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—Más les vale que esto sea importante —dijo Vegeta, al momento de llegar al Templo Sagrado y ver allí a Kakarotto, Dendé y Piccoro (éste lo había llamado telepáticamente) en lo que parecía ser otra inútil reunión; de seguro su presencia no era indispensable: más bien se lo "invitaba" por pura cortesía. Y vaya que, a pesar de haberlos tratado como insectos en varias ocasiones, aquellos sujetos insistían en ser amables.

—El maestro Roshi, Krilin, No. 18, Maron—comenzó a explicar Goku, apesadumbrado—... todos ellos han muerto.

—¡Esto no puede ser cierto! —vociferó Vegeta, moviendo su cabeza de un lado a otro en claro gesto de desaprobación, y se alejó unos pasos. ¿A él qué le importaba que a ese vejete y a sus estúpidos amigos se los tragara la tierra? Era inaudito llamarlo sólo para decirle eso... Pero aún así no se fue, porque cabía la remota posibilidad de que Kakarotto, a pesar de su cara de sonso, de su cursilería, de su profunda falta de inteligencia y su exasperante imbecilidad, tuviera aún algo importante qué decir.

—Lo hizo el sujeto al que estamos buscando —decía Goku—. Los partió en pedazos y luego los enterró en la arena —dio unos pasos para alejarse y darle la espalda a los demás; cerró sus ojos, intentando impedir así que brotaran las lágrimas— El muy maldito me los mostró.

—¡No me digas que lo dejaste escapar, Kakarotto! —espetó el Príncipe de los Saiyajin, indignado no por la pérdida del saiya, sino por la posibilidad de que éste hubiera desaprovechado la ocasión para destruir al sujeto que amenazaba la seguridad de su propia familia.

—Todavía no entiendo que fue lo que pasó —Goku abrió sus ojos; observó la piel herida de sus nudillos: era como si hubiera metido su mano al fuego—. Lo encontré afuera de la casa del maestro Roshi¡lo enfrenté, pero...!

En realidad, sólo había alcanzado con el puño a su enemigo antes de caer inconsciente sobre la arena. Cuando despertó, no supo cuanto tiempo había transcurrido y los primeros minutos se encontró aturdido; le costó un poco de esfuerzo ponerse de pie y, una vez que lo logró, lo anteriormente ocurrido con el maestro Roshi y sus amigos vino a su memoria y sintió como si le hubieran sacudido la cabeza. Corrió rápidamente hacia donde habían estado los restos de los descuartizados pero no vio nada, sólo arena que él saiya escarbó inútilmente.

—Perdí el sentido; no supe más —siguió diciendo.

—¡Increíble! —exclamó Vegeta, sarcástico— Tienes ante ti la oportunidad de eliminar a ese maldito infeliz y lo único que se te ocurre hacer es desmayarte como una niña asustada.

Aunque molestas, las circunstancias le daban a él, aquel que estaba por encima de cualquiera de los de su raza (y especialmente de los de clase baja), el más poderoso de todos los saiyajin, una oportunidad más para demostrar su superioridad y su incomparable fuerza.

—Cuando se me presente la ocasión, yo sí destruiré a esa sabandija.

—Yo no estaría tan confiado, Vegeta —dijo Goku, molesto por la petulante actitud del saiyajin—. Hay algo en él que me desconcierta, que me hace pensar que esta vez deberíamos tener más cuidado. Recuerda la manera en que derrotó a Goten y a tu hijo Trunks.

—Parece tener blancos muy específicos —dijo el Kamisama.

—Su modo de actuar es desconcertante—agregaba Piccolo—. Se esconde y ataca cuando menos lo esperamos, sin que nos demos cuenta inmediatamente, sólo para volverse a ocultar.

—Lo que sucede es que estamos hablando de un cobarde —opinó Vegeta y, aunque se refería al enemigo, a la vez pensó en la debilidad e incompetencia de Kakarotto.

—Por cierto, Goku —recordaba el Nameku de mayor estatura—, no nos has descrito a este ser maligno.

Goku se quedó pensativo unos instantes, para luego caminar hacia el borde del suelo y mirar a lo lejos.

—No necesito hacerlo... Cuando lo vean, sabrán que es él.


Tienes que pasar por esa gran puerta de metal. Quisieras ignorarla, caminar sin detenerte como si dicha puerta no existiera, pero no puedes; crees que él puede estar ahí dentro; ¿cómo dejar pasar una oportunidad como ésta para mirarlo mientras entrena? Te acercas a la ventanilla para echar un vistazo; sientes que haces algo prohibido y esperas que nadie pase por aquí en estos momentos; ojalá te dejen hacer tu travesura a gusto. Al asomarte, lo ves al fin y, aunque es justo como lo recuerdas, no dejas de maravillarte. El corazón te contagia su agitación mientras tus ojos perciben la perfecta musculatura de tu hombre. Te sonrojas, tu respiración se profundiza. Lo has visto tantas veces y siempre ocurre algo parecido; esas piernas y brazos, que ahora se encuentran al descubierto, te ponen como loca. Sólo tendrías que quitarle una prenda para apreciarlo en su masculina totalidad. Él golpea el aire de manera enérgica y sus músculos se marcan aún más. No te das cuenta, pero estás aferrándote de la puerta con más fuerza mientras te imaginas el sabor del sudor que recorre su cuerpo de pies a cabeza. No puedes creer lo que estás haciendo. ¡Basta! Te vas de ahí caminando de prisa, como si eso pudiera aliviarte del calor que ahora llevas adentro; empieza en tu vientre, te corre por las piernas, se pasea por tu pecho y te hace sudar la frente.

Pero ya estas vieja, eso piensas. No tienes tanto vigor como antes, aunque al parecer tu hombre a veces te lo infunde a través de los placeres de la carne. Cada vez es más difícil seguirle el ritmo a alguien que no se rinde y que puede hacerte suya, si así lo desea, tres veces al día —y al recordar esto, piensas que para tu buena fortuna tu saiyajin es bastante considerado y no tan exigente como antes—, con la misma facilidad con que come o se cepilla los dientes —aunque, para él, amarte es todo un arte—, sin que se vea mermada su energía de bestia potente. Sonríes con malicia, pues siempre te ha gustado considerarte la mujer más envidiada sobre la faz de la tierra: rica, inteligente, reconocida, bella... Aunque no has encontrado la fuente de la eterna juventud, encontraste la del eterno placer sexual. Las mujeres con maridos agotados o ineptos de seguro se han preguntado, miles de veces hasta este momento, de donde sacas con frecuencia esa sonrisa que no se puede fingir, que sólo aparece en el rostro de una mujer que ha encontrado en la cama (y en el sofa, el suelo, la ducha, la cocina, el armario, la mesa, el césped, la piscina, el laboratorio y otros tantos sitios y recovecos) una completa satisfacción sensual.

Nunca olvidarás la primera vez. Cuando te raptó, tú ya estabas preparada para recibirlo. Habías visto en su mirada sus verdaderas intenciones, las cuales se acentuaban a medida que pasaba el tiempo. Te preguntaste por qué se había tardado algunos meses, en lugar de dar rienda suelta a sus instintos inmediatamente, como lo hacía cada vez que lo deseaba. Apareció de repente, a mitad de la noche, como cazador nocturno, y no te dirigió ni una sola palabra. Sus ojos fueron los que hablaron y no habrías comenzado a sentir ese cosquilleo corriendo por tu piel si lo único penetrante en ese hombre hubiera sido su mirada. Te dejaste, opusiste una falsa resistencia poco creíble sólo para no verte como una mujer fácil; la verdad es que lo hacías para seguir con el juego. Dejaste de forcejear cuando tus pies ya no tocaron la tierra y estuviste a solas con él entre las nubes. Te encantó su rostro más que nunca: esa ceja poblada, el cabello erizado y con grandes entradas, y el fuerte abrazo que te evitaba una caída mortal. El vuelo no fue necesario, te lo pudo haber hecho suya ahí mismo, en tu jardín. Por qué te llevó hasta un lugar desierto es algo que nunca sabrás y que siempre se te olvidó preguntar. O no querías arruinar el recuerdo sólo por tratar de entenderlo. A pesar de que hiciste lo posible por facilitarle la tarea, te arrancó la ropa con fuerza; no se comportaría delicadamente y por eso una parte de ti sintió una gran desilusión mientras la otra estaba excitada y a la expectativa. Pero fugaz fue el encuentro, rozaste el cielo con los dedos para luego caer súbitamente y, cuando el macho malacostumbrado dejó de convulsionar, tú ya te hallabas decepcionada sobre una cama de tierra que te dejó sucia desde la nuca hasta la planta de los pies. Te viste como una de tantas, visión que se esfumó cuando de nuevo te tuvo entre sus brazos. Suponías, con gran certeza y acierto, que con las hembras anteriores tu hombre no había tenido tantas consideraciones. Flirteó, dudó, te raptó y te devolvió completa; qué más esperabas, si no te hizo gritar de regocijo, siendo capaz de hacerlo, fue porque no era ésa una de sus preocupaciones.

Por eso te diste a la tarea de instruirlo. Mira, mis senos tócalos así, más suave, te digo que más suave, bésame aquí, tu mano allàdeja de moverte y respira, tranquilo, ahora vuelve a empezar, y qué tal si me acomodo así y tú de este otro modo, qué te parece si nos vamos a otra parte, y si lo hacemos a otra hora, y si ahora no lo hacemos y lo dejamos para después, háblame de ti, cómo eran ellas, qué les hacías, qué te hacían, y yo qué te hago para que lo disfrutes más, y si te doy un masaje y tu me das otro también, no me muerdas ahí, mejor sólo pasa tu labios, así, ahora entra otra vez y no te detengas, aguanta, no dejes de tocarme, ya casi, a punto, así, eres perfecto, ya lo entendiste; ahora que ya sabes como hacerle el amor a una mujer, no dejes de hacérmelo a mí y sólo a mí. Como si hubiera sido tan simple.

Años y años después, al salir de esa piscina en la que has estado nadando por un rato, intentando relajarte —y enfriarte—, y antes de enrollar una toalla en tu cabeza para secarte el cabello y otra en el cuerpo para ocultar tu desnudez, te miras al espejo. Aunque normalmente aceptas tu cuerpo tal y como es, en estos momentos no estás de humor para enfrentarte a los estragos de la edad. Pero ya te haz visto. Los pechos han caído, la piel no es tan firme como antes y puedes ver las arrugas en un rostro que a cada momento pierde una belleza imposible de recuperar. Lo peor de todo es que, si tu marido llegara en este instante y te pidiera lo que todo esposo le exige a su mujer y lo que algunos maridos no piden pero de todas maneras obtienen, te verías obligada a rechazarlo. Lástima. Ya eres una mujer mayor. Estás cansada. Otro día será. Y un día de estos, ya no será más.


Las puertas se abren automáticamente a tu paso. Tú, uno de los pocos autorizados para acceder a esa zona de la corporación, la buscas a ella con la vista y, aunque no la ves por ningún lado, sabes que está aquí; puedes sentir su presencia, su olor se encuentra en el ambiente. Ahí viene, envuelta en una toalla y con otra más enredada sobre la cabeza; estaba en la piscina queriendo enfriarse, es lo más seguro, porque hace algunos minutos, mientras tú entrenabas, ella te observaba a través de la ventanilla y hacía lo posible por desprenderse de la puerta, hasta que al fin lo logró, pues al verte así, casi desnudo, haciendo gala de tu fuerza y tu perfecta anatomía, tu mujer se prendió como sólo tú puedes prenderla. Si no hicieron el amor en el momento, fue porque ella sabe muy bien que no te gusta ser interrumpido mientras preparas tu mente y tu cuerpo para la pelea. Así que vino aquí, a relajarse, y ahora vienes tú, a alborotarla. Te sonríe, algo se trae, ese gesto te dice ya verás lo que es bueno. Camina hacia ti, con pasos lentos y cadenciosos, poniendo un pie delante del otro, mirándote. Lanza la toalla de la cabeza a un sofá y ahora puedes ver su cabello azul, corto, húmedo y sin peinar, cayendo sobre su frente lisa, dándole un aspecto salvaje, así como a ti te gusta. Algunas gotas todavía resbalan por sus orejas y su cuello, y ya te ves apoderándote de ellas con tu boca, pero tendrás que esperar; déjala terminar su acto, después será tu turno. Ríete, la situación no está para llorar, y menos cuando ves que tu mujer de un salto se pone de pie sobre la mesa que está entre los sillones. En lugar de quitarse la segunda toalla, como tu esperabas, y dejar al descubierto esos pechos firmes y frondosos, se ha deshecho del único florero sobre el mueble, dándole una patada que sólo fue parte del baile seductor que continúa ejecutando. Entrecierra sus párpados ligeramente, como si con ello la mujer esperara penetrar más hondo en ti con su mirada. Pasa los dedos por su cabello, como si quisiera escurrir el agua restante, y termina con éstos sobre la nuca, los codos en alto, dejándote ver un par de axilas perfectamente depiladas; deduces que así estará el resto de su cuerpo. El tuyo ya comenzó a reaccionar: un cosquilleo te desfila entre las piernas, estás firme como mástil y listo como cañón para disparar, pero las lecciones de esta maestra no han sido en vano. Primero la vas a quemar con tus manos, harás que termine toda empapada de nuevo, pero ahora será de sudor, escucharás el último gemido que puedas provocarle con tus embestidas y, entonces sí, te descargarás por completo dentro de ella. Mientras tanto, te quedas quieto, la observas únicamente. El meneo de sus caderas y las manos pasando por sus piernas lozanas, subiendo hasta que alcanzan su cintura, yendo más arriba, sobándole los senos a través de la toalla, acariciando su cuello, elevándose como si quisieran alcanzar el techo y bajando de nuevo con suavidad, te hacen desear arrancarle la prenda y gozar de su desnudez y de ese cuerpo sediento de algo que sólo tú puedes saciar. Te dirige una mirada de complicidad para después darte la espalda. Extiende sus brazos hacia los lados, sujetando con cada una de sus manos un extremo de la tela, la cual ahora usa a manera de capa; está a un solo paso de quedar por completo al natural. Sigue bailando. El movimiento de sus hombros es mucho más pronunciado cuando comienza a descubrirse la espalda. Cae el telón, pero la función apenas comienza. Una gota se desliza desde la mitad de su espalda y se pierde en la línea que separa y define un par de carnes altivas y rebosantes que se contonean al son de un ritmo inaudible en el que ambos están sumergidos. Para ti la ropa es sólo un obstáculo a superar cada vez que se presentan estas ocasiones; tienes suerte: sólo queda una prenda puesta: la tuya, pero que ella se encargue de eso, no le quitarás ese gusto. Se la da media vuelta, pero ya no te mira, cierra los ojos, casi te ignora. Sus pies se separan, se flexionan las rodillas y roza con sus uñas la parte interna de sus muslos mientras sigue el bamboleo de hombros y senos cuando lo que anhelas es menearla tú, de pies a cabeza. Abierta así de piernas, la mujer te invita a la realización de un acto del que no te cansarás mientras vivas; pasarán bastantes años antes de que esta flor se empiece a marchitar y te diga que está vieja y no puede seguirte el paso. Por ahora, parece inagotable; de un brinco se baja de la mesita, se agacha y comienza a gatear hacia ti. Como el buen alumno que eres —aunque ya te crees todo un maestro en la materia—, piensas que, con sólo acariciarte las piernas, esta mujer no logrará que te lances sobre ella. Puede hacerlo mucho mejor, y así lo hará. Te estremeces cuando sientes esas uñas clavándose y arañándote en las nalgas, al mismo tiempo que quedas totalmente al descubierto. Con un movimiento triunfal de su brazo, la mujer lanza lejos el pantaloncillo antes ajustado a tu relieve y se tiende sobre la alfombra pechos arriba. Te rindes cuando las plantas de sus pies te masajean la zona alrededor del ombligo, los muslos y la exultante entrepierna. Ya hincado, empiezas con tus besos en sus rodillas y con tus manos más arriba. En el camino que recorren tus labios para llegar a los suyos, procuras pasar por cada centímetro de su piel. Entre las piernas, en el ombligo, los montículos, el cuello y la boca se encuentran los puntos más importantes, aquellos que la hacen temblar de impaciencia. Te restriegas contra ella, se mezclan los sudores, luchan las extremidades y se saborean las lenguas. Juntos, forman un rompecabezas carnal de dos piezas. Con cada movimiento te invade más una sensación que sería difícil experimentar con la misma intensidad a solas o a través de la memoria. Cierras los ojos. Ahí dentro, donde el más agradable calor se transmite, terminas, arqueando la espalda. Regresas. Acaba ese instante de total inconsciencia y ves a la mujer ahí, debajo de ti. En sus pupilas dilatadas notas que lo has logrado de nuevo.

—Que ésta no sea la última vez, amor—te dice, sintiendo correr por su cuerpo las últimas oleadas placenteras.