15
¿En dónde te encuentras? En primer lugar, no sabes si aún existes. Tomar su mano fue transportarte lejos y en un instante; recuerdas su desnudez y sus alas desplegadas, no sabías que formaban parte de ella, pero ahora esto es muy claro para ti: no hay mejor modo de bajar del cielo que con la ayuda de dos alas, lo cual convierte a quien sea en un ser angelical con el poder de tomar de la mano a un agonizante y llevarlo arriba, o fuera, porque no sabes si debajo de las nubes que te sirven de suelo se halla tu cuerpo abandonado, una masa de carne que, a pesar de los ataques recibidos, se afianzó a tus huesos para conservar su forma, pero no a ti, que estás aquí, donde la luz todo lo llena y es como el aire que tus pulmones ya dejaron de respirar.
Su sonrisa lo intrigó. Esa misma mañana habían compartido menos palabras de lo habitual, un buenos días y cómo amaneciste mientras ella preparaba el desayuno y, tal vez, nada más; el recuerdo, si de eso se trata, es confuso, se lo ve a través de un cristal empañado. Cuando se despertó, al encontrarla a su lado, sentir el beso cálido en su mejilla y ver como se levantaba como si los relojes no existieran, él no notó nada inusual en su mujer y así todos los pequeños detalles reveladores le pasaron inadvertidos, como ese canturreo inconsciente que de aquella garganta brotaba y terminó por sazonar el desayuno. No fue sino hasta que ella sonrió al estar sentada a la mesa, dejando el bocado suspendido en el aire unos instantes, casi nada, cuando él dedujo que aquella ligereza tenía detrás una razón.
—Algo tienes.
Alas no hay en tu espalda, ni aureola sobre tu cabeza, y ahora piensas que la posibilidad de que te encuentres en el cielo es remota. La decepción aquí y por esa razón, aunque no lo entiendas, carece de sentido; si fueras testigo de lo que ocurre en el auténtico cielo, entonces sería ése el último lugar a dónde el alma quisieras enviar. Recuerda que cuerpo ya no eres, tu carne quedó atrás, pero aún ves, crees escuchar y el tacto pronto volverá, aunque parezca conjuro, es sólo la verdad, o más bien, parte de ella, ya que ni tú ni nadie la conoce por completo. ¿Ya la has visto? No a la verdad, que se es parte de ella, se comprende o tergiversa, pero a la mujer que frente a ti se encuentra, por así decirlo, ya que no está tan cerca si sigues pensando en términos físicos y corporales, a ella sí la puedes ver. ¿La reconoces? Por supuesto. Y también corres. Ella hace lo mismo, huyendo de ti.
Él saiya se halla tendido sobre la humana, ambos desnudos, como ya varias veces se ha visto en el otro mundo y se seguirá viendo allá hasta los días de la Hecatombe. La mujer toma del suelo una hoja y juguetea con ella entre sus dedos mientras siente la respiración cada vez más agitada y los besos de su amado amante, del que dicen, y ella reconoce, es su marido. Roza la piel del saiya con la punta de la hoja, queriéndole provocar unas leves cosquillas, y finalmente la deja caer ahí, donde el cuello termina y empieza la espalda. El miembro masculino, dentro de ella en incompleta erección, comienza a erguirse, no de nuevo, sino por primera vez desde que el acto comenzó. Lo hace lentamente, y le da tiempo a ella de apreciar cómo es que esa hoja en la espalda de su amante de pronto se eleva, seguramente para ir a formar parte de uno de tantos árboles que rodean a la pareja. Después se entera de las gotas de agua que de los charcos y el césped sobre el que se haya tendida comienzan a elevarse hasta desaparecer de vista, primero pocas, luego más. Por su propia piel algunas comienzan a trepar, se despegan de ella sólo para pasarse a la del saiya, convertirse por unos momentos en líneas de agua y por ahí resbalar hasta finalmente desprenderse de ésta, de la tierra y todo cuanto en ella se encuentra. Una sensación cálida entonces la recorre de pies a cabeza, pero no se concentra con la misma intensidad en las varias zonas que tiene su cuerpo, sino que justo ahí, donde su marido se alberga ya con la rigidez suficiente, la sensación se multiplica, cuántas veces, dos, tres, diez, tantas como se pueda, a ella no le importa, siempre que el saiya arda y la encienda como ahora lo hace, todo estará bien, es lo único que piensa en el momento, y él también algo muy parecido, no se engañe nadie, que el éxtasis enfoca y limita el pensamiento a un solo centro y no hay nada de malo en ello, por lo menos no en este caso, pues ambos están de acuerdo y de fondo está el amor mientras tanto olvidado. Más rápido de lo que cualquiera esperaría, el clímax del encuentro termina, pero no se piense que por ello el acto lo hace también: el fuego y la explosión son sustituidos por tensión, urgencia pélvica y orgásmica; hombre saiya y mujer humana muerden los labios y la piel del otro con sus besos, pasan sus manos por el cuerpo ajeno, porque ajeno es aunque crean pertenecerse mutuamente, como si esperaran vivir de nuevo la culminación placentera que ya sucedió y dentro de algunas horas no volverán a experimentar. Él se entretiene con un par de senos que conservan su volumen y no lo perderán hasta que pasen los años y esta mujer, la cual ahora sus manos restriega y sus uñas clava en la espalda de su marido, pase de mujer a niña y de niña al vientre, ciclo que aquí se repetirá probablemente hasta el infinito, pues si una mujer al interior de otra se refugia y ahí desaparece, esta última también tiene a donde ir para terminar su existencia, es sólo concebible de este modo y de ningún otro. Y como todo buen caballero, el saiya, ahora más firme que al principio, y si no se ha entendido lo antes dicho, se aclara, sin morbosa intención, que la firmeza la tiene tanto en la actitud como entre las piernas, ayuda a la mujer a vestirse de nuevo, es ésta la verdadera culminación del acto; primero la ropa interior, ella ya no necesita tener las partes pudendas al descubierto, y nadie entendería realmente por qué el saiya ahora se encarga de cubrírselas, pues al hacerlo, sólo lo asaltan las ansias por verlas de nuevo, quizá por eso le besa con tanta profusión las piernas, el ombligo y las nalgas aún al descubierto gracias al diseño de las prendas, que para eso están hechas. Él da los últimos besos al pecho de la mujer, sabe que en cuestión de nada un sostén del suelo se desprenderá, los senos va a cubrir, ella ya lo abrocha por su espalda y sin que nadie se diera cuenta cómo, el saiya completamente desnudo ya no está. Ahora es ella quien come a mordiscos un pecho que de igual manera se vestirá con ropa empapada como el resto del cuerpo mientras un brazo la aprisiona y esa mano revuelve sus cabellos, la otra no se ve en dónde está, seguramente tocando la carne que haya por tocar e incluso aquella que esté debajo de la ropa interior recién puesta. Ya seco el césped, casi terminada la lluvia en la que nadie reparó hasta ahora, ellos vestidos, casi secos, alborotados cada vez menos, el acto termina y cada cual vuelve a lo suyo; él se aleja caminando de espaldas, no necesita ver por dónde va, lo sabe bien y no puede apartar la vista de su esposa, y ella se queda sentaba en medio de los árboles, viendo cómo algunas gotas de agua todavía vuelan hacia el cielo. Al abrirse la mano de la mujer, la última de todas ellas se libera.
Miras las nubes en el suelo, miras el azul del cielo. Estiras tu brazo, esperando con ello alcanzar una de sus manos. La fatiga ya no es uno de tus padecimientos, recuérdalo, no te sorprenda haber corrido todo este tramo y seguir haciéndolo sin problema que, aunque tu condición era buena, tendrías tus pulmones trabajando más de lo normal, igual a tu corazón que ya reventó, no aquí sino allá abajo, y entonces todo ese sentir físico te invadiría y no solamente las ansias propias de un alma que espera entrar en contacto con otra. Corre y no te detengas, te dice, pero no la escuchas, Si tras de mí has de irte eternamente, hazlo sin dudar, cualquier cosa será mejor que permanecer aquí, ahora lo entiendo, y cuando pase tu confusión, lo harás también. Y cuando menos lo esperaste, dejó que tomaras su mano, como antes lo había hecho, sólo que ahora no tiene alas, no está desnuda, viste de blanco y no sabes si eso significa algo, mas no te importan otras cosas que no sean sus cabellos alborotados por la carrera, esa mano que ahora ya no te suelta y el azul de los ojos que te miran con verdadero amor, concepto impreciso para el cual ya tienes una definición; no te das cuenta que tus ojos la ven igual, pues sólo las almas, una vez liberadas del estorbo corporal, podrían compartir una mirada de tal profundidad.
De nuevo esa sonrisa. Con ella aceptó ocultar algo que, sin duda, era de la incumbencia del marido. Guardó silencio unos momentos más, queriendo con ello aumentar la expectación del saiya por la respuesta de la cuestión antes planteada. "Algo tienes" y ella contestó, burlona, cómplice a la vez:
—No. Me dejaste a alguien adentro.
De las nubes emergen. Parecieran ser dragones de luz y pronto se contarán por centenares. Tú no puedes ni quieres saberlo, sólo tienes ojos para ella. No temas: ya estamos cerca, te dice aunque oídos ya no tienes, Lo sé, lo presiento y lo deseo, nuestro destino será diferente. Esos haces de luz vuelan cerca, como si pretendieran amenazarte con su presencia, No hay escapatoria posible, te dicen, No existe la prudente rebeldía, insisten, No hay senderos por transitar, de Él, huellas indelebles en todos hallarán, advierten. Es cuando te percatas de una presencia más, aparte de la tuya, la de ella, y la de los cientos de luces que alrededor de ambos vuelan. Va justo detrás de ti, corriendo del mismo modo, y cuando la sientes lo suficientemente cerca, hacia atrás volteas, estiras el brazo que antes tenías libre y sólo esperas que ella tome tu mano. Corre, pequeña, corre, y lo hace, con una voluntad más fuerte que la mostrada en vida, como si de ello dependiera todo lo que ya ha perdido. Y al fin, los tres unidos por sus manos, en realidad por sus almas, recuerda que estos cuerpos que ahora ves son sólo producto de la nostalgia que siente el espíritu por los auténticos, por la carne y el hueso que ahora de nada sirven, van juntos por un camino y hacia un destino sin definir, desde ahora será así. Salvos serán si nada los detiene jamás.
