Capítulo 9: El cuarto azul
La carta de Lynn no traía buenas noticias. Sally lo notó por la cara de Justin, que se había puesto ligeramente gris. Trató de hacerle una seña a Ernie, pero estaba hablando con Hannah y no prestaba atención a nada más. No lo culpaba, pero resultaba un fastidio. Ella no estaba sentada cerca de Justin, por lo que no tenía forma de enterarse de lo que pasaba, y en cambio Ernie sí. Tendría que resignarse. Más tarde le preguntaría.
La ocasión propicia no apareció hasta que se encaminaron hacia el aula de Pociones (¡qué alegría!). Le dio un golpecito en la espalda a su amigo y le preguntó si todo marchaba bien, sabiendo de sobra que no. Justin, por toda respuesta, le pasó la nota escueta de su hermana. Sally pasó rápido la vista por el papel. Decía así: Justin, Bruce tuvo otra descompensación o como sea que se llame. Tuvieron que drogarlo para frenar la pesadilla. Te vuelvo a escribir cuando haya alguna novedad. Saludos, Lynn. Y eso era todo. Ella no sabía muy bien qué quería decir que había tenido una descompensación, pero dedujo que no era nada bueno. Pobre Justin, y pobre su hermano, con esos ataques tan horribles. Sally quiso decirle algo a su amigo para animarlo, pero habían llegado al aula y Snape ya se encontraba allí. Apenas tuvo tiempo de devolverle la carta antes que el profesor los mandara a sentar con un ladrido. Otra divertida lucha con los calderos y el buen humor de su maestro había comenzado. Justin no levantó la vista ni siquiera cuando Mandy Brocklehurst entró a la mazmorra (diez puntos de Ravenclaw, llegó tarde, señorita) lo cual significaba que estaba mal de verdad. O tal vez sólo era porque la estirada estaba saliendo con Terry Boot. Era imposible saber qué cruzaba por la mente de Justin, que pesaba los ingredientes con una meticulosidad desusada. Ya trataría de hablar más tarde con él.
Justin no se sorprendió al leer la carta de Carolyn. Sabía perfectamente que Bruce había tenido una pesadilla mucho peor que cualquiera de las anteriores. Él también la había tenido, aunque afortunadamente ninguno de sus compañeros de dormitorio se había dado cuenta. Era la primera que tenía desde que regresara a Hogwarts, a pesar que su familia le contaba que su hermano tenía pesadillas casi todas las noches. Tal vez por la distancia que los separaba y porque habían sido de poca intensidad Justin se había librado de compartirlas hasta ese momento.
Esta vez el recuerdo lo tenía más nítido que nunca. Recordaba haber estado con su hermano y que ambos habían tenido miedo; recordaba la aparición de los hombres negros y de haber notado que llevaban máscaras como los Death Eaters; había escuchado chillidos, de muchachos posiblemente; y había visto destellos de luz verde salir de las manos de esos seres que Bruce llamaba monstruos. Había sido espantoso. Y tenía el presentimiento de que iría poniéndose peor. ¿Qué podía hacer la doctora Travis para ayudarlo? Ella no sabía nada. A lo mejor, si se lo contara… No, imposible. Jamás se lo tragaría. Que siguiera ella con su teoría de Peter Pan, a ver qué conseguía. Pero mientras tanto, él no podía quedarse con los brazos cruzados, ¿verdad? Tenía que hacer algo. La cuestión era qué.
Estuvo todo el día dándole vueltas en su cabeza, sin que se le ocurriera nada. Recién a la hora de la cena, con una revelación repentina supo lo que tenía que hacer. Estaba observando a Mandy, que hablaba con su amiga Padma (y sintiendo el deseo de sentarse en la mesa de Ravenclaw, mientras Sally lo miraba con furia contenida) cuando se dio cuenta. Siempre que se había "conectado" con su hermano había sido durante las pesadillas, pero ambos estaban demasiado asustados y Justin nunca sabía qué hacer. Pero, ¿qué sucedería si se conectara con Bruce en un momento menos crítico? ¿Y si pudiera acercársele estando despierto, haciendo pleno uso de sus facultades mentales? Quizás de esa forma podría lograr algo. Como convencer a Bruce que saliera del trance. Sería un milagro. Pero, si tuviera paciencia y lo intentara durante un tiempo, podría hacer algún progreso. Si fuera perseverante… El pensamiento le hizo gracia. Después de todo, se suponía que los Hufflepuff eran perseverantes. Según Zabini, era la única virtud que poseían, pero aquel era un zoquete al que nadie hacía caso, ni siquiera sus compañeros de Casa. Bueno, ahora tenía una oportunidad para hacer algo por Bruce. Siempre se había sentido un poco culpable, por cierto episodio desagradable ocurrido tiempo atrás. Una vez, Lynn y Justin estaban jugando a la pelota dentro de la casa (lo cual tenían terminantemente prohibido) y rompieron un florero. Asustados por lo que pasaría si los pescaban, juntaron los destrozos y los tiraron a la basura. Después de todo, a su madre no le gustaba ese florero, no notaría su ausencia. Pero Bruce los vio y amenazó con contarlo. Después de todo, tenía sólo seis años y siempre había sido un dominado por su madre. En el momento crucial en que estaban tratando de convencer a Bruce de que cerrara la boca, llegó la señora Finch-Fletchley y preguntó qué pasaba. Ahí les dio el ataque de pánico. Bruce abrió la boca para hablar, pero ningún sonido salió de su garganta. Se le había pegado la lengua al paladar.
Justin sabía que lo había hecho él, aun con nueve años y sin sospechar que era un mago, lo supo. Y también se dieron cuenta Lynn y Bruce, que a partir de ese momento empezó a rehuir a su hermano. Y cuando dos años después llegó la carta de Hogwarts, Bruce se alejó definitivamente y no había forma de que tocara alguna de las cosas mágicas de Justin. Les tenía pavor y su hermano sabía que era por su culpa.
Ahora podía hacer un intento por remediar eso y ayudar a su hermano. Aunque sonara estúpido e imposible, tenía que probarlo.
Así que, después de la cena, no se quedó en la Sala Común sino que se fue al dormitorio directamente. Se recostó en la cama, cerró los ojos y trató de concentrarse. Pasó un rato largo y no sucedió nada. Se sintió un idiota. Lo más probable era que si seguía así se quedaría dormido.
Estaba a punto de levantarse, cuando se le ocurrió que a lo mejor no lo estaba haciendo bien. Tenía que esforzarse más. Primero, hizo un intento de acordarse con el mayor número de detalles posible lo que había visto en sus pesadillas. ¿Cómo era el lugar dónde estaba Bruce? Le había dado la impresión de que era una habitación cuadrada, no un túnel ni una cueva, sino una habitación normal. Y tenía una puerta, por la que entraban los monstruos. Si la memoria no le jugaba una mala pasada, la puerta era blanca. Se concentró en ese punto y trató de visualizar una puerta color blanco con un picaporte de metal. Imaginó que apoyaba una mano en el picaporte y le pareció sentir que esté giraba. Luego le dio a la puerta un suave empujón hacia adentro. Antes de darse cuenta, ya estaba dentro.
Cerró con cuidado la puerta tras de sí, no fuera que "ellos" entraran. En efecto, era un cuarto cuadrado, sin ventanas, y todo azul: el empapelado, la alfombra de pared a pared y hasta el techo, todo en el mismo tono de azul. La primera impresión que tuvo fue que se trataba del dormitorio de un niño, aunque no supo de dónde había sacado la idea. Después se dio cuenta. Había un tren eléctrico en el suelo. Junto a él, un chico de unos seis años, que silbaba fingiendo ser la locomotora. Tenía pelo negro, tez oscura y vestía un piyama también azul. A Justin le sorprendió que el tren no fuera de ese color y que fuera rojo. Desentonaba con el entorno.
El niño levantó la cabeza y fijó su mirada en Justin, que lo reconoció al instante. Era Bruce. Con seis años de edad, pero seguía siendo Bruce.
- Hola, Justin. Volviste.
Parecía más contento de verlo de lo que solía estarlo en la vida real. Justin le devolvió el saludo y se sentó a su lado. Durante un par de segundos ninguno dijo nada, se limitaron a contemplar el tren, que avanzaba en el eterno círculo que componían sus rieles de plástico negro (otra cosa que no era azul).
- ¿Qué haces?- inquirió Justin, quebrando el silencio.
- Juego con mi tren- Incluso su voz era la que tenía Bruce de pequeño y no la que tenía ahora, mucho más grave.
- Ya sé que juegas con tu tren pero, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no sales afuera?
Demasiado directo. El niño se encogió, con miedo, y negó con la cabeza.
- ¿Por qué no?
- Porque afuera es feo. Acá es lindo. Acá es seguro.
- También es aburrido.
Su hermano no respondió. Siguió con la vista clavada en el tren, silbando entre dientes. Justin estaba pensando en qué decir, cuando él habló:
- ¿Te vas a quedar?
La pregunta lo tomó de sorpresa.
- ¿Quieres que me quede?
Asintió enérgicamente con la cabeza.
- Si estamos juntos, mucho mejor.
A Justin le hizo acordar de un slogan de un canal televisivo, que decía: "Juntos es mejor" A lo mejor Bruce lo había sacado de ahí.
Alguien dio un portazo y Justin abrió los ojos y se incorporó. El dormitorio en el que se encontraba no era azul sino amarillo y tenía cuatro camas. Recién entonces cayó que no estaba con Bruce sino en la Casa Hufflepuff. Reflexionó sobre lo que había visto. Bueno, había hecho un progreso. Había podido hablar con Bruce y no habían aparecido los monstruos. Consideró un momento la posibilidad de volver a intentarlo. Estaba demasiado cansado, como si hubiera corrido una maratón. Mejor seguir al día siguiente. Se durmió vestido y no tuvo ningún sueño ni pesadilla que pudiera recordar al despertarse por la mañana.
Justin comenzó a hacer esto todas las noches. A veces conseguía entrar en el cuarto azul, otra no. Pero a medida que transcurrían los días, lo lograba con mayor regularidad, además de que permanecía más tiempo hablando con Bruce. Aunque se tratara de unos pocos segundos, Justin lo consideraba un progreso. Le hablaba a su hermano de lo que había en el mundo exterior y de que ya casi era Navidad. Hablaba de fútbol, de adornos navideños, de cualquier cosa que creyera que a Bruce le daría ganas de salir. El problema es que no sabía a ciencia cierta qué cosas le gustaban aparte del fútbol. Lamentó más que nunca haber tenido tan poca relación con él cuando estaba sano. Pero no era tiempo de arrepentirse, sino tiempo de hacer algo por arreglarlo.
Casi siempre terminaba agotado, y sus amigos no pudieron dejar de ver las ojeras que circundaban sus ojos. Insistieron para que fuera a la enfermería.
- Justin, de veras me estás asustando. Pareces un muerto viviente- decía Ernie, a lo cual Sally- Anne agregaba:
- A lo mejor Madam Pomfrey puede darte algo para que duermas mejor por las noches.
- Yo duermo perfectamente- respondía Justin con calma- No me pasa nada.
Siempre que decía eso Sally resoplaba y ponía los ojos en banco. Justin sabía que sus amigos lo hacían con la mejor de las intenciones, pero él se mantenía en sus trece. No iría a la enfermería. ¿Para qué? Nada podía hacer Madam Pomfrey para ayudarlo.
Lo único que importaba era hacer lo que fuera necesario para sacar a Bruce del trance. Nada más.
La Orden del Fénix había llegado a la conclusión, jamás dicha en voz alta, de que Arabella Figg estaba muerta, habiéndose llevado el secreto sobre el escondite de la Antorcha de Llama Verde a la tumba… o habiéndoselo revelado a Voldemort. En otras palabras, habían perdido toda esperanza, aunque seguían buscándola, ya no frenéticamente, sino más bien con desgano. A pesar de que era una suposición muy lógica, era falsa, aunque no distaba mucho de la realidad. Arabella estaba viva, sí, pero había caído en las garras del Señor Oscuro y los horrores inenarrables que le había hecho padecer le hicieron desear la muerte más de una vez. Pero él no la dejaría morir hasta que no le dijera lo que sabía. La torturaría hasta hacerla enloquecer, pero no la mataría. Al menos hasta que se hartara y no faltaba mucho para eso. No había podido arrancarle la información aun, los labios de la anciana parecían estar sellados con cemento.
Lo único que le instaba a Arabella a conservar algo de cordura era la necesidad de decirle a alguno de su bando la verdad. Porque si ella moría sin decirlo, entonces todas sus esperanzas se esfumarían. Y ese pensamiento la hacía resistir todos los maleficios, todas las pociones ardientes que la obligaron a beber, todo. A veces le parecía que no podría soportarlo más y mandaría todo al diablo. Pero no por nada había sido la auror más valiente en su época, junto con Ojoloco Moody. No por nada.
Sabía que se encontraba en una especie de sótano, sin ventanas ni rejillas de ventilación, y con una larga escalera tortuosa que parecía elevarse hasta el infinito. Nadie bajaba ni subía por ella, Voldemort siempre entraba por una portezuela que se disimulaba en la mugrienta pared. En ocasiones, le había parecido oír voces que venían de allí arriba. Voces de niños. No comprendía lo que decían, y tampoco podía hacer que la escucharan, ya que su prisión tenía el Encantamiento Silenciador, que amortiguaba cualquier ruido que ella hiciese, pero que no lograba acallar las voces infantiles. Algo curioso era que nadie más que ella las escuchaba. Tal vez era un indicio de que se estaba volviendo loca finalmente, quién sabía. Tampoco le importaba mucho. Era el único atisbo del mundo exterior que poseía. Quizás, también, fueran su única esperanza.
