Tercera entrega de uno de las historias que más me han gustado hacer (aún siento que merece más reconocimiento... soy una ególatra). Lo de siempre, perdón por la tardanza, bla, bla, bla.
TERCER CAPÍTULO: LA DIVINA COMEDIA (o el exquisito horror de saber que serás por siempre la misma persona. Y tiemblas.)
Los hijos de puta llegaron, señor.- un auror les llevaba hacia la mugrosa celda. Ni que a ellos les molestara.
Entre ellos tres había un mortífago mimado. El pequeño había sido agarrado cuando entró a alertar a Rabastan, Bellatrix y Rodolphus. Sus ojos, pardos y grandes, recorrían el lugar asustados, atemorizados, indescriptiblemente bellos.
Rabastan, la mirada fija en la pared una vez blanca, acariciaba con una mano su vientre, y con la otra el cabello de su hermano. Sus ojos brillaban como pocas veces. ¿Cómo era posible disfrutar del horror de saber que cuando salieras de allí tu alma sería encerrada en una jaula de cristal muy, pero muy pequeña? Tal vez en ese lugar brillante, el cual la gente asumía como ausencia, estaría el alma de Alice. O tal vez, si se concentraba mucho, podría ver sus ojos en la cueva oscura pero bella, recuerdos de terror, miedo infundido por un negro vacío, los ojos grises y almendrados de un alma muy brillante, encerrada siempre, siempre, en una jaula de cristal. Su jaula de cristal. Oh, Alice, sólo debías esperar.
Rodolphus, su impecable túnica blanca sustituida por aquella que usó el día. Ese día. Como un espectro. Sus labios rojos, entreabiertos y con un fantasma de sangre. Lo habían golpeado. Y en sus ojos se veía el brillo de un Dark Lord que había cautivado su sangre, como amante cautiva a una mujer. Un brillo alumbrado por la pureza de todas y cada una de las palabras de ambos. En sus ojos veía un poder que siempre tuvo, y que su jaula pequeña de cristal no le permitió. Aquel poder que todos tenemos. Rodolphus sólo esperaba, paciente, sus manos meciéndose suavemente en el aire. Rodolphus esperaba, como lo había hecho toda su vida.
Tenía frío. Mucho, mucho frío. Su piel blanca le daba una sensibilidad increíble. Pero también le hacía sentir mucho. Ella no quería sentir. ¡No quería! Si no fuera por su piel, ella no sentiría a Sirius. ¡Claro! Debía arrancarse la piel. Despacio, para que él terminara de irse, y así ella no sentiría más. Si se arrancaba el tejido, una estrella negra huiría, y no querría verla, ni sentirla. Porque ella no lo vería, ni lo sentiría. Y sin Sirius, sería más efectiva a su Lord. Pero él se había ido. Y Sirius no. Sintió su dedo en la espalda; la piel se le erizó. ¡Maldita piel!
Miró a su alrededor, buscándolo. Buscando entre tanta oscuridad enfermiza, un poco del negro veneno que llevaba dentro de sí. Pero sólo encontró el salado sabor del terror, su propia piel temblando. Arrancar. Destruir. Amar.
Bartemius, con sus ojos enormes abiertos, buscando una esperanza en sus lágrimas. Y nunca, nunca, la encontró. Vivir, morir, matar, odiar, amar, olvidar, perdonar. Pequeño, solo, esclavo y fugitivo, sin un solo resplandor a su alrededor, gritando en silencio su nombre, gritando su majestuosidad, gritando su propia cobardía.
Mamá, mamá, mamá...- gimiendo entre grito silenciosos.
Sus ojos abiertos, hundidos, espejo del terror que nunca vendría para él. Vacíos.
Esperanza. Eso.
Rodolphus, Bellatrix y Rabastan rieron secamente.
Esperanza. Eso.
Entre los gritos desgarradores del silencio, la puerta volvió a abrirse, y la piel de Bellatrix se sobrecogió hermosamente, acercándose al final. Ella se incorporó, llena de aplomo, del aplomo de él, de su sorna, llena de él. Por detrás los tres corderos, mártires orgullosos de una Causa que siempre fue.
Y Bellatrix caminó entre los muros y entró en la habitación.
Esperanza. Eso.
Estaría también en una jaula de cristal, como su estrella oscura. Y tal vez si ahora sintiera mucho frío, estarían en la misma.
Esperanza. Eso.
