó sus pequeñas palmas sobre las manos de Erik y le miró a los ojos.
Ahora ya no están vacías.- susurró.- Debo marcharme. Pero esta noche volveré... y en cuanto lo desees dejaré que me conduzcas a La Madeleine en una ceremonia pública o en el mayor de los secretos, ¿qué puede importarnos? Lo realmente importante es que terminemos estando juntos.
Sí.- contestó él, pensativo.- Juntos...
Tengo que irme. Si llego tarde no me lo perdonarán nunca.- y después de un último beso Christine se separó de Erik y dijo con una sonrisa:- Hasta pronto, mi ángel.
Se dio la vuelta y desapareció por el corredor que le permitiría llegar hasta la estancia abandonada por los tramoyistas abierta cerca del techo del proscenio. Erik vio desaparecer el revoloteo de su cabellera castaña, y escuchó sus últimos pasos ascendiendo por los escalones tallados en la piedra, y un profundo suspiro escapó de sus labios mientras murmuraba con voz estremecida por la emoción:
Hasta pronto... mi amor.
Y volviendo lentamente al dormitorio se dejó caer sobre el lecho con los brazos extendidos, pensando que el día no transcurriría lo suficientemente deprisa.
Si alguien le hubiese dicho a Christine Daaé veinticuatro horas antes lo que iba a suceder entre ellos aquella noche sin duda habría pensado que no podía ser posible. Pero allí estaba, ascendiendo lo más rápido que podía los cientos de escalones que recorrían la Ópera en su vertiente más secreta e infranqueable. Al cabo de casi un cuarto de hora llegó a un punto en el que los peldaños de piedra morían frente a una puerta oculta que Christine abrió desembocando en la cornisa que rodeaba la base de la gran cúpula del auditorio por su cara interior. Después de un segundo de vacilación se atrevió a asomarse por encima de la barandilla, parapetada en las sombras. Vio en el escenario el conocido revuelo de faldas de tutú y las voces chillonas de las ratas del ballet, y comprendió que debía apresurarse si quería llegar a su camerino antes de que alguien echara en falta su presencia.
Entonces comenzó el descenso atravesando la pequeña habitación con el óculo desde la que Erik solía contemplar los ensayos y cerró tras de sí con la mayor precaución la puerta falsa en el decorado de El Rey de Lahore, guardándose de nuevo la llave en el bolsillo de la falda. Aún seguía sorprendiéndola y halagándola el hecho de que Erik le hubiese facilitado aquella forma de llegar a él en cualquier momento. Había quebrantado el juramento de soledad absoluta y reclusión que tan duramente se había impuesto durante todos aquellos años... Si eso no era digno de merecer su amor, entonces Christine Daaé no sabía qué podía serlo.
La muchacha, absorta en sus pensamientos, apretó el paso mientras descendía uno tras uno los niveles superiores de la Ópera... justo para chocarse frente a frente con Madame Giry, que avanzaba por el corredor en dirección contraria y que pasada la primera sorpresa no pareció extrañarse en lo más mínimo al dar con su joven alumna y protegida en un lugar tan insólito.
¡Vaya! Ya veo que no estaba equivocada. Supuse que te encontraría por aquí.- dijo serenamente la profesora de ballet, observando a Christine de arriba abajo con esa mirada suya tan característica que desnudaba la conciencia de las personas. Christine tragó saliva y abrió y cerró la boca varias veces, como un pez fuera del agua, tratando de encontrar las palabras adecuadas, pues no había supuesto que tuviera que argumentar una excusa tan pronto.
Buenos días... Ehm... Yo bajaba ya a...
Fui a buscarte anoche después de la representación, querida. Tu camerino estaba vacío. Y tu ropa seguía exactamente donde la habías dejado antes de salir a actuar, encima de la cómoda.- siguió diciendo Madame Giry en ese tono de voz reposado que le era tan propio; después estiró la mano y sujetó uno de los pliegues de la falda de Christine, diciendo:- ¿Sigues vestida de Aminta? ¡Ya veo que realmente debiste de sentirte cómoda en el papel! ¡Son casi las once de la mañana del día siguiente a la representación!
Christine fue plenamente consciente en aquel momento de que sus mejillas se habían teñido del color de la grana.
En realidad estaba... estaba...
Sé dónde estabas, Christine.- replicó Madame Giry quizás con mayor frialdad de lo que pretendía. Y tras decir esto sujetó la muñeca de la joven y ambas abandonaron el corredor, descendiendo al foyer de la danza.- Dónde, y con quién, y durante cuánto tiempo, me atrevería a decir. O por lo menos creo imaginármelo con total certeza. Al menos me alegra pensar que a Erik le queda algo de cordura como para recordar que debías presentarte esta mañana al último ensayo de Il Muto antes de la representación. ¡Nunca podría perdonarle que por su culpa perdieses una oportunidad así!
Christine se limitó a dejarse conducir por Madame Giry mordiéndose levemente el labio inferior, aún confusa. No sabía muy bien cómo interpretar aquella actitud. Su profesora no parecía demasiado enfadada, pero tampoco satisfecha... Era más bien como si, en el fondo, todo aquello no le hubiera pillado por sorpresa. Christine recordó una vez más que Madame Giry era lista como el aire y jamás nadie conseguiría engañarle, y mucho menos ella, que para según que cosas era totalmente transparente. Debía de haber sospechado lo que iba a pasar aquella noche desde el primer momento en que les vio cantar juntos, en Don Juan Triunfante. Les conocía lo bastante a los dos como para suponer que no podrían (ni querrían) echarse atrás ante un abismo pasional tan intenso como el que habían generado con su genio.
De todas formas Madame Giry se abstuvo de emitir ningún juicio de valor al respecto. Pero mientras conducía a Christine hacia el foyer la muchacha tuvo la desconcertante impresión de que había pasado algo grave. ¿Por qué motivo iba a tener su profesora aquella expresión tan tensa y sombría que casi la hacía parecer una esfinge hierática? Cuando llegaron al camerino Christine la observó más atentamente mientras cerraba la puerta y se dio cuenta de que, a juzgar por sus ojeras, no había podido conciliar el sueño en toda la noche anterior.
Madame Giry...
Será mejor que te vistas cuanto antes.- replicó ella quedamente.- Se está haciendo tarde, y el ballet estará esperando. Vamos, Christine...
No dijo una palabra más mientras la ayudaba a vestirse con los pantalones y la blusa masculina del paje que debía interpretar, pero aquello bastó para confirmar los presentimientos de Christine de que las cosas no marchaban bien. Cuando bajaron al escenario encontraron los corredores adyacentes atestados de coristas y bailarinas que hablaban atropelladamente entre ellas antes de que diera comienzo el ensayo. Christine se había temido toda una serie de interrogatorios y felicitaciones después del éxito arrollador de Don Juan Triunfante... pero, extrañamente, nadie acudió a recibirla, nadie pareció fijarse en su presencia, sino que todo el mundo continuó susurrando a su alrededor, con unas expresiones que en su mayoría hacían juego con el rostro de Madame Giry. ¡Aquello tampoco era normal! Christine se detuvo justo a la entrada del proscenio y se volvió hacia su profesora dispuesta a exigir una explicación, pero la voz de Meg la detuvo:
¡Christine! ¡Christine!
Su amiga estaba ya allí y al verla llegar corrió hacia ella, jadeante. Tenía la cara totalmente cubierta de polvos de arroz y trataba de recolocarse como podía la peluca empolvada de su papel de confidente.
¿Te has enterado, Christine?- exclamó Meg con voz estridente sujetando a su amiga por los hombros.- ¡Anoche sucedió algo terrible!
¡Meg, cállate!- gritó de repente Madame Giry con tanta acritud que su hija se detuvo como paralizada y varias bailarinas se volvieron sorprendidas. Las manos de la profesora agarraban su bastón con tanta fuerza que casi temblaban.- Vuelve ahora mismo con tus compañeras, ¡éste no es momento de cuchichear!
A juzgar por la expresión de Meg el arranque de su madre la había dejado helada.
Pero, mamá...- balbuceó.- Sólo trataba de contarle a Christine lo que...
Madame Giry la sujetó por el brazo antes de que pudiera decir nada y se la llevó consigo con precipitación, pero aún así Christine, perpleja, pudo escuchar que le decía entre dientes:
Por el amor de Dios, Meg, ¡cierra la boca si es que puedes! No voy a conseguir cambiar los acontecimientos, pero mientras...
No pudo escuchar ningún retazo más de la conversación. Los ojos de Christine mostraban el desconcierto más absoluto mientras las veía alejarse. Empezaba a encontrase muy nerviosa... demasiado para su gusto. ¡Aquello no pintaba nada bien! ¡Tenía que averiguar qué había sucedido costase lo que costase!
"¿Sabrá algo Erik de todo esto?", se preguntó con indecisión, apoyándose en un decorado claveteado mientras observaba deambular a los tramoyistas por el proscenio. "No, no lo creo, ¡me lo habría dicho! Seguramente tampoco se ha enterado de nada. Los dos estábamos demasiado ocupados con la representación como para darnos cuenta de lo que puede haber sucedido entre bambalinas..."
Cuando dejó vagar su mirada distraídamente a su alrededor se detuvo de repente sobre un espectáculo bastante poco usual. Carlotta estaba sentada al otro extremo del escenario, en medio de un cúmulo de personas solícitas que se arracimaban a su alrededor con gestos de preocupación. La diva tenía el rostro enterrado entre sus manos llenas de anillos y sollozaba estruendosamente. Sus gritos y lamentos en italiano hacían estremecerse todo el auditorio. Se le había desdibujado el maquillaje debido a los regueros de lágrimas que le corrían por toda la cara y su maquilladora particular estaba tratando de enmendar el desaguisado con expresión muy poco serena.
Oddio! Non è possibile, tiene que tratarse de un error, él nunca... nunca...
Christine se quedó mirando a su máxima rival con desconcierto. ¿Qué le habría pasado? ¿Sería una más de sus consabidas pataletas de prima donna o realmente tendría algo que ver con todo aquel ambiente de febril desasosiego? No se acercó a preguntarle qué le sucedía, porque lo más seguro es que Carlotta la hubiese despachado con una retahíla de insultos muy poco corteses, pero tampoco habría tenido tiempo para hacerlo si hubiese querido, porque en aquel momento volvió Madame Giry con rostro aún más sombrío y ordenó despejar el escenario para que empezase el ensayo.
No llegó a dar comienzo. De repente una bailarina comenzó a gritar como si la estuviesen torturando con carbones ardientes y cuando todo el mundo volvió la vista hacia ella se dieron cuenta de que estaba señalando uno de los palcos más cercanos al proscenio, pálida como la muerte.
¡Es él! ¡Ha venido! ¡El Fantasma de la Ópera!
Aquello fue el acabóse, el desbarajuste total. Si Madame Giry estaba teniendo que llevar a cabo un esfuerzo sobrehumano para tratar de poner orden en medio de todo aquel caos, sus esfuerzos fueron a caer en saco roto. No se trataba del desvarío de una chiquilla bromista. ¡No, realmente el citado espectro había decidido honrar con su presencia el último y desesperado ensayo de Il Muto antes de su representación!
Erik, efectivamente, se encontraba allí, sentado con apariencia muy tranquila en su palco mientras hojeaba el programa de aquella noche encuadernado en terciopelo. En medio de las sombras el contorno blanco de su máscara relucía como un elemento amenazador e irreal que hizo chillar y abrazarse unas a otras a las ratas, presas de una histeria que nunca hasta entonces habían manifestado de aquella forma.
Pero no todos los integrantes del ballet eran chiquillas supersticiosas, y más de uno se dijo que si el Fantasma de la Ópera había sido identificado en aquel momento era porque él se había propuesto que fuese así. ¿Qué tenía entre manos ahora? A juzgar por el brillo de los ojos de Erik, un brillo que no podía percibirse desde la distancia, se lo estaba pasando en grande.
¡Oh, por favor, mis buenos señores, no interrumpan su trabajo por mí!- dejó escapar con voz cavernosa mientras cerraba el programa y lo depositaba sobre la mesita del palco.- Estoy seguro de que no les incomodará demasiado mi... supervisión técnica durante el desarrollo del ensayo de esa bazofia que pretenden vender como una ópera. ¿No está todavía Monsieur Reyer entre ustedes? Me imagino que la ejecución de mi pieza debió dejarle rendido la noche pasada y aún no ha encontrado la bastante energía para levantarse de la cama.
Madame Giry se abrió paso entonces entre los grupos de temblorosas bailarinas, con la vista clavada en el palco y una expresión nada serena en el semblante. No llegó a decir nada, porque había demasiada gente alrededor, pero en su cabeza resonaba una sola pregunta: "¿Qué pretende conseguir ahora?"
Afortunadamente su voz no tuvo que salir a librar batalla. Justo entonces las voces de los señores directores Richard y Moncharmin se alzaron por encima del persistente rumor general hasta que desembocaron en el escenario. Los dos observaron a su espectro particular con más cansancio que temor en sus rostros.
¿Y bien?- inquirió el señor Richard sujetando aún en su mano la carta que misteriosamente había aparecido la noche anterior sobre la mesa de su despacho.- Henos aquí, F. de la Ó, "para dialogar como personas civilizadas", tal y como nos sugería usted en su última... misiva.
Extorsión.- corrigió el señor Moncharmin frunciendo su ceño llameante.- Plena e injustificada. Las autoridades policiales estarán muy satisfechas de que haya vuelto a dar señales de vida después de la polémica actuación de anoche. ¡No piense que vamos a jurarle pleitesía por un solo éxito marginal que haya brindado a esta casa! No se ande con rodeos, ¿se puede saber qué quiere?
Lentamente una sonrisa irónica se perfiló en los labios de Erik mientras se recostaba en su asiento de terciopelo y contemplaba el desarrollo de los acontecimientos a sus pies con la actitud de un emperador romano que presencia una lucha de gladiadores.
La cuestión es sencilla.- dijo al cabo de unos segundos, quitándose con calma uno de sus guantes negros mientras sentía sobre sí las miradas de decenas de personas.- He venido para dialogar, sí, tal y como les prometí. Deberían haberse dado cuenta ya de que siempre cumplo mis promesas. Quiero hacerles una propuesta que desde hace algunos días se me está antojando bastante tentadora...
¿Una tregua?- aventuró el señor Richard titubeante.
Un cese en la hostilidades, si prefiere llamarlo de esa forma.- corrigió Erik agitando el guante.- Vamos, no me miren así, ¿es que no les parece lógico que llegue un momento en que una persona se canse de llevar una vida crápula y extorsionadora, como ustedes la definen? Hasta los espectros necesitamos descansar de vez en cuando, señores míos.
No lo entiendo.- confesó el señor Richard.- Siempre ha hecho todo lo que ha podido por tenernos en un puño. ¿Por qué ahora quiere dejar de lado durante un tiempo su labor terrorista?
"Buena pregunta", se dijo Erik, pensativo. "Lástima que no pueda responder la verdad. Sin duda resultaría bastante polémico que el Fantasma de la Ópera decidiese llevar una vida de retiro lejos de su antiguo reinado de terror sólo para complacer a su mujer y ofrecerle un hogar feliz".
No llegó a argumentar ninguna respuesta falsa, pero no por remordimientos de última instancia, sino porque de repente se alzó un exclamación en italiano en medio de la multitud e inmediatamente Carlotta Giudicelli irrumpió en el escenario apartando a un lado a todo aquel que se interpusiese en su camino, incluidos los dos directores, a los que estuvo a punto de tirar al suelo. En ese momento la diva estaba absolutamente furiosa. Tenía las mejillas rojas de ira debajo de la espesa capa de maquillaje y los ojos brillantes, y cuando alzó un puño tembloroso hacia el palco número cinco su expresión se asemejaba bastante a la de una pitonisa histérica.
¡Tú!- gritó con voz entrecortada por la rabia, señalando a Erik, que parecía bastante divertido ante su arranque de cólera.- ¡Cómo puedes tener el aplomo de volver a aparecer por aquí después de lo que has hecho, maldito espectro ambicioso! ¡No, no me mires así, yo no te temo como esas estúpidas niñas supersticiosas! ¡Algún día te haré pagar por esto...!
Las criadas de Carlotta irrumpieron en el escenario aterradas y trataron de llevarse a su señora antes de que ocurriera una catástrofe, pero ella las apartó de sendos manotazos y permaneció en su sitio, temblando de ira de los pies a la cabeza. Erik, por su parte, guardó silencio durante toda su perorata, observándola con ojos entrecerrados y los brazos apoyados en el antepecho del palco.
¡Vaya, Giudicelli, me asombra realmente su temple!- dejó escapar sarcásticamente.- ¿De dónde ha sacado el aplomo necesario para enfrentarse a mí? ¡Si se dedicara a cantar con la mitad de abnegación hasta podríamos hacer algo con usted! Créame, señora, ¿no estaría mejor en su Siena natal? Al menos allí podría perderse en medio de la campiña toscana y desfogarse a gusto sin tener que destrozar los tímpanos de los demás con sus alaridos infrahumanos.
Carlotta bufó como una cafetera, pero no retrocedió ni un ápice.
¿Por qué tienes que inmiscuirte siempre en todo, condenado fantasma?- gritó agitando sus puños y haciendo tintinear sus pulseras en el aire.- Asustando siempre a las actrices... asustando a todo el mundo... ¡Ah, más te valdrá cuidar tus espaldas en cuanto llegue la policía, o te ayudarán a volver a los infiernos de los que nunca debiste escaparte, assassino di Ubaldo Piangi!
Todas las demás voces que cuchicheaban nerviosamente en el escenario enmudecieron ante aquel formidable apóstrofe final. Durante unos segundos nadie habló. Una delgada línea iracunda apareció en el ceño de Erik, que se incorporó en su palco con un revoloteo de su capa oscura; pero antes de que pudiera abrir la boca para responder a Carlotta un grito desgarrador se dejó oír en medio de la multitud. Erik se volvió en el acto y vio a Christine inmóvil al lado de Meg, Madame Giry y las demás bailarinas. Le estaba mirando con los ojos abiertos de par en par y una expresión del terror más puro. La sangre había huido de su rostro. Por un momento se tambaleó, y Meg tuvo que sujetarla del brazo para evitar que cayese al suelo.
¡Christine! Christine, ¿te encuentras bien?
La joven no respondió. Seguía observando el semblante sorprendido y doloroso de Erik, que había perdido todo su aplomo en un momento.
¿Qué están diciendo, Meg?- articuló con dificultad, aferrando el hombro de su amiga.- ¿Acaso él... él...? Dime que no es verdad, ¡dime que Piangi no está muerto por su culpa!
¡Ojalá pudiera decirte eso!- exclamó Meg, moviendo la cabeza con pesadumbre.- Pero no puedo mentirte. Ya no hay remedio, Christine. Quise avisarte de lo que se estaba comentando por aquí en cuanto llegaste, pero mamá me lo prohibió...
Christine, aturdida, volvió entonces la vista hacia Madame Giry y la vio dar la espalda al escenario llevándose una mano temblorosa al rostro. Sus presentimientos se confirmaron. Todo era cierto.
¡Todo!
Sintió como si el mundo se abriera bajo sus pies. No podía decir nada, no podía hacer nada salvo quedarse allí como una estúpida muñeca de trapo, observando a Erik con mudo terror, sin escuchar casi los gritos ensordecedores de Carlotta que seguía increpándole por el asesinato de Piangi. El rostro del fantasma estaba lívido, y sus ojos clavados en los de Christine oscilaban entre la sorpresa, el desconcierto y el dolor más profundo. Extendió una mano temblorosa hacia ella, como si quisiera disculparse por no haberle dicho nada antes, pero no llegó a pronunciar palabra, porque Christine se echó a llorar de repente y desapareció entre la multitud sin querer saber nada más.
Ah, en nombre del cielo, ¿dónde ha ido ahora la señorita Daaé?- exclamó Monsieur Reyer desde el foso de los músicos al que acababa de llegar, ansioso porque todo aquel revuelo cesase para poder comenzar con el ensayo. El buen hombre no parecía comprender por qué todo el mundo estaba tan pálido y atemorizado y contemplaban el palco cinco como si esperasen la llegada del Apocalipsis, porque cuando Monsieur Reyer se giró delante de su atril y siguió las miradas de todos los actores no pudo ver más que un salvaje revoloteo negro entre los cortinajes del palco. Quienquiera que fuese la persona que se encontraba allí momentos antes acababa de desaparecer de la forma más precipitada.
Christine no volvió a aparecer en el escenario. Pasados algunos minutos la gente empezó a inquietarse y a preguntarse dónde se habría metido la joven cantante después de huir de aquella manera tan repentina. Nadie entendía qué relación había entre la pulla final que Carlotta le había lanzado al fantasma y la desaparición de Christine Daaé. Nadie salvo Madame Giry y Meg, se entiende. Ninguna de las dos parecía lo que se suele decir tranquilas. En cuanto a Monsieur Reyer, se lo llevaban los demonios al ver cómo su esperado ensayo era echado por la borda sin que comprendiese siquiera el motivo, y cuando resultó evidente que Christine no daba muestras de querer regresar mandó a varias bailarinas voluntariosas que acudiesen en su búsqueda.
Erik no esperó tanto. En cuanto vio a su prometida dirigirle aquella mirada mezcla de horror y de tristeza supo lo que iba a pasar, y, cuando Christine se alejó corriendo del proscenio, desapareció del palco con tanto sigilo como el que había empleado al llegar y se dirigió por los secretos corredores que sólo él utilizaba silencioso como un gato. No obstante su rostro estaba pálido, y sus ojos verdes, antes tan altivos, mostraban ahora un miedo difícil de explicar mientras se dirigía a la entrada del espejo que le era tan familiar.
Suponía que ella debía haber marchado a su camerino. ¿Dónde iba a esconderse si no para enjugar aquellas lágrimas que imaginaba llenas de despecho y aflicción? No era un pensamiento nada reconfortante. Y Erik, aturdido, corrió lo más rápido que pudo por los túneles, envuelto en su capa negra y amparándose en las sombras sin hacer el más mínimo ruido. Después de ascender las sórdidas escaleras talladas en la roca viva alumbrándose tan sólo por el débil pabilo de las antorchas que pendían de los muros llegó al túnel que desembocaba en el camerino de la cantante, y se detuvo al otro lado del espejo, conteniendo la respiración. Sentía los latidos de su corazón acelerado en las sienes.
¡Christine! ¿Estás ahí?
No obtuvo respuesta. Erik volvió a llamarla varias veces, pero no pudo escuchar ningún sonido dentro de la habitación. Frunció el ceño; ¿dónde podría encontrarse en un momento de dolor más que en su camerino? No en la capilla de la Ópera, desde luego; en aquel momento era una de las zonas más transitadas del edificio. Sin poder aguardar más accionó el mecanismo que abría el espejo y apartó la puerta corrediza a un lado, deteniéndose con precaución en el umbral de la estancia.
Christine estaba allí, sentada al borde del diván, de espaldas a él. Completamente inmóvil. No se volvió ni dio muestra alguna de haber escuchado el sonido de sus pasos. Parecía absorta, con la vista clavada en la pared de enfrente y el cabello cayéndole desordenadamente sobre los hombros y la espalda del vestido azul que acababa de ponerse. Había arrojado descuidadamente al suelo el traje que debía llevar en Il Muto, lo que indicaba bien a las claras que no tenía intención de regresar al ensayo. Erik tragó saliva, observándola, silenciosa como una estatua de mármol, y por primera vez en su vida sintió que le resultaba difícil escoger las palabras adecuadas.
Christine...
La joven se volvió entonces sin levantarse, y Erik pudo ver un rostro de palidez de cera y unos ojos castaños anegados de lágrimas. Sintió que el corazón le daba un vuelco. Los labios de ella temblaron un instante, y movió la cabeza con desazón, mirándole como quien presencia una verdadera aparición, con una mezcla de dolor y espanto.
¿Cómo has podido?- dijo entrecortadamente; su pecho subía y bajaba debido al llanto que no podía contener por más tiempo.- ¿Cómo has podido hacerlo?
Mi ángel, yo... Por favor, escúchame, no es lo que...
¡Y aún te atreves a pasearte por aquí a tu antojo! ¡Nunca podría haberlo imaginado!- gritó ella, incorporándose y apuntando a Erik con un índice admonitorio y tembloroso al mismo tiempo.- Creí que iba a morirme en el mismo instante en que no te vi negar las palabras de Carlotta. Después quise creer que todo era una equivocación, que nada de todo aquello había pasado en realidad. ¡Pero hablé con Meg, y con el resto de bailarinas, y aunque no conseguí sonsacarle a Madame Giry nada al respecto supe que era cierto! ¡Mataste a Piangi solo para usurpar su puesto en la representación y huir después conmigo!
No fue eso lo que sucedió exactamente.- murmuró Erik.- La muerte de Piangi no fue más que un triste... un lamentablemente triste... accidente... Si quisieras escucharme...
Tendió ambas manos hacia ella tratando de tomar las suyas, pero Christine retrocedió y negó con la cabeza.
No te acerques.- musitó.- No necesito oír tus excusas. Ahora sé que todo lo que llevaban años diciendo mis compañeras y los tramoyistas era cierto. ¡Yo no quería creerlo cuando por fin te conocí! ¡El Fantasma de la Ópera sólo sabe sembrar terror y destrucción a su paso! La muerte de Joseph Buquet también fue asunto tuyo, ¿verdad?
Un profundo silencio siguió a las palabras de Christine. Erik, lentamente, se volvió hacia el tocador cubierto de ramos de flores y observó el reflejo de su expresión torturada. Sus dedos ascendieron en un acto reflejo hasta la máscara blanca, como si quisiera ocultar una vergüenza más allá de lo palpable. Christine, a sus espaldas, le observaba fijamente, con los ojos aún vidriosos.
No voy a negarlo.- dijo después de unos segundos Erik con voz enronquecida.- Ha pasado mucho tiempo desde ese incidente, y te aseguro que no había vuelto a prestarle ni un solo momento de atención.
Christine gimió, y Erik, a través del espejo, la vio enterrar el rostro entre sus manos desesperadamente.
¡Lo llamas incidente!- sollozó la muchacha.- ¿Qué clase de conciencia es la tuya para hablar así de la muerte de un hombre inocente?
Tienes que entenderlo.- se defendió Erik, volviéndose hacia ella.- No tuve otro remedio que hacerlo. Buquet me había seguido desde las tramoyas hasta el decorado almacenado de El rey de Lahore, muy por encima del escenario. Había visto brillar mi máscara en medio de las sombras y quería comprobar si era capaz de atrapar al protagonista de todas las supercherías de sus compañeros de trabajo. Quiso enfrentarse a mí justo cuando estaba abriendo una de las trampillas que comunicaban los pisos superiores de la Ópera con los corredores que llevan a mi guarida. ¿No te das cuenta, Christine? Si le hubiera dejado marchar todo habría terminado para mí. Habrían descubierto mi secreto, y el Fantasma de la Ópera se habría desvanecido.
¿Lo ves? ¡Eso es lo único que te importa! ¡Buquet no merecía la muerte, Erik! ¡Y Ubaldo Piangi tampoco! ¿Quién eres tú para administrar la vida o la muerte a los que te rodean o ni siquiera te conocen?
Cuando apartó las manos de su rostro Erik pudo ver que sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas, y se aborreció por hacer sufrir así a la persona que más amaba en el mundo. Pero tenía que escuchar... ¡tenía que comprender!
Te repito que en ningún momento quise matar a Piangi, mi amor. ¡Sólo fue un accidente! Me habría conformado con haberme desembarazado de él el tiempo justo para poder actuar contigo y luego desaparecer sin que me capturasen. Pero no me lo puso fácil. Se rebeló y traté de inmovilizarle detrás de las bambalinas. Supongo que con la precipitación no aflojé el nudo punjab todo lo que debería haberlo hecho...
¿Y por eso no me lo dijiste? ¿Y por eso escondiste su cuerpo para que nadie pudiera descubrirlo hasta el final de la representación y yo no supiese nada de todo esto? ¡No tienes sentimientos!
Un relámpago de ira y dolor cruzó los ojos verdes de Erik.
¡Ojalá fuera verdad! ¡Tal vez así sufriría menos!
¿Lo ves? ¡Sólo te preocupa tu propio bienestar! ¿No sabes lo que es la misericordia, ni el perdón?
Sí. A menudo lo imploro desesperadamente al mundo, y el mundo sólo me ha dado la espalda.- dejó escapar Erik frunciendo el ceño y aproximándose más a ella, tan cerca que pudo sentir el roce de la seda de su vestido en sus manos. Christine no dijo nada. Sólo se quedó mirándole con aquella expresión descompuesta, mientras de sus ojos castaños seguían manando más y más lágrimas cálidas. Erik contuvo un profundo suspiro y tomó el rostro de ella entre sus manos, secando suavemente sus mejillas. Verla llorar así le hacía odiarse con feroz intensidad. Pero Christine tembló perceptiblemente bajo su contacto, y volvió a rehuirle.
No me toques, Erik. No necesito tu consuelo. Ya sé toda la verdad. ¡Me enamoré como una estúpida niña inexperta de un hombre al que creía el más glorioso de los mortales, y después me di cuenta de que no era más que un vulgar asesino!- dijo, pasándose una mano furiosamente por los ojos; después se dirigió al diván del camerino y tomó el abrigo que reposaba sobre él.- Ahora déjame marcharme. No quiero ver a nadie más, ¡y menos a ti!
Aquellas palabras parecieron atravesar el pecho de Erik como dardos del más fino y mortífero metal. En un acto reflejo se precipitó hacia la puerta del camerino y se interpuso entre ella y Christine.
No irás a ninguna parte.- dejó escapar amenazadoramente. Sus ojos brillaban como dos carbones ardientes.- ¡No mientras yo pueda impedirlo!
¡Déjame en paz! ¡No voy a escuchar tus explicaciones, y tampoco permitiré que vuelvas a arrastrarme contigo! ¡Ya sé bastante de tu juego siniestro! Y ahora deja que me vaya, ¡o permitiré que todos descubran ese secreto del Fantasma de la Ópera que tanto parece preocuparte!
No abandonarás este camerino sin mí, Christine. Si no puedo conseguir que me obedezcas por las buenas, lo harás por las malas.- el semblante de Erik se había mutado en una auténtica máscara de pasión y de venganza.- Y si tanto dices conocer mi verdadera y terrorífica personalidad tendrás motivos para asustarte.
¿Qué vas a hacerme entonces?- susurró ella ferozmente, golpeando el pecho de él con un dedo para que se apartase y observándole con doloroso resentimiento tan cerca que Erik pudo ver su máscara reflejada en sus iris del color del amarante.- ¿Acabarás conmigo con la misma frialdad con la que asesinaste a esos dos pobres desgraciados? ¿Te ensañarás con mi cadáver gozando del placer de la venganza ante una afrenta que nunca existió? ¿Serán tus propias manos, las que anoche mismo tanto acariciaron mi cuerpo, quienes aprieten más y más el nudo corredizo alrededor de mi garganta, hasta que los últimos estertores me consuman y caiga muerta a tus pies? ¿Es eso lo que harás, Erik?
La sangre huyó del rostro de Erik al escucharla hablar así. Por un momento se tambaleó, y estuvo a punto de caer al suelo, pero se repuso y siguió interponiéndose entre la mujer a la que amaba y su escapatoria.
¿Por qué me dices eso?- murmuró débilmente, observándola con una desesperación que amenazaba con ahogarle.- ¿No ves que me haces daño?
No me hagas esto más difícil, por Dios.- susurró Christine tratando de contener una nueva oleada de lágrimas.- Yo te amaba, Erik. Tal vez te amaba demasiado, con auténtica locura y devoción. Pero ahora me doy cuenta de que la persona de la que me enamoré nunca existió, sino que sólo era una quimera, una mentira. Un asesino. Si me quedo aquí más tiempo sólo conseguiré hacernos sufrir a los dos.
Un hondo gemido de dolor surgió de lo más profundo de la garganta de Erik, y sin poder resistirlo cayó de rodillas frente a ella, abrazando sus piernas y humedeciendo con sus lágrimas el borde de su vestido, arrastrándose como un perro apaleado por su dueño.
¡Christine...! ¡Christine...!
Ella retrocedió y tuvo que hacer un esfuerzo para soltarse, cegada casi por la cortina que lágrimas que cubría su rostro. En aquellos momentos el fantasma ofrecía una estampa tan mísera y desgraciada que habría podido conmover a la persona más insensible. Pero Christine ya había visto demasiado. Sin decir nada se enfundó más en su largo abrigo, se echó un encaje sobre los ojos y abrió la puerta del camerino de par en par. Afortunadamente en aquellos momentos no transitaba nadie por el corredor. Estuvo a punto de marcharse sin añadir nada más, pero en el último momento pareció vacilar y se volvió hacia el interior de la estancia. Erik seguía allí, de rodillas, observándola con loca e impotente desesperación. Las lágrimas humedecían su rostro y resbalaban bajo la máscara blanca.
Adiós, Fantasma de la Ópera.- musitó Christine en un tono de voz apenas audible mientras arrojaba sobre la alfombra la llave que él le había dado aquella misma mañana.- Ojalá los demás muestren contigo más misericordia de la que tú eres capaz de sentir por ellos.
Y salió rápidamente del camerino, cerrando con un portazo e inclinando la cabeza para que nadie pudiese ver el estado en el que se encontraba. Cuando estaba a punto de abandonar el corredor chocó de frente con Madame Giry, que se quedó observándola con muda perplejidad y pareció a punto de preguntar algo, pero Christine se adelantó a ella gritando:
¡Nada! ¡Le juro que no me pasa nada!
Y desapareció. A los pocos minutos abandonaba el edificio de la Ópera, "para siempre", como se repetía dolorosamente en su interior, perdiéndose por las callejuelas de París bajo un cielo nublado que amenazaba con tormenta y olvidando al desdichado al que había dejado en su camerino, arrodillado frente al diván y con el rostro enterrado en la tapicería, incapaz de pronunciar una palabra, con el brazo consolador de Madame Giry rodeando sus hombros mientras la mirada de la profesora de ballet permanecía perdida en el vacío con la expresión de quien siente que el mundo se le ha venido encima.
