8
—Ya está descansando —decía Bulma, acercándose al saiya, rodeándolo con sus brazos—, pero no pudo decirme nada.
—No creo que lo haga —contestó el saiya, sin voltearla a ver—. Se llevó un buen susto, eso es seguro.
—Yo también me asusté cuando vi la nave destrozada, no sé cómo es que llegaron aquí... Y me preocupa que Bra no pueda ni hablar de lo sucedido.
—Ella estará bien; es fuerte. Pero mejor será no interrogarla.
—Tienes razón.
—Eso sí, no quiero que salga de la Corporación, para nada.
—Yo tampoco, fue muy tonto dejarla ir a buscar las esferas. ¿En qué estaba pensando?
—No te culpes. Tú no mataste al muchacho.
Vio a su nieta sentada en una banca, columpiando sus pies sobre el césped; seguramente intentaba olvidar lo ocurrido, fuera lo que fuese. Si se había encontrado con ese extraño ser hecho de luz —o con el Hombre de Blanco, de cuya existencia después te enterarías— era muy probable que ni la colorida vegetación del jardín, ni la hermosa fuente de piedra gris, ni los reptiles nadando en el estanque fueran capaces de sacudirle de la cabeza la horrenda experiencia vivida. Las suposiciones del saiya eran correctas, pues en aquella isla, Pan había sentido que la muerte andaba más cerca que nunca, aunque La Esquelética hubiera huido del lugar minutos antes del incidente. Ahora la chica parecía tener unas inmensas ganar de llorar, de gritar... pero las contenía, de seguro.
—Por favor... no —le dijo, sin mirarlo a los ojos, cuando su abuelo se sentó a su lado—. No me pidas que te hable de lo que pasó... No podría.
El saiyajin se conmovió ante la manera en que su nieta le hablaba: miraba al suelo con unos ojos llenos de turbación, su delicada voz se le quebraba apenas le salía por la garganta y sus manos apretaban con fuerza el borde del asiento.
—No vine a pedirte eso, Pan —aclaró Goku, volteando a verla—Entiendo que estés asustada.
Pan respiró hondo.
—Lo mató, abuelito... y no pudimos hacer nada, sólo correr.
—Él se sacrificó por ustedes —el saiya colocó su brazo sobre los hombros de Pan— Si hubieran intentado ayudarlo, tal vez ustedes no estarían aquí; y la muerte de Uub habría sido en vano.
Lo decías con tanta —aparente y falsa— tranquilidad porque ya lo sabías, Goku. ¿Cuándo fue que ya no te quedó ninguna duda? En algún momento entre el aterrizaje de la nave casi convertida en chatarra y esta conversación con tu nieta, por supuesto. Habías esperado encontrarte de nuevo con tu alumno hace algunos minutos y, en vez de eso, supiste que ya nunca más lo verías. ¿Diez años, Goku?. ¿Todo ese tiempo entrenaste con él? Haberlo dejado vivir una vida normal, con su familia, dejarlo ser un chico como cualquier otro, tal vez habría sido una mejor idea. ¿Acaso no fue un completo arrebato eufórico, incluso, una estupidez, la decisión de convertir a Uub en un guerrero como tú? Aunque fuera así, no te arrepentías.
Aquellos brazos tímidos se aferraron con fuerza al cuerpo del abuelo, después comenzaron a temblar débilmente; las lágrimas cayeron del rostro de Pan durante unos minutos; los dos saiyas ignoraban las miradas curiosas de las personas que caminaban por allí.
—Abuelito... —musitó Pan, con dificultad.
—¿Qué sucede?
La joven deshizo el abrazo y, permaneciendo cerca de su abuelo, lo tomó de las manos. Se ladeó un poco para poder apreciarlo mejor. Entonces vio a un hombre fuerte, grande, un guerrero excepcional con un corazón de nobleza incomparable... Alguien así jamás sucumbiría ante el poder de aquel hombre tan terrible.
—Quiero... que me prometas algo.
—Cualquier cosa —sonrió el saiya.
Después de que se le escapara una risita, Pan respiró hondamente y recobró la seriedad, aunque la alegre curva de sus labios no se borró del todo.
—Prométeme que no te rendirás —decía, con la esperanza reflejada en sus ojos—. Que pase lo que pase, no te dejarás vencer.
¿Por qué dudaste, poderoso Saiyajin, héroe por excelencia? Lo que ella esperaba de ti era un "Te lo prometo" inmediato, sincero, que diera fin a esa horrible asfixia que le provocaba la incertidumbre, pues había aparecido un enemigo que bien podría acabar con todos ustedes... Pero, en cambio, te vio callar, vacilar por unos momentos.
—Tú siempre has podido con todo —le dijo, bajando la mirada—. Esta vez no debe ser la excepción. Tienes que luchar como siempre lo haz hecho —las lágrimas brotaron de sus ojos otra vez—... Prométeme que lo harás, que no te destruirá a ti... No a ti.
—Te lo prometo. —dijo el saiya, dejando para después todas sus dudas.
Pan miró a su a su abuelo con un rostro recién iluminado por aquella promesa.
—No tengo por qué preocuparme ahora... Tú siempre cumples lo que prometes, abuelito —dijo Pan al saiya, y lo estrechó entre sus brazos nuevamente.
—Todavía no lo comprendo —comentó Gohan.
Miró con mayor detenimiento la esfera que tenía en sus manos. No encontraba en ella ninguna anomalía, por lo menos no una que se pudiera detectar con alguno de los cinco sentidos básicos. Lo anormal radicaba en la energía irradiada por el objeto, pues si se le comparaba con la de las seis esferas restantes, la diferencia resultaba tan sutil que muy pocos serían capaces de notarla.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo Piccoro—, pero es obvio que ese sujeto le ha hecho algo a esta esfera.
—En eso estoy de acuerdo. Basta con tocarla para darse cuenta de ello.
—Ya lo creo —contestó el nameku, al mismo tiempo que se apoyaba sus brazos en la balaustrada del balcón—... Aunque tú y yo podemos notar que la diferencia radica en la energía que emana la esfera, los demás sólo sienten que "algo anda mal", como sucedió con Bulma.
—Es como si la esfera tuviera una especie de maldición...
El saiya reflexionó acerca del gran poder que poseía el enemigo al que tendrían que enfrentar tarde o temprano. Pensó en alguien que era capaz de alterar de ese modo una esfera del dragón, de eliminar a guerreros tan poderosos como Goten y Trunks, e incluso Uub, la mismísima reencarnación de Majin Boo, pero no lo logró. El que probablemente también había aniquilado a su mujer, y podría volver por su hija, carecía de forma, de rostro, de voz...
—Entonces¿las juntaremos? —inquirió, refiriéndose a la esferas.
—Creo que lo mejor será esperar —respondió Piccoro, meditabundo—. Primero tenemos que saber lo que ocurre con esta esfera. Puede ser una trampa: si las juntáramos en este momento, podríamos ocasionar una catástrofe.
—Tienes razón, Piccoro. Además, el enemigo seguiría suelto, y lo mejor sería encargarnos de él antes de llamar a Shen Long.
En ese momento, ambos escucharon como se abría una de las puertas eléctricas. El sonido que oyeron después sólo podía provenir de los tacones de Bulma.
—Piccoro —lo llamó la mujer—¿ya has decidido que harás con la esfera?
—La llevaré con Dendé.
—Podrías dejarla aquí, en la Corporación. —decía, no muy segura de su ofrecimiento— Si algo le han hecho a la esfera, aquí podremos averiguar de qué se trata; tenemos la tecnología suficiente para lograrlo.
Piccoro dudó unos momentos. ¿Podrían las máquinas descubrir algo que el propio Kamisama no fuera capaz de encontrar?
—Me parece bien —accedió, sin pensarlo más—. Pero no podemos perder mucho tiempo, así que mañana a esta hora volveré. Si no has hecho algún descubrimiento relevante, entonces me la entregarás.
—Entendido... Hasta entonces, llevaré a cabo todas las pruebas necesarias para obtener una respuesta.
Un paso y luego otro. Despacio. Así caminó el muchacho hacia aquel individuo cuya presencia se difuminaba en el ambiente y convertía el aire en un gas pesado, provocando una respiración agitada en los tres jóvenes, hasta que estuvo a unos veinte pasos de distancia. Esa aparente inmovilidad transformaba al sujeto en una especie de estatua conciente, aunque el Hombre de Blanco no estaba hecho de piedra; con su mano sujetaba esa esfera como si quisiera quebrarla usando la fuerza de sus dedos, le temblaba casi imperceptiblemente.
—Te lo preguntaré por última vez —advirtió Uub al enemigo; el joven se hallaba a unos cuantos metros de él—. ¿Quién...?
—¿Quién eres? —lo interrumpió una voz sin edad ni emoción que no parecía provenir de la figura presente; venía del aire mismo; el joven la escuchó como si le hablara a los oídos— ¿Quién eres tú? —insistió.
El viento aulló y agitó las ropas de aquel que hacía preguntas cuyas respuestas no le importaban en lo más mínimo. Y tú lo presentías, muchacho. Intuiste que a ese hombre no le iba ni le venía tu nombre, tu origen o tu preocupación por la esfera. ¿Le interesaría tu final, acaso? Escuchaste el aullido del viento otra vez. La muerte se va, dijo ella misma, Quédense ustedes si así lo desean, jóvenes ignorantes, carentes de todo sentido común, pues Él no tendrá con ustedes ninguna clase de misericordia.
— Yo... yo soy... Uub —se atrevió a decir al fin; se sintió insignificante, comenzó a temblar y su corazón a bombear sangre como si supiera que aquellos eran sus últimos latidos—... Y mi misión es obtener las esferas del Dragón...
...para revertir el efecto de las atrocidades que tú haz cometido, así que haz el favor de entregarme la esfera. ¿No te enseñó tu maestro a intimidar al contrincante? Esa voz quebradiza como hoja seca y la actitud de perro con el rabo metido entre las patas no te ayudarían para nada. ¿Dónde se habían escondido tu fuerza y determinación y los años de duro entrenamiento? Se habían esfumado gracias a la presencia del hombre, por supuesto. Lo que no entendiste entonces fue que, con valentía o sin ella, estabas igual de perdido.
—Tú eres el que da su vida por este objeto —aseveró el Hombre de Blanco, estirando su brazo; parecía ofrecerle la esfera al joven.
Pero la sujetaba con la misma fuerza. Esa mano trémula —aunque no parecía serlo— carecía de un color vivo, era pálida y aparentaba estar muerta a pesar de que no podía ser así, pues le sería imposible perder la vida cuando jamás había gozado de ella. Y era, precisamente, esa mano de la que había que desprender la última esfera.
—Tómala — dijo él—. Te la entrego...
Oferta que, literalmente, no podías rechazar. Diste unos cuantos pasos vacilantes hacia aquel misterio con forma de monje y, mientras tragabas saliva, volteaste hacia atrás para mirar a las dos chicas que hasta entonces habían permanecido petrificadas, sin saber si lo mejor era esperarte o salir huyendo. Váyanse, hubieras querido gritarles, pero fueron ellas las que, presas del pánico, vaciaron sus pulmones primero y, cuando volteaste hacia el frente de nuevo, supiste por qué. Lo habrías hecho también, pero tu garganta ya se hallaba bloqueada en esos momentos.
—Doy esto por tu vida —te decía el que ahora estaba a un solo paso de ti; al verlo sentiste una descarga paralizante correrte por todo el cuerpo—. En realidad, das tu vida a cambio de nada...
Pan y Bra cayeron inmediatamente y no pudieron moverse, tal y como si las hubieran clavado en el suelo. Tuvieron que cerrar sus ojos cuando esa luz potente invadió la isla. No vieron como fue que Uub comenzó a flotar a unos cuantos centímetros del suelo, incapaz de defenderse o escapar. Sólo lo escucharon, sin poder imaginar qué le hacía el hombre de blanco para que gritara con tanta desesperación. Mejor para ellas. No habría sido agradable ver a ese muchacho retorcerse en el aire así como lo hizo; una gran presión lo obligaba a comprimirse, a meterse dentro de sí mismo. Cuando cesaron los alaridos y el crujir de huesos, las chicas supieron que jamás volverían a ver a Uub con vida. Y una vez que pudieron moverse, rogaron al cielo por que les permitiera lograr una exitosa escapatoria.
