Disclaimer

Esta historia está basada en

Harry Potter, de J.K. Rowling.

Toda ella está escrita sin ánimo

de lucro para divertir a los

lectores y por supuesto, a

mí misma. Cirinde Stevenson,

Arean Knox y otros personajes

son de mi propiedad.

Capítulo uno: Exsecratio

''Si miro alrededor

siento que aún estás aquí.

Las huellas de tus pasos

me dirán con claridad

que hay una historia que contar''

Greta y los Garbo

La sala estaba oscura, atravesada por un viento frío que hacía ondear las cortinas blanquecinas. Parecían silenciosos fantasmas que alargaban sus brazos hacia la frágil figura de una mujer, temblando entre las sábanas glaucas. Su largo cabello oscuro caía alborotadamente sobre sus hombros y sobre su frente, casi ocultando unos ojos azul verdosos petrificados por un miedo latente y palpable. La joven estiró el brazo hacia una cuna de encaje blanco. Su mano temblaba a unos centímetros de la criatura que había llevado en su interior durante nueve penosas lunas. El bebé apenas lloraba, y su silencio era como afilados cuchillos clavándose en su pálido pecho. Al notar su suave respiración, la mujer se relajó, acunando a la niña entre sus brazos y tapándola con las sábanas. Hacía más de un mes que había dado a luz, pero nadie se había preocupado y ella estaba muy débil, aquel alumbramiento estuvo a punto de poner fin a su triste vida.

-Mi niña… Mi Cirinde.-susurró, acariciando su piel blanca y suave.

Durante meses había odiado a aquel ser que crecía en ella, pero desde el momento en que la tuvo en sus brazos no pudo sentir otra cosa que ternura, ternura hacia aquella pequeña, tan indefensa como su propia madre. Ella no tenía la culpa de que su padre fuese quien era. Apretó el frágil cuerpo contra su pecho, dejando que las lágrimas corriesen sin piedad por su rostro, unas lágrimas que rebosaban miedo e impotencia. La puerta de la habitación se abrió con brusquedad, arrojando unos trazos de luz en la oscuridad del cuarto. La mujer dio un respingo y se encogió, ocultando a su hija en actitud protectora.

Un hombre de gran estatura estaba en el umbral, con el rostro escondido tras una capucha negra y harapienta, con los bordes deshilachados como si una fiera los hubiese desgarrado con sus potentes garras. Pese a su aspecto imponente, la joven exhaló un suspiro de alivio, apretando los ojos con fuerza.

-Sheredei…

El hombre cerró lentamente la puerta tras él y corrió a envolver en sus brazos a la mujer, que aún temblaba.

-Sí, Belinda, soy yo.

-Pensé… pensé que eras…

-Lo sé, querida. No te preocupes, he venido a sacarte de aquí, a ti y a tu bebé.

Belinda abrió los ojos con temor, aunque en ellos brilló una chispa de esperanza que se apresuró a extinguir.

-No, no podemos. Te descubrirá, te matará a ti y a ella. No…

-He hablado con alguien que nos prestará su ayuda para salir de aquí, y luego él nos acogerá bajo su protección.

Belinda alzó una ceja con escepticismo.

-Oh, Sheredei, nadie puede escapar de él.

El joven sonrió y posó sus labios sobre los sedosos cabellos de la mujer, apretando su mano con fuerza.

-Sí… aún hay alguien que él teme.

El bebé empezó a llorar desconsoladamente, interrumpiendo la conversación. Unos pasos se acercaban con rapidez por lo que parecía una escalera de madera vieja que crujía amenazante, a punto de ceder bajo el peso. Sheredei extrajo una varita del bolsillo de su túnica y pronunció un hechizo, sellando la puerta entre chisporroteos de luz roja.

-¡Vamos Belinda, debemos irnos de aquí! Algo ha debido salir mal.

Ella envolvió al bebé en la manta más abrigada que pudo encontrar en un carcomido ropero lleno de telarañas y luego desvió una mirada suplicante a Sheredei, esperando que éste encontrase alguna forma milagrosa de escapar. El joven avanzó hasta la ventana que daba al norte, apartando de un manotazo la cortina fantasmal que le obstruía el paso. Forcejeó obstinadamente con la cerradura mientras la puerta del cuarto temblaba por los golpes propinados al otro lado, e incluso se oyó algún que otro susurro de un hechizo al impactar contra las jambas y rebotar bruscamente hacia su creador. La puerta había resistido estoicamente, pero no tardaría en derrumbarse a sus pies. Sheredei hizo surgir de la nada una escalera firme pero translúcida, revelando su real inmaterialidad.

-Vamos-dijo casi en un susurro lastimero- El hechizo, tanto el de la puerta como el de la escalera, desaparecerá en breve.

Belinda cruzó fugazmente las escaleras, apretando contra sí a la niña envuelta en la cálida manta de lana, temiendo a cada paso que la casi transparente escalera desapareciese bajo sus pies. Al llegar abajo, una ráfaga de viento helado le atravesó el camisón de seda, congelándole el aliento y paralizando sus pulmones. Sheredei cubrió sus frágiles hombros con una capa oscura, devolviendo un poco de calor a su torturado cuerpo. La joven respondió con lo que pretendía ser una sonrisa, pero que se quedó en una mueca de nervioso agradecimiento. La escalera se desvaneció entre nubes de polvo. Sheredei caminó de un lado a otro, escrutando con impaciencia la enorme extensión de vastas praderas y bosques que tenía ante él.

-¿qué buscas?

La pregunta lo sacó de su ensimismamiento. Sus ojos miraron nerviosos a la joven.

-Eh… bueno, aquí debería haber alguien… alguien con un traslador.

-¿debería¿Y dónde se supone que está?

Sheredei se retorció las manos, sin apartar la vista del horizonte. ¿Dónde se habría metido ese pájaro de mal agüero?

Belinda se meció con impaciencia. El bebé no paraba de llorar y revolverse en su regazo, como si pudiese intuir la presencia de él en las inmediaciones, acechándolos como una bestia a sus indefensas presas. De entre la oscuridad total de la trasera de la casa surgió una figura encapuchada, apretando entre sus dedos las riendas gastadas de un pura sangre.

-¡Sheredei!

El joven se volvió y exhaló un profundo suspiro de alivio.

-Vaya, ya pensé que me habías traicionado.

.Déjate de bromas. El traslador está en ese bosque- dijo, señalando una aglomeración de árboles especialmente altos y espesos- lo reconocerás enseguida, un sombrero que te resultará muy familiar.

Bajo la capucha, Belinda creyó ver una sonrisa burlona dibujada en la pálida piel del hombre. Súbitamente, ambos se doblaron por la cintura, apretando algo oculto bajo la túnica que cubría el antebrazo con gemidos agónicos.

-Debo… debo irme ya- miró a Belinda y a su bebé con una sombra de tristeza en los ojos- que tengáis suerte.

Y desapareció igual que había llegado, sumiéndose en las sombras. Subieron al caballo, tratando vencer la parálisis del miedo que luchaba por dominarlos. Belinda apretó a su hija contra su pecho, asiéndose con la mano libre a la cintura del jinete. A una orden del joven, el pura sangre emprendió una carrera frenética, atravesando los campos casi grises y sin vida. Al volver el rostro, Belinda pudo distinguir las siluetas oscuras de varios jinetes más, a escasos metros de ellos.

-¡Sheredei!-gritó, tirando de la manga harapienta del joven-¡Mira!

Él giró el cuello con brusquedad y aumentó el ritmo de la carrera, azotando las bridas con determinación.

-Si algo pasara…-susurró Belinda- sálvala, no permitas que ellos la utilicen como hicieron conmigo…

El hombre asintió, deseando que tras la frenética huida ella continuase a su lado, y esta vez para siempre.

El caballo penetró en la espesura del bosque, esquivando los obstáculos mientras su jinete trataba de desembarazarse de sus perseguidores. Un rayo de luz verde pasó rozando el brazo de Sheredei, alertándole de lo cerca que había estado de perder la vida. El joven tiró de las riendas, parando al animal en un claro del bosque. Bajó a toda prisa de la silla mientras extendía sus brazos para recibir al bebé. A apenas unos metros de ellos, destacando entre la maleza verdusca, había un sombrero de mago color ciruela con motas de un amarillo casi dorado. Sheredei rozaba la brillante tela del sombrero cuando un rayo impactó en la espalda de Belinda, arrancándole un suspiro de sorpresa, su último suspiro.

Sheredei emitió un grito desgarrador, intentando en vano poner en pie el cuerpo inerte de la mujer. Otro rayo verde pasó rasgando el aire, recordándole que aún había vidas en juego. Besando los dedos helados de Belinda, agarró el bulto de mantas y corrió con desesperación hasta el sombrero, cerrando su mano en torno a la tela. Sintió como un gancho le asía por el ombligo y lo impulsaba muy lejos en el espacio, y de pronto su entorno dejó de moverse para adoptar su habitual estado estático.

Sheredei se desplomó sobre su espalda, con la niña llorando en su pecho. Esforzándose por ver a través de las lágrimas amargas, pudo distinguir unos ojos azules tras unas gafas de media luna, y de pronto todo se volvió borroso mientras caía en el suave letargo de la inconsciencia.

Él caminaba pausadamente, sin prisas. El traidor no tenía escapatoria. La casa había sido abandonada mucho antes de su propio nacimiento y le había servido de guarida desde que, dos años antes, su fiel y cobarde siervo volviese a él para brindarle de nuevo los últimos trazos de su vida maldita. A través de la puerta de roble le llegaron los gritos lastimeros del despreciable mortífago. Su boca sin labios dibujó una tétrica sonrisa: sus leales ya debían estar divirtiéndose. Los huesudos dedos se cerraron en torno al pomo oxidado, haciéndolo chirriar. En la habitación desnuda, dos hombres apuntaban con sus varitas a un tercero, echo un amasijo retorcido en medio del suelo cubierto de polvo. A excepción del pobre atormentado, demasiado débil como para ocuparse de otra cosa que no fuese liberarse del cruciatus, los mortífagos se estremecieron ante la repentina aparición de su líder. Voldemort sonrió, satisfecho con el temor que suscitaba incluso en sus más fieles servidores. Su mirada se cruzó con la del joven torturado y chasqueó sonoramente la lengua en señal de desaprobación. Los dos hombres se hicieron a un lado entre leves reverencias. El señor tenebroso avanzó unos metros y se agachó, cogiendo entre sus largos dedos la barbilla sudorosa del traidor.

-Oh, mi querido Will¿por qué me has traicionado?-dijo, con una voz suave que no lograba ocultar su naturaleza cruel- Sabes que la traición se paga muy cara…

-No… yo… señor-balbuceó Will entre gemidos de desesperación. Voldemort negó con la cabeza.

-No sabes lo que has hecho, Will- la varita apuntó directamente al torso del mortífago- ¡Cruccio!

La sala sin muebles se llenó de gritos de dolor, y de los ecos de éstos al rebotar con las paredes desnudas. Los ojos sangrientos del señor tenebroso chispeaban de satisfacción, como si la voz aterrada de su víctima fuese música para sus oídos.

Cuando el hechizo cesó, Will temblaba como una hoja a merced del viento. Tom Ryddle alargó su mano y pasó sus largas uñas por el rostro mojado de sudor del mortífago, clavándolas en la carne y haciendo que por sus mejillas resbalasen regueros de sangre. De pronto, se alejó como si el contacto le quemase.

-Basta de preámbulos-dijo, con voz grave y fría.

Will luchó por ponerse en pie, pero sus piernas aterradas no lograban sostener su peso. Finalmente, se arrastró a cuatro patas hasta agarrar entre sus dedos el bajo de la túnica de su señor, balbuceando palabras que sonaban incoherentes. Voldemort tiró de la túnica, apartándose con repugnancia.

-Señor… piedad.

-No hay piedad para los traidores.

Alzó la varita, pronunciando la maldición imperdonable que segaría la vida del torturado William. El rayo verde se reflejó en sus ojos paralizados por el miedo, atravesando su cuerpo como un destello asesino. De fondo se oía la tétrica risa del señor tenebroso.

-¡No!

Cirinde despertó entre gritos desesperados. Parpadeó varias veces hasta que su cerebro se hizo a la idea de que no estaba en aquel oscuro cuarto, sino entre las protectoras paredes de su habitación. De su garganta brotó otro grito ahogado: la risa histérica aún le atravesaba los tímpanos.

La puerta de la habitación se abrió con brusquedad. Una mujer morena de aspecto preocupado salvó el espacio entre el umbral y la cama y corrió a envolver entre sus brazos a la chica.

-Pequeña… ya pasó, ya se fue.

-Era él…-murmuró entre sollozos- Ha matado a alguien… yo lo vi¡Lo vi!

-Ya está. Él no puede hacerte nada, tú no tienes la culpa…

La muchacha volvió a recostarse en su cama, mientras notaba las suaves manos de su madre adoptiva acariciándole el largo cabello oscuro, en un intento de calmarla. Cerró los ojos, aunque no se durmió. La mujer le dio un beso en la frente y salió del cuarto, cerrando la puerta tras ella.

En medio del silencio sepulcral de la noche, Cirinde maldijo su propia existencia y la del asesino al que debía llamar padre.

El carro serpenteaba por el camino empedrado, traqueteando con los abundantes baches. Cirinde dormitaba con la cabeza apoyada en el cristal empapado por la humedad y el leve chispeteo de la lluvia. Con los ojos entrecerrados, pudo distinguir dos figuras: un joven de pelo castaño tan claro que parecía rubio, de verdosos ojos en un rostro de rasgos suaves pero firmes, como el hombre que aún conserva restos de su niñez. De complexión fuerte y delgada, movía el pie al ritmo de la música de su discman, con una sonrisa inconsciente en los labios. A su lado, una joven miraba al vacío con expresión alicaída, apretando entre sus brazos un peluche blanco y sedoso, un osito ataviado con una corbata azul a rayas que empezaba a descoserse levemente por los extremos. Su cabello caía en suaves ondas sobre sus hombros, realzando su aspecto infantil. Tanto el color de su pelo como el de sus ojos era exactamente igual al de su acompañante masculino, y si no fuera porque su delgado cuerpo de aspecto menudo contrastaba en extremo con la figura alta y esbelta del joven, hubiese resultado imposible ocultar su condición de mellizos.

El carro se detuvo con brusquedad y Cirinde salió despedida de su asiento, aterrizando justo a los pies de Bane. El joven rió.

-Deberíamos quejarnos a la dirección del colegio por estos carros sin dirigente. Son un peligro.-aseguró, tendiéndole una mano para ayudarla a levantarse sin abandonar su dulce sonrisa.

La chica aceptó su ayuda y salió del vehículo tras Bailene, que aún apretaba el peluche contra su pecho.

-En verdad no sé como funcionan estos chismes. Debe ser magia¿no crees, Bane?

Su mellizo se limitó a encogerse de hombros, agarrando a su hermana por la cintura para que se apresurase. Cirinde sonrió con escepticismo. Ella sí podía ver las criaturas fantasmales que tiraban de las riendas, pues ella sí había visto la muerte, más de cerca de lo que le gustaría.

El chispeteo de la lluvia aumentó de intensidad, provocando que los alumnos que se agolpaban frente a la entrada de Hogwarts empezaran a propinar empujones y codazos en un intento por resguardarse entre las cálidas paredes del castillo.

-Oye Bailene¿has oído quién será el nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras?-preguntó Cirinde, casi segura de que su amiga habría escuchado algún rumor.

-Mmm… -la joven titubeó, intentando recordar algo veraz- Se dice que es un tal Weis, pero no recuerdo el nombre de pila.

-Bah, seguro que es otro pobre desgraciado con la única ocupación de amargarnos el año. Aún no me he recuperado de aquella repulsiva Dolores Umbridge.- aseguró con una mueca de asco- Pero ahora no hablemos de eso. Es mejor aprovechar las últimas horas de libertad que nos quedan.

Abriéndose paso entre la multitud, Bane llegó hasta la entrada del comedor y desapareció entre los alumnos enfervorizados. Bailene miró a su amiga con una mueca de inocente culpabilidad, mientras se encogía de hombros y ambas seguían al mellizo.

El Gran Comedor estaba tan majestuoso como siempre, con las velas levitando sobre las cabezas de los asombrados estudiantes de primer curso y el sólido tejado de aspecto transparente que, a pesar de los años y la costumbre, nunca dejaba de sorprender a todo el que tenía la suerte de contemplarlo.

Cirinde y Bailene se sentaron junto a Bane en una mesa adornada con un brillante mantel azul marino, el color de Ravenclaw. Bane alzó una ceja, con la mirada fija en su plato vacío.

-Eh, Bane- le susurró- la comida no aparece hasta después de la selección¿recuerdas?

El joven la miró, escéptico.

-Están tardando mucho¿no te parece?-añadió, en el tono más caprichoso que pudo emplear, esperando arrancar una sonrisa fugaz a su amiga que no se hizo esperar demasiado.

La voz grave e imponente de Minerva Mcgonagall se alzó sobre el tumulto de la sala, causando un silencio sepulcral que pocos profesores lograban entre los alumnos alborotados.

-Bienvenidos- exclamó, conforme con el respeto que se le brindaba- A continuación procederemos con la ceremonia de Selección de los nuevos estudiantes.

Hizo un gesto imperioso con la mano y dos elfos domésticos arrastraron una butaca y un sombrero viejo y ajado hasta el centro de la sala, delante de la silla de respaldo alto del director.

-Allend, Julia

La joven, de largos cabellos rizados y áureos, se colocó el sombrero hasta casi ocultar sus ojos y se sentó en la butaca, moviendo los pies con nerviosismo.

-¡Gryffindor!- declaró el sombrero Seleccionador tras unos segundos de ardua reflexión.

-Strattford, Lenny

-¡Ravenclaw!

Tras unos minutos durante los cuales el sombrero colocó a los novatos en sus casas más apropiadas, ya parecía que el banquete iba a dar comienzo. Mcgonagall alzó una ceja y caminó hasta la mesa de los profesores, doblándose por la cintura para susurrarle algo al director. Éste respondió con una sonrisa, asintiendo levemente con la cabeza y señalando enérgicamente un nombre escrito en el pergamino de Minerva. La profesora giró sobre sus talones y enrolló el papel, enunciando el último nombre de la lista.

-Knox, Arean.

Un murmullo se alzó desde las mesas. Los alumnos, asombrados, se miraban unos a otros con la pregunta obligada en los labios.

-¿Arean Knox¿El hijo de Brian Knox?

Cirinde exhaló un suspiro de impotencia. Durante la mayor parte de su vida su madre la había mantenido alejada de cualquier tipo de noticias del mundo mágico, evitando así que sufriera al contemplar los estragos de su propia sangre, hasta el punto de que no tenía la más remota idea de quién era aquel que suscitaba tanto temor en sus compañeros.

El eco de los pasos anunciaba la llegada del nombrado. Muy alto, a Cirinde le dio la impresión de que también era fuerte. El joven tenía el largo cabello oscuro recogido en una coleta, con algunos mechones rebeldes ondeando sobre la frente. El rostro era de facciones y rasgos afilados, con unas cejas largas y finas y unos ojos grises como nubes de lluvia e igualmente fríos y distantes. Parecía indiferente a todo. Su piel, yeso puro.

La muchacha ahogó un grito. Ya había visto antes esos ojos helados. Recordó con extraordinaria nitidez la figura de un hombre con el rostro tapado por una larga capucha negra. La mirada oculta bajo la prenda, estaba gacha, sumisa ante el Lord. Lentamente, el hombre fue levantando la cabeza, dejando entrever unos ojos de crueldad infinita, a medio camino entre el negro más oscuro y el blanco más deslumbrante. Sí, ese debía ser Brian Knox, otro de los mortífagos que poblaban sus pesadillas.

El joven se acercó hasta el taburete y se colocó el sombrero con una parsimonia que resultaba aterradora. Cirinde se fijó más detenidamente en él. Debía tener dieciséis años, tal vez diecisiete, eso no importaba, pero era evidente que sobrepasaba con creces la edad para celebrar el ritual de selección. Nadie se sorprendió al escuchar la decisión del objeto mágico.

-¡Slytherin!

Arean se desasió del sombrero y fue a ocupar uno de los asientos de la casa de la serpiente, con la misma lentitud y tranquilidad que le habían caracterizado desde que irrumpiese en el Gran Comedor. Cirinde se sorprendió de su actitud segura y confiada, como si lo desconocido ni tan siquiera le inquietase. Como si dominara la situación.

Tras las obligadas y ya casi rituales palabras de Albus Dumbledore, los platos dorados se llenaron de suculentos manjares que los estudiantes no tardaron en degustar. Con el alboroto y el suave tintineo de los cubiertos al rozarse, todos olvidaron por unos momentos al casi etéreo Knox.

-Vaya, que pinta de mala ostia tiene el nuevo profesor, hasta se parece a Snape.

Cirinde dirigió una mirada de soslayo al hombre al que Dumbledore había presentado como Abaris Weis. Sí, era cierto que guardaba cierto parecido con el odiado profesor de pociones, pero sus dulces ojos azules suponían un abismo de distinción entre los dos. Bailene expresó en voz alta que su pelo negro cortado en capas le resultaba tremendamente atractivo y Cirinde contempló divertida como Bane se atragantaba con un pedazo de pollo.

-¿Pero qué dices? Déjate de tonterías, Bailene, eres muy joven para estar pensando en cosas así.

-Oh… ¿cuándo dejarás de tratarme como a una niña?

-Cuando dejes de comportarte como tal.

Bailene le dirigió a su mellizo una mirada asesina y Cirinde trató de reprimir una risilla incontrolada que estaba segura de que sonaría algo histérica. Echó un vistazo a la mesa de los profesores. En realidad, a excepción de Weis y Dumbledore, el resto parecía seriamente preocupado. Los alumnos estaban tan alborotados como siempre.

¡Tick!

El tenedor de la joven se escurrió de entre sus dedos, provocando un suave tintineo que sólo advirtieron los que estaban muy cerca de ella.

-¿Pasa algo, Cire?

Cirinde miraba a ambos lados como si no supiese donde meterse. Al dirigir los ojos hacia la mesa Slytherin había sorprendido a Knox observándola con esa horrible expresión de indiferencia, aunque en sus ojos se podía distinguir una ligera chispa de curiosidad como si tratase de recordar quién era.

Aún sentía su mirada clavada en ella, la notaba como si le quemase la piel.

La comida desapareció de los platos anunciando el final del banquete y a Cirinde le sobró tiempo para levantarse apresuradamente del asiento.

-¿Nos vamos?-dijo, con un deje de impaciencia en la voz.

-¿Qué prisa hay, mujer?-preguntó Bane.

-En realidad, si tengo un poco de prisa… Estoy… cansada, me voy a dormir.

Bane abrió la boca para protestar, pero su melliza le dio un fuerte codazo en las costillas, dejándolo sin respiración.

-¡Ay!

-Yo voy contigo, Cire, en realidad también yo estoy agotada.

La ravenclaw sonrió agradecida y ambas salieron del comedor en dirección a su sala común.

Una vez en la apacible y tranquila torre Ravenclaw, se despidió de su amiga y subió las escaleras hacia el cuarto de las chicas. Se dejó caer sobre el viejo colchón que crujió sonoramente, protestando por el peso. Alargó la mano y cerró sus dedos en torno a la suave manta blanca que llevaba impregnada en cada fibra ese olor que tanto amaba, el olor de Hogwarts. Su mirada se desvió hacia el espejo dorado que adornaba una de las esquinas y una joven de mirada azul verdosa y largo cabello profundamente liso le devolvió la mirada, dibujando una leve sonrisa sarcástica en sus finos labios. Cirinde se dio la vuelta, evitando su reflejo, y se tapó con la manta azul marino. A pesar de que sus párpados deseaban cerrarse, luchó contra su soñolencia, hasta que cayó inevitablemente en aquel trance que la haría divagar entre los recuerdos de un asesino al que todos llamaban Lord.