Capítulo 4 "Una Llama Eterna"
Ahora bien, como bien pudieron notar los humanos, los elfos no lograron esa vez coordinar un esfuerzo decisivo. Y, puesto que la tierra en que moraban era hermosa, vasta, la futura batalla sería muy cruenta, ni los hijos de Feanor ni otros apoyaron a Fingolfin, Aegnor y Angrod, los más advertidos del peligro que significaba Melkor en su oscura fortaleza. Los esfuerzos por lograr una coalición esa vez fueron infructuosos y Aegnor, de regreso al boscoso Dorthonion –advertido por Angrod y Edrahil– meditó que su papel en la guerra que no podrían evitar aunque quisieran, no era el de disfrutar del amor o engendrar hijos, sino afrontar por lealtad y amor a su pueblo las llamas y la muerte. Comprendió aún que al pasar los años y envejecer Andreth, ella intentaría abandonarlo para que él no sintiera una carga impropia de un príncipe de su linaje, y adivinó que él no la dejaría ir y permanecería junto con ella, llenándose ambos de angustia y dolor; y en vez de buscar el amor fácil que estaba a su alcance, decidió dejarlo libre. Y el príncipe Aegnor fue entonces aún más letal, flecha afilada, para los siervos del enemigo, pues solo persiguiéndolos encontraba algún alivio a su dolor, y no entre los cantos y festejos de su gente.
Pero Andreth vivió transida de dolor en la espera del mensaje que nunca llegó, y aunque su corazón nunca creyó en los rumores que fuentes maliciosas le hicieron llegar, que el príncipe se uniría a una princesa élfica, su alma padeció y en ella languideció la esperanza. Su sabiduría creció y se hizo Sabia entre los Hombres. Y Finrod, hijo de Finarfin, el más sabio de los exiliados Noldor, que se hizo amigo de los hombres desde que los encontró en Beleriand, se hizo aficionado a visitarlos, y especialmente iba a casa de Andreth. Y, de las conversaciones que sostuvieron, recogieron los elfos la historia que llaman Athrabeth Finrod ah Andreth.
Y llegó el día inevitable, el que señalaría el principio del fin de las esperanzas de los Noldor. Pero la víspera del invernal día en que Morgoth liberaría todo el poder y el terror que había acumulado hasta casi causar la perdición definitiva de los elfos, prácticamente nadie sospechaba la inminencia del relámpago pronto a descargarse sobre sus cabezas. Aegnor, como de costumbre, patrullaba personalmente las fronteras de Ardgalen y, aunque le parecía presentir una intensidad de movimientos inusitada en la cercana Thangorodrim, no podía atribuirle una causa inmediata. Así, fueron Aegnor y su escolta los primeros que vieron brotar de los espantosos portales de las montañas de hierro los torrentes de llamaradas que, más rápidas que Balrogs, envió Morgoth por la llanura. Los elfos no necesitaron entonces animar a sus cabalgaduras, que emprendieron la vertiginosa huída con las llamas pisándoles los cascos hasta las alturas de Dorthonion que detuvieron la mortífera avalancha.
La Dagor Bragolach, librada durante todo ese invierno, determinó el fin del sitio de Angband con desastrosos resultados para los enemigos de Melkor, y no sería el menor de ellos la muerte de Angrod y Aegnor. Los hermanos pelearon con ferocidad de Noldor, haciendo pagar carísimo precio al enemigo por cada avance. Al final del invierno, cuando se libraban las últimas escaramuzas, Aikanar todavía intentaba retener las últimas colinas de Dorthonion al frente del postrer puñado de valientes, cuando una flecha mortal le alcanzó y lo derribó. Su cuerpo agonizante fue recogido y llevado cuidadosamente a un escondido refugio en un claro del bosque.
Cuando las primeras noticias del inicio de la enorme batalla que se libraba en el Norte llegaron a los hombres de Marach, Andreth supo lo que tenía que hacer. Y no la detuvo la avanzada edad, o las consideraciones de su vejez, pues tomó el báculo y la joya de la casa de los Noldor y partió a dónde oía que se libraran los más feroces encuentros, con la convicción de encontrar a Aikanar. Y cuando el cuerpo desfalleciente de Aegnor era trasladado semiinconsciente al borde de Dorthonion, sus pasos la llevaron a entrar en el mismo campamento.
Y los elfos alrededor no salían de su asombro, pues Andreth ahora se veía no como una mujer de su edad, sino como cuando navegaba con Aegnor por el cauce del Sirion, en la flor de su belleza y lozanía; y en verdad era cosa notable, pues el privilegio de conservar la hermosura a lo largo de los años sólo había estado reservado para los Primeros Nacidos. La joya hecha por Aikanar refulgía en su frente, pero ni siquiera ésta era más hermosa que la mujer. De hecho, los elfos jamás conocieron que el caso se repitiera entre las hijas de los hombres, y así incorporarían a sus canciones esta nueva maravilla, fruto de la voluntad de Iluvatar.
En ese momento Andreth acariciaba el rostro de Aegnor, y la tristeza reflejada en el rostro de ella añadió aún más pena a los que los rodeaban. Aegnor abrió lentamente los ojos y miró a su frente y sonrió.
-Dichoso me considero yo solo entre todos los guerreros que parten esta noche a las estancias de Mandos, pues mi último contacto con esta Tierra será el más dulce de los recuerdos.
-Elfo inclemente, el recuerdo que te causa tanta dicha es el mayor dolor que ha sentido morador alguno de esta tierra que quieres abandonar.
-Mi hermano me advirtió de la inutilidad de pedirte que no lloraras. Pero dime ¿habrías dejado de venir, con la esperanza de que la incertidumbre sobre mi destino te permitiera algún alivio?
-Nada, amado mío, habría logrado que dejara de verte por última vez, como no fuera saber que con ello te salvaba de alguna manera. Pero nunca haría más que retrasar el momento fatal, pues estabas empeñado en una fantasía, en una ilusión de destrucción que terminó por vencerte.
Aegnor podía mover lentamente una mano, que alzó hasta el rostro de Andreth. La acarició entonces como mucho tiempo antes –según el tiempo de ella– había ella acariciado sus mejillas por primera vez en su primer viaje.
-En esta Tierra hemos de recoger las mayores emociones, tanto las de felicidad como las de desdichas. No sería justo que después de haber vivido las primeras, quisiéramos escapar de las segundas.
-Pero yo soy una simple mujer mortal, y no entiendo el sentido que los elfos le dan al transcurrir de tanta infelicidad.
-Lo llamas infelicidad, y razón tienes si te refieres a la impresión que dejaremos en los ojos de nuestros compañeros y amigos. Dos seres que nacieron para el amor, separados por la muerte y la destrucción, es lo que pueden observar ellos. Pero tú y yo estamos en el umbral de comprender que el lazo que los unió en Arda, va a trascender la materia de que Arda, y por lo tanto ellos mismos, están hechos.
-¿Cómo puedes saber, y manifestar tanta seguridad, en el momento en que lo único que yo veo es precisamente lo que no debió pasar¿Acaso no estás tú, el bello y, pensábamos, inmortal, en el último lecho, agonizando; las fuerzas no abandonan en estos momentos el pecho sobre el que suspiré tan pocas veces y no están mis fuerzas inútiles, frustradas por el tiempo que les queda por languidecer en esta tierra que ahora para mí solo traerá recuerdos desgarradores? No puedo entender qué fuerza es esa que te consuela.
-Sí lo entiendes, y lo sabes. Ahora simplemente estás ofuscada por tu pesar. Pero lo presentías cuando venías en camino. A mí se me ha terminado de revelar en estos instantes.
Dentro del pecho de Andreth, un sentimiento de comprensión luchaba y bullía por emerger. Aegnor continuó.
-El misterio más profundo para los elfos ha sido el del destino de los hombres, y si alguna vez luego de partir nosotros a las Estancias de Mandos, nos hemos de volver a encontrar. Ahora tú y yo sabemos, como Finrod intuyó, el destino que une a las dos razas.
-Finrod insinuó que con nosotros Eru, el único, haría el mundo en su forma final, la Casa Inmortal, Arda rehecha, aprovechando y recogiendo el hroa y el fea de los hombres que liberarían entonces también a los elfos. Pero eso no ocurrirá hasta el final de las edades, cuando el último canto de Eru llegue a su acorde final.
-También sabes que nosotros tendremos un privilegio adicional, pues no tendremos que esperar tanto. Por gracia especial de Iluvatar se nos ahorrará la larga espera en un sueño apacible, en el que descansaremos y nos aliviaremos de nuestros pesares, para despertar juntos ya en la Última Morada.
Y diciendo estas palabras, Aegnor Aikanar, Flecha Afilada, único entre los Primeros Nacidos en amar una Mujer Mortal, expiró. Y el llanto de Andreth impregnó el bello cuerpo del elfo, aunque en su pecho la comprensión de sus hados pugnaba por devolverle la felicidad. Poco tiempo más vivió Andreth, y las sepulturas de los amantes, escondidas en un recóndito rincón que nunca fue profanado por el paso de los servidores del mal, recuerdan a los caminantes que pasan por allí, el destino de la unión final de las dos razas.
FIN
