Escrito por WandringChild
IV
A pesar de aquellos tensos momentos al día siguiente todo parecía haber vuelto a la normalidad. El Vechiarello había implorado el perdón del mecenas de la Ópera Populaire, no así La Vittoria, que consideraba ofensivo rogarle una segunda oportunidad incluso al mismísimo Duque de Silvaner. Mas don Alejandro, bajo el influjo de su prometida, les había hecho saber a través de los señores directores que continuaría adelante con el patronato de "El mensajero" y de la reapertura del Teatro de la Ópera de París, con ambas voces al frente de la representación.
"Una sola irregularidad, un solo comentario jocoso o una acción inapropiada y regresaré a España sin más dilación; no sin antes haberme asegurado de que esos dos cantantes hayan sido repatriados", había dicho.
Trabajar para el Duque de Montoro suponía un gran prestigio, por todos era sabido; pero a cambio de la prerrogativa que este les confería se debía seguir un orden de extrema disciplina, que tan sólo una se veía en derecho y poder de manipular a su antojo: Satine de Chagny.
La joven Condesa había permanecido el día anterior en compañía del Duque, cuando no, y más aún tras la disputa de la mañana, estrechamente vigilada por la escolta de don Alejandro, que de todos sus movimientos le informaban. Se retiró pronto a su recámara, ya hastiada de aquella situación, argumentando un falso agotamiento. Y allí, en la intimidad de la alcoba, había llorado amargamente durante largas horas por su sino, por la indiferencia y la infelicidad que aquella vida que se suponía debía ser dichosa le estaba proporcionando; y bañado el rostro en frías lágrimas cayó en un sueño intranquilo del que no deseaba despertar.
- ¿Mademoiselle Satine? –la voz de madame Giry sonó apagada tras la puerta rosada de la estancia, seguida por el tañido de los nudillos golpeando la pesada hoja de madera. No obtuvo respuesta-. Mademoiselle, ¿estáis indispuesta? –insistió la mujer, tocando nuevamente la puerta. Silencio.
Madame Giry hizo girar el pomo broncíneo con delicadeza y entreabrió la puerta, asomándose al interior de la estancia lentamente. La trémula luz de la palmatoria que sostenía se reflejó con viveza contra el gran espejo esmerilado, justo frente a la entrada. La mujer le dirigió una mirada cohibida, volviéndose a la oscuridad del lecho sobre el que la joven Satine descansaba.
- ¿Mademoiselle? –llamó de nuevo la mujer, prendiendo las velas crudas que se repartían por el cuarto, iluminado la alcoba.
Satine abrió los ojos con denuedo, volviéndose hacia la mujer.
- ¿Madame Giry? –inquirió en
tono apagado.
- Sí mademoiselle –dijo la mujer-. El
señor de Montoro me envió a buscaros; no habéis
estado presente a la hora del desayuno.
Satine se incorporó con gesto lastimero al oír el nombre del Duque. Por un momento había olvidado el dolor que le producía recordar las palabras que dijera el día anterior, y ahora volvía a ella, azotándola con más fuerza aún.
-
¿Qué hora es? –dijo levantándose.
- Casi
mediodía, mademoiselle.
- ¿Mediodía? –dijo
la muchacha volviéndose hacia Madame Giry, que se afanaba en
su tarea.
- Sí, señora –contestó con una
sonrisa-. Veo que ha disfrutado de su descanso. Me alegro.
Satine sonrió a la señora gentilmente, yendo a sentarse frente a la cómoda que había frente a la cama. Madame Giry se acercó a ella y comenzó a peinarle cuidadosamente la larga melena con un cepillo dorado, provocando una mirada de sorpresa y gratitud de la joven. La mujer la sonrió con gesto relajado, acariciando los suaves cabellos con ternura. Sin saber porqué aquella joven le inspiraba un profundo cariño, como el que puede infundir una hija a una madre. Tal vez era su apariencia frágil, la pura inocencia que denotaba su mirada... como lo era el haberla visto llorando el día anterior bajo la mirada inquisidora del poderoso Duque de Silvaner, escena que aún no había conseguido quitarse de la cabeza...
- ¿Sabe?
Me recuerda enormemente a su tío el señor Vizconde de
Chagny –dijo jovialmente, provocando una sonrisa abstraída
en la joven.
- Usted lo conoció, ¿cierto?
-
¡Claro, mademoiselle! Un gran joven... –dijo la mujer-.
Fuerte de corazón y delicado en apariencia, vehemente y
apasionado... son tan parecidos entre sí los Chagny... la
heráldica no sucumbe.
Satine sonrió melancólica ante tal descripción.
- ¿Acaso esa es la imagen
que de mí tenéis, madame? –inquirió.
-
Claro mademoiselle –sonrió nuevamente la mujer-. Aunque a
decir verdad, también percibo en usted un pesar que no alcanzo
a recordar en monsieur Raoul, si me permite el atrevimiento.
- No
se preocupe –dijo Satine en tono quedo, volviendo la vista hacia el
anillo de compromiso que lucía en su mano-. Él no tenía
motivos para su infelicidad, creo.
- ¿Y vos? ¿Los
tenéis acaso? –dijo con fingida sorpresa la mujer mientras
tomaba un pasador de plata. Satine no se inmutó, parecía
no haberla oído-. Creí que su promesa de compromiso
para con el señor de Montoro era suficiente objeto de
felicidad. Cualquier joven pagaría por estar en su lugar.
-
Jóvenes ingenuas, sin duda –contestó Satine con la
mirada perdida.
- ¿Porqué dice eso? –inquirió
la mujer.
- La soledad y la dicha caminan a veces de la mano,
madame Giry... –se limitó a contestar la joven, denotando
una profunda tristeza-. Tan sólo la digo que cambiaría
mi vida por la de cualquiera de las bailarinas de este Teatro. Pero
no quiero hablar de ello...
- ¡Oh, claro mademoiselle de
Chagny, disculpe.
La joven se levantó y se situó en el centro de la estancia, frente al espejo dorado. Madame Giry se acercó a ella por la espalda y comenzó a entallar los lazos del níveo corsé brocado que ceñía el cuerpo de la joven. Satine observaba su reflejo en el espejo embebida en sus pensamientos, en silencio.
- Mademoiselle
–dijo al cabo Madame Giry-. ¿Qué es lo que os trajo a
la Ópera Populaire? Según tengo entendido fue usted
quien instó a monsieur Montlouis a comprarla...
- Mi amor
a la música –contestó la joven alzando la vista hacia
la mujer-. ¡Ah, madame! Amo a la música por sobre todas
las cosas... Mi familia me inculcó desde niña el placer
de la Ópera, y no podía desaprovechar la oportunidad
que se me presentaba de regentar un Teatro. ¡El Populaire de
París! Mi tío fue muy amable cumpliendo mis deseos.
-
Sí mademoiselle, sin duda –sonrió madame Giry-.
Vuestro influjo hace que cualquier hombre acate sus intereses, sea
cual sea su condición. Y la verdad no me sorprende.
-
¿Porqué decís eso? –sonrió la joven.
-
Creo que es evidente, mademoiselle –dijo la mujer-. Y me alegro. Ya
era hora de que alguna mujer fuera capaz de ponerlos en su sitio.
Ambas rieron animadamente; y Satine, sin apenas quererlo, se dio cuenta del aprecio que sentía por aquella peculiar señora.
Pronto sus atenciones se volvieron hacia el espejo a su frente.
- Madame Giry... –comenzó con gesto
dubitativo.
- ¿Si?
- ¿Puedo haceros una
pregunta? –inquirió la joven educadamente.
- Por
supuesto –corroboró la mujer.
- Indudablemente conoce
este Teatro como la palma de su mano, es su ama de llaves...
- Sí
mademoiselle...
- ¿A qué lugar conduce el pasadizo
que oculta este espejo?
Madame Giry alzó la vista con
gesto grave y sorprendido, mirando a los ojos de la joven, reflejados
en la superficie del espejo. Satine se giró hacia ella con
gesto inocente e inquisidor, percatándose de la cara de
espanto de aquella señora.
- ¿Cómo
sabéis...?
- Lo descubrí por casualidad, madame...
–la cortó Satine con una mirada perspicaz-. Apenas pude
verlo, pero la evidencia de que un húmedo corredor se extiende
tras el cristal no puede serme negada.
La mujer la observaba aún con el gesto desencajado, los labios muy apretados.
-
¿Y bien? –inquirió la Condesa nuevamente-. ¿A
dónde conduce?
- Mademoiselle no... no sé cómo
habéis encontrado el paso pero... pero tan sólo os haré
una advertencia... ¡Nunca traspaséis el umbral de esta
alcoba! ¡No os adentréis en el pasadizo! ¡Bajo
ningún motivo!
- ¿Cómo? –dijo Satine,
entrecerrando los ojos con extrañeza-. ¿Porqué?
- Es... ¡Es peligroso! –Satine era ahora la que abría
los ojos con asombro ante el tono nervioso de la mujer-. Hace... hace
poco el teatro se incendió, ya conoce la historia... podría
desprenderse la estructura subterránea, no... –madame Giry
respiraba agitadamente-. Lo siento mademoiselle de Chagny, no puedo
decirle más... tan sólo... tan sólo que no debe
adentrarse en esos túneles... Dígame que no lo hará...
Satine la observaba con el ceño fruncido, asombrada por la
perturbación que le producía a la mujer el hablar de
aquello que ocultaba el gran espejo.
- ¡Dígamelo!
–casi suplicó la mujer.
- De... de acuerdo madame Giry,
no... no entraré...
La mujer suspiró disconforme, dirigiendo la vista al suelo, sujetándose la frente con una mano. Repentinamente volvió la mirada al rostro de Satine, que no había cesado de observarla.
- Vístase mademoiselle Satine. El Duque de Silvaner la espera en el foyer. No se demore.
Y salió de la estancia sin volver la vista atrás, dejando a la joven plantada en medio de la estancia, sin tan siquiera permitirla agradecerla sus atenciones.
Satine dirigió una escrutadora mirada al espejo. ¿Era verdaderamente tan peligroso?
