Escrito por WandringChild

III

Los primeros rayos de Sol despuntaban tras las altas casas burguesas de la capital francesa, tiñendo de matices bermellones y dorados las amplias fachadas, clamando por el pronto despertar de París. Cualquiera diría que aquél era un día normal en la gran ciudad. Mas no lo era. Y todos lo sabían.

Desde el momento en que la reconstrucción de la Ópera Populaire, significativo emblema de la capital francesa, había sido anunciada, aquella no había sido una ciudad común. Miles de curiosos, atraídos por las historias que de la fatídica noche del incendio se contaban, habían visitado los alrededores del Gran Teatro, nunca acercándose demasiado, por cierto. Mas ahora nuevamente todos podían observar extasiados el magno porte del edificio, la grandiosidad de unas formas que transportaban junto con la excelsa música representada a otros mundos, ricos y exóticos. El oro que revestía sus columnas, los mosaicos metalizados que ornamentaban los gruesos muros de piedra alba, la extensa alfombra escarlata... todo era alabado y maldecido por los parisinos.

"Acabará igual de mal que el anterior teatro, si cabe... y entonces toda esa riqueza se perderá, y otra vez habrá que oír lamentos... pero ya no nos será nuevo", comentaban unos.
"Ya me había acostumbrado a ver sus ruinas, pero esto será bueno para nuestra ciudad... o al menos eso espero...", decían otros.

Lo único que en boca de todos estaba, de lo que todos estaban al corriente, era de la llegada la noche anterior a la Ópera Populaire del insigne Duque de Silvaner junto con su joven prometida, la Condesa Satine de Chagny, renombrada en todo el viejo continente no solo por la prestigiosa heráldica de la que hacía gala, sino también por un rumor de abrumadora hermosura. Y ahora estaban en París, tan cerca que las viejas supersticiosas decían sentir el elegante hado de su nobleza.

Y por si esto fuera poco, en la prensa europea se había anunciado la llegada a la ciudad de los más renombrados cantantes de ópera del momento, ambos italianos, ambos contratados por la Ópera Populaire: la gran nueva Prima Donna, Vittoria Ferrero D'Ardissono, y el talentoso tenor genovés, Flavio Prottio Vechiarello. Y junto a ellos el compositor francés Edgar Lassou, artífice de las más grandes óperas del momento y aclamado a lo largo y ancho de toda Europa. Era dicho que los magnos acordes que su pluma negra perfilaba, representados por la poderosa violencia de la voz de La Vittoria y Vechiarello al unísono, eran capaces de petrificar incluso a aquellos que no amasen la música y hacerles sentir culpables por ello.

Y allí estaban ahora, en París, trabajando para la Ópera Populaire y despertando alabanzas nuevamente por el gran poder de atracción del Duque don Alejandro de Montoro, quien los había convocado a cambio de un muy sustancioso salario.

- ¡Monsieurs! –madame Giry se abría paso con el negro bastón de mando entre las ratas de la Ópera que extasiadas, trataban –sin éxito- de reprimir sus nervios ante la llegada de la signora Vittoria y El Vechiarello, ídolos musicales-. ¡Apartad maleantes! ¡Monsieurs! –Montlouis y Fratizelli se volvieron hacia la mujer sin detener su marcha hacia el foyer de la ópera-. Monsieurs, sus nuevos empleados han llegado. Les esperan en el foyer.
- Gracias, madame –dijo Fratizelli prendiendo un grueso puro, acelerando ambos su marcha.

Lo primero que vieron al cruzar la puerta que conducía a la Gran Escalera los dejó de piedra. Una mujer alta y delgada, vestida de rosa brillante y enfundada de una gran estola de piel escarlata, gritaba y maldecía con una voz estrepitosa y un marcadísimo acento italiano, como el insoportable tañido de una puerta de goznes oxidados.

- ¡Dio! ¡Ridícolo stupido! ¡Io non voglio café! ¡Io pedí acqua! –vociferaba histérica a un muchacho que la observaba con gesto desencajado– ¡Largo! ¡Io non voglio verte! –dijo dando un manotazo a la bandeja que el mozo sujetaba, haciendo caer un delicado juego de café que se hizo añicos al chocar contra el suelo.
- Dios mío... –susurró Fratizelli con los ojos desorbitados, aún escuchando los gritos e imprecaciones de aquella peculiar dama-. ¿No será esa loca la...?
- Sí monsieur... La Vittoria... Diva italiana en estado puro... –comentó madame Giry con una sonrisa maliciosa.
- Pero... ¡está loca! –comentó monsieur Montlouis con tono alarmado, observando cómo la mujer ahuyentaba a golpe de guante al mozo de la bandeja, que huía a gatas del foyer, tratando de eludirla-. Espero que cante igual que grita, ¡Dios mío! –dijo abriendo aún más los ojos ante un nuevo golpe de la mujer.
- Sí, una loca con mucho talento –corroboró Fratizelli degustando su puro y comenzando a descender la Gran Escalera, franqueado por Montlouis y madame Giry.

- ¡Bella principessa di canto! –llamó Fratizelli con una amplia sonrisa, los brazos abiertos. La mujer se volvió hacia el director con una mueca altiva, dejando escapar al muchacho que, levantándose del suelo, huyó del foyer dando traspiés-. ¡Signora Vittoria! –dijo mientras se acercaba a ella, besándola una mano con devoción.- Io sono Conte Fratizelli, uno de los directores de la Ópera Populaire, signora. Es un placer conoceros.
- Sí, sí... –contestó la mujer jactanciosamente, apartando un tupido tirabuzón caoba del orgulloso rostro.
- Y él... –comenzó Fratizelli sin perder la forzada sonrisa, agarrando a Montlouis de la levita y arrastrándole hacia la mujer-. Él es Edouard Montlouis, mi socio.
- Un... un honor... –tartamudeó el hombre con gesto de temor haciendo una reverencia.
- Sí, debe serlo, sí –dijo Vittoria, pavoneándose nuevamente ante el batallón de subordinados que traía a sus órdenes.
- Claro palomita, claro –contestó un corpulento hombre, dando un paso al frente y agarrando a La Vittoria por la cintura-. Io soy Flavio Prottio Vechiarello –continuó tendiendo una mano hacia los señores directores, que la estrecharon con gusto al ver que al menos él era más normal que su inmensamente vanidosa Diva.
- Encantado signor Vechiarello –dijo Montlouis con una amplia sonrisa, esta vez sincera, he de decir.
- Un placer... –corroboró Montlouis, aún mirando a la mujer, que se abanicaba pedante, con gesto pavoroso.

- Monsieurs –susurró madame Giry a su espalda, anunciando una llegada.
Los directores se giraron y vieron –con cierto alivio- descender por la Gran Escalera al señor Duque de Silvaner y a mademoiselle de Chagny, que una vez más dejó extasiados a los presentes con su presencia.

- ¡Señor Duque! –exclamó Montlouis jovialmente, abriendo paso a la pareja hacia los recién llegados-. Permitid que os presente a la signora Vittoria Ferrero D'Ardissono, nuestra Prima Donna –dijo mientras la mujer escapaba de un manotazo del abrazo del tenor y sonreía cándidamente al Duque, inclinando la cabeza de forma pomposa. Don Alejandro le besó mano, haciendo que La Vittoria se sonrojase y riese tontamente-. Y el signor Flavio Prottio Vechiarello, nuestro gran tenor-. Estrecharon las manos.
- Él, como sin duda alguna ya deben saber –dijo Fratizelli-, es el señor Alejandro de Montoro, Duque de Silvaner, nuestro patrón y gracias al cual ustedes están aquí hoy.
- Sí, lo sabemos –sonrió Vittoria sin dejar de mirar al Duque, atusándose coqueta la estola de piel carmesí.

- ¿No ha llegado el compositor? –inquirió don Alejandro observando a la multitud que los rodeaba.
- N...
- Sí, aquí estoy –dijo un hombre bajito y canoso dando un paso al frente. Todos se volvieron hacia él.- Nadie me ha presentado aún, he de decir.
- ¡Disculpe monsieur! –dijo Montlouis-. No fuimos informados de que...
- No, no se disculpe –sonrió el hombre animadamente-. Siempre encerrado en mi estudio, y con mi estatura, la gente no suele conocerme. Edgar Lassou, señor –dijo extendiendo una mano hacia el Duque, que la estrechó distendidamente.

- Permítanme signores, monsieur, que les presente a mi prometida, mademoiselle Satine de Chagny –dijo sonriente el Duque volviéndose hacia la joven, que había permanecido al margen-. La mujer más hermosa que han visto y sin duda verán –añadió.
- Alejandro... –sonrió Satine, acobardada.
- No mademoiselle –dijo el compositor Lassou-. Con el permiso del señor Duque he de admitir que no he oído nada tan cierto en mucho tiempo –añadió besándole la mano.
- Mademoiselle –corroboró Vechiarello, imitando al monsieur Lassou.
- Vittoria –graznó despectivamente la gran soprano extendiendo la mano hacia la Condesa, que la estrechó sin distinción. Si había algo que odiaba, era que otra mujer captase más atención que ella misma; además de las miradas enamoradas del Duque hacia la joven.

- Bien, he oído que tiene nuestra ópera de reapertura casi acabada, monsieur Lassou –dijo el Duque tomando a su prometida por la cintura –y provocando una mirada de envidia de La Vittoria.
- Así es don Alejandro.
- Deseo escucharla.
- Bien, pasen entonces al Salón de la Ópera, monsieurs –dijo Fratizelli.
- Sí, todo está preparado. Ya las coristas ensayan con las partituras que nos envió.

- Señores... –dijo madame Giry al Duque y a su prometida extendiendo un brazo hacia el salón, alentándolos a caminar en primer lugar.