Frío
Capítulo 7: La última vez
Si es la última vez que la va a ver, bien podría aprovecharlo. Si es su despedida, la última, la final, bien podría hacer algo especial, hacer que durase, perdurar el recuerdo por siempre, atesorado, brillante, un pedacito dulce de corazón.
No es así como la había imaginado. Para nada. No es en la Madriguera, tan lejos de la guerra, tan pronto, tan definitiva. Mucho menos autoimpuesto. La había preparado en su mente, una vez y otra, regocijándose en los detalles, en el dolor, en la preparación. Mártir donde los haya, eso lo tiene claro, sin necesidad de que Remus lo alecciones. Abrazándola. Llorando, por dentro, mientras tocaba su pelo por última vez. Despidiéndose, lleno de esperanza, intentando convencerla de que volvería, de que estaría bien, de que nada pasaría. Intentando convencerla, y convencerse a sí mismo. Justo antes. En la víspera del gran día. Gloria y pasión, en el final épico de su vida.
Pero eso antes. Antes de que lo pensara bien. Antes de que recapacitara y viera dónde la estaba metiendo. Qué le pedía. Que le imponía.
Enamorarse de ella, por supuesto, fue algo que pasó, sin planearlo. Algo que sucedió, y ya está. El tiempo, las charlas, el encontrarla siempre justo donde la necesitaba. Está convencido de que no la supo apreciar en su debido momento. No supo ver bajo la coraza tímida y enamorada, a su vez. No le interesó jamás. Y, cuando lo hizo, tarde, tarde y mal, tarde, mal, peligroso, no pudo evitar quererla mucho, mucho. Y sentirse como si ella hubiera sido la parte que le faltaba. La paz, en medio del torbellino que era su vida. La sonrisa, cuando él sólo rogaba la muerte. La esperanza, a pesar de todo.
Espera un mundo mejor. Mira la casa, delante de la cual lo ha dejado Remus, mira la casa, enorme, vieja, entrañable, y suspira, por un mundo mejor. Un mundo donde ella sobreviva, sea feliz, siga adelante, sin nada que empañe su futuro. Donde no haya grupos racistas que amenacen con un nuevo e injusto orden. Donde un asesino en serie no tenga poder alguno.
Empieza a andar, un pie tras otro. La esperanza. Se enamoró de ella, y la hizo abanderada de la esperanza. De la paz. De todo aquello por lo que merecería la pena vivir. Porque era así como la resumía: aquello por lo que merecía la pena vivir. No podía imaginar el mundo sin contemplarlo a través de sus ojos. No podía ver belleza si no estaba ella a su lado, para verla también. O, sin estar a su lado, que estuviera, simplemente, presente, porque no dejaba de pensar en ella ni un solo minuto, siempre residente, siempre un nivel bajo de conciencia que le permitía seguir a lo suyo pero que, a la vez, la hacía siempre cercana. Enamorado. Ilusionado como un niño, centrado en ella como nunca lo había estado jamás. Loco, porque sólo un loco se dejaría caer en una cosa así en los albores de la batalla final. Loco, porque no había podido controlarlo para nada. Enamorado. Enamorado. Enamorado.
¿Cuándo le cayó la venda de los ojos? ¿Cuándo se dio cuenta de que todo aquello era una locura, que no podía seguir? Da una patada a una piedrecita, mira hacia arriba, al tejado que es la delicia de todos los Weasley desde chiquitines, la ventana de su habitación, las cortinas revoloteando en la de al lado, abierta de par en par. Imagina que coge un granito de grava, que lo tira arriba, que hace que golpee en cualquier ventana. Se juega a suertes en cuál. ¿Quizás la de Bill...? ¿La de Charlie? ¿Los gemelos, al otro lado de la casa? Tira una piedra, para llamarle la atención. Prueba una, y otra, y otra, hasta que ella se da por aludida. Sale a la ventana. Con el pelo en dos firmes trenzas. Con un pañuelo en la cabeza. Colorada y sucia, reluciente bajo el sol.
Su estómago se cierra, lleno de nudos de ansiedad. Nunca picaría. Nunca llamaría. Nunca haría nada de eso. ¿Por qué hacerlo más complicado, si lo suficiente será ya? Es mejor que siga su impulso más visceral, que entre a la casa, que la busque. A grandes zancadas, vuelve a la cocina, cruza el comedor, saluda a la señora Weasley con un movimiento de cabeza, y corre escaleras arriba. Ni siquiera irá a su encuentro. Le da igual dónde esté. Tiene clarísimo que no va a haber nada más, que no va a avanzar ni un ápice, que no va a permitir que caigan de aún más arriba. Raudo, entra en su habitación, va al armario, saca una bolsa marrón. No es suyo, pero lo tomará prestado, antes que ir a pedir el suyo. Ojalá pudiera evitarse todas las explicaciones. Si pudiera enfrentarse tan sólo a Moody, y salvarse de las pelirrojas, todo sería más fácil. Si pudiera saltarse también a Remus. Y a Tonks. Y a Hermione. Bufa, y mete, sin mucho orden, toda la ropa que tiene en el macuto. Todo lo que reconoce como suyo. Una pastilla de jabón, que toma prestada, y un peine. Calcetines de Ron. Una chaqueta, también Weasley, aunque no sabe decir de quién, por si la necesita. Sólo lo ha llenado hasta menos de la mitad cuando se queda sin cosas que meter. Un fugitivo no lleva mucho encima. No se lo puede permitir. Revuelve un poco en el interior, comprobándolo todo, removiendo y desordenando. Persigue únicamente que ocupe más: por eso desdobla el pijama, separa los calcetines de su par, busca posturas raras para el peine, para que necesite más espacio. No quiere preguntas. No quiere saber nada más, de ninguno de ellos.
Suspira otra vez, se da por satisfecho, cierra la bolsa con cuidado de no apretar el contenido, para que no salga el aire que pueda quedar en los pliegues. Podría quedarse hasta que Moody lo dijera. Podría quedarse hasta que fuera el momento, e irse sólo luego, sólo justificado, sólo por necesidad. ¿Dónde irá, ahora? No lo tiene claro. Ése es su refugio. Es donde está planeado que se quede. Puede que Moody se enfade por su desobediencia. Que lo cuestione. Y, la verdad, le da igual.
Tiene que irse. Sale al pasillo, cargado, se detiene para asegurar los cordones de sus zapatos, baja las escaleras con tanto ímpetu como las ha subido. La reunión de la Orden aún no ha empezado. No quiere participar en ella. Los miembros ni siquiera están ahí todavía. Sólo Remus, y Tonks. ¿Moody aún no ha llegado? Se lo pregunta a la señora Weasley, que se ha sentado en el sofá del comedor a charlar con los otros dos. Aún no, le contesta. Y no le va a gustar lo que planeas, añade Remus.
No le va a gustar. Se sienta junto a la señora Weasley, que le hace un sitio, y deja caer pesadamente la bolsa en el suelo, entre sus pies. No le va a gustar. Desearía ser dueño de sus decisiones, ni por un momento. Que los que no están directamente implicados en ellas no se metieran donde no les han llamado. Cierra los ojos, se estira hacia atrás, inclina la cabeza hacia el techo, como si contemplara algo. Al menos sabe que es la decisión adecuada. Que es lo que tiene que hacer. Él es un estorbo, y los dos sufrirán lo suficiente al final. Tiene que irse. Se alegrará de irse. Es lo mejor que puede hacer, lo que debe hacer, lo que hará. Irá a la antigua casa Black, el Cuchitril, como lo llama Gin, se esconderá allí, le dirá a Moody que no necesita un descanso tan largo. Que se den prisa. Que quiere acabar con aquello ya. Que no va a perder más tiempo, que sólo quiere entrenar y entrenar. Ser el mejor. Saber cómo matarlo, llegado el momento. Quiere entregarse en cuerpo y alma, para que ese abandono borre todo lo demás. Hacer algo sólido, seguro, darse, para acabar con sus dudas, con su libertad, con sus deseos. Abre los ojos, se arrellana en el asiento, mira la ventana que tiene detrás. Un sol precioso, es innegable. Aquella casa no tiene ni punto de comparación con el Cuchitril. No los obligará más a ir allí. Si él no está, ellas no serán necesarias. No tendrán una faena definida, ni siquiera intermitente. No dependerán de cuándo aparezca, ni de cómo llegue, ni de qué necesite. Podrán quedarse allí, donde Gin es más feliz, donde puede ver el sol, y la luna, y sentir el viento, y él estará más tranquilo, con Remus, con Moody, solo donde sea. No quiere más niñeras. No quiere arrastrar a más gente.
Baja las escaleras, despacio, cargada, y distingue sus pasos y los identifica como de ella mucho antes de que entre en su campo de visión. Cierra los ojos, intenta parecer dormido, aprieta con los tobillos el bulto entre sus pies. Ginny. La oye dejar algo en el suelo, y se la imagina cargada con un cesto de ropa limpia que distribuir por la cocina y el comedor. Oye cómo la saludan, cómo la invitan a sentarse, y se gira hacia ella y abre los ojos para dedicarle una sonrisa cansada. Ella le devuelve la mirada, sin expresión, un momento, antes de sonreírle también. Pero es una sonrisa débil, sin ganas, y ve cómo su mirada se posa, pesada, incontenible, en la bolsa a sus pies. Entrecierra los ojos, se muerde el labio, alza las cejas y mira a su madre, con otra sonrisa chiquitina bailándole en los labios, con otro gesto cansado, desganado. La señora Weasley habla, pero Harry ni la escucha. ¿Algo de lo que hacía Gin arriba? Qué más da. Sabe que lo ha entendido, que lo ha leído, que ha hecho que aparezcan tres líneas paralelas en su frente, de preocupación, de pena, de malestar. No sabe de qué exactamente, y no le importa. Son culpa suya, y eso basta. Que lo sabe. Que no lo entiende, que no lo quiere. ¿Gin? ¿Ginny...? ¿Cómo decirle por qué se va, cuando no quiere que lo sepa? ¿Cómo explicárselo, si no quiere hablar con ella más de lo necesario...? Le contesta a su madre, sonríe más decididamente, bromea, hasta ríe cuando Remus ríe también, y se acerca y se sienta junto a él. No junto a Harry, donde él hubiera querido, donde hubiera tenido que ser, sino junto a Remus, al otro lado, en la silla, entre éste y Tonks. Se sienta, se toca la mejilla, apartando algún cabello invisible, cruza los brazos y mira a Harry. Él alza las cejas también, le sonríe, le pide perdón con sólo una mirada. No es que no la quiera. No es que no valore su compañía. Justo al revés. Justo al revés. No se lo puede explicar, pero no es nada de lo que pueda pensar. De verdad que no.
- Te dejas ropa - dice, tan sólo, señalando con un movimiento de cejas el petate a sus pies. - Está tendida, pero, si te quedas a comer, seguro que estará seca, para después.
Tonks la mira primero a ella y luego a Harry. La señora Weasley se gira hacia él, también. La mirada de Remus es evidentemente de reto.
- Sí - responde, con un suspiro. - Pero no te preocupes, no la necesito.
- Así, ¿ya te vas? - interviene la señora Weasley. - Pero si no hace nada que has venido. ¡No has podido descansar casi!
Se encoge de hombros, y sólo mira a Ginny. Es la última vez. La última vez. La última, última vez.
- Hablaré con Moody - sigue su madre. - No puede ser que vuelvas ya. Normalmente...
- Moody no tiene nada que ver con esto - suple Remus, y Harry tiene que contenerse para no dirigirle una mirada airada. - El final se acerca, Molly, y Harry quiere estar preparado.
Ginny asiente y sonríe levemente a su madre, para tranquilizarla.
- Además, mamá, la Madriguera no es un refugio demasiado bueno - explica, con voz paciente. - Igual puede descansar aquí que en cualquier otro sitio, ¿no?
Otra vez, todos lo miran. Exigentes. Esperando su respuesta. En cualquier otro sitio. El brillo de los ojos de Remus hace que se cuestione si tenía que explicárselo todo, y si no hubiera sido mejor llevarse ciertos secretos a la tumba. Cualquier otro sitio. La traducción es evidente: la casa de Cho. La compañía de Cho. Cualquier otro sitio, donde esté ella.
- No necesito más descanso - gruñe. - Estoy bien, y quiero volver al trabajo. Estas pausas son exageradas.
La señora Weasley asiente y se levanta.
- Te prepararé algo de comer, para que te lo lleves. Y la ropa, Ginny, cariño, podemos dejarle la de Charlie, ¿no? Hay un par de camisas en el altillo que le irían bien. Y la próxima vez ya le daremos la suya...
Ginny asiente, se levanta también y acompaña a su madre a la cocina. Él vuelve a cerrar los ojos, sin ganas de ver siquiera a Remus, vuelve a apoyar la cabeza en el respaldo, la cara girada hacia el techo, y la observa, por una rendija diminuta, entre las pestañas, casi borrosa, cómo sale, cómo se mueve, cómo atiende a su madre, a lo que le va diciendo, a lo que va pensando en voz alta.
La última vez. La última vez. Es un pensamiento entre consolador y aterrador. No verla más. No tener la tentación. No tener que temerla. No notar ese dolor. Esa necesidad. La dulzura que la envuelve, la ternura que lo inunda cada vez que la ve, que piensa en el tacto de su mejilla, en su sonrisa sincera. La última vez. Y luego, concentrado en lo que tiene que ser. En lo que ha de conseguir. Completamente centrado, motivado, deseando acabar de una santa vez. Porque hay cosas peores que la muerte, cosas mucho peores que la muerte, y él las conoce, las sabe, las imagina nítidamente, y sabe qué tiene que hacer para evitarlas. Para no caer en ellas. Para alejarlas de lo probable, aunque siempre se queden en lo posible. No verla más. No empeorar su situación, que no la relacionen con él, que no haya rumores corriendo sobre cómo de loco está por ella y cómo de fácil sería matarlo, poniéndola como prenda. Que no la toquen. Que no le hagan daño.
Se pregunta si ella lo salvará a él. Si sacará de ahí, precisamente, la fuerza para acabar con todo. De la necesidad de salvarla. De la necesidad de hacer un mundo mejor. Porque no se engaña, por mucho que venda Voldemort: la rabia, el orgullo, los ideales, nada es tan fuerte como el miedo. Como la protección. Como la desesperación, por amor, la entrega por los demás y nunca por ti. ¿Será la inspiración que necesita? ¿Pensará en ella antes de morir, mientras lo arrastra? La inspiración, pero a distancia. La inspiración, revisitada sólo en el pensamiento, y no en carne y hueso, no volviéndola a ver, no cayendo de nuevo a sus pies. Ha visto el macuto, y ha entendido que se iba. Probablemente ha visto que lo hacía por voluntad propia incluso antes del comentario de Remus, ha visto que huía, ha imaginado por qué, con Cho o sin ella. Probablemente esté hasta un poco enfadada con él. Decepcionada. Dolida. ¿Sí? No lo sabe. No tiene manera de saberlo. Y ni va a preguntar, ni va a hablar, ni imaginará más que cuando se le escape, cuando pierda el control de sí mismo y vuelva a pensar en ella, y en ella, y en ella, en esas noches horribles que le permite Moody entre entrenamiento y entrenamiento, esas noches al raso, esas noches incómodas y casi sin dormir, porque no se lo puede permitir. ¿Dolida? ¿Lo ha entendido todo? ¿Y si, incluso mientras huye, ella ya lo sabe todo, lo conoce todo, entiende qué es mentira y qué finge, y sólo lo deja seguir porque, bueno, ella es así, ella consiente, ella hace lo que tiene que hacer, lo hace todo tal y como él lo necesita, desde siempre, justo lo que él necesita? Siempre lo que necesita. ¿Lo sabe, se da cuenta? ¿Es voluntario, o simplemente es así, espontánea, natural? La sonrisa que necesita. El descanso que necesita. El refugio, el afecto, el cariño y la dulzura. ¿La quiere demasiado y todo se lo achaca, o es realmente el contrapunto que le hace seguir adelante? Suspira, cierra más fuerte los ojos, se decide a irse pronto, enseguida, en cuanto coman, tan pronto como vea a Moody. No le ve la diferencia. La quiere demasiado, y por eso es lo que le hace seguir adelante. ¿Pero lo sabe, lo sabe? No lo puede saber. No puede haber leído tan claramente en él. ¿Verdad? La quiere, y se le escapa, pero no es tan evidente. Y la coartada de Cho aún no ha caído. Ella aún se la cree. Y la señora Weasley. Falsa, completamente falsa, falsa, falsa, falsísima, pero se la creen. Lo creen ocupado. Enamorado. Volviendo a golpear una vez y otra esa misma pared, la que más dolía, hace meses, la que se empeñaba en golpear por motivos que ahora no acierta a comprender bien. Enamorado. Pero de Cho.
Se va a ir, y no va a ser especial. Esta última vez, no va a ser especial. Quizás no la vea más, quizás no vuelva a venir, nunca, quizás ya lo siguiente sea su muerte, al día siguiente, al cabo de una semana, después de un año. Morir, al lado de Voldemort. Morir, al lado de los Malfoy, Black, ahora Lestranges, los McNair, Nott, Avery. Morir, morir, morir, y no verla más. No va a ser especial. No lo va a ser. No puede serlo, no puede dejar unos recuerdos, no puede dejar la promesa de lo que hubiera pasado si no. Por eso se va. Por no dejar promesas. Por cortar esperanzas. Por no dar pie.
Por eso y, no se engaña, no se engaña, y Remus tendrá siempre su parte de razón, aunque no se la dé, aunque no se la pueda conceder, y porque no es tan fuerte. Porque la adora. Más de lo que quiso, mucho más, jamás a Cho. Más de lo que cree poder llegar a querer nunca a nadie, porque la necesita más y más y más, cada día, cada instante. Porque ella guarda toda su esperanza, la que se niega, de la que vive.
Y no es tan fuerte.
Y, si ha de ser él quien se encargue de Voldemort, no puede permitirse la duda. La vacilación. No puede aferrarse a la vida. No puede quererlo. No puede tener motivos para quedarse.
No puede.
No puede.
