Inmortal

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Aún siento el olor de su piel.

Aún perdura la fuerza de su mirada, diciéndome adiós.

Aún conservo su imagen grabada en mi retina.

Aún está conmigo.

Mi garganta se ha quedado sin voz, ya no hay gritos para llamarla; mis ojos se han quedado sin lágrimas, se ha transformado en puro dolor; mi corazón ha abandonado su ritmo apasionado, duerme mecido por los recuerdos, en el paraíso de su existencia.

Nunca me he sentido tan solo.

Si miro atrás, muy atrás, tengo la compañía de mi madre primero, mi padre después. Tengo a mi familia, siempre cruel y despiadada, pero parientes de sangre y política, al fin; tengo a los falsos amigos que rodearon el teatro de mi mundo, gran parte de mi infancia y adolescencia; mis profesores, aquellos maestros que me educaron con sus artes y ciencias; los típicos conocidos y los malos por conocer; la tengo a ella.

Ahora, sólo veo sombras en este abismo donde me encuentro sumido. Sombras aplastantes, que me encierran en su tenebrosa penumbra, la oscuridad se cierne sobre mí y acaba con los restos del Sol.

Cierro los párpados e intento pensar que esto es sólo una maldita pesadilla, sí, que estoy viviendo un cuento maligno, una broma digna de mención, como la más macabra. Pero al abrirlos, mi pupila choca con el nombre en tu lápida. Y entonces, de nada me sirve intentar olvidarlo, porque todo fluye en dirección a mí, golpeándome, haciéndome volver al cercano pasado donde tú aún estabas.

Te perdí demasiado tiempo, debí haberme dado cuenta de todo lo que llevabas encerrado dentro. Sin embargo, fui un necio al querer negarme, pues estabas destinada a enamorarme, a ser la mujer que marcara mi vida, a ser la única persona que me importaría.

Fuimos enemigos durante unos seis largos años, seis años llenos de insultos, peleas y emociones encontradas en muchas ocasiones. Emociones que hoy vuelven a mí, cuando te recuerdo.

No puedo precisar el día ni la hora, sólo sé que fue antes de terminar el séptimo año en Hogwarts. Una noche nevada, en navidad, una navidad fría y peligrosa.

Voldemort se alzaba en toda su espiral, y con él, cientos de magos caían, inocentes o culpables, personas.

El terror se había apoderado de la tierra mágica y ante ello, Albus Dumbledore había ofrecido la protección a sus alumnos, abriendo las puertas del colegio en vacaciones de navidad.

Mas, algunos desconfiaron, pensaron en algún ataque debido al anuncio sin reservas del sabio, otros confiaron demasiado en su fuerza para proteger a sus seres queridos.

El caso es, que el gran salón fue ocupado por todos, haciendo una pequeña quedada nocturna, para dormir todos juntos y evitar riesgos innecesarios.

No sé por qué accedí. Creo que el destino jugó de nuevo conmigo. Siempre lo ha hecho y lo vuelve a hacer hoy.

Aquella noche no pude dormir. Me desperté de madrugada y creí ser el único individuo que no podía conciliar el sueño.

Cuán ingenuo fui. Cómo no saber que en aquella nochebuena, alguien miraba el fuego de la chimenea, arropada por las cálidas mantas y el silencio conciliador.

La observé calladamente, desde lejos. Algo se movió en mi interior.

Su rostro sereno, surcado por el dibujo de las llamas, parecía impasible, dormido. Toda la fuerza del fuego, se reflejaba en el interior de sus iris marrones, y palpitaba en cada chispa. Respiraba acompasadamente, con una postura seria y pensativa, y a la vez, distraída y natural.

Ella me descubrió y por un instante, nuestras miradas coincidieron en el murmullo de la nocturnidad.

Apartó la vista y siguió prisionera del calor que le ofrecía la chimenea.

No sé por qué, me senté al otro lado del fogón, sin articular palabra.

Así continuamos un rato, hasta que me decidí a hablar. Entre susurros le pregunté qué hacia allí, ella me respondió que la relajaba observar el fuego. Yo la comprendí. Era algo que no podía explicar pero, verlo, sentirlo, era como desatar el nudo que se formaba en mi interior, sentirme libre de toda atadura.

Le pregunté por qué no podía dormir, ella sonrió y como si fuera una persona "normal", me confesó sus miedos al poder de Voldemort, sus miedos ante la soledad y la incomprensión.

Por primera vez en mi vida, sentí una profunda culpabilidad hacia ella. Me sentí mal y estúpido. Me había comportado de un modo idiota ante ella, con mis inútiles esfuerzos por molestarlas con mis insultos bajos, llamándola sangre sucia cuando su sangre era tan roja como la mía.

Aunque mi futuro era ser un mortífago, salir de Hogwarts y convertirme en un siervo más del Señor Tenebroso, mi rebeldía ante las decisiones de mi padre, habían retrasado el momento culminante, aquel en que la calavera seria tatuada en mi antebrazo.

Lo confesé. Se lo confesé a Hermione Granger. Ella me escuchó en total silencio y al termino de mi explicación, me dijo que no lo hiciese, que luchase por un destino mejor, que buscara la felicidad donde realmente existiese.

Increíble, pero cierto. Me uní al bando de Dumbledore. Fue deshonrado por mi familia, por el mismo Voldemort, repudiado ante toda la comunidad de mortífagos, perseguido y siempre puesto en peligro.

Y a la vez, fui enamorándome, poco a poco, de la aprendiz de aurora, Hermione Granger.

Estudiábamos juntos en la Escuela Superior de Aurores y juntos peleábamos contra el poder maligno. Protegíamos a Harry Potter para que La Profecía se cumpliese.

Aprendí a sobrellevar mi amor por ella, pues, Hermione nunca me dio una sola esperanza, no hizo algo que me pudiese indicar otro tipo de sentimiento hacia mí, distinto del que tenía hacia el resto.

Sólo cuando noté que había más interesados en ella, cuando supe que podían arrebatármela e impedirme que jamás la tuviese, que jamás fuera mía, entonces, movido por el propio miedo, me decidí a actuar.

Fue en el peor momento, porque fue entonces cuando la Batalla Final acabó con los dos protagonistas del cuento de luz y oscuridad, cuando Voldemort y Harry Potter, murieron.

Ambos intentamos salvarle, luchando contra la banda de mortífagos, pero fue en balde, estaba destinado que Harry Potter muriera, llevándose consigo la gloria del triunfo y el recuerdo perpetuo en la Historia, al igual, que estaba destinado que Hermione y yo, nos enamoráramos.

La consolé mientras sus dos mejores amigos se debatían entre la vida y la muerte en San Mungo. Sólo uno se salvó, y eso, alegró y destruyó a Hermione.

La sostuve cuando el medimago comunicó la noticia, cuando le flaquearon las piernas y le fallaron las rodillas, cuando las lágrimas escaparon de sus ojos y necesitó un hombro en el que llorar, un amigo o simplemente alguien que no la dejara sola en su sufrimiento. La abracé, intentando calmarla y ella se desmayó entre mis brazos.

La acompañé mientras el cuerpo inerte del héroe era enterrado en una colina que llevaría su nombre, arropado por todos los que le querían y admiraban.

Cogí su mano mientras el sacerdote rezaba por su alma y estuve a su lado cuando todos fueron a darle el pésame por la pérdida de tan querido amigo.

Así, la llevé a su casa, y me faltó la respiración cuando ella me pidió que no la abandonara en ese momento.

Subí a su piso y velé su sueño.

Amanecí en un sofá, frente a ella, acurrucada en mantas, con una taza de café en las manos y una sonrisa que no supe interpretar, en los labios.

Dejé pasar el tiempo, para mí fueron una eternidad los meses siguientes. Mientras Ronald Weasley, condecorado por su valentía, al igual que yo y ella misma, se recuperaba de sus graves heridas, yo hice de amigo fiel y de confidente.

¿Cuándo comenzó a amarme ella? No lo sé. Yo no podía aguantar el amor, cada vez se llenaban más mis poros con su nombre, con sus miradas, sus sonrisas. Todo yo, era ella. Y no había noche que no soñara con su imagen.

Una noche, cenamos juntos. Hermione había superado la muerte de Harry, ayudada por mí, pero sobre todo, movida por su positividad y su fuerza siempre presente. Reímos aquella noche y la recuerdo como una de las más felices en el transcurso de mi vida.

Después de la comida, paseamos por las calles londinenses, adornadas con árboles, estrellas y luces.

Fue delante de un gran árbol lleno de brillantes bolas de cristal y plata, donde no pude soportar más el amor que me estaba matando en una lenta agonía, y le confesé casi ahogándome con las palabras, que la amaba más que a mi vida y que necesitaba saber qué sentía por mí.

Cuánto sufrí al ver que titubeaba, que miraba al cielo estrellado y se tocaba indecisa los guantes de cuero.

No pude más, creí que me desplomaría sino lo sabía.

La besé con toda la pasión que llevaba encerrado involuntariamente. Creí que volaba cuando sentí que sus labios seguían el compás que los míos habían comenzado. Más aún cuando sentí sus manos tocando mi cuello y la sonrisa oculta, saliendo a flote.

Era un "sí", muy sutil y muy romántico.

A partir de esa fecha navideña, todo fue perfecto.

Aquella navidad fue hermosa, hermosísima. No sólo fueron las visitas a los conciertos de villancicos, los paseos comprando regalos a todos, los días muertos, tumbados en la cama, desnudos con la calefacción, enrrollados en sábanas revueltas, con la televisión, la música, el piano...o el silencio cómplice que tanto nos gustaba.

Le regalé un anillo el día de nochebuena y nos casamos en una pequeña iglesia, con los amigos justos y verdaderos.

Fui tan feliz al verla vestida de blanco, diciéndome que estaría junto a mí, en las buenas y las malas, en la salud y en la enfermedad, todos lo días de su vida...no podía ni imaginar que algo más poderoso que el amor me la arrebataría.

Pero el destino me dejó un año entero antes de llevársela.

A pesar del trabajo, nada nos impedía estar juntos un mínimo de ocho horas sin sueño de por medio. Nos escapábamos de excursión al campo, de cenas románticas, paseos por la playa a la luz de la luna, compras o exploraciones. Nos transformábamos en dos tontos enamorados, parecíamos críos, niños pequeños.

No importaba. Nuestra felicidad era tan grande que suprimía todo lo demás.

En el verano hablamos seriamente. Se lo dije una noche, mientras las olas rompían contra la orilla y los acantilados. Quería tener un hijo con ella. Algo que nos uniera tanto, un vínculo inmortal para siempre.

Ella sonrió mientras asentía y me tomaba las manos.

Quería que en su interior creciese una vida y que el cincuenta por ciento de esa vida, fuese mía. Que aquel niño o niña tuviese mis ojos, o el color de mi pelo, mis manías con la música o mi adicción al chocolate. Que aquella criatura llevara la sangre de Hermione y la mía, mezcladas en una sola. Que nuestro amor diera el último fruta, en una culminación mágica como es el nacimiento de un nuevo ser.

Me llamó cursi mientras se lo decía y luego rió, sincera como siempre.

Sé que ella también lo deseaba, porque le brillaron los ojos mientras le decía cuánto quería ver como su barriguita tomaba la forma redonda, como la vida crecía en su interior.

Lo planeamos para un poco más adelante pero empezamos a practicar, abandonando los anticonceptivos.

El primer aviso fue la tarde gris de septiembre, en que mientras hacíamos la compra en el supermercado, Hermione se desplomó en el pasillo de los dulces.

La reanimé y vi que estaba pálida, muy blanca.

Sin saberlo, yo temblaba. Creí que aquella era la prueba de que el plan había funcionado, que estábamos embarazados.

La obligué a guardar reposo absoluto en la cama, llamé al médico y concerté la cita. Sin embargo, al día siguiente, nos quedamos dormidos y la olvidamos.

Durante dos semanas, estúpido de mí, olvidé el desmayo, el embarazo y el resto.

Me subieron de puesto en la oficina del Ministerio, Hermione se puso contenta. En secreto planeé un viaje a París para las vacaciones de Navidad.

Cenamos por todo lo alto, en un restaurante de lujo, con alguno de nuestros mejores amigos.

Allí fue el segundo aviso y ése no lo olvidé, pues fue el principio del fin.

Hermione se sintió mal mientras comíamos, pero no me lo dijo. Lo ocultó.

Fue al baño en los postres y allí vomitó todo lo poco que había ingerido en la cena. Se apoyó en la pared y se dejó caer. Casi no podía respirar e intentó atrapar el oxígeno que cruelmente se resistía a su garganta.

Yo me impacienté y excusándome, me dirigí a los servicios y en vez de empujar la puerta con el dibujo del hombre, empujé la de la mujer.

Estaba lavándose la cara cuando entré. De nuevo estaba muy pálida y habían aparecido unas largas ojeras en sus ojos. Ella me contó lo que había ocurrido y entonces estuve convencido de que estaba embarazada, seguro, me dije, esos son los síntomas.

La cogí de la mano, la besé y la abracé. No cabía de gozo en mí.

Cuando salimos, tocaban música. Bailamos dos canciones y entonces, no pudo más, su alma volvió a caer y se desmayó.

La llevé a casa y no pude dormir en toda la noche, pensando que mi sueño estaba realizado, que iba a ser padre. Iba a ser padre.

A la mañana siguiente, sin falta, acudimos al doctor.

Dijo que debía hacerle unos análisis de orina y sangre a Hermione, para comprobar su estado. Algo rutinario, dijo. Yo me confié en ello.

Las pruebas estarían en veinticuatro horas. Al día siguiente llamarían a casa y nos comunicarían los resultados.

Aquella noche me dediqué por entero a ella, la desnudé y masajeé todo su cuerpo mientras ella se dormía en mis besos y caricias.

El teléfono me despertó y, medio dormido, acudí, chocando con todos los muebles del pasillo, hasta que cogí el auricular. Era el médico, me pedía que fuese a recoger los resultados. Me extrañé pues me habían dicho que me darían la noticia por el teléfono. Pero después de rápidas cavilaciones, tracé como algo normal lo ocurrido.

No quise despertar a Hermione y fui solo a la clínica.

Supe que algo no andaba bien cuando el médico me recibió muy serio y me invitó a pasar a su despacho.

Me senté en una incómoda silla. Jamás podré olvidar cómo mis manos se llenaron de sudor agarradas a los apoyabrazos.

Pregunté si Hermione estaba embarazada.

Los resultados habían dado negativo.

Entonces, ¿qué le ocurría a mi esposa? Comencé a temblar inconscientemente.

El hombre negó con la cabeza. Yo sentí como mi estómago se revolvía y la sonrisa de Hermione mientras dormía, volaba hasta mí para darme las fuerzas que sentía que no tenía.

"Hermione está muy grave. Tiene un tumor. Le quedan pocos meses de vida. Lo siento."

Sentí como un disparo atravesaba mi pecho y lo rompía en dos. Como algo se me rompía por dentro, era mi corazón o mi alma, era algo que nunca se volvería a unir.

Dije mil barbaridades, intentando arreglar aquello. No podía ser cierto. Hermione era muy joven. ¿Cómo...cómo iba a morir? ¿Hermione con pocos meses de vida? Era...apenas una niña. Veinte años. ¿Cómo...? ¿Por qué? ¿Por qué ella? ¿Por qué ahora?

Me levanté de la silla. Toda la espalda me dolía como si a latigazos me hubieran destrozado.

Le pedí que no le comunicara la noticia a Hermione. No. No quería que ella lo supiese.

Y caminé por la ciudad, como un fantasma. Sí. Un fantasma roto de dolor. Ni una lágrima escapó de mis ojos. No podía llorar, no podía gritar, no podía...sólo sentía que mi corazón no latía. Lo busqué con la mano y no le encontré. No latía. Se había parado. Había muerto en el mismo instante en que la noticia había sido asimilada por mi cerebro.

Me derrumbé.

Estuve perdido varias horas hasta que sonó el móvil y vi que Hermione me buscaba.

Hermione.

Tenía que ser fuerte. Por ella y por mí. Por los dos. No podía derrumbarme. No. Ella no podía sufrir, no quería que Hermione sufriese.

Llegué a casa con un pastel de chocolate y varios libros.

Ella estaba en camisón, en la cama, leyendo.

Me abrazó al verme y sonrió cuando le mostré los regalos. Frunció el ceño y suspiró. "¿Negativo?" Tragué saliva y vi de nuevo la cara sombría del médico: "Hermione está muy grave. Tiene un tumor. Le quedan pocos meses de vida. Lo siento.", "Sí, mi amor. Pero dice que no hay ningún problema. Sólo hay que seguir intentándolo."

Y tras una sonrisa pícara, me guiñó un ojo y me susurró cosas obscenas al oído.

Yo la besé con todas mis ganas, contando los segundos que me quedaban para perderla.

Aquella noche, mientras ella resposaba tranquilamente sobre mi pecho, en el más delicado sueño, yo sólo escuchaba la voz lejana del doctor: "Hermione está muy grave. Tiene un tumor. Le quedan pocos meses de vida. Lo siento."

¿Cómo iba a fingir que nada ocurría? ¿Cómo iba a mentirle a Hermione? No podría. No tendría la suficiente fuerza.

La observé.

Respiraba en paz, su cascada de rizos castaños caían sobre el colchón, sus manitas estaban juntas sobre mi pecho, sus senos subían y bajaban al ritmo de su corazón. Ardía su piel, tersa como la piel del melocotón, deliciosa como las fresas. Única, como sólo ella.

¿Cómo perder todo aquello? ¿Cómo iba a perderla? No, no podía perderla.

Pedí unos días libres y mi jefe me los concedió. Hablé con la jefa de Hermione, sin que ella lo supiese, y se los pedí. Me pidió explicaciones, yo no pude dárselas y al principio se resistió, pero accedió finalmente, más por el tono de mi súplica que por otra cosa.

Aprovechando las fechas navideñas, inventé a Hermione excusas.

La mañana que fui a la agencia de viajes y recogí dos billetes a París, encontré a Hermione asomada al balcón, ojeando la calle y el triste cielo.

Le enseñé los tickets con una amplia sonrisa y comencé a desenrrollar mi aprendido diálogo cuando ella se dio la vuelta. Estaba más pálida que nunca, pero igualmente preciosa.

"Lo sé todo, Draco. No mientas, por favor."

Volví a romperme. Volví a sentir como mi corazón se paraba y me quedé paralizado, luchando con el vigor de sus orbes marrones, que me miraban con mil expresiones y emociones.

Me senté en un sillón, el más próximo, y ahí, de nuevo, me derrumbé. Me temblaban las manos y el pulso. No podía llorar. Tenía un nudo en la garganta que me impedía hablar.

Ella caminó hacia mí y sentándose en mis rodillas, me abrazó, yo no podía evitar los escalofríos que se repartían por mi cuerpo. La abracé como mi válvula de escape y entonces, sentí como un subidón repentino en mi pecho, me escocía los ojos y no pude evitar las lágrimas.

Lloré como un niño entre sus brazos. Parecía que era yo el que tenía el tumor, y no ella. Hermione, siempre sabia y serena, me abrazó y no dijo nada. Oyó mi llanto y me consoló, acariciándome la cabeza y dándome pequeños besos en la mejilla.

No sé cuánto tiempo duró, desperté envuelto en sus brazos, y yo aferrado a su cintura, temiendo que se me desvaneciera entre los dedos, como un sueño.

Me pidió calma. Ojalá me hubiese pedido cualquier otra cosa, menos calma y felicidad.

Me dijo que teníamos que enfrentarnos a ello y plantarle cara.

El tumor no tenía remedio. Cualquier operación la mataría. Estaba demasiado extendido y demasiado cerca de su cerebro, sacarlo acababa con su vida, retenerlo, también.

Todo estaba perdido y sin la esperanza, no me quedaba nada a lo que acogerme. Solo ella y su petición de fuerza y calma.

No realizamos el viaje a París. Hermione se sentía muy cansada, incluso para viajar.

Pasábamos los días metidos en la cama haciendo trivialidades. Algunos días salimos, en los que el tiempo acompañó con un tímido sol navideño.

Nuestro último día juntos transcurrió en una solitaria pista de patinaje sobre hielo, en un recinto cerrado.

Al principio había mucha gente y Hermione se quedó en un banco mientras yo patinaba y ella me miraba.

Después, cuando la afluencia de gente fue mínima, se animó y entró en la pista. Era muy diestra con los patines y los manejaba a perfección.

Hicimos piruetas juntos y ella no paró de reír y sonreír en toda la sesión.

En la última pirueta, yo la hice girar sobre ella misma para desplazarla después sobre su espalda y besarla.

Estábamos muy agitados.

Hermione me puso las manos en el pecho y acercó su boca a mi oído.

"Te quiero", me dijo. Y yo la abracé.

Pronto cerrarían la pista, por lo que la separé unos milímetros de mí y apartándole el pelo de la cara le pregunté a dónde quería ir. Ella fue directa y franca: "Al hospital."

Casi no podía respirar, le colocaron unos tubos blancos y lo conectaron a su boca y nariz, para facilitarle la respiración. La conectaron a una máquina que medía el latido de su corazón. Iba muy despacio, muy lento y cansado.

La enfermera nos dejó a solas cuando le dio un calmante para el dolor y Hermione lo bebió con un vaso de agua.

Yo estaba apoyado a su cama por un lado, sentado en una silla.

Ella me miró y analizó mis ojos grises muy dulcemente, mientras pestañeaba infinidad de veces. Entonces, alzó la mano y rozó la mía. Yo se la cogí. Estaba fría. La besé e intenté calentársela a base de besos y ocultándola con la mía, para darle mi calor.

El ritmo de su corazón subió un punto.

- Te quiero.

Yo la callé, regañándola. No debía hablar, eso le causaba esfuerzo.

Ella negó con la cabeza. No me lo dijo pero sabía que esos eran sus últimos minutos y que el esfuerzo valía la pena porque esos serían mis últimos recuerdos de ella.

- Quiero que cuando yo no esté...tú viajes a París. Que veas la torre Effail, los museos, los barrios, el Moulin Rouge...

- No sin ti.

Hermione sonrió.

- Yo siempre voy a ir contigo. Donde vallas, estaré. Me llevarás en tu alma y juntos iremos a todas partes.

Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas, apreté los dientes y asentí.

- Irás, ¿me lo prometes?

- Te lo prometo. Te lo prometo. - asentí.

- Quiero...que hagas las paces con tu madre, ¿sí?

- Sí, sí...lo haré.

- Que demuestres tu talento tocando al piano, a todos. Que les toques nuestra canción.

- Siempre, siempre...

- Yo viviré en sus notas.

Tragó saliva, el latido bajó de nuevo. Yo no podía contener las lágrimas y lloraba a lágrima viva.

- Y no te rindas jamás, ¿vale? No te rindas jamás.

- Jamás me rendiré.

Hermione miró al techo y suspiró.

- Ahora, ven, a mi lado. Tengo frío. Abrázame.

Torpemente tiré la silla y me tumbé al lado de Hermione, abrazándola.

Lloraba, lloraba mientras oía la máquina de fondo y como la botella de oxígeno se inflaba y desinflaba mientras Hermione bebía el gas.

"Te quiero, Hermione, te quiero.", le dije mientras la acariciaba.

Ella sonrió.

"Siempre te querré, Draco y siempre estaré contigo."

No sé cuándo se marchó. Sólo sé que cuando el sonido de mi llanto fue emmudeciendo, no oía la bomba de oxígeno y un pitido monótono llenaba la máquina.

Me sacaron de allí. No sé quién. No lo recuerdo.

Ni siquiera recuerdo qué fue de mí. Cómo he llegado hasta aquí.

Estoy en Francia, en los Campos Elíseos. Sé que a Hermione le hubiera gustado todo esto. Es precioso. El verde llena las praderas, el aire huele a campo y limpio, flota la pureza y la paz y un Sol de primavera se extiende sobre mi cabeza.

Unas nubes blancas y algodonosas sobrevuelan el cielo con un pequeño movimiento.

Creo ver tu rostro entre las nubes, Hermione. Creo oír tu voz a lo lejos, en el eco de las colinas.

Pero sé que estás, de seguro, en mi alma, ahí reposas, pues es tu descanso eterno.

Y sé que vivirás mientras yo te recuerde, mientras yo bese y bendiga tu nombre.

No me rendiré, Hermione, como tú me pediste. Sé que me esperas en el paraíso y que juntos tenemos la vida eterna en el cielo. Sé que voy contigo, sé que me acompañas, sé que tu me quieres, haga lo que haga.

Te quiero, Hermione. Sigues aquí, te siento en mi alma.

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¡Hola mis niñas!

Aquí me tenéis otra vez, haciendo honor a mis tres películas preferidas, "Moulin Rouge", "Love Story" y "El diario de

Noah". Y es que hay una frase que dice: "Toda historia de amor va enlazada a la muerte. La muerte es vida." No va del todo desencaminada.

Esta historia se la dedico a Boni, que la quiero un montón y no me ha pedido nada pero, yo he querido hacerle esto porque se lo merece por ser cómo es, una de las mejores personas que conozco.

No olvido vuestras peticiones y las tengo en marcha, dadme tiempo, por favor. Inspiración parece estar regresando poco a poco.

Mil gracias por todos vuestros reviews, los estoy contestando pero no los tengo terminados, los pondré en el siguiente capítulo que creo que lo publicaré muy pronto.

Y sin más dilación, me voy, sé que estuve poquito pero, creo que debemos ir pensando en reuniones en el messenger o en algún foro. ;) Se aceptan sugerencias.

Os quiero!

Lira Garbo

La muerte es el comienzo de la inmortalidad.

Maximilian Robespierre