18
Después de la media noche en aquella parte de la Tierra, salió el Kamisama del Templo Sagrado con la esfera entre sus manos, pues imposible le había resultado soltarla en las últimas horas, intrigado hasta la última neurona por el misterio detrás de ella; menos se separaría del objeto ahora que las amenazas y las tragedias habían elegido ese día y esa específica posición de las manecillas del reloj para comenzar a manifestarse en preocupante sincronía. Llegó a pensar que la maldición era en realidad un engaño y que las esferas del Dragón podrían unirse sin que pasara otra cosa que no fuera la aparición de Shen Long y la resurrección de los muertos, si ése era el deseo, pero ése hombre envuelto en el misterio así como en manto blanco, como se lo habían descrito, tuvo la esfera en su poder nadie sabe cuánto tiempo y la hubo entregado no sin antes darle un baño de sangre perteneciente a un humano reencarnación de demonio; además, todo aquel que estuvo en contacto con ella desde ese día y tuviera suficientemente desarrollado el sentido de la percepción, había dicho sentir algo inusual en la esfera. El rito efectuado por El Hombre de Blanco parecía precisamente eso, un rito, tal vez parte de un intrincado plan: difícil pensar que hubiera sido un acto improvisado o, incluso, un mero capricho, aunque lo que ahora ocupaba la mente de Dendé era lo que ocurría en esos momentos y habría de suceder después.
Se acercó al borde del suelo, para ver con sus propios ojos los acontecimientos que allá abajo se daban, Aquí todavía hay tiempo, se dijo, porque en otros lugares, como ya le habían anunciado, ése se había agotado por completo, como en aquellos planetas donde la vida era cosa del pasado. En algunos sitios, la extinción aún se estaba realizando: el Cielo sin residentes se quedaba, el Infierno, sin condenados, de igual modo; los Kaiohsamas pronto serían nada, y si él Kamisama se llamaba todavía, era sólo la suerte, de seguro.
—¿Quién está ahí?
La pregunta en el aire se quedó: sólo fue respondida por unos pasos sobre el suelo, cada vez más cerca, y el ausente Ki de quién a espaldas de Dendé estuviera. El Kamisama, dando un trago de saliva y apretando la esfera contra su pecho, giró como si no tuviera prisa por conocer la identidad del visitante. Cuando lo hizo, ya no tuvo tiempo de pronunciar palabra alguna.
Y la que antes era una esfera del Dragón, cayó al suelo convertida en una inútil piedra.
Por la sangre del Hombre de Blanco sean todos redimidos, que todo esto es liberación y nada más, háganse sordos a cualquier otra teoría y a los gritos de quienes ahora perderán la vida, ellos nada saben y todo lo suponen, insensatos siempre y hasta el último momento, ahora pagarán con el dolor y la muerte su nacimiento, pues nadie ha dicho que el Salvador deba evitarle al salvado las penurias por haber y por sufrir, son éstas partes del mismo proceso de redención; voces necias las que afirmen lo contrario. Incluso La Muerte se equivoca y lo ha hecho desde el término de la primera vida, por qué ha de ser ella el final de los seres sin alma y el inicio de la existencia plenamente espiritual de aquellos que sí la poseen, sólo ella se entiende, ya que en realidad nadie la ha designado para que realice tal función, apareció un día en el pasado como consecuencia de un hecho tan común aquí y en todos los mundos y hasta hoy permanece. Pero se ha dado cuenta de una terrible verdad, o más bien ha querido ignorarla desde que ella es Muerte y la otra es Vida propiamente, pero dadas las circunstancias ya no puede hacerlo más y ahora el miedo que siente es parecido al que los humanos le han tenido a ella a través de los siglos, miedo a extinguirse, miedo a dejar de ser al pensar que eso es inevitable a fin de cuentas; de ahí el respeto y adoración que los seres con alma le tienen hasta ahora, aunque ya no sea La Segadora la que decida el destino de todos ellos, sino La Hecatombe.
Ya ha comenzado, como cualquiera puede ver, pues la sangre del Hombre de Blanco ha brotado y pronto se ha convertido en ráfagas de luz y energía que así como infinitas parecieran tener voluntad propia, pues directo va cada una de ellas a perseguir a los humanos y a cualquier ser vivo, destruyendo todo lo que se encuentra en su camino, una ventana, la pared de un edificio, a las luces les da lo mismo. Que no quede ninguno, parecen decir, De nosotras no hay refugio, pudieran amenazar. Ya caen los primeros rascacielos, entre escombros yacen algunas personas, ciudadanos comunes y corrientes, eso dicen, inocentes, se supone, sólo porque no han podido hacer nada para cambiar el rumbo de los acontecimientos, pero todos y cada uno de ellos carga a cuestas grandes culpas: esta mujer, por ejemplo, que ahora grita no se sabe para qué, causaría la pena de cualquier otro humano que no estuviera ocupado corriendo para prolongar su propia vida, pues no sólo llora e intenta huir, sino que su vientre lo tiene abultado, y de éste pronto iba a salir, porque eso ya no sucederá, un varón que en cuarenta años ya tendría dos hijos, ambos facultados para procrear a su vez; he ahí la necesidad de detenerla, a ella y a todas las mujeres, a todos los hombres, a cada uno de los niños, a los no natos y también a los seres no pensantes, que lo único que hacen es prolongar la tragedia.
Las ráfagas no han dejado de expandirse, y llega el momento en que la Capital del Oeste, como le llaman a esta ciudad, centro de repugnantes equivocaciones, no es más que una gigantesca explosión de la que se desprenden haces luminosos que salen disparados en todas direcciones; incluso algunos atraviesan el pavimento y el planeta recorren por debajo del suelo a una velocidad similar a la que viajan los dos únicos saiyas que viven todavía tratando de salvar la vida, pues el instinto de conservación ha sido más grande que el orgullo esta vez, y no tuvo tiempo alguno de los dos para siquiera percatarse de lo que sucedía, mucho menos para entenderlo; simplemente una cosa llevó a otra, no iban a dejarse alcanzar por las ráfagas, aquel monje blanco pronto desapareció entre tanta luminosidad y cuando menos lo esperaron, ya se hallaban ambos fuera de la ciudad, intentando alejarse lo más posible; uno lamenta no haber podido hacer nada por nadie hasta este momento, y el otro, maldice en voz alta el destino que tuvieron madre e hija, ambas de azules ojos y cabellos, engullidas por las ráfagas, sin que nada ni nadie, ni él mismo, pudiera evitarlo.
Y La Muerte, que antes segaba La Vida con la hoz como si fuera ésta un campo de trigo, ahora se ve rodeada por las llamas, pronto sólo cenizas quedarán de ella y de todo el sembradío, y ésa es la terrible revelación que tuvo en los últimos días, que sin vida no hay muerte, que ella será una víctima más de La Hecatombe y cuando el fuego la alcance también apretará los dientes. Bien merecido lo tiene, que desde el principio se creyó con la facultad de decidir quién seguía vivo y quién no, cuando ya hubo seres pensantes elegía quiénes gozaban de la dicha eterna, del interminable castigo o la infinita espera, siendo la base de sus juicios por demás arbitraria; ahora ya no tiene poder alguno, como es justo, y anuladas han sido todas sus decisiones anteriores, pues por lo que pasa la Tierra ya han pasado el Cielo, el Infierno y el Limbo, sin que para ello tuviera que presentarse el hombre de vestiduras blancas, y no hubo distinción alguna entre las almas que en aquellos lugares se encontraban, pues todas tuvieron el mismo destino.
Ahora los saiyas, que cabellos rubios ya no tienen, de pie se hayan en un lugar desolado, lejos por el momento de los haces luminosos, Esto no puede ser, Kakarotto, actuamos como unos malditos cobardes, reniega uno, Y qué podíamos hacer, contesta el otro, en vez de discutir deberíamos pensar qué haremos ahora, Yo no sé que harás tú, pero yo iré a destrozar a esos malditos asesinos en mil pedazos, me oyes, no los dejaré escapar como tú, Pero no sabes en dónde se encuentran, Claro que lo sé, acaso no lo sientes, porque yo sí, será tal vez que uno de ellos, el muy maldito, me reta revelándome su presencia, pero qué te ocurre, Kakarotto, No lo sé, de pronto siento que voy a perder la conciencia, Eres un débil, todo se va al demonio y a ti no te importa desmayarte, Vegeta, será mejor que pienses bien lo que harás, ya viste de lo que es capaz nuestro enemigo, de nada nos sirve lanzarnos a la muerte ahora, Me das asco, si quieres morir como un miedoso entonces busca dónde esconderte, no seguiré perdiendo mi tiempo contigo, dice y se va volando, Tú no entiendes, Vegeta, dice el otro saiyajin, mientras hace esfuerzos por mantenerse en pie y se ve rodeado por los seres de luz carentes de rostro, No entiendes nada, y yo tampoco, dice y desfallece.
Las luces se apagaron de repente poco después de que la oscuridad obligara a Milk a encenderlas, lo cual sólo vino a agravar su estado de ánimo, pues ya antes se encontraba presa de la congoja, dispuesta a pasar la noche en vela, como lo estaría la esposa de un soldado que va a la más corta y peligrosa de las guerras, Si al amanecer no regresa ya no lo hará nunca, podría pensar cualquier mujer en esta situación. En cuanto a lo de la electricidad, al principio pensó que era una falla exclusiva de la casa en la que estaba, pero al salir de ésta para verificarlo se encontró con una realidad muy distinta: hasta donde su vista alcanzaba, la única luz encendida era la de las estrellas; que Ciudad Satán estuviera totalmente a oscuras sólo indicaba la gravedad del asunto, pero si aquello era una cuestión de cables y generadores, entonces ella podría seguir preocupándose sólo por su marido, el alma de sus seres queridos y el destino del mundo, que no eran éstos vanos asuntos.
Entonces comenzó temblor, que sólo llegó a ser un tenue rumor para el oído y muy leve movimiento para el cuerpo; en algún momento desaparecía y empezaba de nuevo, imposible para la mujer acostumbrarse a eso, pues era mal augurio, de seguro. Pensó que lo mejor era permanecer en el exterior, no fuera a venir un terremoto tal que se derrumbara la casa con ella ahí dentro. Pero estar sola en medio de la fría oscuridad la hacía desear estar en otro lugar, y en otro tiempo también, con su amado tal vez, correteando entre los árboles bañados por la luz y el calor del mediodía, ella huyendo, el persiguiendo, entre carcajadas y miradas cómplices; o tal vez en un día de campo, un mantel de cuadros rojos y blancos y canastas repletas de comida, pues seguramente habría saiyas involucrados, y su nieta, sonriéndole mientras el viento removía sus cabellos, Qué ricos pasteles preparaste hoy, abuelita; o qué tal en la Facultad de Ciencias, noche de entrega de diplomas, la madre más contenta de todas, Mención honorífica, debe estar orgullosa señora Son, Lo estoy, yo siempre supe que mi hijo tenía un gran intelecto; incluso sentada a la mesa esperando a ese muchacho cada vez más incorregible, Pero qué horas son éstas, mira que me tenías en vela, Goten, No pasa nada mamá, ya estoy aquí, un beso en la frente y podía dormir tranquila de nuevo, pero una vez ya no regresó, la noche en que todo había comenzado y ahora ella se hallaba ahí, sin saber qué esperar.
Al escuchar cómo el rumor de la tierra aumentaba, y ver aquellas luces engullendo Ciudad Satán, y a todos sus habitantes, no supo si era su imaginación o realidad los gritos que escuchaba, pensó Milk que cualquier cosa podría pasarle a ella y a su marido, y presintió que las oportunidades de ver a su nieta y hablar con ella, y de pasar tiempo con sus hijos, se habían extinguido el día en que cada uno de ellos murió, Goku, tú no, por lo que más quieras, no mueras, que si tuviera que elegir entre tu vida y la mía, prefiero que conserves la tuya, pero más daría por verte otra vez, y morir, no me importaría ya, si tan sólo fuera entre tus brazos, así que te esperaré aquí, como te dije que lo haría, porque sé que vendrás, y me vas a decir que todo está bien, que venciste al enemigo, llamarás a Shen Long y todos estaremos juntos otra vez y podremos vivir en paz hasta el último de nuestros días; pero no moriremos así, Goku, no así.
