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El asombro y la incredulidad lo hacían caminar despacio. De pronto se detuvo; dejó que el viento ondeara su capa y lo oyó silbar como si anunciara una tragedia. Seis horas más y saldría el sol; Goten y Trunks jamás lo verían de nuevo.
—¿Qué diablos sucedió aquí? —se preguntó Piccoro.
A pesar de la oscuridad, pudo analizar los restos de aquellos guerreros: el cadáver de Goten con un cuello cuya posición no era posible, por lo menos no en vida, nadie puede verse la espalda sin haber muerto primero; el inmóvil cuerpo de Trunks, el cual parecía seguir retorciéndose del dolor, no era para menos, pues suficiente piel le había sido arrancada y profunda era la perforación en su estómago; vio también sangre impregnada en la ropa de los guerreros y derramada en tal cantidad que el Nameku no necesitó observar más para tener una clara idea de lo ocurrido.
—¿Quién... pudo haber hecho esto? —dijo Piccolo, pensando que toda esta situación era un absurdo.
Se inclinó cerca de lo que alguna vez fue Trunks y lo movió ligeramente tomándolo por el hombro, sólo para comprobar lo evidente, lo que la ausencia del ki de los dos saiyas le había hecho suponer minutos antes de llegar al lugar.
—¡Maldición! —gritó cuando se puso de pie.
Respiró profundamente sin ninguna tranquilidad, apretó sus puños y los párpados intentando así contener su furia. Había llegado demasiado tarde y ya no había nada que pudiera hacer; ahora no moriría hasta encontrar al culpable.
—¿A dónde vas, Gohan? —preguntó Videl, extrañada, pues vio que su esposo se levantaba con prisa de la silla.
En aquella parte del planeta, el reloj indicaba las seis de la tarde y el rostro del saiya, que algún percance había ocurrido.
—¿Cómo podías estar cenando tan tranquilamente?. ¿No lo percibiste?
Gohan escuchaba la voz claramente; era como si el Nameku estuviera en esa misma habitación.
—Es Piccoro... Me está hablando.
—¿Y qué quiere? El no te llama así por cualquier cosa.
—Estoy cerca de La Capital del Oeste... Ven inmediatamente.
—Algo sucedió —dijo el Saiyajin, mientras se apresuraba hacia la puerta— y no creo que sea nada bueno.
—¿Qué ocurre? —preguntó Vegeta.
Al escuchar el llamado telepático de Piccoro, se dirigió rápidamente a donde estaba éste, y lo hizo sólo porque había sentido de antemano algo inusual en el ki de su hijo Trunks.
—Quisiera contestarte—dijo Piccoro al momento de voltear hacia Vegeta y mostrarle el cadáver que cargaba en sus brazos—, pero no puedo porque no sé la respuesta.
Vegeta ya no lo escuchaba.
—Acércate, amor.
Él caminó lentamente, sintiéndose en una especie de sueño donde se confunde lo insólito con lo que sí podría ocurrir en la realidad. El sol entraba por la ventana e hizo que el saiya entrecerrara sus párpados, los cuales abrió de par en par al ver a aquella criatura moviendo su cola de mono.
—Es nuestro hijo, Vegeta.
Sólo estaban ellos tres. Bulma tenía lleno de satisfacción su rostro, en el cual ya no quedaban rastros de los prolongados momentos de dolor corporal por los que había pasado hace algunos días.
—¿Es tu primer hijo? —rió la mujer— Para mí también lo es, pero no estoy tan incrédula como tú; he tenido más tiempo para asimilarlo.
A sus otros hijos él no los reconocería. Fueron muchas las hembras que se vieron forzadas a complacer los deseos del Príncipe Saiyajin, el cual jamás supo un nombre, recordó una cara o se preocupó por conocer a alguno de sus vástagos, si es que los había. Y ahora tenía enfrente a una mujer que le daba un hijo y que, inconsciente de ello, o tal vez no, podría ser que lo hiciera a propósito, seguía empeñándose en hacerlo pasar por experiencias no vividas por él de ese modo tan humano.
—Sostenlo... No te va a morder —bromeó Bulma.
El saiya sonrió, no supo por qué, al ver a ese pequeño, producto de su pasión por Bulma y reflejo de toda inocencia, dormir tan tranquilo entre sus brazos. Ahora Trunks no dormía. Eso ya no era su hijo. Vegeta sostenía sólo carne y huesos, algo sin respiración y que a Bulma no le daría gusto ver, aunque tendría que hacerlo y pronto.
—¿A dónde los llevaremos? —preguntó Gohan, intentando disimular su llanto y controlar un alarido de coraje que se le atoraba en la garganta. Se hallaba junto a Goten, observando aquel cuello torcido.
—A donde sea que podamos conservarlos. —dijo el nameku.
—Síganme.
Vegeta ahora volaba hacia la Corporación Cápsula, con una mala noticia en brazos.
Capricho tuyo, los querías de pie, como si sólo estuvieran recuperándose, pero no, te han dicho que la única opción es conservar los cuerpos de modo horizontal. Tú entiendes por qué, y como la mujer madura que eres, ni piensas en hacer un berrinche, las cámaras de conservación se hicieron así y punto. Aunque tú y otros los podrán apreciar gracias al cristal, para tu disgusto se verán así como están: bien muertos, acostados como dentro de un ataúd y sumergidos en el líquido azuloso. También querías que les dejaran algo de ropa, no toda porque no se puede, o tal vez sí pero no lo harían, sólo algo para taparles sus partes pudendas, pero tampoco, así como vinieron al mundo descansarán ahora. Por lo menos a uno le enderezaron el cuello, y ahora sólo tiene su cabeza hacia un lado. Por la piel que le falta a tu hijo y por lo demás anteriormente mencionado, nada qué hacer.
Fuiste con tu amado, y le explicaste todo lo que había por explicar, lo más importante sí lo entendió, y los otros dos también, los cuerpos estarán seguros y bien en el piso subterráneo de la Corporación. Salvar al mundo de esta nueva amenaza es asunto de ellos, pero, como siempre, aquí estarás tú para resolver todo lo que esté fuera de sus posibilidades.
A pesar de lo angustiante que puede ser toda esta situación, te hallas negada, pensando que todo esto tiene una solución, que pronto tu hijo caminará de nuevo entre ustedes los vivos, y no tiene por qué ser de otro modo: en este mundo siguen existiendo siete esferas capaces de convertir toda esta experiencia en una horrible pesadilla de la que pronto despertarás. Eso también se arreglará después. Por ahora, antes de ir a dormir, te queda una sola cosa por hacer. Como no vas a poder ocultarles que van dos muertos y puede haber más, es preferible decírselo ya. Las lágrimas te delatarán, aunque intentes serenarte sabrán de inmediato que algo anda mal. Ni modo. Ésta ya no fue su noche.
—No... no veo nada —decía Pan, mientras se asomaba por la ventana, buscando cierto vehículo como cosa perdida— No vendrán.
—¿Por qué eres tan pesimista? —Bra se alejó de la ventana para sentarse en la cama y aprovechó para quitarse los zapatos de tacón alto que se había puesto por primera vez hace rato— Tal vez se entretuvieron por ahí o surgió algún imprevisto...
—Llevamos tres horas esperándolos. Ya no vendrán —aseguró Pan, para después dirigirse al tocador— Y si vienen, ya no vamos a salir con ellos. Bien merecido lo tienen por hacernos esperar así.
Desprendió de sus orejas los aretes que parecían un par de perlas blancas y los acomodó sobre el mueble; así también lo hizo con las pulseras doradas, el collar del mismo color del cual colgaba un brillante falso a manera de dije y los broches que se acomodó en el cabello para peinarse de una manera distinta esa noche, la cual había imaginado como una ocasión muy especial.
—Tienes razón. Son unos groseros —dijo Bra, tumbándose sobre la cama de su habitación— Durmámonos ya.
—Debimos hablarles a su teléfono celular—comentó la chica de los cabellos oscuros, sentada frente al espejo, mientras pasaba por su rostro un pañuelo para remover el maquillaje y recuperaba poco a poco su apariencia acostumbrada; limpió algunas lágrimas también, pero sólo ella lo supo.
—Ellos también debieron hacerlo hace horas si sabían que nos iban a dejar plantadas
—Aún así. Sólo para saber que pasó...
En ese momento, la que portaba malas noticias tocó a la puerta.
—¿Chicas?. ¿Siguen despiertas? —era la voz de Bulma.
—Pasa, mamá...
La mujer entró con calma, como si hubiera sido esta misma la que no deseaba perturbar. No lo logró. Las chicas rápidamente se pusieron de pie al ver los ojos humedecidos de Bulma; notaron que les iba a decir algo y tal vez no hallaba por dónde empezar.
—¿Qué pasa, mamÿ. ¡Dinos!
—Será mejor que nos sentemos —dijo Bulma.
Bra se sentó en el colchón, junto a su madre, mientras Pan volteaba la silla junto al tocador, para sentarse y verlas de frente. Bulma decidió que no se iba a andar con rodeos.
—Tu hermano —le dijo a su hija, y miró a Pan— y tu tío...
—¿Qué les sucedió? —preguntó Bra, temiendo lo peor.
—Están muertos.
Las chicas guardaron silencio, sólo se miraron la una a la otra, como si acabaran de sufrir la misma pérdida y comprendieran de modo perfecto el dolor que compartían, mas una había perdido un tío, y la otra, un hermano. Se guardarían el secreto como las cómplices que eran. Tú lo sabes, yo lo sé; pero calla, no digamos nada.
