I minya men
El primer camino
- Llévate a la niña con Aurielle, Aratan, la pone nerviosa…
Mornís estaba arrodillada al lado de la cama, tomándole una mano a Áredhel. Gillie se resistió cuando su abuelo paterno la tomó en brazos y la sacó de la habitación. Esta vez, sin embargo, se resistió en silencio. Sabía que algo no andaba bien, que algo le estaba sucediendo a su madre, y quería estar allí con ella. Pero no quería molestar.
Por primera vez, viendo cómo la puerta del dormitorio se cerraba tras ellos, se sintió sola, se sintió inútil, impotente… un estorbo. Se estremeció y ocultó el rostro en el cuello de su abuelo quien, sin inmutarse lo más mínimo, salió a la calle y caminó con ella en brazos hasta la puerta de los Saelrir. Allí dejó a la pequeña en el suelo y se dispuso a tocar.
- Déjalo, abuelo… ya lo hago yo. – con su manecita, golpeó con fuerza la oscura madera – Sé hacerlo sola, puedes irte.
- Si no te importa, me gustaría hablar con Herumor, Nárya.
- ¿Por qué iba a importarme? – bajó la cabeza, mientras del otro lado de la puerta se oía cómo alguien abría la mirilla – Al final siempre hacéis lo que os place…
Aratan no tuvo tiempo de responderle y, de haberlo tenido, probablemente se habría quedado en silenció. La puerta se abrió, y un haz de cálida luz se derramó por ella. Nár supo que Herumor la había saludado, que Alessandra había corrido a abrazarla y que Aurielle las había mandado a la cocina, pero no se dio cuenta de ello. Tampoco le importaba demasiado. Ningún vaso de leche podía quitarle esa desdicha.
Las dos niñas se metieron en la habitación de Aless, y subieron a la cama. La muchachita morena le cogió la mano.
- ¿Qué te pasa, Naryi? – sus ojos grises se clavaron en los de su amiga, preocupados - ¿Por qué te ha traído tu abuelo?
- Porque nadie me quiere… - fue la seca respuesta de la pelirroja, que apretó las rodillas contra el pecho y ocultó el rostro entre los rizos.
- ¡Tonta! Eso es mentira… - Nár alzó la mirada, y sus ojos pardos estaban llenos de rabia. ¿Cómo podía atreverse a llevarle la contraria? Por unos momentos, pareció que Alessandra dudaba – Yo sí te quiero, Gillie.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Se abrazó a su compañera y se echó a llorar.
Giledhel miraba con aprehensión los paquetes que estaban dispuestos sobre su cama. De cada vez seguía más convencida de que nadie la quería. Ella quería quedarse en casa, no quería irse… ¿Porqué la echaban? No entendía nada. Deseó no ser una niña, y entenderlo todo.
Mornís le puso una mano sobre el hombro, que la pequeña rechazó. La mano volvió a posarse en el mismo sitio, y esta vez Nár consintió en que siguiera allí. Notó el perfume de su abuela rodeándola, el tintineo de sus aros, su suave voz.
- Ve a despedirte, querida… tu madre quería decirte algo.
Salió y se encaminó a la habitación de su madre. Áredhel estaba en la cama, pálida y ojerosa, dándole el pecho al bebé. A su hermano. Aquél al que no la dejaban acercarse, ni mirar tan solo. Se acercó de puntillas, sin hacer ruido, para poder verle. Era pequeño, y tenía el pelo muy negro, y la piel morena.
- Ná ve atar… - miró a su madre con ojos suplicantes, deseando no haberse equivocado - Ume?
- Ná… - Áredhel la contempló unos momentos. Eso resultaba duro para todos, pero era lo mejor. – Giledhel Nárya, yendenya… naike ná endetyas?
- Lá… Tere man? Lá… - poco a poco, su voz se fue volviendo más y más débil, hasta ser un simple susurro – Tere man, amme? Tere man lelyuvanye Haradenna? Merin… Merin sa nátye ara ni. Me habéis dicho que no gritara, y ya no grito; que no corriera, y no corro; que te dejara descansar, y aún no había ni venido a verte… Me quedaré todo el día en mi habitación calladita y sin moverme, no molestaré nunca más… pero mamá… no quiero irme.
- Oh, cariño… - le pasó una mano por la frente, mientras la niña se echaba a llorar – Vamos, sube a la cama. Siéntate aquí, a mi lado.
- ¿Es que ya no me queréis, tu y papá, ahora que ha nacido Elenthalion? – Nár se acomodó junto a su madre, intentando no molestarla.
- Claro que te queremos… y te queremos mucho, mi vida. Pero yo estoy muy cansada, y no puedo cuidaros a los dos, a ti y al niño… y Elen aún es muy pequeño…
- ¿Puedo? – tendió una mano para tocar al pequeño, sorbiendo los mocos.
- Claro que sí. – su madre sonrió - ¿Quieres tenerlo tú en brazos?
- ¿Sí? – a Nárya se le iluminaron los ojos y le salió una sonrisa.
- ¿Y porqué no? Eres su hermana mayor, y tendrás que cuidarle, ¿verdad? – la niña asintió vigorosamente mientras Áredhel acomodaba al bebé en sus brazos. Elenthalion se agarró con fuerza al vestido de su hermana, y la miró con sus pequeños ojos grises - ¿Ves? Él sabe que cuando vuelvas vas a poder cuidarle mejor que nadie…
- ¿De verdad aún me queréis?
- ¿Cómo no íbamos a quererte?
Míratan estaba en la puerta, con una sonrisa triste. ¿Era eso lo que había estado pensando la niña? ¿Por eso había llorado tanto esos días, por eso se había hecho notar tan poco? La vio allí, con Elen en brazos, pegada a su madre, con los ojos enrojecidos… Se acercó y los abrazó a los tres, a su familia.
Afuera, Aratan y Mornís esperaban a la niña, que salió al cabo de poco sorbiéndose los mocos, llorando en silencio. Volteó e intentó sonreír, pero tuvo que ahogar un sollozo.
- Te quiero, mamá… te quiero, papá… te quiero… hermanito.
A la niña le pareció que el horizonte cambiaba casi de repente. En un momento había estepa, y en el siguiente solamente desierto. El Sol se había convertido en un ojo amenazador en medio del cielo, demasiado brillante. Parecía como si les hubiera visto avanzar y se hubiera propuesto abrasarlos con su calor.
Nárya sudaba bajo las azules ropas, le escocían los ojos por el resplandor de las dunas. ¿Dónde estaban los árboles y las plantas? ¿Y los animales? ¿Qué le había pasado a esa parte del mundo? ¿Se habían cansado los Valar de crear paisaje y se habían limitado a tirar sacos y sacos de arena?
Anar aún no había llegado al punto culminante de su viaje por la cúpula del cielo cuando Mornís desmontó. Bajó a la niña, que empezó a quitarse las incómodas ropas.
- ¿Qué haces? – la voz de Aratan retronó – Vuelve a ponerte eso.
- Tengo calor… ¡Esto es horroroso!
- Vístete, Nár, si no quieres acabar más asada que la carne sobre el fuego… - le aconsejó su abuela, sin mirarla siquiera - ¿O acaso prefieres que se te despelleje todo el cuerpo antes que pasar un poco de calor?
- ¿Un poco? ¿UN POCO DE CALOR? – bufó la pequeña, volviendo a la colocarse las ropas – Si esto es "un poco"…
- No quieras saber cómo será mañana. – Mornís sacudió la lona de la tienda - Anda, ayúdame con esto.
Refunfuñando, la niña ayudó a montar el campamento y a hacer la cena. Comió con ganas, pero echó en falta el beber: solamente pudo tomar unos sorbos de agua. Solo esperaba que se acabara pronto ese mar de dunas… en una sola mañana ya se había hartado.
Acostumbrada cómo estaba a dormir después de la comida, no le costó nada conciliar el sueño entre los brazos de Mornís. Se despertó a media tarde, cuando ésta se levantó. Medio adormilada aún, notó como su abuelo se tumbaba a su lado y Mornís salía.
- ¿Qué pasa?
- Nada, mi niña, nada… - Mornís volvió a tumbarla con suavidad – Tu duerme.
- Pero…
- Nada de peros. Tú vuélvete a dormir que esta noche tendrás que andar un buen rato.
- ¿De noche?
- Giledhel… Hazme el favor de dejarme dormir…
La niña se enfurruñó con las palabras de Aratan, pero sin embargo volvió a tumbarse a su lado. ¿A quién se le ocurría andar por ahí de noche? Todas las dunas eran iguales, y en la oscuridad… Seguro que iban a perderse… Un escalofrío le recorrió la espalda, y se ovilló apretada contra el pecho de su abuelo y con un brazo protector sobre los hombros.
Volvió a despertarse sin saber si había abierto o no los ojos. No había nadie a su lado, no veía nada. Ni tan solo la silueta de su mano frente a su rostro. Hacía frío. ¿Dónde estaba? ¿Por qué estaba todo tan oscuro? Nerviosa, se incorporó y empezó a oír pasos. Sus dilatas pupilas pudieron entrever una informe figura que parecía deslizarse a sus pies. Y gritó.
- ¡AMME!
- Shhhh… Ya está, ya está, pequeña, ya está… Estoy aquí. – Mornís la tomó en brazos, meciéndola suavemente – Ya está, ya pasó…
- ¿Por qué no veo nada? – sollozó Nár, temblando.
- Por que es de noche.
Salieron de la tienda y una brisa fría e invisible las azotó. En el cielo, titilaban las estrellas, y la Luna no era más que un rasguño en la oscuridad. Notó como la subían a la montura, y se agarró con fuerza. Oía trajín a su alrededor, aterrorizada, y no se calmó hasta que volvió a sentir la mano de su abuela en el hombro.
Retomaron el camino por la arena y, poco a poco, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad que les envolvía. Empezó a distinguir las azuladas siluetas del desierto silencioso, las dunas que parecían, entonces, de plata. Casi sin atreverse a parpadear, contempló la imagen que se extendía a su alrededor:
El mar. Un mar nocturno, inmóvil, fantasmagórico y a la vez terriblemente hermoso, que tanto podía contener monstruos tras cada recodo del sinuoso sendero, o hadas relucientes. Pese a sus temores, nadie ni nada se cruzó en su camino y la noche transcurrió sin percances.
Lentamente, a su derecha, el cielo empezó a cambiar de color. Del negro más oscuro, al añil, y del añil violeta y al rojo ardiente. Nárya se había descubierto la cabeza, y en cuánto pudo descabalgó. A esas horas el desierto semejaba un montón de montañas llameantes, dónde podían morar mil dragones. Sin miedo ya, echó a correr, trepando por la arena, hasta quedar frente al Sol.
- Mírala, qué hermosa…
Mornís se había detenido a mirarla. Ahí, a contraluz, solamente se le veían claramente los cabellos, un aura roja y dorada que caía en suaves rizos entorno a su rostro y flotaba al viento. La luz de Anar se filtraba entre ellos y, cuando sacudió la cabeza, pareció que empezaban a arder.
Aratan desvió los ojos de la niña, meneando la cabeza.
- Demasiado fuego en una sola mujer…
- ¿Quieres ir con cuidado?
- ¿Yo? – Mornís se echó a reír, mientras presionaba en la planta del pie de su marido – Yo solo estoy haciendo mi trabajo, quién debería ir con más cuidado la próxima vez que se ponga las botas eres tú.
- No me las voy a quitar en años…
- Eso si consigues volver a ponértelas… - terció Nár, riendo – Porque el pie se te está hinchando que es un contento…
- Mi niña… - Mornís soltó una fuerte carcajada, mientras Aratan mascullaba algo para sí. - Aprende de esto, Nár: nunca te quites las botas en el desierto… y si lo haces, mira bien dentro de ellas antes de volver a ponértelas…
- Porque puede que se esconda un escorpión…
- O arañas, o serpientes…
- ¡Una serpiente no cabe en mi bota! – se extrañó la niña.
- Mejor no intentes comprobarlo… - refunfuñó Aratan.
- O acabaré cómo tú… con un pie hinchado y la abuela haciéndome cortes y sacándome sangre.
- Exacto. – Mornís echó un puñado de flores secas al agua hirviendo – Sé que aún eres una niña, Giledhel, pero algo me dice que vas a ser una mujer que va a necesitar de esto: fíjate bien en lo que hago, que desde ahora eres mi aprendiz de curandera.
La niña asintió en silencio, solemne, observándolo todo con ojos como platos. Más tarde, mientras Aratan cabalgaba y ellas iban andando, Mornís empezó a hablarle de hierbas que curaban el veneno, de hojas que calmaban la fiebre y el dolor de cabeza, de flores rojas que provocaban el sueño a quién las olía… y Gillie escuchaba embelesada, deseando aprenderlo todo para, al volver, poder curar el cansancio a su madre. Así seguro que la querrían otra vez en casa.
