Él no era ningún cobarde; pero tampoco tenía alma de mártir. Así que, cuando Potter aturdió a sus custodios en San Mungo, no desaprovechó el ofrecimiento de ayuda para fugarse. Quien lo ayudaba a caminar en medio de tropezones era un hombre alto, muy delgado y muy calvo, pero Severus sabía que Potter estaba debajo de esa apariencia. ¿Cómo lo sabía? Bueno, casi nadie daba un peso por él en esos días, salvo el mismísimo Harry Potter, quien ahora conocía su historia con mayor profundidad de la que Severus habría deseado.

—¿Qué te propones, Potter? —preguntó Severus con voz ronca. Su garganta todavía estaba lastimada por la mordedura de la serpiente.

—Sólo estoy saldando parte de mi deuda —dijo el hombre con voz profunda. Con un movimiento un poco brusco se acomodó mejor el brazo de Severus sobre los hombros, instándolo a caminar más de prisa.

—¿Sabes cuántos magos hay en este lugar? —dijo Severus sin poder evitar el tono de suficiencia en su voz.

—No hemos venido sin un plan —dijo el hombre con la voz entrecortada por el esfuerzo de casi arrastrar a Severus.

—¿Hemos?

La puerta del ascensor se abrió y una mujer de mediana edad, menuda y bajita les hizo señas insistentemente.

—Aquí. De prisa —dijo ella con voz chillona

Granger se veía demasiado Granger, incluso como otra persona, pensó Severus mientras daba traspiés en dirección al ascensor, todavía colgado de los hombros de Potter.

—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó Potter.

—Unos diez minutos —dijo Granger consultando su reloj —. No hemos querido soltar una dosis demasiado grande. Los pacientes no deberían estar sin supervisión tanto tiempo.

—¿Dosis de qué? —se atrevió a preguntar Severus.

No obtuvo respuesta, pero en cuanto las puertas del ascensor volvieron a abrirse, tuvo una explicación no verbal a su pregunta: La visión de decenas de personas inconscientes en el vestíbulo del hospital fue suficiente para él. Esa situación llevaba el sello de Sortilegios Weasley y se apostaba lo que fuera.

—Muévete, Harry —instó Granger.

—No me resulta tan fácil —rezongó el chico.

Severus no dijo nada, aunque habría deseado quejarse de lo difícil que le resultaba moverse con la anemia que le aquejaba.

—Aquí, profesor —dijo Granger, poniéndose el otro brazo de Severus sobre los hombros para ayudar a Potter a moverlo.

Entre los dos muchachos lograron sacar a Severus del hospital, pasando en medio del montón de personas dormidas, que poco a poco comenzaban a removerse en el suelo, con ganas de despertar. Sería todo un caos cuando se percataran de su ausencia.

—Si que se ve mal —dijo un hombre bajito y rechoncho, que sin duda debía de ser Weasley, cuando ellos atravesaron el vidrio que daba a la calle.

—Está fuera de peligro. Lo dijo el sanador —dijo Potter.

—Pues está sangrando —dijo Weasley.

Lo que faltaba, pensó Severus prestando atención por primera vez a la humedad que se extendía desde su cuello hasta el frente de la bata del hospital. Potter le dirigió una mirada horrorizada antes de arrojarle la varita a Weasley para tener la mano libre y hacerle presión sobre el vendaje. Era la segunda vez que el muchacho hacía eso en menos de dos semanas.

—Te dije que era muy pronto —chilló Granger con un tono de voz que rayaba en el pánico.

—¿Querías esperar a que lo besaran los dementores? —gruñó Potter.

Severus sintió un ramalazo de temor ante las palabras de Potter. No había tenido idea de cuál era su sentencia y sinceramente no esperaba una de semejante magnitud. Aunque, ¿qué esperaba? Él había matado al mago más adorado del mundo mágico. Sin importar las circunstancias en las que se habían dado las cosas, él era un mortífago asesino para la población en general. De no haberle mostrado sus memorias a Potter, seguramente el muchacho mismo se habría encargado de llevar a los dementores de la mano para que le besaran.

—¿Dónde está George? —preguntó Granger, optando por no contestarle nada a Potter.

—Ahí viene —dijo Weasley señalando un auto amarillo que se acercaba a toda velocidad.

—Más llamativo no se podía, ¿verdad? —dijo Granger con sorna en cuanto el auto se detuvo y el conductor bajó la ventanilla.

—Van a mancharme la tapicería —fue la respuesta de un hombre de tez oscura sacando la cabeza por la ventanilla del conductor. Los ademanes que Severus había visto en el joven por casi siete años le permitieron identificar a George Weasley.

—A la mierda con eso —dijo Potter con un gruñido —. Salgamos de aquí ya.

Ronald Weasley se metió al auto y ayudó a Severus a subirse torpemente al asiento, mientras Potter lo seguía y cerraba la puerta con un golpe seco. Granger apenas y se había logrado sentar en el asiento del copiloto, cuando el gemelo Weasley sobreviviente piso a fondo el acelerador, moviéndose entre los demás autos como si del autobús noctambulo se tratase.

—Va a ponerse bien, profesor —dijo Potter, con la voz cargada del respeto que nunca antes había demostrado —. La señora Weasley tiene la poción que usaron con el señor Weasley.

Severus no dijo nada y dejó que el muchacho continuase presionando el vendaje sobre su cuello. Sabía que Dumbledore se había hecho con una considerable provisión del antídoto para el veneno de Nagini, como precaución por si el Señor Oscuro la utilizaba contra otro miembro de la Orden. Así era como Granger le había salvado el pellejo hacía un par de semanas durante la batalla de Hogwarts.

Se había dado por muerto hasta que la muchacha le obligó a beber el amargo líquido, frenando la hemorragia por unas horas, hasta que pudo ser llevado a San Mungo. A partir de ese momento todo se convirtió en un caos legal y mediático para él: Unos creían en la palabra de Potter sobre "sus actos heroicos" y otros querían empalarlo en una plaza pública. Para su mala suerte, el ministerio de magia pertenecía al segundo grupo y en cuanto se dio por hecho que sobreviviría, se fijó la fecha del juicio para esa mañana. Ya se imaginaba que todo fallaría en su contra, pero jamás habría creído que el muchacho al que había odiado por años fuese en su auxilio.


Susan pisó el pedal del freno hasta el fondo y dio un giro brusco al volante hacia la izquierda, rezando para evitar la colisión frontal con la furgoneta blanca que se precipitaba hacia su auto. Escuchó el grito aterrorizado de sus hijas en el asiento trasero, en el momento justo en que la furgoneta se estrellaba contra la parte derecha de su camioneta, hundiendo la puerta del copiloto y disparando la bolsa de aire con violencia. Dios santo, si Penny la hubiese convencido de dejarle ir adelante…

La camioneta derrapó unos cuantos metros, impulsada por la fuerza del otro vehículo, hasta detenerse bruscamente contra el separador. Susan sintió como el cinturón de seguridad se ceñía sobre su hombro, quemándole la piel. Soltó un gemido, mordiéndose la lengua para no soltar la palabrota que se le vino a la mente.

—¡Mami! —chilló la voz de su hija menor, obligándola a ponerse en marcha y a ignorar el dolor en su hombro lacerado.

—¿Están bien? ¿Penny? ¿Sadie? —preguntó, girándose un poco en el asiento para ver a las niñas, haciéndose daño nuevamente en el hombro.

Ambas estaban sujetas a sus respectivas sillas y parecían ilesas. Penny se veía pálida y sus ojos color miel rivalizaban con los de un cervatillo asustado; Sadie lloriqueaba, restregándose los ojos con los puños.

—¡Mami! —exclamó de nuevo Sadie con voz llorosa. El cabello castaño claro se le había salido parcialmente de la coleta debido a la sacudida del auto.

—Estamos bien —dijo Penny con una voz que pretendía parecer calmada. Susan se sintió conmovida por la madurez de su hija mayor. Ocho años tenía, y era más centrada que ella misma.

—Ya va mami —dijo Susan manoteando para librarse del cinturón de seguridad a la par que intentaba sonreír. Quería transmitir seguridad a sus hijas, aunque ella misma era presa del miedo en ese instante, pensando en lo que habría pasado si el choque hubiese sido más violento —. Voy a soltarlas, ¿vale? Y Saldremos de aquí.

—Quiero ir a casa —lloró Sadie.

—Lo sé, cariño —dijo Susan, logrando por fin desabrocharse el cinturón.

Se encaramó en medio de los asientos delanteros y, colándose por el estrecho espacio, se inclinó sobre su hija pequeña para liberarla de la sillita para niños.

—Ya no voy a pedir ir adelante más nunca —susurró Penny con los ojos clavados en lo que quedaba de la puerta del copiloto.

—No pienses en eso, cielo —dijo Susan pasando a soltar también a su hija mayor.

Intentó abrir entonces la puerta del lado de Sadie, resultándole imposible debido al seguro para niños. Maldijo mentalmente y se devolvió a su asiento, retorciéndose forzosamente. Con un gran esfuerzo logró abrir un poco la puerta del conductor, apenas lo suficiente para salir apretujándose contra el metal. Penny la siguió, encaramándose ágilmente sobre los asientos delanteros para salir del vehículo con ayuda de Susan.

—No te alejes de mamá —le indicó Susan, esforzándose por meter medio cuerpo dentro de la camioneta nuevamente para ayudar a salir a Sadie.

Una vez todas estuvieron a una distancia prudente de los vehículos, Susan abrazó a sus hijas y después revisó que no estuviesen lastimadas. Fuera de lo asustadas que estaban, nada parecía fuera de lugar en ellas.

—¿Están todos bien ahí? —preguntó un hombre alto y fornido a los gritos mientras se acercaba a paso rápido hacia ellas. Otros conductores también se habían detenido y trataban de abrir la puerta del conductor de la furgoneta.

—Sí, gracias —respondió Susan tomando a sus hijas de las manos.

—El otro conductor está muerto —dijo el hombre sacudiendo la cabeza —. Yo creo que ya la había palmado cuando las chocó. Una señora ha llamado a una ambulancia y a la policía.

Sadie gimoteó, pegándose contra su pierna y Penny le apretó la mano con fuerza. Así que el hombre que casi había matado a sus hijas debió de haber sufrido algún tipo de ataque mientras conducía, pensó Susan, sin saber si sentir pena por el pobre desgraciado.

—Gracias —dijo Susan, resignada a pasar el resto del día en las urgencias de algún hospital.

—Quiero a papi —gimoteó Sadie.

—Ya veremos a papá en el hospital —la riñó Penny. Parecía un tanto molesta por la falta de madurez de su hermana de cinco años.

Susan soltó la mano de sus hijas y se acuclilló frente a ellas, sonriendo alentadoramente. En realidad, no tenía ni media pizca de ganas de ir a pasar por mil chequeos, pero la salud de sus hijas sí que le importaba de sobremanera, así que debía dejárselos claro a ambas.

—Iremos al hospital en cuanto llegue la ambulancia —acarició la mejilla de ambas afectuosamente —. Pediremos ir a donde papá ¿sí?

—Quiero hablar con él —dijo Sadie.

—En cuanto lleguemos… —comenzó Susan, quien no deseaba llamar a su esposo para explicarle que había tenido un accidente llevando a sus hijas a la escuela.

—Por favor —suplicó Sadie con un puchero. Sus ojos color chocolate estaban brillantes de lágrimas de nuevo.

—Bien. Le llamaremos, cariño —aceptó Susan, rindiéndose ante su pequeña hija —. No se muevan de aquí, mientras voy por el bolso. ¿Está bien?

—Está bien —dijo Penny tomando con firmeza la mano de su hermana menor.

—Esa es mi chica —sonrió Susan dándole un golpecito en la nariz con el dedo a Penny.

Fue hasta la camioneta y metió medio cuerpo, contorsionándose hasta dar con el bolso en el asiento del conductor. Volvió a salir y echando una mirada hacia sus hijas para comprobar que estuviesen en donde las había dejado, rodeó el auto para apreciar mejor el daño. Menudo estropicio, pensó en cuanto estuvo del otro lado: El frente estaba casi totalmente destruido, con el capó levantado y doblado sobre sí mismo, y la puerta del copiloto daba la impresión de haberse fundido con el asiento. Podría apostarse lo que fuera a que le declararían perdida total.

Miró hacia la furgoneta, detenida unos metros más allá. La parte delantera del otro vehículo también daba para hacerle un poema a la chatarra. Se planteó ir a revisar al conductor, pero no se sentía muy cómoda con la idea de ver el cadáver del hombre que casi les había causado la muerte. Tal vez era mejor no tener la imagen del sujeto muerto en su mente…

—¡Se mueve! ¡No está muerto! —chillaron algunas de las personas que curioseaban la furgoneta.

—Oh, mierda —susurró Susan cuando vio que un par de personas se disponían a bajar al hombre del vehículo.

—¡No! ¡No lo muevan! —exclamó dejando el bolso sobre el destartalado capó de la camioneta y comenzando a correr hacia la furgoneta.

—¡MAMÁ! —escuchó el grito de Sadie a su espalda.

Se detuvo en seco y se giró hacia sus hijas con expresión seria.

—¡NO SE MUEVAN DE AHÍ! —ordenó en voz alta para hacerse oír por encima de las exclamaciones de los que curioseaban en accidente.

Volvió a emprender la carrera hacia el otro vehículo siniestrado, comprobando con horror que el conductor había sido bajado sin ningún tipo de cautela. Pensar que le estaban haciendo más daño que bien, le erizó los vellos de los brazos.

—¡Apártense! —ordenó en cuanto llegó junto al hombre, agachándose a su lado.

—Ha dejado de respirar hace un segundo —dijo uno de los hombres que lo habían sacado del auto. Él estaba en cuclillas, casi sobre la cabeza del conductor.

Susan comprobó que el hombre no respiraba y le buscó el pulso carotídeo, pero no había ni el más mínimo rastro del mismo. Sin embargo, todavía estaba caliente a pesar de la palidez de su maduro rostro.

—Usted, ayúdeme con la cabeza —le indicó Susan al hombre, tomándole las manos y ubicándoselas de modo que le estabilizara el cuello del conductor, además de ayudarle a despejar un poco la vía aérea, tratando de no causarle más daño. Un hilo de sangre se deslizó por la comisura de los labios del accidentado.

—¿Le doy respiración yo? —preguntó el hombre con expresión horrorizada.

—No. Está sangrando. No asumiremos ese riesgo —dijo Susan negando con la cabeza y el hombre pareció relajarse —. Nos limitaremos a compresiones cardíacas.

Susan abrió la camisa del sujeto de un tirón y los botones salieron despedidos para todos lados. Los curiosos lanzaron una exclamación de asombro, mientras ella ubicaba las manos sobre el esternón del conductor, colocándose en la posición adecuada para reanimar. Haciendo caso omiso a las murmuraciones de la gente, empezó a dar masaje cardíaco, concentrándose en realizarlo con la profundidad y fuerza necesarias. Esperaba que la ambulancia llegase pronto para poder regresar junto a sus hijas.

—¿No debimos moverlo? —preguntó el hombre que sostenía la cabeza del conductor.

—No —respondió Susan sin dejar de comprimir el tórax del pobre sujeto.

Quizás estaba demasiado lesionado y debería dejarle morir de una vez por todas, pensó Susan, sin poder reprimir la angustia que acompañaba a semejante ocurrencia. Ella no era quién debía juzgar eso; ella simplemente debía hacer lo posible por traerlo de vuelta y que después pasase lo que tuviese que pasar. No podía simplemente dejar que el sujeto se muriera, no después de que había regresado de lo que parecía ser su descanso eterno durante unos segundos.

El sonido de la ambulancia unos cinco minutos después se le antojó maravilloso, sobre todo cuando los paramédicos la relevaron de sus funciones como reanimadora, encargándose de asegurar correctamente la vía aérea del sujeto. Pero nadie parecía más aliviado que el hombre que le había ayudado durante la reanimación del conductor, pues apenas pudo se escabulló entre la multitud de curiosos que permanecían observando la escena con interés.


—Lo ha hecho bien, doc —dijo un paramédico de tez oscura, mientras revisaba las pupilas de Sadie dentro de la ambulancia. Susan lo había reconocido como Tadder Freeman.

—Gracias, Tad —dijo con una sonrisa. El personal del hospital que su esposo dirigía continuaba llamándola "doc", a pesar de que llevaba años sin ejercer la medicina.

—Tendremos que llevarlas al hospital para un chequeo más a fondo. El doctor Ashford está preocupado por ustedes —dijo Tad.

—No le pude llamar —murmuró Susan, sintiendo un peso enorme sobre la boca de su estómago. Apretó con fuerza el bolso que Tad había recuperado para ella, un tanto nerviosa. A esas alturas Robert debía estar sumamente preocupado.

—No se preocupe, doc. Le he dicho que usted estuvo a cargo de la reanimación del otro conductor —dijo Tad animadamente.

Susan le sonrió, esperando que eso hubiese paliado la preocupación de Robert.

—¿Iremos con papá? —preguntó Sadie.

—Sí, señorita —respondió Tad amigablemente —. Tu padre estará feliz de verlas.

—Preferiría ir a casa —comentó Penny arrugando la nariz.

—Todo va a salir bien, amor —dijo Susan acariciándole el cabello.


La sala de urgencias del hospital que su esposo dirigía estaba casi vacía, por lo que la atención para ella y las niñas fue bastante rápida. Robert las había acompañado en todo momento, mostrándose comprensivo y cariñoso con ella y las niñas. No parecía molesto por el mal rato que había pasado preocupándose por ellas, cosa que la hizo sentir mejor. Incluso fue más que permisivo con Penny y Sadie, comprándoles sendas cajitas felices para la cena de camino a casa. Susan también se pidió una hamburguesa con papas, aprovechando que no se sobrevive a un accidente de auto a diario.

—El otro hombre está estable. El doctor Irons cree que se recuperará —comentó Robert en cuanto Susan volvió de acostar a las niñas.

—Me alegra saberlo —dijo Susan con una sonrisa.

Robert se acercó a ella y le tomó la barbilla. Posó la otra mano sobre su hombro lastimado y la miró con intensidad. Susan se paralizó ante su mirada.

—Has hecho un buen trabajo —dijo Robert. Hizo un poco de presión sobre el hombro de Susan, haciéndole daño, para después sonreír con suficiencia —. Pero podría haber salido mal, Susie.

—Sabía lo que estaba haciendo —dijo Susan dando un paso atrás para alejarse de su esposo. Él le soltó la barbilla, pero incrementó la presión sobre su hombro lastimado, haciéndole soltar un gemido de dolor.

—Podría haber salido mal —repitió sin dejar de sonreír —. No tienes experiencia, nena.

—Soy internista —dijo Susan con firmeza.

—Ya no. Ahora eres madre, Susie —Robert le soltó el hombro y se rascó la barbilla —. Pero también estás fallando en eso.

Susan dio un respingo, sintiéndose ofendida. ¿Cómo podía decirle eso? Ella vivía por y para sus hijas desde su nacimiento.

—No fue mi culpa —dijo Susan.

Robert le dio la espalda y fue hasta la cama.

—Te dije que necesitabas un conductor cuando Henry se retiró —le recriminó Robert mientras se metía a la cama.

—No necesito un conductor —lo contradijo Susan sin moverse de donde estaba.

—Estoy seguro de que sí, querida Susie. No voy a poner en riesgo a mis hijas por tus aires de mujer moderna —la voz de Robert era tranquila, incluso risueña.

—No quiero otra sombra —dijo Susan. Su voz sonó como una súplica.

Robert la miró y su sonrisa se ensanchó todavía más. Susan quería dar la pelea, pero sabía de sobra que la expresión de su esposo significaba que ya había tomado una decisión. Y Robert no era de cambiar sus decisiones.

—Susie: hago todo por tu bien —fue su respuesta antes de girarse en la cama para ponerse de costado.

Era igual que cuando le prohibió ejercer su carrera, alegando que era por su bien y el de Penny. Sólo que en ese entonces todavía creía que las cosas eran temporales, mientras Penny crecía un poco. En la actualidad tenía plena consciencia de que las cosas con Robert no eran temporales, que todo era fijo y rara vez había cambios, que su palabra era ley.

Sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas debido a la frustración, así que salió del dormitorio, negándose a llorar en su presencia. Fue a parar de nuevo a la habitación de sus hijas y se dispuso a contemplarlas desde la puerta, a la tenue luz de la lámpara de Sadie, quien todavía le temía a la oscuridad. No era una mala madre, intentaba ser la mejor para las dos niñas, a pesar de que ninguna había sido planeada por ella. Penny había sido un fallo de la píldora en su último año de residencia, cuando estaba recién casada con Robert. Después del nacimiento de Penny, su carrera se quedó en segundo plano, con la promesa de su esposo de que podría retomarla en cuanto la niña creciera un poco. Sin embargo, cuando Penny tenía poco más de dos años, Robert decidió que era hora de un nuevo bebé y Susan accedió. ¿Qué podría pasar? Robert había dicho que con este bebé sólo debía esperar a que iniciara la alimentación complementaria antes de volver a ejercer su carrera. Pues bueno, Sadie ya tenía cinco años y Susan no era más internista que antes.

Para sus amigas, Susan vivía el sueño de cualquier mujer: Tenía una grande y hermosa casa, ama de llaves, chófer y jardinero: además, su aspecto físico era el de alguien que no ha gestado a dos seres humanos debido a los miles de cuidados que Robert le había instado a tener. Pero ellas no eran conscientes de que Susan rara vez salía de casa sin sentirse supervisada, ni siquiera cuando salía a correr para mantenerse en la forma en que Robert deseaba. Ellas tampoco sabían que Susan no podía comer ciertas cosas, a menos de que su esposo lo aprobara. Susan vivía en una burbuja diseñada por Robert para que fuese lo que él quería que fuera.

A diario se preguntaba cómo había podido abandonar lo que era por un hombre como aquel, negándose su propia naturaleza e incluso habiendo llegado a desear que sus hijas no la heredaran. Aunque sabía que Robert amaba a las niñas, no quería imaginar lo que pasaría si ellas demostraban alguna aptitud mágica a futuro. Estaba segura de que él no les permitiría formarse en el mundo del que Susan había salido. También solía preguntarse si sería capaz de enfrentarlo con tal de garantizar la libertad de Penny y Sadie.

Debería haberse quedado en Inglaterra para formarse en San Mungo, si tanto quería ser médico. Nunca debió cruzar el charco ni dejarse cautivar por la forma en que los muggles llevaban sus vidas sin magia. Y mucho menos debió haberse enamorado de aquel muggle que parecía tan encantador y perfecto, para después parir dos hijas y verse obligada a abandonar su vida en todos los aspectos. Ese tipo de actitudes idiotas le habían costado a sus padres, quienes jamás le perdonaron que renunciara a su magia para cumplir el capricho de su esposo. Hacía casi una década que no los veía y, cada vez que mencionaba la posibilidad de contactarlos, Robert se negaba rotundamente, alegando que podrían contaminar de alguna manera a las niñas. También llevaba casi una década sin sacar su varita de la caja fuerte de Robert, procurando cumplir la promesa de ser una persona "normal" para él.