Ops, hubo un gran hueco en el capítulo anterior. Olvidé por completo (sí, por completo) a Bartemius Crouch. Me sorprende que nadie lo haya notado (ni que la gran cantidad leyera el fic...). Entonces, una estúpida excusa mal argumentada: el pequeño, a pesar de ser mortífago, era inocente en ese asalto (y lo creían mentiroso... 9.9). Sólo estaba en el momento equivocado en el lugar equivocado. ¿Conformes? No lo creo. Yo tampoco.
Pido mil perdones por loe errores de ortografía, pues mi corrector está desactivado (mi pobre PC está realmente mal).
Bueno, agradezco su paciencia, y espero que les guste. Nuevamente ha quedado bastante corto, pero quería publicarlo de una vez, pues empezaba a desesperarme, ¿OK?
Cualquier duda/sugerencia/crítica/flame/etc./etc./etc./etc. son libres de mandar un review o un mail a kaoruteamohotmail.com.
TERCER CAPÍTULO: LA DIVINA COMEDIA
(o el exquisito horror de saber que serás por siempre la misma persona. Y tiemblas.)
- Los hijos de puta llegaron, señor.- un auror les llevaba hacia la mugrosa celda. Ni que a ellos les molestara.
Entre ellos tres había un mortífago mimado. El pequeño había sido agarrado cuando entró a alertar a Rabastan, Bellatrix y Rodolphus. Sus ojos, pardos y grandes, recorrían el lugar asustados, atemorizados, indescriptiblemente bellos.
Rabastan, la mirada fija en la pared una vez blanca, acariciaba con una mano su vientre, y con la otra el cabello de su hermano. Sus ojos brillaban como pocas veces. ¿Cómo era posible disfrutar del horror de saber que cuando salieras de allí tu alma sería encerrada en una jaula de cristal muy, pero muy pequeña? Tal vez en ese lugar brillante, el cual la gente asumía como ausencia, estaría el alma de Alice. O tal vez, si se concentraba mucho, podría ver sus ojos en la cueva oscura pero bella, recuerdos de terror, miedo infundido por un negro vacío, los ojos grises y almendrados de un alma muy brillante, encerrada siempre, siempre, en una jaula de cristal. Su jaula de cristal. Oh, Alice, sólo debías esperar.
Rodolphus, su impecable túnica blanca sustituida por aquella que usó el día. Ese día. Como un espectro. Sus labios rojos, entreabiertos y con un fantasma de sangre. Lo habían golpeado. Y en sus ojos se veía el brillo de un Dark Lord que había cautivado su sangre, como amante cautiva a una mujer. Un brillo alumbrado por la pureza de todas y cada una de las palabras de ambos. En sus ojos veía un poder que siempre tuvo, y que su jaula pequeña de cristal no le permitió. Aquel poder que todos tenemos. Rodolphus sólo esperaba, paciente, sus manos meciéndose suavemente en el aire. Rodolphus esperaba, como lo había hecho toda su vida.
Tenía frío. Mucho, mucho frío. Su piel blanca le daba una sensibilidad increíble. Pero también le hacía sentir mucho. Ella no quería sentir. ¡No quería! Si no fuera por su piel, ella no sentiría a Sirius. ¡Claro! Debía arrancarse la piel. Despacio, para que él terminara de irse, y así ella no sentiría más. Si se arrancaba el tejido, una estrella negra huiría, y no querría verla, ni sentirla. Porque ella no lo vería, ni lo sentiría. Y sin Sirius, sería más efectiva a su Lord. Pero él se había ido. Y Sirius no. Sintió su dedo en la espalda; la piel se le erizó. ¡Maldita piel! Si sólo pudiera despojarse de ella en ese momento. ¡Cómo le gustaría que su piel fuese tan morena como la de Sirius! Así no tendría que sentir nada; ni frío, ni calor, ni la suciedad, es más, no sentiría amor. ¡¡No debía decir esa palabra!! ¡¡No debía pensarla!! No al menos para Sirius. ¡Tampoco debía pensar en él! "Siriusiriusiriusiriusiriusiriusiriusiriusirius... ¡mierda!" Claro, cuando su Lord volviera, le ayudaría a arrancarse la piel, para servirle como ella debiera haberlo hecho toda su vida. Casi podía ver su lengua vagando por cada parte de su cuerpo, recorriendo la piel, saciando el hambre de amor, el hambre de poder, y, tal vez, saciando el hambre de Sirius. Su piel blanca arremolinándose en la frialdad de su Lord, cada extremidad suya en la de él. Casi podía ver su rostro torturándola y amándola y poseyéndola, destruyendo su mente como siempre le hubiese gustado de alguien más; su rostro, una fría sangre sin color, ni sabor, ni olor, ni nada de nada, una fría sangre con poder, ese poder que absorbía todo lo demás, mirando sus ojos azules, carcomiendo la nada de cordura que en ella quedaba. ¡Pero ella no estaba loca! ¡No si se lo había dicho el mediasangre Lupin, o Potter, o Longbottom, o cualquiera de ellos! ¡Ellos no sabían lo que era ser una Black! ¡Ella no quería arrancarse la piel para estar cuerda! ¡Ella no...! Y, además, una persona loca no era tan inteligente para estar allí, en ese momento.
Pero tenía frío, tenía tanto frío... Y allí, acurrucada en un rincón oscuro, toda su cabellera negra tapando sus ojos, irritados y abiertos de par en par, intentando sacar alguna idea de su subconsciente para poder arrancarse la piel lenta, dolorosa y estéticamente. Como alas...
Se preguntó cómo haría para volar, si sus alas estaban rotas. Y en un momento de locura, se preguntó dónde estarían los demás, esos que se llamaban a sí mismos fieles mortífagos, los que devoran la muerte. Se preguntó cuántos de ellos merecerían aquel hermoso e importante título. Se preguntó si alguna vez volverían a su Lord, a reclamar su sangre, a buscar lo que ellos encontraron dentro de sus cuerpos y mentes; si es que tenían el valor suficiente. Se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que su frío se disipara, y pudiera sentir su carne. Sólo una vez más...
Tiritaba, esa piel cálida no estaba con ella, ni lo estaría nunca más.
Bartemius, o Barty, como solía llamarlo su madre, tiritaba también. Pero no de frío. De hecho, extrañaba el frío. Temblaba de terror y de odio y de amor. Necesitaba a su Lord, necesitaba su mirada y su piel de hierro. Su piel lechosa era seda gris, lágrimas cayendo por ella, un manantial de sueños marchitos. Todo se había terminado. Y que sus lágrimas sirvieran al menos para acoplar las de su madre, mecer su cabello y acariciar su rostro. Oh, cuánto los necesitaba. Seguía siendo el pequeño niño asustado, con miedo de vivir, con miedo de amar u odiar o sonreir a sí mismo. Sus ojos, con ese miedo terriblemente bello, recorrían los rostros de Rodolphus, Rabastan y Bellatrix. Había amado a Rodolphus por su inteligencia, por ser tan admirable, y por vestirse de blanco. Había amado a Rabastan porque sus ojos eran castaños, y porque sus ojos casi nunca brillaban. Y había amado a Bellatrix por su delgada línea de cordura, que le recordaba tanto a su Lord. Pero él todavía amaba a su Lord, como siempre. Y a su madre. Extrañaba sus pañuelos blancos...
El sueño se había terminado, y ahora debía volver a la realidad de su padre, que tanto había odiado desde que conoció al Lord, a Bellatrix, a Rodolphus y todos los verdaderos fieles. Pero el sueño se había acabado, y era hora de pisar el suelo gris, y enfrentar la verdad. ¡Extrañaba la utopía! Cuanto habían luchado por ella, y ahora, sólo porque su Lord había desaparecido por un tiempo, todos ellos habían negado sus sueños, y se entregaron a una verdad fea, impura y estremecedoramente gris. ¿Cuánto faltaba...? Tenía miedo.
Risas.
Risas y llantos fundidos en un arpegio hermoso que eran los sueños, ahora marchitos y rotos, pero aún vivos; justo como ellos. Risas nerviosas y llantos de felicidad, melodías amargas de una Causa. Todo parecía un sueño de invierno. O tal vez lo era. Ya no querían despertar. Él, su túnica manchada de blanco, sus ojos brillando como si el mismísimo Lord estuviera en él, aguardando un final inesperado, en sus labios sangre, saboreando el metálico sabor del poder perdido. Ella, sus uñas carcomidas y sus dedos prácticamente sangrando, mirando fijamente al vacío, esperando por una mirada que se atreviese a desafiarla, como siempre el negro lo había hecho. Él, ojos grises en los suyos azules, meciendo algo que ni siquiera él comprendía; observaba jaulas de cristal y cajitas musicales. Y él, sus ojos grandes viendo asustados pañuelos blancos y fría piel, amando cada uno, llorando por ellos; añorando ese vibrante dolor, seda gris deseando ser el hierro, estar en él.
El frío se intensificó dando paso a un caudal de almas encerradas, heladas y destrozadas. Bellatrix aún seguía mirando, perdida en su mar de cordura. Su gesto se endureció al sentir la verdad en cada ángulo de la habitación, demandando la suya propia. Su rostro, de nuevo hermoso, la frente en alto, los labios tan rojos como los de Rodolphus, inyectados en sangre como sus ojos aplomados; miró al abismo, y éste le devolvió la mirada. Una reina maldita.
Rabastan miraba sus manos, blancas, con bellas y delgadas líneas azul violáceo que las surcaban como ríos de vida. Ja, le habían enseñado que se llamaban venas, y que por allí fluía sangre. Pero Rodolphus le había dicho que no le hiciera caso, que, como siempre, los griegos tenían razón; las venas no tenían sangre, pues la sangre era vida en su más noble significado, y para él y todos ellos, la vida no existía, sino que eran puras mentiras. Y si Rodolphus lo decía, era verdad. Rabastan admiraba sus manos sin sangre, dejándose llevar por el imperceptible fluido de aire, avanzando con él hacia ninguna parte. ¿Sería así el beso? ¿Sería como uno de Alice? ¿O, sería como toda la gente decía, que te absorbían el alma por la boca, y después de eso, no existías más? Decían que estabas vivo pero muerto. Que estúpida frase. O tal vez estabas muerto pero vivo. Seguía siendo estúpida. Pero Rabastan se inclinaba por su propia teoría. Sí, la de la jaula de cristal. Le hubiese gustado más que fuera una cajita musical, así podría escuchar por toda la eternidad la voz de Alice cantándole donde estaría su oído.
De repente, extrañó la voz de Alice. Y sus ojos. Y su boca. Y sus pechos jóvenes. Bueno, la extrañó un poco más que siempre. Entonces, a Rabastan le dieron ganas gritar. De gritar y desgarrar su garganta de modo tal que nunca más tuviera que hablar sobre sueños rotos y Causas perdidas, ni sobre amores muertos y olvidados, ni de amores extraviados, débiles, y muy lejos de él, pero aún vivos. Si se arrancaba la garganta no tendría que decirle a Bellatrix que no se arrancara la piel, sólo asentiría con la cabeza y vería a esa reina maldita desmoronando un imperio de esperanzas vacías. Y sonreiría.
Pero luego lo pensó. Si se arrancaba la garganta, no podría gritar que tanto Alice como su Lord volverían. Mierda. Tendría que esperar.
Miró a su alrededor y vio devastación. Sus cabellos arrancados se mecían suavemente entre sus dedos, confundiéndose con los de su hermano, que miraba al vacío. Vio una vez más la sangre en su labio. Roja. Estaba confundido. ¿La sangre no estaba en el poder? ¿Y no era el poder algo totalmente abstracto? Rodolphus no debería tener sangre. Y tampoco Rabastan. Ni Bellatrix, ni siquiera Bartemius.
Por eso la sangre de su Lord era imperceptible, sin color ni olor ni sabor. Su Lord era poder.
Rodolphus. Sus manos en una danza agónica, entregadas al viciado aire que lo embriagaba. ¡Estaba tan sucio! Odiaba las cosas sucias. Era por eso que se había unido a la Causa. La suciedad debía ser eliminada del mundo. Oh, y la necesidad de poder, claro está. Bueno, en realidad el poder. Sus manos estaban prácticamente violetas. Hacía mucho frío allí. Recordó cómo su esposa Bellatrix tiritaba cada noche bajo su propio cuerpo, y cómo él tiritaba cuando ella lo hacía. ¿Cuántas veces se había amoldado a ella para ahuyentar tan sólo por un instante aquel fantasma negro y brillante? Tantas como Bellatrix se había amoldado al suyo para espantar sus tantos otros fantasmas. Su frágil Bellatrix. Era como el invierno, como el otoño y como mil mares llenos de dulce y fría ira. Como un árbol reseco de amor. Oh, sí, Rodolphus quería a Bellatrix. ¡Cuánto la quería! Ella era su escudo a la vida que no quería ver. Ella cerraba la puerta de su biblioteca para que nadie lo molestara cuando estudiaba, o cuando lloraba y su autoflagelaba. Daba igual. Ella leía su diario, y acunaba sus palabras con su voz átona. Ella le hacía olvidar por un momento su destructivo amor por el poder, por su Lord y por sí mismo. Ella era su sostén. ¡Cuánto la quería!
Relamió con suavidad la sangre roja, admirando esa hermosa ilusión de vida. Como siempre. El sabor metálico y fresco y agrio le recordaba a su Lord, y su infinito e insaciable amor.
Era como...
- Caminen. ¡¡¡¡Vamos!!!
Aurors. Muchos aurors.
Jaulas de cristal se veían a lo lejos.
