- Sólo quiero saber algo.- dijo Stephen por tercera vez, la vista baja sobre su café express. Severus Snape,
sentado frente a él en la cafetería de las Tres Escobas, bebía su café irlandés con pequeños sorbos,
disfrutando la carga de brandy que Rosmerta le aplicaba exclusivamente para él.
- Exactamente, qué es lo que quieres saber?- preguntó Snape con cierta sequedad, casi como si temiera usar
las palabras erróneas.
- Sobre mi madre. Lo único que sé es que se llamaba Olivia White y que vivía en Northumberland, pero no he
podido averiguar nada de ella. Nada-
- Qué te ha dado la idea-
Stefan guardó silencio un momento.- Ari-
- Dudo mucho que ella te meta esas ideas en la cabeza: Ari tiene más sentido común que ustedes tres juntos-
- No es eso. Es ... verla embarazada. De mí. No puedo menos que imaginarme a mi madre-
- Stephen, necesitas un psicólogo si cuando ves a tu mujer piensas en tu madre-
- Córtela. Usted nunca ha tenido hijos ni se ha casado, no sabe de lo que estoy hablando-
Snape guardó silencio. Stephen miró sus ojos heridos, y habló enseguida.- Perdone. De veras perdone; no
era eso lo que quería decir. Sólo quiero saber... sabe algo de mi madre?-
Ella usaba una falda de oficinista castaña, con tacos altos, pero era su única coquetería: el rostro estaba desprovisto de color o maquillaje alguno, y el pelo, de un castaño oscuro estaba recogido en un feo moño muy apretado en lo alto de la cabeza, por sobre unas gafas cuadradas aún menos atractivas.
- Siempre habrá tiempo para un poquito de crueldad.- solía decir Stefan a Ewan cuando éste lo urgía a apresurarse. Nunca eran espectaculares como los de Lucius, ni retorcidos como los de Octavius, ni menos tan magistrales como los de Severus. Era la pequeña cereza sobre el decorado pastel: pequeñas palabras, frases, acciones, que le daban ese brillo metalizado en los ojos de Stefan, que el descuidado podía confundir con el brillo normal de los anteojos.
Stefan, sentado en un rincón de esa pequeña biblioteca rural en una silla baja hecha para niños, estaba muy quieto, con una copia de la obra de C.S Lewis en las manos en las manos. Era una imagen que podría haber sido conmovedora, de no haber tenido ese brillo metalizado en los ojos que él se esforzaba tanto en mantener bajos. La amplia gabardina azul marino hacía olas a su alrededor en el piso, y el pelo negro algo despeinado brillaba, muy correctamente cortado, el cuello y puños de la camisa de un prístino color blanco bajo la corbata y la chaqueta color azul piedra. Estaba en silencio, pero sus ojos a veces se escapaban del libro y observaban a la bibliotecaria, con su aspecto casi antológico, dejando vagar la mirada por las delgadas piernas cruzadas bajo el escritorio.
- Es hora de cerrar.- dijo Olivia. Stefan no respondió, manteniendo la mirada fija en ella hasta que Olivia White,
de treinta y siete años, salió de detrás del escritorio y se paró frente a él.
- Tengo que cerrar.- dijo con sequedad, aprendida de años de aterrorizar alumnos revoltosos.
Stefan cerró el libro, alzó la vista y la miró. Olivia casi perdió pie sobre sus tacos, literalmente, al impacto de esa
mirada.
- Tienes que hacerlo-
Olivia abrió y cerró la boca, y se quedó desconcertada. Pensando que quizá era un ladrón ( en una biblioteca!)
un asesino, un violador, apretó los puños y siseó:
- Si no se va llamaré a la policía-
Stefan se levantó- tan alto, tan increíblemente alto- y la miró, para luego cerrar el libro y alargárselo. Olivia no lo
tomó, pero si observó bien lo largas y delgadas que eran sus manos, tan pálidas, con un anillo azul muy
delicado en el dedo anular, y nada más.
Nada más? Soltero?
Y luego se retiró, con su paso sencillo.
Para volver mañana.
Era un remanso de paz, cuando venía todos los días y se sumergía en un libro infantil, desde la cinco a las
siete, en que ella lo echaba.
Dulzura, o crueldad?
Y ella lo miraba, para siempre encontrarse con sus ojos azules de brillo metálico.
Se había leído las Crónicas de Narnia de cabo a rabo: todo Tolkien, todo Hans Christian Andersen, todo L.M
Montgomery, todo J.K Rowling, sentado tranquilamente en una silla infantil, con las largas piernas estiradas y
el abrigo como un charco descuidado alrededor. Mujeres que venían con sus hijos se le insinuaban
descaradamente, pero él las ignoraba pacíficamente. Y mientras el sol bajaba por las ventanas del pequeño
pueblo, Olivia se encontró observándolo, observando su quietud, su tranquilidad, su mirada absorta.
Pero a veces, cuando se cruzaban, Stefan la miraba a los ojos y ella sentía como si una corriente eléctrica la
mordiese. Era como mirar a un abismo insondable de noche: profundo, sombrío.
La desafiaba a hablarle: lo sentía, pero no se atrevía más de lo que se hubiera atrevido a tirarle a un tigre
dormido de la cola. Había amenaza velada, en sus silencios, o era su imaginación?
Y eso fue hasta que un día lo vio llegar con una rosa tan oscura que en vez de rojo era casi castaña y la puso
en su florero en silencio.
Olivia White tenía treinta y siete años: había vivido su vida en un pueblo pequeño, desprovisto de toda
delicadeza, de toda sofisticación. Cada día de sus treinta y siete años había sido idéntico al otro: cada noche
había sido igualmente silenciosa. Y sin recursos y atada a una familia en la que sus padres se hundían en la
mediocridad y la locura senil, su vida era una lenta tortura salpicada de momentos de felicidad entre sus
amados libros. Sólo leía, y escapaba: en donde habían palabras elegantes y sueños de amor, leyenda y gloria.
El paisaje era cada vez más gris mientras más coloridos eran los libros, y sus sueños.
Contra esa red de niebla y opacidad, los ojos de Stefan eran más azules que nunca, y la rosa tan roja que hería
la vista. Ella se quedó boquiabierta, mirándolo, la expresión rejuveneciendo su rostro diez, veinte años de
golpe. Stefan sólo asintió, y volvió a hundirse en la Crónicas de Avonlea.
Pasó una hora, tic toc tras tic toc, y ella se levantó suavemente. Cuando Stefan alzó la vista, ella estaba de pie
junto a su mesa, y no sabía qué hacer con las manos.
- Perdona... porqué...?- se rehizo, y volvió a surgir la bibliotecaria.- Quieres... quieres un café-
Stefan asintió, sin sonreír. Olivia se giró, nerviosa, y preparó dos cafés con manos que temblaban un poco,
para ponerlo frente a él. Stefan bebió un sorbo, y la miró con placidez, como si la desafiara a seguir hablando.
Sobre ellos, un cartel hecho a mano por ella en la pequeña biblioteca rezaba silencio.
- Me llamo Olivia.- dijo ella, con la voz un poco destemplada.- Olivia White-
- Stefan Wilkes.- dijo él, en voz baja.
- Te ha...- la voz de ella temblaba un poco, tocando el libro sobre la mesa.- Te ha gustado-
- Sí.- dijo él, con voz serena. Luego se echó atrás en la silla, y la miró fijamente.- Si quieres besarme, Olivia, no
tienes porqué hacer small talk primero.-
Olivia se enderezó de golpe, su rostro lechoso con dos manchas de color en las mejillas, rojas como si la
hubiera herido. Se quedó por un momento sin voz, y luego habló con aspereza, su garganta rasposa de
indignación.
- Usted... engreído... salga de aquí! Salga! Atrevido! Es-
Stefan se levantó también, desdoblándose con parsimonia de la silla baja, hasta quedar erguido en toda su
estatura. Olivia era una mujer demasiado alta para ser bella, pero Stefan era aún más alto, y la dominaba con
facilidad porque el abrigo lo hacía ver mucho más grande. No parecía afectado por su ira, y se limitó a mirarla a
la cara sin ninguna expresión.
- Me voy. Pero volveré.- dijo con una levísima sonrisa, depositando el libro junto a la taza, bebiéndose un
sorbo del café y saliendo por la puerta con un paso muy calmado.
Esa noche, una Olivia insomne no pudo cerrar los ojos. No era sólo que el misterio de ese hombre tan bien
vestido, de acento tan educado y ojos tan fríos y límpidos la mantuviera despierta: Olivia jamás había sido
confrontada a un hombre, nunca había sido implicada su femineidad, nunca había sentido una masculinidad
tan arrolladora y a la vez tan exasperantemente pasiva inundar su puerta. Había leído los clásicos eróticos más
ardientes, pero ni el Amante de Lady Chatterley ni el marqués de Sade había llevado el sonrojo a sus mejillas
como el sólo recuerdo de esa alta y angulosa figura lo llevaba. Era su silencio, y sus gestos calmos, que
parecían cargados de la promesa de violencia, de pasión? Era la sensualidad de esos ojos fríos? Su cuerpo latía
esa noche tendida en su pequeña cama, sus mejillas como estandartes de vergüenza esforzándose por sentirse
afrentada, ofendida, y sin hallar más que deseo y decepción. Y angustia. Y si lo hubiera... si lo hubiera
enfrentado?
Cerró los ojos. Nunca lo sabría. A no ser que él... que él volviera...
Y volvió.
A veces, se perdía unos días: luego volvía, y el corazón de Olivia salatba en su pecho, su lechosa piel
sonrojándose de pies a cabeza cada vez que lo veía sentado en su silla habitual. Tuvo días, horas, semanas
para observarlo, para observar la forma en que apoyaba el libro en una sola mano, que eran grandes y
delicadas, o cómo el viento le alzaba el pelo que le caía en la frente en un despeinado remolino negrozulado:
pudo observar cómo los pasajes tiernos le hacían entrecerrar los ojos y relajar las cejas, y cómo a veces una
sonrisa incontenible iluminaba su rostro al leer, las comisuras de los ojos arrugándose como si fuera a soltar la
carcajada.
Pero su silencio era absoluto: su quietud, inamovible. Leía y leía, a unos metros, pero inalcanzable para ella: y
el deseo de Olivia crecía y crecía, incontenible, hasta que calambres de deseo que eran casi menstruales le
retorcieron el vientre cada vez que lo veía llegar. Perdió el apetito: su cuerpo empezó a cambiar, como si el sol
hubiera tocado una flor frutal para hacerla fruto, o más bien como la lluvia inesperada pudre el fruto en el árbol.
Cada noche se retorcía en orgasmos interminables e insatisfactorios, angustioso, sollozando a esos ojos
azules, y cada día, ojerosa, con el vientre adolorido y los pechos sensibles hasta el dolor se sentaba tras el
mostrador, la mirada vacía y afiebrada.
Su razón huía, y sus manos temblaban cuando él entraba a la biblioteca.
Tres semanas después, la locura la poseyó por completo. Esperó a que él hubiera llegado, instalado en su
comfortable rincón, y cerró las puertas de la biblioteca atrancándolas con sillas, echando a unos niños que
querían entrar con voz destemplada, aguda.
Cuando volvió a entrar a la sala, Stefan la miraba. Bajó el libro, sus ojos entrecerrándose como cuando algo le
divertía.
Olivia se arrancó las ropas mientras caminaba a él, su cara roja, las manos como garras de pájaro quitándose la
blusa de cuello alto, el medallón de la abuela, las gruesas medias, dejando todo caer como si se arrancase la
carne para exhibirle sus huesos. Su mirada estaba perdida, enloquecida. Cuando llegó frente a Stefan, desnuda
como el día que nació excepto por los zapatos de tacón ancho y el rodete, hubiera aterrado a muchos hombres:
parecía una arpía, una mujer enajenada.
Pero no a Stefan, que se quitó los lentes, los dobló, y se quitó el abrigo con un elegante movimiento de los
hombros.
- Sabía que vendrías a mí-
Olivia se arrojó sobre él con hambre no exenta de torpeza, pero Stephen, con una flexión brusca de sus
poderosos hombros la sentó en el escritorio con un esfuerzo brusco. Olivia jadeó y gritó cuando la mano de él
fue directamente al punto entre sus muslos, sus dedos ásperamente buscando, penetrando, testeando, y ella
se movió contra su mano tan dispuesta, tan hambrienta como si junto con su ropa se hubiera quitado su
cordura.
- Sí... por favor...- jadeó, los ojos en blanco, feroz como un animal en celo. Stefan sonreía.
- Los hombres desprecian a las prostitutas, pero son las mujeres como tú las que se venden realmente barato.-
susurró.- Son las mujeres como tú las que entregarían mucho más que carne por una caricia, una sola caricia...
no es así, Miss White-
Si las palabras de Stefan llegaron al cerebro de Olivia, ella no fue capaz de procesarlas. Tocada por primera vez,
entregada al hombre que había poblado sus pesadillas febriles, jadeó cuando el primer orgasmo que alguien le
produjera se abrió paso en su cuerpo, doloroso como si se lo arrancasen de cada nervio, una dulzura agriada
hacía mucho tiempo, el verano ya lejos.
Se retorció, sus muslos separados, los dedos de Stefan brutales y exigentes, la fricción quemante.
- Aah... por favor...- Olivia, apoyada en las manos, movía la cabeza de un lado a otro, la boca abierta en jadeos
cortos y rápidos, sus caderas empujándose contra Stefan a pesar de la aspereza y el dolor, guiada por un
instinto más antiguo que el placer.
- Nunca has hecho esto, verdad?- la voz de Stefan era burlona, casi cruel. Olivia, las piernas abiertas, se quedó
tendida en el pupitre, sus pies con zapatos de tacón lo único que llevaba puesto además de los lentes
empañados de sudor.
- No... por favor-
- Ruégame-
-... te lo suplico... ah...- Olivia dejó escapar un gemido cuando el pulgar de Stefan abrió súbitamente su ano,
mientras los dedos seguían moviéndose dentro de su vagina.- por favor-
- Por favor qué-
- Cualquier... cosa-
- Muy bien.- dijo Stefan, quitándose los lentes con una mano que los manchó de fluidos y sangre.- Ven acá.-
agregó, desabrochándose los pantalones y tomándola del pelo. Olivia jadeó de dolor, y cayó torpemente de
rodillas frente a él, para encontrarse de pronto asfixiada por la carne dura y caliente que se hundió en su boca y
siguió hasta el fondo de su garganta. Asfixiándose, Olivia manoteó, pero la presa en su pelo era firme y brutal,
y cuando los espasmos de rechazo inundaron su garganta Stefan respiró hondo y sólo la retuvo, hundiendo
las uñas en su cuero cabelludo. Cuando al fin la soltó, Olivia se halló con la boca y la nariz llena de bilis
amarga, mientras que Stefan tenía sangre bajo las uñas.
- Arrodíllate en la mesa.- ordenó, su mano arrastrándola de nuevo. Olivia, medio ahogada aún, hizo lo que le
ordenaba, aunque su estómago aún se retorcía: pero allí estaba de nuevo esa mano entre sus piernas, hundida
en ella, sujetándola.
- Qué tanto me deseas?- susurró Stefan: Olivia no podía hablar, y no fue hasta que un revés en sus nalgas
pálidas las volvió rojo encendido y ella gritó que encontró su voz.
- Yo... te deseo!- jadeó.- Por favor-
- Dí mi nombre-
- Stefan-
- Dilo otra vez!- dijo de súbito, moviéndose entre sus piernas, aferrándolas y empujándose dentro de ella de un
tirón. Olivia sintió como algo se resistía y luego cedía, y su grito de angustia, triunfo y terror tomó la forma de
su nombre:
- STEFAN-
- Otra vez... no quiero que se te olvide nunca...- Stefan era sombrío y temible sobre ella, moviéndose con
hábiles, pero secos empujes, las piernas de Olivia temblando en sus hombros. Olivia se aferró al pupitre con
ambas manos, segura de que iba a caerse: el mundo giraba y se retorcía mientras el dolor inundaba su vagina y
el placer le explotaba en la cabeza.
- Stefan... stefan... stefan... ah... stefan... stefan... stefan... stefan... ah...- gimió en una letanía, mientras el
orgasmo le era arrancado otra vez por la mano de Stefan en su clítoris, moviéndose con ausente crueldad.
Olivia se le aferró, sollozando mientras la creciente ola la arrebataba, pero el ritmo de Stefan continuaba rápido
y brutal, hasta que de pronto, su mano le aferró el cuello, y sus ojos la miraron, entrecerrados, su azul
sombreado de locura.
- Cállate. Cállate.- susurró, sin detener su brusco movimiento. Luego le alzó más las piernas, y alternó las
embestidas entre su sexo y su recto, doblándola hasta que su cuerpo protestó: pero esa mano en la garganta la
ahogaba, el peso del cuerpo de Stefan y su ruleta rusa de placer la sujetaban... Olivia se convulsionó una vez
más, su boca abierta en un grito silencioso, mientras un tercer orgasmo inundaba su sexo de humedad: pero
sólo entonces notó los labios de Stefan moverse, sus ojos cerrados con fuerza, la letanía que sus labios
susurraban.
severus severus severus severus severus.
Stefanestalló en su vagina con un leve jadeo y una inspiración honda, sujetándola mientras uno o dos
pequeños movimientos perfeccionaban su placer. Se quedó allí en los que parecía un momento eterno,
hundido entre sus piernas, el rostro echado atrás, respirando agitado, hasta que se apartó, arreglándose la
ropa.
Temblorosa y torpe, Olivia se recogió temblando sobre el pupitre, desnuda, el pelo en una masa indócil, todo
su desnudo cuerpo doliendo. Vio la espalda de Stefan, y alargó la mano: pero una mirada de él la congeló en su
sitio.
- Volverás?- susurró.
- Podría volver.- dijo él, limpiando sus lentes antes de colocárselos, su rostro pétreo excepto por una gota de
traspiración en su frente.
- Volverás-
Stefan se dirigió a la puerta, y habló por encima de su hombro.
- No-
Cuando cerró la puerta, se llevó la cordura de Olivia con él. Cuando nueve meses luego la estricta, frígida,
ridícula bibliotecaria fue madre para la diversión del pueblo entero, la familia que había alimentado y ofrecido
su juventud la repudió.
Stefan nunca supo que era padre: murió pocos meses después de esa maldad gratuita.
Un año después, poco antes de que Olivia muriese en la miseria y la desesperación, Stephen fue tomado bajo
el ala del Estado. Cuando creció, lo único que sabía era el nombre su padre y de su madre.
Snape y Lucius le habían hablado horas de Stefan. Pero nadie había podido hablarle de su madre, nadie
excepto Snape, a quien Stefan había detallado sus crueles diversiones.
- Tu mamá? Era un mujer bellísima que le robó el corazón el corazón a tu padre...- empezó Snape a hablar
sobre su capuchino, mientras Stephen bebía sus palabras. Severus hiló una larga historia de amor a
primera vista y tierna resignación: una historia que bien podría haber estado consignada en uno de los
libros de Olivia. Trazó el retrato de una mujer joven, bella, romántica y dulce, una mujer de espesa cabellera
suelta y ojos de paloma, dispuesta a todo por amor. Stephen lo oyó con los ojos abiertos, que se bordeaban
de lágrimas a veces en silencio, mientras Snape continuaba su historia, hasta el dulce y terrible final: su
padre abandonando a su madre por temor a los mortífagos, ella muriendo sola de enfermedad, dejándolo en
un orfanato. Le habló de su dulzura, de su belleza, de su noble y puro amor: le habló de sus besos y sus
caricias, de su delicada figura, del apasionado, idólatra amor que ella y su padre habían compartido.
Snape habló por horas, hasta que quedaron solos en la cafetería: habló con la voz pausada con que se le
cuentan cuentos a los niños, y a la vez con la suavidad con que un pintor culmina una obra maestra
directamente de su imaginación.
Y mintió.
Sus palabras fijaron a Olivia White, esa Olivia White de fantasía, en la mente y en el corazón de Stephen.
Stephen se enamoró por completo de esa madre que no había conocido, se enamoró como sólo los hombres
que aman la historia se enamoran de mujeres muertas mucho antes de que nacieron.
Y por primera vez, aunque fuera después de muerta, Olivia fue amada, amada de verdad.
Look for the girl with the broken smile And she will be loved...
