Serie La Flor y El Demonio

Libro I: La Flor del Desierto Blanco

La Princesa de Fuego

—Milord, antes de comenzar la historia de hoy, me gustaría aclarar una cosa. Fuera del país, existen reinos, donde la magia no existe.

Habían pasado al menos dos temporadas desde que Ferdinand comenzó a tener fiestas de té en su habitación con Camille. La niña había llenado la recámara de historias, postres y recuerdos con los que solía perderse cuando tenía un día más estresante de lo usual o cuando era convocado por su padre.

Ésta era la última fiesta de té que celebraban en su habitación, quería pensar en ella como su propio regalo por cumplir ocho años, después de todo, había nacido a finales de la primavera.

—¿Cómo un reino de plebeyos?

—Así es. El lugar donde el poder de los dioses no llega —Ferdinand la miró con el ceño fruncido, analizando las palabras de Camille—, en esos reinos, existen otras reglas, sin embargo, una persona puede encontrar sabiduría donde menos se lo espera, así que, por favor, escuche hasta el final.

Era una premisa extraña, en especial porque a la hermosa Camille parecía gustarle usar historias donde la magia se comportaba de las maneras más extrañas, como ese cuento donde un erudito convertía una rifa en un carruaje, shumils en caballos y un zantze en un asistente.

Ferdinand miró a Siegfried por el rabillo del ojo antes de pasar sus manos por atrás de su cuello y recostarse contra el respaldo del sillón, subiendo una pierna a la mesa para mostrarse descortés. Odiaba no poder portarse con ella como le obligaban a portarse con Eglantine, pero era por su propio bien.

«Hubo una vez una princesa muy bendecida por Gleifeshan, Efflorelume y Mestionora.»

—Pensé que habías dicho que la influencia de los dioses no llegaba a ese reino —Se quejó Ferdinand, suprimiendo una sonrisa al verla fruncir el ceño con las mejillas un tanto coloreadas y las manos en puños.

—¿Cómo podría explicarle a su Majestad el carácter de la princesa sin hacer referencia a los dioses que conocemos?

Era justo. Lo habría dejado pasar si Siegfried no estuviera mirándolo expectante ahora.

Su padre le había dicho que fuera menos tímido y tocará más a su flor un par de semanas atrás. Así que Ferdinand se puso en pie, fingiendo molestia para mirarla muy de cerca y pellizcarle ambas mejillas. Eran tan suaves, cálidas y elásticas, tenían una textura tan tersa, que la pellizco más fuerte sin desearlo.

—Aw, aw, aw, ¡Fewninan! ¡We wuele! Aw.

La soltó asustado, acariciando sus mejillas para reconfortarla, recordando cuántos ojos tenía encima, atrayéndola un poco para fingir un regaño.

—Ten más cuidado con los detalles. La próxima vez me asegurare de dejarte marcada por idiota, ¿entendiste?

Ella hizo un puchero adorable, sus ojos lo miraban con molestia, pero asintió en silencio. Él suspiró con cansancio. Estaba harto de tratar mal a la única persona a la que estaba comenzando a considerar una amiga.

La soltó entonces para regresar a su asiento, tomando entre los dedos una de las frutas espolvoreadas con azúcar pulverizada que adornaban la pequeña tarta que tenía enfrente y le habló sin mirarla, avergonzado por su actuar.

—¡Continúa! —y ella lo hizo.

«La princesa, quien sería la próxima reina, estaba cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, así que anunció que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez.

El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra, una simple y sucia piedra.

Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:»

—¿En serio? —la interrumpió más curioso que molesto—. ¿Se interesó por una piedra? Debe ser igual de tonta que tú.

—Si su majestad me permite continuar… —se quejó Camille entonces, retorciendo un poco la servilleta con holanes azules que tenía enfrente.

—Si, si, lo que digas —murmuró avergonzado de nuevo, fingiendo desdén. O se había vuelto muy bueno actuando, o Camille lo detestaba, porque parecía incluso más molesta que antes.

«—Esa piedra representa lo más valioso que le puedo regalar, princesa: es mi corazón. También es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro.

El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Bluanfa había bailado para ella, pero no para él.»

—¡Eso es estúpido! —se quejó Ferdinand, maldiciéndose internamente por no ser capaz de dejarla continuar como era usual.

—¿Disculpa? —lo miró ella consternada. Seguro ella también encontraba extraño tantas interrupciones.

—¿Cómo puede Bluanfah bailar solo porque te obsequian una piedra? ¿Es estúpido? —alegó él, queriendo explicarle más sin encontrar las palabras. Nada de lo que dijera lo salvaría de exponer sus propios sentimientos. Estaría poniéndole una soga al cuello a la pequeña Mestionora que le contaba historias cada día de la tierra.

—¿Su Majestad puede imaginar algo que haga bailar a Bluanfah? —preguntó ella con esa odiosa sonrisa vacía tras la que se escondía cuando él estaba siendo más impertinente y molesto de lo habitual.

De reojo miró a Siegfried. Su maldito pariente había dejado de escribir, mirándolo con atención. Su padre sabría bien lo que respondiera.

—No. Pero dudo que una simple flor del palacio de Adalguiza pueda.

Siegfried sonrió ante su respuesta, anotando de prisa en la tablilla de madera.

Camille por otro lado se veía ofendida, con sus ojos rojos y mordiendo su labio mientras estrangulaba la servilleta a su disposición.

Esa fue la primera vez que notó algo raro.

La asistente de Camille había apoyado sus manos en los hombros de su señora sin mirarlo a él y la niña había comenzado a susurrar los números despacio.

Ferdinand podía notar los suaves apretones en los hombros de la niña, calmandola. Luego sintió un escalofrío. La caballera de Camille se sujetaba al mango de su espada como si su vida dependiera de ello y lo miraba de una manera que lo hizo imaginar que era atravesado por la espalda.

Era la primera vez que experimentaba ese tipo de horror.

Tuvo que voltear a otro lado, tomando la fruta con que había estado jugando para llevársela a la boca e ignorarlas.

'Maldito Siegfried. ¡Maldito Zent! ¡A este paso Camille y su séquito me odiaran para siempre!'

Cuando terminó de tragar suspiró con cansancio disfrazado de fastidio, mirando hacia la puerta, recordándose que esa sería la última vez que ella estaba en su habitación ese año.

—¡Prosigue, mocosa! No tengo tiempo para perder si no vas a terminar la historia, por más estúpida que parezca.

La escuchó suspirar sin saber si era de fastidio, tristeza o enojo y luego tomar aire para continuar su narración.

«La princesa llevaba consigo la piedra a todas partes y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos. Sintiendo que Bluanfah no bailaría nunca para él, arrojó la piedra al fuego. Al momento, vio cómo se deshacía la arena y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro.

Entonces comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba, separando lo inútil de lo importante.»

—¿Es en serio? —se quejó él, mirándola a los ojos, sintiendo que se le exigía ahora algo que no podía darle.

Camille lo miró con el ceño fruncido y una sonrisa ladina y peligrosa.

—Pensé que no tenía tiempo para perder con mis estúpidas historias y mi estúpida presencia, príncipe Ferdinand.

Tragó como pudo, avergonzado, molesto y frustrado. Lo que no deseaba era que ella se fuera o que la fiesta de té se terminara, por muy desagradable que tuviera que ser con ella. Quería escucharla más tiempo. Hasta quedarse dormido a decir verdad.

—Prosigue —masculló él.

«Durante las siguientes estaciones, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante.

Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros.

Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y cercanía, y su sola presencia transmitía tal calor humano y pasión por cuánto hacía, que comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".»

—¿Te gustaría eso? —interrumpió de nuevo sin poder evitarlo—. ¿Que te llame princesa de fuego? ¿No es un poco demasiado?

No la miraba, pero escuchaba a la perfección la tela de una servilleta ser estrujada y algunos de los holandés quejarse y sus hilos romperse.

—¿Me deja terminar para irme a mi estúpida habitación?

Sabía que estaba furiosa, oculta detrás de esa terrible sonrisa hueca y hablando con la mandíbula apretada. La miró queriendo disculparse sin llegar a hacerlo.

—¿Deseas irte ya? Deberías sentirte halagada de que te permita estar aquí —quiso decir más pero se mordió la lengua, ella estaba demasiado susceptible el día de hoy.

—Mis deseos no importan, ¿o si, mi Lord?

El comentario le dolió más de lo que podía aceptar incluso para sí mismo. La miró molesto. Si ella supiera. ¡Si al menos supiera lo difícil que era toda esta situación…!

—No. Los deseos de un simple shumil no son importantes para su dueño.

—¿Ahora soy un shumil?

Bajo la cabeza para que su cabello cubriera sus orejas traidoras. Ella era tan adorable y frágil como un shumil, con sus enormes y expresivos ojos dorados y su delicado cabello con aroma a flores.

—Tú eres lo que yo decida y nada más, si digo que eres un shumil, entonces eres un shumil.

—¿Y también quiere que salte como uno?

Se estaba burlando de él. Estaba tan molesta que había comenzado a ser sarcástica. ' Estupido y maldito Siegfried que tienes que supervisarme y darme las estúpidas y malditas órdenes de mi padre! '

—¿Lo harías? —dijo con una sonrisa enferma por todo lo que sentía dentro, dirigiendo su rabia de manera equivocada a Camille.

Ella frunció más su ceño, sosteniéndole la mirada antes de hacer un mohin y… ¿Estaba por levantarse?

—No te dije que de verdad lo hicieras, ¿en serio eres tan idiota?

Esta vez podía sentir tres miradas asesinas sobre él.

Camille, su asistente y su caballera lo miraban con ojos fríos y sedientos de sangre, a pesar de esconderse detrás de nobles sonrisas educadas y perfectas, tan perfectas que le provocaban náuseas.

—Terminemos con esto entonces —suspiró él, cruzándose de brazos y dejando ver cuán molesto se sentía con la situación entera.

Camille se recompuso y él no pudo menos que admirarla por su temple. Si los lugares se intercambiarán, ¿podría él actuar como ella?

«Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días.»

Sabía que la historia terminaría pronto, solo no esperaba que lo hiciera en una frase más. ¿Habría sido su culpa?

La miró expectante, pero ella solo bebió de su té, sosteniendo la taza cuando el líquido se terminó, examinando el diseño azul oscuro del juego de té que le pertenecía a ella.

La primera vez que lo había visto y le explicaron que su padre se lo había obsequiado a juego con el de Ferdinand, se había sentido feliz. Al menos tendrían algo en común. Ahora el sentimiento era amargo, en especial si repasaba las cosas desagradables que le había dicho ese día. La había tratado como una posesión, no como una persona.

¿El servicio a juego, con el diseño personal de Ferdinand en otro color era una pequeña amabilidad o solo otra forma de marcar a la niña como una propiedad?

Se levantó entonces. Le dolía la cabeza por todo el conflicto interno en su cabeza. Camille se puso en pie y el personal de servicio se arrodilló ante ambos.

—Es la historia más estúpida, inútil y desesperante que me has contado. Te prohíbo volver a contar nada sobre Bluanfah.

La había lastimado de nuevo. La había hecho enfadar lo suficiente para notar sus ojos cambiando de color y luego la había visto rechistar, saltando espantada como si fuera un pequeño shumil. ¡Maldición! ¡Su propio mana se estaba saliendo de control!

Cerró los ojos antes de darse media vuelta, caminando con los puños apretados hasta la entrada a dónde estaban su cama y su guardarropa, deteniéndose en cuanto le abrieron la puerta.

—Y por cierto, cómo ha dejado de hacer frío, quiero que dejes de venir a mi habitación. Solo la ensucias.

Entró a su recámara, escuchando los pasos de su asistente tras él… y los de Siegfried.

¿Por qué Verdraos no podía llevarse a ese par de incordios de su vida de una buena vez?

Siegfried carraspeó y Ferdinand suspiró, haciendo un esfuerzo por recoger sus emociones y meterlas tras la puerta metafórica dónde debía esconderlas. Regaño o alabanza, estaba seguro de que iba a odiar lo que le dijera el idiota de su tío.

.

Notas de la Autora:

No sé cual de estos dos me da más pena, la verdad, pero tal y como había dicho en algún otro lugar... la Soberanía no puede ser un buen lugar para vivir, en especial el Castillo de la Familia Real. A pesar de todo, la esperanza muere al último.

Esperamos que hayan disfrutado mucho con este capítulo. Gracias por los Follows y Favs, pero en especial a quienes hayan dejado un comentario en esta historia. Por cierto, de todos los cuentos que conocemos, ¿cuál creen que seería el favorito del príncipe Ferdinand? es solo curiosidad.

SARABA