El fin de los amores del fantasma
Las tres jornadas siguientes constituyeron para Christine una auténtica pesadilla. Una y otra vez los recuerdos volvían a golpear su mente, y no cesaba de torturarse con la desazón de si estaba haciendo lo que realmente era correcto o no; pero siempre aquel hecho, aquella certeza de que el hombre al que había amado no era más que un sádico asesino, bastaba para lacerar su corazón aún con más fuerza y para transformar esa misma desazón en odio y resentimiento. Llegó un momento en que se sintió incapaz de hacer ni decir nada, y se recluyó en su casa, sintiéndose muy sola, muy débil y muy desgraciada. El color abandonó sus mejillas y sus ojos pronto empezaron a rodearse por unos sombríos cercos que no presagiaban nada bueno. Adelgazó en tan sólo un par de jornadas, pues el nudo que las lágrimas le habían creado en la garganta le impedía tragar un solo bocado. Y las noches no eran mucho mejores. Durante horas daba vueltas y más vueltas en su lecho, dejando las sábanas como un campo de combate y golpeando la almohada llena de dolor al sentirse incapaz de apartar de su mente recuerdos como el contacto del cuerpo de Erik junto al suyo en la penumbra de su guarida o el tacto cálido de sus besos sobre su piel desnuda; invariablemente el alba la sorprendía dejándose caer exhausta en un duermevela pesadillesco, regando con sus lágrimas sus mejillas ardientes de fiebre. No se creía capaz de poder soportar aquella situación durante mucho tiempo más.
El tiempo empeoró aquellos días, y una espesa cortina de lluvia comenzó a sacudir las calles de París durante horas sin interrupción. Christine no volvió a la Ópera. De hecho las únicas personas a las que vio durante aquellos tres días fueron Meg y su madre, que, aunque no hablaran demasiado al respecto, estaban visiblemente afectadas por el estado de ánimo de la muchacha. Meg no había osado preguntarle nada a su amiga, pues intuía que tenía algo que ver con aquel espectro que tanto la había atemorizado durante años, y, sabedora de la discreción con la que Christine había llevado aquel asunto anteriormente, no quiso entrometerse más de lo necesario. Madame Giry tampoco se inmiscuyó, aunque sabía perfectamente todo lo que había sucedido por boca del propio Erik. A su preocupación por el estado de salud de la que consideraba su otra hija se sumaba la inquietud por el hombre al que quería como al hermano que nunca tuvo. La profesora de ballet se hallaba, como quien dice, en una encrucijada. Pero como sabía que el tiempo era la mejor medicina para los males de aquel tipo se prometió a sí misma no hablar con Christine del tema hasta que la viera algo más entonada, pues temía su reacción si la abordaba de forma directa. Se había dado cuenta de que cualquier alusión a la Ópera Populaire efectuada a la hora del almuerzo bastaba para llenar de lágrimas los ojos de la pobre pequeña, por mucho que ella se esforzase por disimularlo.
Una noche en la que la lluvia caía con especial ahínco Christine se hallaba sola en su habitación, de rodillas frente a la chimenea encendida y extendiendo sus pequeñas manos hacia las llamas para tratar de desentumecer un poco los dedos. El frío se le parecía haber metido dentro del cuerpo. Fuera, la tormenta golpeaba los cristales de la ventana. Absorta en sus tribulaciones, tuvo de repente un pensamiento hacia Meg, que aún no había vuelto de la representación de aquella noche de Il Muto, donde había sustituido a Christine alegando delante de los señores directores que Miss Daaé se encontraba enferma. Nadie se había creído demasiado aquello, pero a Christine no le importaba lo que pensasen de ella. De hecho, ya no le importaba nada.
Mientras permanecía en silencio meditando todas aquellas cuestiones escuchó de repente tres golpes sordos sobre la puerta de la calle. Dejó de frotarse las manos en el acto y tendió el oído, con un súbito e inquietante presentimiento. El corazón comenzó a latirle más fuerte cuando oyó a Madame Giry abrir la puerta en el piso inferior. Hubo un prolongado silencio y después escuchó ruido de pasos amortiguados por la alfombra del salón, y voces, voces que no pudo distinguir y que hablaban en susurros. No podía ser Meg, siempre tan ruidosa y dicharachera. Christine siguió inmóvil durante lo que pareció una eternidad hasta que escuchó el conocido taconeo de Madame Giry ascendiendo las escaleras y, tras un instante de vacilación, la puerta de su cuarto se abrió. La profesora de ballet se quedó observándola desde el umbral sin decir nada, con una expresión en el rostro que confirmó los presentimientos de la joven.
Christine, querida...
No deseo verle.- respondió ella entrecortadamente, volviendo a clavar la vista en el fuego que ardía en la chimenea.- Dígale que se marche. No quiero volver a saber nada más de él.
En los ojos claros de Madame Giry no había más que dolor y vacilación.
¿Estás segura de lo que estás diciendo?- preguntó dubitativamente.- Tal vez... tal vez deberías concederle un minuto de tu tiempo para escuchar lo que tiene que decirte. Te está esperando con más desesperación de la que puedas imaginar. Ha venido desde la Ópera en mitad de esta tormenta para verte, y lo sabes.
Me es indiferente.- replicó Christine con ojos vidriosos, girando la cabeza hacia el rincón más oscuro del cuarto para que su protectora no pudiera percibir su turbación.- Si le veo ahora sólo conseguiré hacerme más daño del que él me ha hecho ya. Por favor, Madame Giry...
Ella emitió un profundo suspiro y asintió pesadamente, dándose la vuelta.
Como quieras.- dijo –Sólo espero que más tarde no tengas que arrepentirte de tu decisión.
Y cerró la puerta. De nuevo el rumor de sus tacones conforme bajaba la escalera. Luego sólo hubo silencio, durante varios minutos, quizás demasiados. Christine enterró el rostro entre sus manos y se incorporó lentamente. Los ojos le ardían, pero se encontraba demasiado cansada incluso para llorar. "Tal vez ni siquiera me queden lágrimas", se dijo amargamente, deteniéndose frente a la cómoda sobre la que reposaba un pequeño jarrón con la última rosa que Erik le había enviado, una semana antes. ¡Qué lejanos parecían ahora aquellos días! Christine extendió el dedo índice y rozó los pétalos, arrugados y endurecidos en sus bordes. Estaban empezando a marchitarse y apagarse. Como ella. Su mirada se endureció y en un acto instintivo tomó la rosa y se dirigió hacia la ventana del dormitorio, abriendo los batientes de par en par. La lluvia comenzó a calar la parte inferior de su falda y sus pies descalzos, pero no le importó. Sin concederle un pensamiento más arrojó la rosa a la tormenta, observando cómo rodaba sobre los adoquines hasta detenerse en medio de un charco. Y después simplemente se quedó allí, de pie en medio de la neblina nocturna que empezaba a extenderse por las calles y que desdibujaba los contornos de los edificios.
Hubo un ruido bajo ella, el sonido de la puerta de la calle al cerrarse, y Christine bajó la vista. Una sombra alta y negra se vislumbraba allí abajo, confundiéndose con la oscuridad reinante. De repente la sombra alzó la cabeza y Christine pudo ver brillar la máscara de Erik. Él se detuvo al reparar en su presencia, sin darse cuenta de la lluvia torrencial que estaba empapando sus cabellos y sus vestiduras. No dijo nada, ni trató de hacer ningún gesto. Sólo se quedó allí, mirándola, mientras Christine se mordía los labios con fuerza y se recriminaba no haberse retirado un segundo antes al interior de la estancia. Pero en aquel momento una fuerza más intensa que el desdén la retuvo junto a la ventana, observando cómo Erik daba un par de pasos hacia ella y se detenía de repente, clavando la vista en el suelo que se extendía a sus pies. Había visto la rosa despreciada en medio del charco de lluvia. Christine entornó los ojos y le vio inclinarse en el mayor de los silencios sin reparar en el agua que humedeció su capa negra. Y después él se marchó, muy lentamente, como si le costase un esfuerzo tremendo abandonar aquel lugar. Su figura tambaleante terminó por perderse en medio de la bruma que se extendía por el extremo opuesto de la calle, y sólo entonces Christine se dio cuenta de que volvía a tener lágrimas.
Cierra esa ventana inmediatamente si no quieres resfriarte.- escuchó decir suavemente a Madame Giry a sus espaldas. Había vuelto a subir sin que pudiese reparar en ello. Christine obedeció como una autómata y después se frotó los brazos para entrar en calor, con la vista perdida en un punto fijo de la pared. Madame Giry seguía observándola.- Sé que no es asunto mío, y que no quieres hablar del tema, pero Christine¿no piensas darle siquiera una última oportunidad?
¿De qué iba a servir una oportunidad?- exclamó ella débilmente, sentándose al borde del lecho y entrelazando las manos.- No podría volver a creer en una sola de sus palabras. Me engañó. Me mintió y me traicionó. Asesinó a dos inocentes y ni siquiera tuvo la delicadeza de decírmelo. Nunca pude haber pensado que fuera tan desleal...
Querida, el hecho de que tú siempre vayas con la verdad por delante no tiene por qué significar que los demás también lo hagan.- respondió Madame Giry con una sencillez absoluta. Christine se quedó mirándola con perplejidad.
¿Cómo puede usted decir eso¡Conocía a Piangi y a Joseph Buquet¡Todas nosotras les conocíamos! Murieron injustamente, y lo sabe. ¿Es que siempre va a disculpar todo lo que Erik haga?
No. No podría hacerlo aunque quisiese.- replicó Madame Giry, tomando asiento en la cama de Meg, frente a Christine.- Los asuntos de Erik son de Erik. Sólo digo que ya te conté en su momento todo lo relativo a su torturada infancia y a todo lo que tuvo que pasar antes de refugiarse en las bodegas de la Ópera. ¿Qué otro comportamiento esperas de un hombre acostumbrado al odio desde el mismo instante en que nació? Tú no has podido verle cuando era un niño débil y asustadizo que se había criado dentro de una jaula en medio de las risotadas y las miradas de desprecio. ¿Qué otra cosa podría aprender del mundo¿Cómo distinguir conceptos tales como el bien y el mal, que para él jamás tuvieron ninguna relevancia? Dímelo, Christine. No creo que tú actuases con algún tipo de moralidad si estuvieses ahora mismo en su piel.
Christine no dijo nada. Durante algunos segundos sólo se escuchó en la estancia el chisporroteo de la chimenea encendida. Madame Giry se inclinó después hacia ella y colocó una mano sobre su hombro derecho.
No voy a negar que en un principio me preocupé por ti, querida, cuando Erik vino a mí y me confesó todo lo que sentía. Tuve miedo de que todo esto pudiese volverse en contra suya y sólo sirviese para hacerle sufrir aún más. No se lo merece. Tiene un corazón capaz de albergar el imperio del mundo, y en última instancia se ha tenido que conformar con una cueva oscura.- y tras un momento de silencio Madame Giry añadió:- Puedes imaginarte cuál fue mi alegría al descubrir que su amor era correspondido. Pensé que todo esto podría servir para redimirle de alguna forma y para abrirle los ojos a un mundo nuevo y maravilloso. Pensé que los años de soledad y sufrimiento habrían terminado por fin para él. Pero ahora...
Ahora nada de eso tiene importancia.- murmuró Christine, pasándose una mano por la rizada cabellera perlada por diminutas gotas de lluvia.- Sé que no es la misma persona de la que me enamoré. ¿Cómo podría estar con él sabiendo que es capaz de volver a matar sin ningún escrúpulo¡Es cruel y sanguinario como una bestia voraz!
Madame Giry se incorporó y alisó los pliegues de su falda oscura. Parecía de repente diez años mayor, y mucho más cansada.
Es decisión tuya. No voy a obligarte a nada.- dijo con una voz muy tenue.- Pero si realmente te causa tanto dolor la muerte de personas inocentes, ten presente que Erik es una de ellas. No imagino lo que es capaz de hacer ahora que ha perdido todo lo que valió la pena en su vida. O mejor, prefiero no imaginarlo.
Christine movió la cabeza furiosamente. Su barbilla temblaba cuando dijo:
Mañana pondré fin a todo esto. Iré a la Ópera y firmaré mi renuncia delante de los señores directores. Será la mejor forma de alejarme por fin de todo aquello que me causa tanto dolor. No me mire así, Madame Giry. He tomado mi decisión, y nada podrá hacerme cambiar de opinión.- y mientras una lágrima solitaria resbalaba por su mejilla Christine añadió, más para tratar de convencerse a sí misma que a la profesora:- Mañana, por fin, habrán desaparecido las últimas marcas que el Fantasma de la Ópera dejó en mi vida.
Christine, en su inocencia, había pensado que después de aquel intento frustrado de volver a verla Erik no insistiría, y se limitaría a permanecer en su guarida lamiéndose las heridas en silencio. Que no trataría de imponerle ninguna penitencia por su traición. Que no trataría de forzarla a permanecer junto a él contra su voluntad. Que no haría, en suma, nada peligroso, osado o retorcido...
Fracasó rotundamente. Habría sido más posible que Carlotta renegase de la noche a la mañana de su condición de diva y se retirase para llevar una vida contemplativa.
La mañana siguiente amaneció igualmente nublada. Christine llegó a la Ópera tal y como se había propuesto sobre las once, después de haber estado batallando durante horas con una horrorizada Madame Giry que le advertía del paso en falso que podía estar a punto de dar. No había sido una escena agradable. Al encontrarse por fin en el despacho directivo estaba pálida y temblorosa, pero cuando manifestó a sus dos superiores que había decidido poner fin a su carrera en la compañía su voz era firme. Los señores Moncharmin y Richard no parecían poder dar crédito a lo que estaban oyendo.
Es una broma¿verdad?- dijo el primero con las cejas tan alzadas que casi desaparecían bajo su tupé.
¡No puede estar hablando en serio¡Abandonarnos de esta forma, justo en su mejor momento, por el amor de Dios!- interpeló el segundo, blanco como el papel; como buen músico el señor Richard no podía dejar de apreciar el inestimable talento que se les estaba escapando de las manos.- No hay ni un solo crítico en todo París que no haya ponderado su trabajo, Miss Daaé¿cómo piensa siquiera en la retirada? Creo que el éxito la ha hecho enloquecer por completo.
Es posible.- replicó ella sombríamente.- Por favor, señores... Respeten al menos mi decisión. ¿Creen acaso que esto resulta fácil para mí¿Renunciar de la noche a la mañana a todo lo que constituyó mis sueños y mi vida desde que era una chiquilla?
No, pero¿por qué quiere abandonar entonces?- insistió Richard.- ¿Es acaso... por algo relacionado con nuestro estimado F.O.? Es eso, no hay duda. Está usted muy pálida. Casi tanto como el otro día en que Carlotta corroboró públicamente las sospechas de todos acerca del asesinato del signor Piangi, a quien Dios tenga en su gloria...
¿No quiere tomar nada?- intervino Moncharmin con su eminente sentido práctico de las cosas.- Tal vez recapacite mejor sobre lo que desea hacer delante de un café caliente.
Christine se mordió los labios. Ya había aguantado suficiente.
Si no les importa, messieurs, preferiría terminar con esto cuanto antes. Ya les he dicho que no es un trance fácil para mí. Deseo poder regresar cuanto antes a casa porque como pueden comprobar no me encuentro muy bien últimamente. Ahora, si son tan amables...
Y a esta nueva Christine, tan débil y a la vez tan decidida, tan repentinamente mayor, no había manera de hacerle frente con ruegos e insistencias, así que después de intercambiar entre ellos una mirada de preocupación el señor Richard terminó encogiéndose de hombros y sacó con inequívoco pesar unos papeles manuscritos del cajón inferior de su escritorio.
Y Christine estampó su firma en el documento de su abandono irrevocable sin permitirse una sola duda más, aunque sus dedos temblaban tanto que su normalmente esmerada y femenina caligrafía quedó convertida en un simple garabato.
Cuando por fin abandonó el despacho de los directores se sintió aún más mareada de lo que había estado hasta entonces. No se trataba sólo del dolor provocado por lo que acababa de hacer con su carrera. Era más que obvio que Christine se encontraba muy mal aquellos días. Tenía que ser un producto de sus nervios desbocados... y del miedo, el miedo lacerante que experimentaba cada vez que se acordaba de Erik. ¡Aquella era la palabra adecuada! No habría sido capaz de poder sustituir el amor más absoluto por el rencor y el desprecio, pero sí por un pánico infantil, casi irracional. Christine estaba aterrada. Había estado a merced de un asesino durante todo aquel tiempo y perdida en su inocencia no había podido siquiera sospecharlo. Sólo podía estremecerse al recordar que las manos que estrangularon a Joseph Buquet y a Ubaldo Piangi eran las mismas que habían acariciado con suavidad su cabello y delineado el contorno de sus hombros y su espalda mientras dormía en sus brazos apenas una semana antes. Aún entonces el recuerdo de sus dedos acariciadores le resultaba perturbador. ¿Cómo había podido ser tan inconsciente¡Un ratón habría podido dormir más tranquilo entre las garras de un gigantesco león!
Se lo tenía bien merecido. No era más que una estúpida, una niña tonta que creía las promesas del primer indeseable que se cruzaba en su camino y le declaraba su eterno e incondicional amor. No era ni la primera ni la última, pero sí seguramente una de las pocas que había tenido la mala suerte de tropezar con un asesino psicópata. Christine se aborrecía profundamente. "¡Estúpida, estúpida, más que estúpida!", se repetía a sí misma con desesperación, embozada bajo el encaje de su sombrero para evitar que nadie en la Ópera pudiera percatarse de su triste estado. Pero cuando estaba a punto de desembocar en la Gran Escalera se detuvo como clavada en el suelo.
Estaba atravesando el pasillo curvilíneo que bordeaba el perímetro en forma de herradura de la gran sala de representaciones. Decenas de puertas de madera decoradas con un óculo de cristal se sucedían dando paso a los palcos. Christine, vacilante, se quedó mirando la puerta entreabierta de uno de ellos hasta que sin saber muy bien por qué se encontró atravesando el umbral y deteniéndose entre las largas cortinas de terciopelo rojo del interior.
No había ningún ensayo aquella mañana. La inmensa sala de oro y de fuego estaba salpicada tan sólo por algunas mujeres que sacaban brillo al suelo y parloteaban entre ellas vivamente. Christine sintió un extraño rencor al comprobar cómo la gente seguía siendo feliz a su alrededor. Sus ojos contemplaron con angustiosa nostalgia el escenario donde Erik y ella habían entonado juntos la primera representación de Don Juan Triunfante, y pensó de repente, con sorprendente lucidez, que era la última vez que iba a pisar aquel lugar. Después alzó la vista hacia el palco número cinco situado justo enfrente de ella y tan silencioso como una tumba. No vio ninguna máscara blanca recortándose en la penumbra, lo cual la alivió indeciblemente.
Pero cuando estaba a punto de darse la vuelta para abandonar el palco volvió a detenerse al percibir un sordo rumor procedente de las alturas. Había gente allí arriba. Christine pudo reconocer a varios tramoyistas de pie en la barandilla que bordeaba el inmenso techo abovedado, de espaldas a la sala, con los brazos en jarras y cuchicheando entre ellos excitadamente. La muchacha frunció el ceño con desconcierto mientras apoyaba las manos en el antepecho de terciopelo del palco y alzaba la cabeza tratando de ver algo más. Entonces sintió cómo se quedaba sin aliento. Aquellos hombres estaban sin lugar a dudas investigando una pequeña puerta hasta entonces perfectamente disimulada en el muro enlucido... la puerta que Christine sabía que llevaba a una de las salas superiores desde la que Erik había vigilado sus ensayos durante los últimos meses. Era la sala donde se abría el pasadizo que conducía directamente a la guarida del fantasma. El pasadizo que Christine había atravesado la última vez que estuvo con él para regresar a su camerino sin ser descubierta por nadie.
Tuvo de repente un temor frío e infundado. ¿Qué demonios hacía allí arriba lo que parecía ser todo el cuerpo de tramoyistas de la Ópera? Por los gestos y voces airadas apenas sofocadas era evidente que se traían algo importante entre manos. Christine vio ondear cuerdas y más de un brillo de metal entre los chalecos de cuero de los trabajadores. Entonces lo tuvo claro. El nombre de Joseph Buquet resonó alto y fuerte en el interior de su cabeza, unido a una sola y devastadora palabra: venganza.
Y como si se tratase de una revelación comprendió con absoluta claridad lo que entrañaba aquel lejano episodio en el cementerio: su intento de secuestro por parte de tres encapuchados, la trampa tendida al fantasma, la herida casi mortal de Erik y la consecuente escapatoria de los aterrorizados atacantes.
Retrocedió precipitadamente en el palco y dándose la vuelta abandonó el lugar lo más rápido que pudo, dirigiéndose a la salida del personal de la Ópera en lugar de atravesar la Gran Escalera. Le faltaba aire, y estaba temblorosa por la sospecha de lo que podía estar a punto de suceder. ¿Sabrían algo los directores? No, se habrían inquietado demasiado como para permitir a sus empleados que se tomasen la justicia por su mano en una jugada que podría complicarles aún más la existencia a los dos. Pero... ¿pero qué pasaba con Erik¡Tenía que saberlo! Si no lo sospechaba¿qué fuerza moral podría tener Christine para no alertarle de aquel peligro inminente, de aquella amenaza que, si no eran desvaríos de su mente alterada, podía estar a punto de cernirse sobre él?
Ya no le amaba, era cierto, pero ¿era ése un motivo para permitir que corriese un peligro tan atroz? No; Christine sabía que no. No podía hacerle eso. Mientras apretaba aún más el paso y se enfundaba en la capa decidió que no sería ella quien le trasmitiese aquella urgente revelación. Que lo hiciera Madame Giry. ¡Ya había demostrado sobradamente ser la única persona que en aquellos momentos seguía preocupándose por el fantasma!
Aquellos pensamientos acompañaron a Christine mientras abandonaba la Ópera por la puerta lateral y salía al exterior, a la vorágine del tráfico parisino. De nuevo el frío. Un viento cortante azotaba sus mejillas, pero ella no parecía sentirlo, al igual que tampoco podía escuchar ni ver nada de lo que sucedía a su alrededor. Sus pies la guiaban mecánicamente como si fuese una muñeca manejada por los invisibles hilos del destino. Sabía que estaba a punto de hacer lo correcto... sí, pero¿a qué precio?
Mientras reflexionaba nerviosamente sobre todos aquellos detalles no se dio cuenta de que pasaba por delante de una de las verjas de la Calle Scribe, ni tampoco de que esa verja estaba abierta. De hecho Christine sólo pudo percibir un brusco movimiento con el rabillo del ojo justo una fracción de segundo antes de que alguien la sujetase bruscamente desde las sombras y la atrajera hasta allí. No tuvo tiempo siquiera para gritar, porque de repente sintió que alguien amordazaba su boca y su nariz con lo que parecía ser un pañuelo empapado en algún tipo de sustancia. Sólo pudo contemplar con los ojos desencajados por el pánico el rostro amenazador de Erik en medio de las penumbras un segundo antes de que el narcótico surtiese efecto, y lo último que escuchó antes de caer sumida en un profundo sueño entre sus brazos fue el sonido de su voz.
Créame que lamento hacerle esto, Miss Daaé... Pero no me lo ha puesto fácil...
Christine no despertó hasta varias horas después. Lentamente comenzó a emerger del sueño entre gemidos de dolor que no sabía muy bien por qué estaban motivados. Notaba una presión ardiente en las muñecas, y un terrible dolor de cabeza. Cuando consiguió abrir los ojos se dio cuenta de dónde se encontraba, y aquello bastó para despejar los últimos vestigios de su inconsciencia. Un grito sofocado escapó de sus labios al hallarse tendida sobre aquel lecho tan dolorosamente familiar de la guarida del lago, en la semipenumbra de costumbre. Alzó la cabeza tan rápidamente que sintió vértigo, pero eso no le impidió divisar a la persona que permanecía inmóvil a los pies de la cama, contemplándola con fría expectación.
Me alegra ver que despiertas tan pronto, querida. Empezaba a pensar que tal vez se me había pasado un poco la mano con el cloroformo.- dijo Erik reposadamente, haciendo ondear su capa mientras se aproximaba más a ella. La luz de las velas iluminaba su semblante otorgándole una verdadera expresión amenazadora. Christine le observó durante unos instantes con los ojos desorbitados por el horror y trató de levantarse, pero no pudo. Aturdida, volvió la vista hacia atrás y se dio cuenta de por qué le dolían las muñecas. ¡Estaba atada por ambas manos al cabecero de la cama!
¿Cómo has podido hacerme esto?- gritó con voz entrecortada por la ira.- ¿Me has traído hasta aquí completamente inconsciente y me has atado sin el menor atisbo de piedad¡No eres más que un... un vulgar secuestrador!
¡Secuestrador! Me halagan tus cumplidos, pero prefiero el de asesino sanguinario. Es más... ¿cómo decirlo¿Teatral?- dejó escapar Erik con el ceño fruncido. Christine le atravesó con los ojos mientras sentía una llamarada abrasadora de rabia impotente que trepaba por su pecho. Él siguió acercándose, e inconscientemente retrocedió hasta apoyar la espalda en el cabecero de la cama. Se dio cuenta entonces de que con los movimientos inconscientes de su sueño la falda se le había arremolinado hasta casi las rodillas, dejando entrever sus medias. Tuvo de repente un miedo frío que no tenía nada que ver con la furia que había sentido momentos antes. Erik debió de leer en su rostro como en un libro abierto, porque se detuvo y movió la cabeza con huraña amargura.
No es necesario que te pongas tan pálida, Christine. No voy a aprovecharme de ti en estas circunstancias. Te aseguro que prefiero acostarme contigo cuando estés desatada... bien desatada, para que puedas entregarte con tanta abnegación como la otra noche, cuando jadeabas bajo mis besos y recorrías con tus manos mi espalda¿o acaso lo has olvidado? No, ya veo que no; ese rubor sólo puede indicar lo contrario. ¡Qué criaturas más singulares sois las mujeres!- dijo con una oscura sonrisa.- ¡Habláis de fidelidad y romanticismo y sois capaces de olvidar un amor en apenas unos días!
Eres perverso.- musitó Christine. Los ojos le ardían debido a las lágrimas de rabia que no estaba dispuesta a dejar escapar. Volvió a agitarse sobre el lecho, pero no consiguió más que hacerse daño en las muñecas. Estaba demasiado bien atada.- ¿Realmente crees que ésta es una forma de recuperar mi amor¿Qué pretendes conseguir raptándome¡Estás completamente loco!
Un destello de ira salvaje brilló en los ojos de Erik, y lanzando un grito rabioso se precipitó hacia Christine, dejándose caer al lado del lecho y rodeando su cuello con su mano enguantada para que no pudiese dejar de mirarle.
¡Sí¡Tú lo has dicho¡Estoy loco, Christine!- gritó con una voz como el trueno que arrancó ecos en las paredes de la guarida.- ¡Loco de amor por ti¡Loco por darte más de lo que ningún hombre podría darte nunca¡Loco por demostrarte que puedo ser digno de tu amor, de tu compasión... de tu piedad acaso! Ya te lo dije hace unos días¡si no vuelves junto a mí por las buenas, lo harás por las malas¡Por mucho dolor que te produzca recordarlo estamos comprometidos! Y lo estaremos siempre... porque yo siempre estaré vigilándote... porque yo nunca voy a dejar de estar a tu lado...
Durante unos segundos siguió respirando agitadamente, contemplando aquellos ojos castaños clavados en los suyos y demostrando un temor tan intenso que poco a poco fue desarmándole. La mano de Erik soltó suavemente la garganta de Christine, y ella entreabrió los labios cogiendo aire con esfuerzo. Su pecho subía y bajaba ansiosamente. Erik dejó escapar un débil gemido que era mezcla de remordimiento y despecho.
Podría hacerte la mujer más feliz del mundo, Christine, y lo sabes.- musitó, extendiendo una mano temblorosa y retirando los cabellos rizados que le habían caído sobre la mejilla.- Lo has sido durante todo este tiempo. Pero tienes que entender que no puedo dejarte marchar así. No querrás volver a verme nunca. Huirás lejos, me olvidarás, y yo me quedaré solo entre mis sombras, extrañándote hasta que el tiempo o la muerte me liberen de esta tortura...
Christine tragó saliva y volvió la cabeza en la dirección contraria. Oírle ya resultaba bastante doloroso. Verle inclinado sobre ella en aquel mismo lecho en el que se habían amado días antes era insoportable.
¡Pero más insoportable resultaba aún la sensación de que en el fondo, muy en el fondo, él tenía razón! Ella le había amado con toda su alma. Tal vez incluso seguía amándole con salvaje intensidad. ¿Cómo podía hacerle eso?
Pero... ¿cómo podría vivir con una persona cuyas manos se habían manchado con la sangre de dos inocentes?
No puedo creerte.- respondió a media voz, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla.- Me has hecho demasiado daño, Erik. Nunca voy a poder liberarme de este recuerdo. ¡No tienes corazón!
Le oyó incorporarse lentamente, pero no se volvió. No quería que él percibiese la desazón y la duda mortal que anidaban en su semblante. Erik se quedó mirándola con ojos vacíos de toda expresión. Parecía repentinamente cansado.
No. No tengo corazón.- murmuró con los hombros caídos.- Tú me lo has roto en mil pedazos. ¿Estás satisfecha¿Es eso lo que pretendías, Linda Lotte? Pensabas en todo y en nada... Mimabas a tu madre, eras fiel a tu muñeca, tenías mucho cuidado de tu vestido, de tus zapatos rojos y de tu violín... Pero, por encima de todo, lo que más te gustaba era oír, mientras te dormías, al Ángel de la Música...
Aquello decididamente fue demasiado para Christine, y se echó a llorar en silencio, retorciéndose sobre las sábanas en la medida en que sus cuerdas se lo permitían. Creyó que se ahogaba en aquella desazón. "¡Padre¡Padre¡No me dejes!", estuvo tentada de gritar, pero no lo hizo, porque sabía que no iba a obtener ninguna respuesta. Y en aquel mismo instante un sonido desconcertante se sobrepuso a su desesperación. Una especie de campana acuática que resonaba allá en lo alto, encima de sus cabezas... muy por encima de sus cabezas...
Es la sirena del lago.- dijo Erik como hablando consigo mismo más que dirigiéndose a Christine. Su voz seguía siendo opaca.- Alguien quiere verme. Iré a ver qué sucede. Deja de retorcerte así o sólo conseguirás hacerte daño. No te muevas hasta que regrese.- y después de contemplar con tristeza su espalda temblorosa y sus cabellos revueltos añadió a media voz:- No podrías hacerlo aunque quisieses.
Salió del dormitorio sin dirigirle a Christine ni una mirada más. En silencio atravesó la guarida, pasó junto al órgano sobre el que se apilaban desordenadamente las partituras de Don Juan Triunfante y montó en la barca que permanecía anclada en la orilla, aventurándose por los canales oscuros sin encender el farol de la proa y cerrando la gran verja detrás de sí con un retumbar sordo. Mientras realizaba todos aquellos gestos maquinales no podía evitar aborrecerse. ¡Se sentía el hombre más odioso y malvado del mundo¿Cómo podía hacer sufrir así a una criatura tan indefensa¡Ella había llorado ante sus ojos¡Y él no se había conmovido, ni la había liberado¿Qué clase de amor era el suyo? Erik dejó escapar un lamento que creó ecos sollozantes en los pasadizos, mientras aferraba con más fuerza el remo y conducía la barca hasta el lago subterráneo. Ella tenía que esperar, aunque le doliese... ¡tenía que comprender la inmensidad de su cariño!
Casi había olvidado en su desesperación el motivo que le había llevado hasta allí. Cuando desembocó en el lago se dio cuenta de que fuera debía ser noche cerrada. El lejano tragaluz que comunicaba con la Calle Scribe apenas dejaba filtrarse ninguna claridad. Por el contrario, en la otra orilla del lago brillaba un resplandor cegador en medio de aquellas tinieblas. Erik no habría necesitado ver de quién se trataba. Condujo hasta allí la barca sin decir nada, y después la detuvo a escasos metros de distancia, sobre el agua. La antorcha que Madame Giry sostenía en su mano hacía brillar su rostro con un aura vengadora digna de un emisario divino.
Sé por qué has venido.- soltó Erik cansadamente antes de que ella dijese nada-, y lamento no poder ayudarte, Paulette. Habría sido mejor que te quedases en tu casa esta noche. No hay nada que puedas hacer aquí. Y tú lo sabes.
He venido para buscar a Christine.- replicó ella sin dar muestra alguna de haber escuchado sus palabras.- Está aquí¿verdad¿Está contigo? Si es así, no habrá sido por su propia iniciativa. Me dijo que no quería volver a verte jamás, y que deseaba poner fin a todo esto cuando antes para que desaparecieses definitivamente de su vida. Erik... mírame a los ojos y dime que no la retienes aquí contra su voluntad.
¿Y qué importa si es así?- masculló él, golpeando con su pie el fondo de la barca, que se tambaleó levemente.- ¿Realmente te importa? Ah, por todos los diablos, estoy empezando a cansarme de tanta complicidad. Esto es algo que debemos resolver Christine y yo, dado que somos los únicos implicados.
No pongo en duda que estáis implicados en algo muy serio.- replicó Madame Giry con un tono de voz inalterable.- Pero a ella la quiero como si fuese mi hija. No esperes que permanezca de brazos cruzados mientras sé que se encuentra secuestrada en una cueva oscura en contra de su voluntad. Nadie va a tocarla mientras yo pueda impedirlo. Y si es necesario...
Y si es necesario¿te enfrentarás a mí?- concluyó Erik con voz áspera. Sus ojos brillaban como dos carbones en la oscuridad.
Sí.- murmuró Madame Giry como si le costase un tremendo esfuerzo decir aquello, aunque su expresión era firme.- Me enfrentaría incluso a ti, Erik.
Había tanta determinación en sus palabras que la llama airada que inflamaba el corazón de Erik empezó a debilitarse poco a poco, siendo sustituida por la expectación y por un extraño sentimiento de admiración. Nunca había pensado que aquella mujer pudiera ser tan fuerte.
No sé qué puedo hacer, Paulette.- se encontró confesando con amargura.- No puedo dejarla ir... de verdad, no puedo... ¡Me moriré si ella deja de amarme por culpa de unos estúpidos acontecimientos pasados! Me moriré sin ella...
¡Y ella se morirá de dolor si la obligas a permanecer enterrada en una tumba en vida!- exclamó Madame Giry, agitando la antorcha.- Oh, sí, podrías mantenerla cautiva junto a ti para evitar que desaparezca durante el tiempo que te plazca, años incluso... ¿Y qué conseguirías con eso¿Engañarte a ti mismo¡A mí no me resultaría halagador que una persona me amase en contra de su voluntad! Diría muy poco a favor mío. Es impropio de ti, Erik.
Él no pudo dejar de comprender que tenía razón... como siempre.
¿Qué haré?- repitió en voz baja, mirándola.- ¿Qué puedo hacer?
Un suspiro angustiado escapó del pecho de Madame Giry. El esfuerzo de aquella conversación parecía estar resultándole agotador.
Si realmente la amas, déjala marchar.- dijo al fin.- Si ella no vuelve es que no te perteneció desde un principio, Erik. Créeme o no, pero las cosas son así. El amor de toda una vida no llega ni muy pronto ni muy tarde. Llega en el momento oportuno. Sólo así podrás averiguar si realmente Christine llegaría a amarte de la forma en que tú la amas.
Silencio. Sólo el pausado gotear desde las alturas de la cueva logró quebrar la quietud del lago. Ninguno de los dos dijo nada durante casi diez segundos. Sólo podían mirarse. Uno con angustia, la otra con dolorosa serenidad.
Y entonces Erik enterró el rostro entre sus manos y se echó a llorar.
Hasta casi veinte minutos después no regresó a la guarida. Desembarcó en el mayor de los silencios y se dirigió al dormitorio con pasos lentos y extenuados. Christine seguía allí, sobre la cama, llorando con el rostro enterrado entre las sábanas. Cuando sintió a Erik entrar en la habitación soltó un gemido de aprensión y se quedó mirándole sin decir nada, entre la cortina de pelo rizado que le caía desordenadamente sobre el rostro. Tenía el vestido revuelto y arrugado, y las mejillas surcadas por líneas rojas debido al llanto. Erik la contempló largamente tratando de reprimir un sollozo atenazado en su garganta, y pensó que parecía un animal acorralado. Con la mirada de una loca incurable.
"¡Una loca como yo!"
Entonces se dirigió a la cómoda y sacó una navaja de uno de los cajones. El acero destelló amenazadoramente en la penumbra de las velas. Cuando se volvió hacia Christine ella dejó escapar un grito de temor y se acurrucó con todos los músculos de su cuerpo en tensión.
Estate quieta o te destrozarás esas muñecas.- dijo Erik en voz baja, acercándose a ella.- No quiero hacerte daño. Voy a soltarte, espera...
Y procedió a cortar lentamente las cuerdas que martirizaban las muñecas de la joven. Cuando estuvo libre Christine se incorporó de un salto y retrocedió hasta el extremo opuesto del dormitorio, apoyando la espalda en el muro de piedra, y observándole con una mezcla de sorpresa y miedo. Aún tenía las mejillas húmedas.
¿Qué pretendes ahora?- susurró.- ¿Qué vas a hacer conmigo?
Erik tragó saliva. Nunca pensó que le fuese a resultar tan difícil decir lo que tenía que decirle.
Nada.- replicó haciendo un gesto vago con la mano.- Todo se ha terminado, Christine. Tenías razón. Soy un estúpido, y estoy loco. Esta farsa ha concluido. Para ti y para mí.
Era evidente que Christine parecía estar pensando que había perdido el juicio. Frunció un poco el ceño, y dio un paso hacia delante con indecisión.
¿Qué estás diciendo? Erik, no... no entiendo...
No es demasiado difícil de entender.- dijo él, tragando saliva. Sus manos buscaron temblorosamente las de la joven, y pudo comprobar con doloroso alivio que ella estaba tan sorprendida que ni siquiera trató de soltarse.- Te libero de todos tus juramentos para conmigo.- siguió murmurando.- Ya nunca más volverás a sentirte ligada al pasado. A partir de ahora podrás tener la vida... la vida que tú escojas para ti misma. Se acabó el Ángel de la Música. Se acabaron los engaños. Eres libre, Christine.
De nuevo el silencio.
Siento haberte hecho sufrir tanto. Nunca pretendí causarte tanto dolor.- siguió diciendo Erik, agitando la cabeza con dificultad.- Pero prométeme al menos que... que si en un futuro sigues manteniendo vivo algún recuerdo mío... no será el del hombre que te rompió el corazón siendo un asesino o el del loco que te encarceló en las tinieblas. Recuerda mejor... nuestras clases de canto¿de acuerdo? Recuerda... el sonido de mi voz.
Erik... Erik, tú... tú…
Es que¿sabes, jamás voy a dejar de dar gracias al cielo por haber conocido un genio como el tuyo.- añadió él trabajosamente.- Me has hecho creer en Dios. Me has hecho ser mejor persona de lo que podía haber imaginado nunca. Y yo...
Calló, por el sencillo motivo de que las lágrimas que estaban empezando a aflorar de sus ojos le impedían añadir nada más. Sentía un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarle. Christine, de pie frente a él, le contemplaba con los ojos abiertos de par en par. ¡Oh, qué hermosa iba a seguir siendo siempre!
Vete.- logró decir Erik, dándole la espalda y cerrando los puños con tanta fuerza que se arañó las palmas de sus manos.- Márchate ahora. No debes permanecer aquí ni un segundo más.
Pero... pero...
¡He dicho que te marches!- gritó él de repente, y sujetando su mano furiosamente la hizo salir del dormitorio y la empujó hacia delante.- ¡Vete¡Largo¡No vuelvas nunca más¡No me tortures más con esto¡Déjame solo... solo!
Christine, aterrada, sólo comprendió que había una vía de escape abierta frente a ella por algún motivo incomprensible. Retrocedió sin dejar de observarle con ojos desorbitados. Él continuó de pie frente a ella, respirando jadeante. Pero era ya una figura débil y vulnerable, un hombre desdichado que acababa de perder lo único que tenía sentido en su vida. Y sin pensarlo más Christine le dio la espalda y echó a correr por la guarida, metiéndose en el lago sin reparar casi en que el agua empapó en un segundo sus vestiduras y sintiendo que su corazón se ahogaba en sollozos. Era libre... sí¡era libre¡Él la había dejado marchar contra todos los pronósticos! Pero¿cómo podía ser posible¿Cómo había conseguido apiadarse de ella en el último momento¡Erik había demostrado sobradamente no tener piedad ninguna!
"Si realmente la amas, la dejarás marchar..."
Christine se detuvo cuando estaba a punto de montar en la barca, y lentamente volvió la cabeza al escuchar un sonido del todo incomprensible. Erik ya no estaba mirándola. Se había dirigido al órgano mudo y, tomando la partitura del Don Juan Triunfante que había compuesto pensando únicamente en ella, la había roto en mil pedazos que revolotearon furiosamente a su alrededor, descendiendo poco a poco sobre el suelo alfombrado. Y después él cayó de rodillas en medio de aquellos despojos de su arte, enterrando el rostro en sus manos y temblando. ¡Lloraba! El sonido de sus sollozos ahogados reptó hasta Christine con una debilidad que no obstante pareció atravesarle los oídos. El remo que sostenía en su mano derecha y que se disponía a utilizar para marcharse de la guarida cayó sobre la superficie del agua verduzca, y no hizo nada por recogerlo. Sólo se quedó allí, mirando al hombre que la había amado de una forma tan prodigiosa deshacerse en llanto y en desesperación.
Erik no quería volverse para mirarla, no podía verla más. Tenía la vista clavada en uno de los pedazos de partitura que había caído sobre la alfombra frente a él, y que recogía la primera aparición de Aminta en la ópera, con un fragmento de su frase escrita en tinta roja semejante a la sangre: "Sin más que regocijo en su interior, sin sueños más que sueños del..." Allí terminaba todo. Todo un sueño y toda una vida.
La había dejado partir porque la amaba. Posiblemente con aquello la amaría más que nunca. Ahora ella podría ser feliz. Feliz... y libre.
Christine, te amo...
Su voz había sido apenas un susurro, un palpitar de su aliento que no estaba destinado a ser escuchado por nadie, y menos por ella. Oyó un chapoteo en el lago, a sus espaldas, y se dijo que ya había entrado en la barca. Pronto habría salido de aquella cueva y volvería a ver la brillante luz de la luna. Erik volvió a estremecerse, y sintió cómo las lágrimas rodaban cálidamente por detrás de su mascara, resbalando hasta su barbilla. Pero entonces sucedió algo inesperado.
Sintió que una mano acariciaba su mejilla descubierta, y cuando volvió la cabeza con precipitación pudo ver a Christine de pie junto a él, con la falda empapada y los ojos llorosos. A sus espaldas la barca seguía exactamente donde Erik la había dejado al regresar. Él se quedó observándola con perplejidad muda, sin saber por qué no se había marchado aún. Christine volvió a acariciar su rostro, y enjugó las lágrimas que rodaban por sus mejillas olvidando las suyas propias. Después bajó la vista y deslizó sus dedos sobre el anillo de compromiso que Erik le había dado casi una semana antes. Por un instante él pensó que iba a quitárselo, que iba a dejarlo en sus manos antes de marcharse definitivamente de su lado como una última muestra de que en el fondo siempre iba a seguir acordándose de él...
Pero no. Christine se limitó a contemplar el anillo durante unos segundos que a Erik le parecieron eternos, y después cayó de rodillas junto a él, en medio del cúmulo de su falda empapada. Cuando ella prorrumpió en un llanto estremecedor y rodeó con sus brazos los hombros de él, creyó que estaba delirando. Cuando Christine apretó sus labios contra los de Erik y le besó locamente una y otra vez creyó haber enloquecido definitivamente.
¡Nunca podría llegar a vivir sin ti!- exclamó Christine ahogadamente, posando sus manos sobre las mejillas de él y apoyando su frente en la suya.- ¡Porque mientras pueda cantar mi voz y mi recuerdo te pertenecerán siempre¡Porque mientras me quede un ápice de aliento en el cuerpo, yo te amaré, Erik¡Ahora y siempre! Mis cadenas siguen siendo tuyas¡no habrá felicidad para mí si tú no estás a mi lado!
Y volvió a besarle sin dejar de llorar, sintiendo cómo él la abrazaba al principio con perplejidad y luego ya con locura, apretándola con fuerza contra sí, sin que ninguno de los dos supiera a quién pertenecían exactamente aquellas lágrimas. Realmente no les importaba. Estaban juntos, y eso era lo único que importaba.
"Sólo así podías averiguar si realmente Christine llegaba a amarte de la forma en que tú la amas..."
Algo empezó a retumbar por los pasadizos, algo que se acercaba. Voces amenazadoras y ruido de decenas de pies chapoteando en los canales. Ninguno de los dos se dio cuenta. Tampoco repararon en el hecho de que la verja de entrada a la guarida estaba alzada y las algas que con el paso de los años se habían adherido a los barrotes goteaban lentamente a muchos metros por encima del nivel del agua.
Dime que compartirás mi vida, dime que me libras de esta cruz... Solamente dime que me amas, yo estaré contigo siempre, siempre...- murmuró Erik entrecortadamente, tomando entre sus manos el rostro de Christine y contemplando a escasos centímetros de distancia la sonrisa húmeda que se había perfilado en sus labios.- ¡Déjame aprender a ver la luz¡Contigo, sólo contigo¡Oh, Christine...!
Pero sus palabras fueron ahogadas por un brusco aumento en el retumbar que se oía de fondo a sus palabras, y en el mismo instante pudieron escuchar más claramente que nunca el ruido de pisadas de un centenar de personas que se precipitaban hasta la guarida por los corredores de la Ópera, y los gritos amplificados por el eco reinante en el subsuelo:
¡Al asesino hay que encontrar¡Fantasma de la Ópera, en el infierno vas a arder!
Christine se volvió con un sobresalto sin soltarse del abrazo de Erik. ¡Había olvidado por completo lo que descubrió aquella mañana sobre los tramoyistas, y el peligro de su inminente asalto a la guarida del lago!
¡Rápido¡Tenemos que marcharnos de aquí!- exclamó muy pálida, saliendo de su ensimismamiento y recorriendo desesperadamente con su vista la guarida como tratando de encontrar una posible vía de escape. Pero no hubo tiempo para localizar más trampillas ni puertas secretas de las que Erik parecía ser el auténtico amo y señor en todo el edificio de Garnier. En el mismo instante en que Christine terminó de hablar vieron reflejados en los muros de piedra el resplandor de las casi cien antorchas que enarbolaban los trabajadores rebeldes de la Ópera, y después todos entraron en tropel atravesando el lago y levantando olas de agua verduzca con su transitar. Por un momento parecieron confundidos al encontrarse en un lugar tan sobrecogedor y lleno de velas y candelabros encendidos, pero cuando vieron al hombre y a la mujer que acababan de ponerse de pie al otro extremo de la gruta sus gritos de odio y venganza se intensificaron y echaron a correr hacia ellos, preparando cuerdas y desenfundando pistolas y mosquetones.
Un grito de temor escapó de los labios de Christine. Por un momento lo vio todo perdido. Mas cuando estaban a punto de ser cercados todo sucedió en una fracción de segundo. Christine sintió cómo Erik la atraía ferozmente hacia sí sujetándola por el brazo y apretándola con fuerza contra su pecho. La muchacha tuvo una fugaz visión de su rostro y de no haber sido él habría sentido miedo ante aquella expresión de rabia y ferocidad reconcentradas. Pero entonces sucedió lo inaudito.
"No más muertes... ¡No por amor!"
Christine vio cómo Erik sacaba algo de su bolsillo y sin dejar de mantenerla firmemente abrazada contra sí lo arrojó al suelo de piedra. Hubo un retumbar ensordecedor, y una llamarada, y delante de al menos cien pares de ojos Erik y Christine se desvanecieron en medio de una columna de fuego que ascendió casi hasta el techo de la guarida. Por un momento la luz de las antorchas crepitó y todo quedó en penumbras. Hubo voces y gritos de desconcierto. Pero la perplejidad alcanzó sus cotas más altas cuando la humareda que tamaño fuego de artificio había dejado tras de sí se disolvió y, al acercarse, los perseguidores pudieron ver que ninguno de los dos seguía en la guarida.
El Fantasma de la Ópera y su protegida habían desaparecido, como quien dice, por arte de magia.
