Escrito por WandringChild

Bienvenidos monsieurs... ¡Oh madame de Valençay, no sabe cuánto nos honra con su presencia... ¡Bienvenido! Disculpe... ¡Oh gracias monsieur, disfrute de la velada!

André Moncharmin y Richard Firmin se paseaban apresuradamente por el gran foyer de la ópera, recibiendo a los invitados que arribaban a la fiesta.

Los corredores y antecámaras del Teatro se vistieron de gala con la presencia de tan renombradas autoridades provenientes de todos los rincones de Europa, poseedores de relevantes cargos políticos, excelentes títulos nobiliarios o inconmensurables fortunas. Altos mozos con espadas custodiaban todas y cada una de las entradas al modo de los antiguos centinelas ceremoniales, y una exquisita melodía inundaba el Teatro, animando la velada.
Se podía decir que el señor don Alejandro de Montoro tenía poder de convocatoria. No muchos habrían acudido a la reinauguración de la Ópera de no haber sido invitados por el noble aristócrata, y sin embargo eran cientos; demasiadas cosas se contaban sobre el lugar, ominosas leyendas que más parecían mitos para atraer al gran público a las representaciones... pero el incendio...

- Monsieurs – una anciana de aspecto rígido y refinado llamó sutilmente la atención de los antiguos directores-, ¿saben ustedes si el Duque de Montoro acudirá a la velada acompañado por su joven prometida?
Firmin y Moncharmin se miraron, ya aburridos de contestar a la misma pregunta una vez tras otra.
- Sí, señora –contestó al cabo Firmin con una artificial sonrisa-. Mademoiselle Satine de Chagny vendrá con el Señor de Montoro.
- ¡Oh! Gracias, monsieur –sonrió secamente la mujer, volviéndose hacia su esposo-. ¡Ah! ¡Y por cierto! Felicidades por tan magno trabajo de reconstrucción, monsieurs. Es un placer el volver a la Ópera Populaire.
- Gracias, madame –sonrió André educadamente con una inclinación de cabeza. Firmin comenzó a andar malhumorado hacia la entrada, con gesto desencajado -. Discúlpenme. Disfruten de la gala –sonrió Moncharmin, alcanzando unos instantes después a su compañero.
- Como una sola persona más, UNA SOLA, óyeme bien André... como a alguien más se le ocurra preguntarnos por el Duque o por la señorita de Chagny, te juro que...
- Perdonen caballeros – le interrumpió un hombre engalanado con avíos militares-. ¿Saben cuando llegará el Duque de Silvaner con mademoiselle Satine de Chagny?
- ¡AGH! –Firmin, rojo de ira, ignoró la pregunta del Mayor del Ejército británico, encaminándose furioso hacia lo alto de la Gran Escalera.
- ¡Richard! ¡Contrólate! –murmuró enardecido André al darle alcance-. ¡Este negocio no es nuestro ya, pero debemos guardar la compostura, por Dios! ¡Tranquilízate de una vez!
- Ni uno sólo se digna en llamarnos para preguntar por nosotros mismos, ¡qué se han creído! –dijo monsieur Richard alzando la voz.
- ¡Richard! ¡Silencio!
- ¡No me mandes callar André! ¡Piensas igual que yo! ¡A toda esta gente les importa más curiosear sobre la vida del Duque y su compromiso con la joven Condesa que la reinauguración de este Teatro!
- ¡Monsieur! ¡Compórtese! –madame Giry se acercó a los dos hombres apresuradamente, blandiendo el bastón de mando que utilizaba para impartir sus clases de ballet-. ¡Deje de llamar la atención! –murmuró furiosa, mirando de reojo a ambos lados-. ¡No de escándalos o me veré obligada a echarlos!
- ¿Ech...? ¡¿Echarnos! –tartamudeó Firmin, aún más exaltado-. ¡Oiga usted señora! ¡¿Qué se...!
- ¡Silencio! –ordenó la mujer. Firmin y Moncharmin callaron al instante, observándola con gesto sorprendido-. Vayan al Gran Salón, los señores directores van a hacer acto de presencia junto con el señor Duque, y es su deseo que sean ustedes quienes los reciban –dijo en todo quedo-. Vayan ahora... ¡vamos!

Firmin y Moncharmin la miraron con renovada furia, desapareciendo al instante rumbo a la Cámara de la Ópera.

- Quiere que les recibamos... ¡JA! –murmuraba Firmin incesantemente.

Los mozos del Teatro instaron a los asistentes a reunirse en el Gran Salón de la Ópera, quedando rápidamente vacío el foyer y los corredores adyacentes; por todos era ya conocido la aparición que iba a tener lugar, y por supuesto, nadie quería perdérselo.

La relación entre el noble español don Alejandro de Montoro, Duque de Silvaner, y mademoiselle Satine de Chagny, hija del Conde Philippe de Chagny, había estado desde su comienzo en boca de personalidades de toda clase social. No sólo se discutía el que uno de los hombres más poderosos e influyentes de Europa cortejara a la Condesa de Chagny –que por cierto, era mucho más joven que él; sino también el hecho de que una muchacha tan sumamente acaudalada y hermosa como aquella, que apenas alcanzaba los 19 años de edad, de la que de sobra era sabido, varios monarcas del continente la habían pedido como esposa, eligiese a un hombre que, aunque ciertamente atractivo, no tenía más que ofrecerle. Ella ya lo tenía todo. Unos hablaban de secretas alianzas entre Francia y España, y la unión de poderes entre ambas naciones; otros, de un matrimonio de conveniencia; algunos románticos pensaban en el verdadero amor. Pero las auténticas razones para su compromiso, eran ignoradas; la última, era la supuesta...

Una sinfonía triunfante y delicada inundó prontamente la sala. Los arcos de los violines frotaban las cuerdas frenéticamente, mientras el arpa marcaba un elegante compás. El Gran Salón estalló en aplausos.

Por las altas escaleras de blancos jaspes que ornamentaban la gran sala descendían los dos nuevos directores, Conte Fratizelli y Edouard Montlouis, pletóricos, inflamados de dicha. Entre ambos, el Duque Alejandro de Montoro sostenía la mano enguantada en seda de la joven Satine, vestida de un escarlata radiante. Los largos cabellos, recogidos por una brillante diadema, dejaban ver la gran joya con la que instantes antes su prometido la había agasajado, mostrando el esplendor digno de una aristócrata como aquella. El señor Alejandro miraba al frente con gesto grave y orgulloso, mientras la muchacha mantenía la mirada en el suelo, el bello rostro marmóreo y pálido como el de una estatua que ha perdido la expresividad conferida por su hechor.

Los asistentes murmuraban... los observaban y comentaban...

El Duque presionó suavemente la mano de Satine entre sus dedos, tratando de llamar su atención. La Condesa volvió la mirada hacia él, y respondió a su sonrisa con otra más cándida, para volverse ahora al frente, como una noble orgullosa.
Las gentes aplaudían sin descanso, mientras los acordes de los violines dejaban de oírse entre el tañido de las palmas. Los directores, que no habían cesado de saludar con leves inclinaciones de cabeza, estrecharon las manos con Richard Firmin y André Moncharmin, que sonreían. Lo mismo hicieron con el nuevo mecenas del Teatro, el Duque, y besaron la mano de su prometida con una devota reverencia.

- ¡Bien! Señores... –comenzó monsieur Firmin, mientras los aplausos se extinguían lentamente-. Damas y caballeros, muy grata nos es su asistencia a un evento tan notable como lo es este: la reinauguración de la Ópera Populaire de París –nuevas aclamaciones-. Monsieur André Moncharmin y yo mismo disfrutamos enormemente durante nuestra dirección en este magnífico Teatro –el deje jactancioso e irónico de sus palabras tan sólo fue percibido por Moncharmin y madame Giry, para su fortuna-, y es nuestra voluntad que así continúe siendo ahora que pasa a estar en manos de los respetables señores Conte Fratizelli y Edouard Montlouis.

Nuevos aplausos.

- Permítanme signor, monsieur –dijo André, volviéndose hacia madame Giry y tomando un cofre de ébano que la mujer sostenía entre sus manos-, que les haga entrega de la Llave de la Ópera Populaire, símbolo de este magnífico Teatro –finalizó abriendo el cofre y mostrando una gran llave de oro a los presentes, que estallaron en sonoras aclamaciones-, junto con nuestros mejores deseos de prosperidad.
- Y tranquilidad... –murmuró Firmin entre dientes, provocando una mirada nerviosa de Moncharmin.

El señor Montlouis la tomó dando las gracias y se la entregó a Fratizelli.

- Gracias monsieurs –dijo Montlouis solemnemente.- Es también para mí un gran placer poder estar aquí esta noche, rodeado de tan maravillosos amantes de la Ópera y de la música, tal y como nosotros lo somos –miró al signor Conte-. Pero más aún me gustaría dar las gracias por su presencia al mecenas de la Ópera, sin cuya obra no podrían existir este tipo de espectáculos; señor Alejandro de Montoro, Duque de Silvaner –aplausos y una leve inclinación de cabeza del noble-, y por supuesto a la, como todos ustedes ya deben saber, prometida del señor Duque, madmoiselle Satine de Chagny, mi querida sobrina.

Satine sonrió ampliamente mientras monsieur Edouard le besaba la mano nuevamente, envueltos en aplausos.

¿Así que la prometida del mecenas de la Ópera era sobrina de uno de los directores? Todo estaba ya más claro...