Escrito por WandringChild
Sostenía aún la antorcha en lo alto, el libreto escarlata firmemente asido contra su pecho; lo presionaba con los finos dedos casi inconscientemente. No sabía cómo, no conocía los motivos y quizá tampoco se percatara de lo que comenzaba a crecer en su interior, de lo que aquellas lúgubres galerías hacían nacer en ella, pero sentía invadirla una honda angustia mezclada con un extraño sentimiento de compasión, de ternura.
Aquella luz...
Aceleró la marcha hacia su cuarto. Tan sólo deseaba llegar allí y hojear la partitura que sostenía contra su pecho; quizá dar cuenta a Alejandro de su paradero, pues ya demasiado se había alargado su retraso. Una súbita corriente de aire invadió el estrecho corredor, sacándola de sus pensamientos, haciéndola estremecer. Hasta ese momento no se había percatado de la gelidez de sus ropas húmedas, que se adherían a su cuerpo como una segunda piel.
Satine se detuvo, tornándose su gesto en uno más grave, colmado de inquietud. Había olvidado la bata con la que había bajado a la gruta en el embarcadero. Cerró los ojos un instante apretando los labios, reprendiéndose a sí misma. Se volvió a su espalda. A decir verdad, no sintió deseo alguno de bajar hasta el canal a por ella. Comenzó a caminar de nuevo hacia la luz de su alcoba, apresuradamente. Mas su gesto, nuevamente relajado, se tornó en una mueca de consternación.
Aquella no era la luz de su cuarto. Era un falso espejo que de algún modo hacía reflejar esa luz. Satine se giró sobre sí misma, observando a su alrededor con nerviosismo. Ese no era el pasillo que conducía a su habitación, aquellos curiosos candelabros con forma de brazos humanos no estaban. Se había equivocado de camino; mas ella habría jurado que tan sólo se seguía una única dirección desde su cuarto al canal, ¿cómo equivocarse?
Resolvió a volver sobre sus pasos, retomando el camino hacia el embarcadero. "Por lo menos podré recuperar la bata..." se resignó a pensar.
El silencio caía sobre ella como un pesado manto, negro e inaccesible, tan sólo roto por el eco de sus pasos, de su respiración cada vez más agitada. Volvía el rostro de lado a lado buscando nuevos corredores, nuevas grutas que pudieran ser aquella que debería recorrer para llegar a su habitación. Mas el camino se terminó y no había hallado ninguna, encontrándose de nuevo ante el embarcadero. Pero su bata no estaba.
Satine abrió los ojos con sorpresa, inmóvil, frente al agua. ¿Dónde podría estar? Un pequeño tañido, como el que produce en revuelo de una capa, murmuró a su espalda. Los candelabros que la rodeaban se apagaron con una ráfaga de viento, también la antorcha que sostenía, sumiéndola en una crepitante oscuridad. Satine se giró rápidamente. Su respiración cada vez era más agitada, cada vez se abrazaba con mayor fuerza al libreto de la ópera, casi sin darse cuenta. Dejó caer el madero apagado, volviendo la cabeza a ambos lados con temor. Un paso; el sonido de la suela dura contra la roca húmeda, arriba a su izquierda. El pecho de Satine se alzaba y descendía con premura, presa de la tensión. Algo veló unos instantes la luz mortecina que se adentraba tímidamente en el canal por una pequeña ventana redonda, reapareciendo unos instantes después.
La joven dio un paso atrás con desasosiego, la boca ligeramente abierta en un grito que no era capaz de dejar escapar. Una ominosa presión oprimía su pecho, y el silencio acuchillaba sus tímpanos con su danza reverberante. Allí había alguien. Podía sentirle...
¿Quién es? –intentó decir en un vano esfuerzo, pero las palabras no afloraron de sus labios pálidos, temblorosos.
Alguien pareció escuchar sus palabras mudas. Una voz profunda y suave, insidiosamente dulce y atormentada, musitó desde las sombras.
Eras tú mi musa...
Satine se volvió con devoción hacia el lugar del que provenía el canto, uno de los pórticos a su derecha, escrutando con la mirada aguda. Dio un nuevo paso atrás. Permaneció así unos instantes, escuchando su respiración, los pálpitos desbocados de la sangre en sus venas. Deseaba correr, desaparecer de aquél lugar; mas una voluntad superior a la suya se lo impedía.
Tras uno de los vastos pilares asomaron dos pequeños resplandores ambarinos, anhelantes; como dos ojos de fuego. Satine ahogó un grito y comenzó a correr escaleras arriba, de nuevo hacia su recámara, presa del más hondo pavor. Apenas veía por donde iba, hiriéndose los pies desnudos contra la piedra negra, afilada. A su espalda oía pasos presurosos y pesados, más lentos que los suyos, pero cada vez más cercanos. El revuelo de una amplia capa contra la carrera, elevándose entre los fríos muros con una corriente de hielo. Volvió la cabeza un instante, el tiempo suficiente como para percatarse de la presencia de aquellos ojos de fuego ambarino, de cómo la perseguían fuese donde fuese, de cómo se le acercaban. Con un gemido trató de correr más rápido, tanteando con la mano libre las altas paredes, tropezando con las junturas del suelo empedrado, trastabillando. Dobló un recodo y de nuevo vio la luz, aquella luz que antes creía, era su cuarto, y resultó ser una mera ilusión. Esperaba no haberse confundido de camino. Miró de nuevo atrás. Los ojos estaban muy cerca, tan cerca que extendiendo una mano podría haberlos tocado; mas ahora no ardían, sino que brillaban con un fulgor verdoso y brillante, argéntico. Satine continuó corriendo entre sollozos, al borde de la extenuación. Una mano enguantada acarició su blanca muñeca y ella comenzó a correr con más fuerza, con una rapidez que tan sólo el más grande de los horrores podría hacer tener a cualquier mortal.
Atravesó el umbral de su habitación y girándose con rapidez corrió la lámina del espejo, cerrando el resorte y atrancando la entrada. Sintió un fuerte golpe contra el cristal esmerilado, cargado de rabia, de decepción. Cálidas lágrimas bañaban sus mejillas, y sin perder un instante empujó el gran armario hacia el espejo, cubriendo aquella puerta oculta y maldita.
Se hizo el silencio. Tan sólo sus sutiles sollozos, temerosos de ser escuchados, lo rompían. Satine aguardó expectante, temblando de pies a cabeza. La nada; no se oía nada. Tras unos instantes reaccionó. Se limpió las mejillas con el dorso de la mano mientras con la otra ocultaba el libreto escarlata en el doble fondo del cajón de su cómoda, cerrando el pestillo. Se detuvo unos instantes con la mirada fija en el escondite. Invadida por la ansiedad, corrió hacia la puerta y la abrió con la llave que se mantenía en la cerradura, impidiendo la entrada; y salió de la alcoba envuelta en nuevas lágrimas, corriendo desbocada por los estrechos corredores, en busca no sabía bien de qué. Demasiado nublada estaba su mente, demasiado profundo era el terror que sentía y los temblores que aún la sacudían como para preocuparse por ello. Tan sólo deseaba alejarse de aquél cuarto, de aquél espejo... De aquella mirada de fuego...
Al llegar a un recodo se apoyó contra la pared con los ojos cerrados, respirando profundamente, sintiendo el sabor agrio de las lágrimas en sus labios. Parecía tranquilizarse. Su respiración se iba haciendo más regular, y los temblores cesaban. Un cálido aliento le acarició el cuello, aún húmedo por las aguas del canal, y un fragante y extraño aroma colmó sus sentidos.
Mi musa...
Satine escuchó aquella dulce voz y no vio nada mas. Su mirada clara se sumió en las sombras, su mente, en los abismos de un ya insufrible terror. Yacía desmayada en medio del pasillo, la comisura de sus labios bañada en sangre.
