Capítulo 25. Una infusión de té.
La senda de Pico Nevado se extendía sobre la nieve como una lengua grisácea, fundiéndose con las curvas y desniveles del terreno, apareciendo y desapareciendo entre las montañas. A ambos lados del camino se erguían moles de nieve o roca, y en uno de ellos pudo distinguir una cavidad redondeada. Zelda suspiró con cansancio, asumiendo una verdad que ya conocía desde que salieron del puesto de guardia. –Vamos a parar.
–¿Cómo…? –consiguió decir Link. Se había cubierto la cabeza con pieles a modo de capucha–. Si es por él, podemos decirle que…
–Es por ti –le cortó Zelda.
En realidad era por ambos. Rumba caminaba todo lo rápido que su curiosidad le permitía. Era la primera vez que veía nieve, o mejor dicho, que la tocaba, y no hacía más que detenerse para plantar la mano sobre ella para dejar marcas. También cargaba con una bolsa ridículamente grande de carbón, así que le resultaba imposible hacerse una bola y rodar cuesta arriba.
Aun así, el problema principal era Link. Avanzaba renqueante, y no por la alforja que cargaba a su espalda. A cada paso que daba, un gesto de dolor le recorría el rostro, como si el simple hecho de mover las piernas le supusiera un esfuerzo inmenso. Probablemente así fuera. Efectos secundarios de combatir a tres sheikah al mismo tiempo.
Se le revolvía el estómago al recordar el horrible espectáculo del que había sido testigo. Nada tenía que ver con la fluidez a la que le tenía acostumbrado, aquella habilidad de convertir un combate en un baile. Lo que había visto había sido sucio, desesperado y cruel. Había visto cómo cuatro hombres se arrastraban por el suelo, sangraban y ahogaban gritos, había visto cómo el honor quedaba en segundo plano cuando se trataba de sobrevivir.
No quería pensar en cómo habría acabado todo si no hubiera intervenido. Por suerte, aún seguía siendo la princesa de Hyrule y, a menos que las órdenes de su padre entraran en conflicto con las suyas, los sheikah le debían plena e indiscutible obediencia. Una vez aclarada su identidad, los guardias los habían ayudado diligentemente con los preparativos. Ella propuso descansar allí al menos un día para que Link se recuperase, pero su estupidez y su cabezonería se opusieron.
Habría sido mejor que los sheikah los hubieran acompañado y ayudado con las pieles y comida, pero Noah les había ordenado que vigilasen la Puerta de Hebra, y la voz de la cordura le susurró que aquel puesto no podía quedar vacío. Aunque viendo ahora las dificultadas que estaban teniendo, quizás debería haber insistido en ello. A fin de cuentas, su palabra estaba por encima de la de su hermano. Aun así, tenía que admitir que escuchar noticias de él la había conmovido.
Llevaba más de un año sin saber de Noah, de la última vez que había visto su pequeña cabellera oscura y sus vivarachos ojos verdes. Desde que se lo llevaron a la fortaleza para su entrenamiento militar, no le habían permitido volver a reunirse con su padre o con ella. Era duro, pero "una espada debe templarse para no romperse", o eso decía su padre con voz grave cada vez que ella estallaba por lo absurdo de aquellas costumbres.
Por desgracia, su padre se había mantenido firme, y hasta ese momento no había sabido nada de él. Aquello solo había acrecentado las ganas de volver a verlo, más aún sabiendo lo cerca que estaban de Pico Nevado. Sin embargo, Link había plantado en ella la semilla de la desconfianza.
Noah siempre había sido un niño amable y tímido, con un carácter apacible y una sonrisa en los labios. Pero eso último también había sido una característica de su padre, y la última vez que lo había visto había tratado de encerrarla en las mazmorras del castillo. Estaba pisando terreno cenagoso, y solo podía confiar en los hechos, es decir, en Link.
–Yo estoy bien… –gruñó Link–. Aún quedan un par de horas de Sol…
–¡Rumba, vamos a descansar! –gritó Zelda, ignorándole.
La tenue resistencia que hizo Link cuando se salió del camino terminó de convencerla de lo mucho que necesitaba aquella pausa. A diferencia de otras ocasiones, soltó la alforja en el suelo y se dejó caer junto a una pared de piedra, apoyando la cabeza y cerrando los ojos.
–¿Estás bien? –le preguntó ella mientras descargaba el arco y las pieles. Quizás estaba peor aún de lo que aparentaba.
–Sí –respondió él con los ojos cerrados–. ¿Y tú?
En otras circunstancias, aquella pregunta sería un acto reflejo, lo que se dice por cortesía cuando te preguntan, típico en el mundo en que ella se movía. Sin embargo, con Link era distinto, un acto chocantemente genuino.
–Mejor que tú, te lo aseguro.
Link soltó el aire por la nariz en lo que parecía un amago de carcajada. –No sé por qué lo dices, yo estoy perfectamente.
–Oh, ya veo –respondió ella. Aquel juego sí lo conocía–. Pues en realidad tengo un poco de hambre. Te daría algo a ti también, pero si estás perfectamente, me las apañaré yo sola.
Link abrió los ojos de golpe; a veces era muy previsible. –Bueno, tampoco voy a hacer ascos. Hay que saber aceptar las cosas cuando vienen.
Zelda pasó por delante de él y acercó a las alforjas. Podía sentir su mirada mientras sacaba el pan y la mermelada. –No. Si tienes razón, te veo bien.
–A lo mejor no estoy tan bien –respondió él. No despegaba la vista de ella.
–¿Ah, no? ¿Y por qué no lo has dicho antes?
Link hizo rodar sus ojos al tiempo que apuntalaba una sonrisa afilada en sus labios. Aquel gesto era como atizar las ascuas de una hoguera, saltaban chispas. –Ya sabes, cosas de ser un héroe.
–¿Héroe? Yo no veo ninguno –dijo ella, picándole.
–¿No? Es raro. Si hay una princesa, debe haber un héroe que la proteja.
–A lo mejor hay princesas que no necesitan que las protejan.
–A lo mejor hay princesas que no son tan princesas –respondió él. Aprendía rápido.
–Puede ser –sonrió. Sacó unos trozos de pan y el frasco con mermelada–. Pero si no hay princesas ni héroes, sí que puedo preguntarte por qué no estás tan bien.
–Pues ahora que lo has mencionado, tengo hambre. –Hablaba con un tono de voz suave, ligeramente grave.
Frunció el ceño, alternando la vista entre los ojos y la boca. –Vaya… ¿tienes hambre? ¿Solo eso?
–También tengo frío.
Zelda asintió. –Eso sí que es un problema. Si no hubiéramos abandonado tan pronto el puesto de guardia, tendríamos chimenea…
Link desvió la mirada, encajando la puya con deportividad. –Eso es verdad.
–Y camas.
–Y tres sheikah –añadió.
Zelda no pudo evitar soltar una carcajada. Punto para él. –Tienes razón. Pero ahora no tenemos ni camas ni chimeneas.
–Y aquí va a hacer frío –continuó él.
–Deberíamos encontrar una solución alternativa. –Notaba cómo el pulso se le aceleraba.
–¿Acaso se te ocurre algo?
Link volvió a mirarla a los ojos. No sabía si era por la falta de luz o por imaginaciones suyas, pero el azul de sus ojos parecía cada vez más oscuro. –Algo…
–Vale, ya lo he entendido –cortó Rumba, sobresaltándolos a ambos–. De verdad, si queréis algo podéis gorodecirlo y ya.
El pequeño goron dejó caer en el suelo parte del contenido de su bolsa y, tras mucho trabajo, consiguió encender una pequeña hoguera. Al igual que Link, Rumba iba aprendiendo a leer entre líneas poco a poco. Sin embargo, a diferencia de lo que seguramente pensaba Link, que no comprendiese todo el mensaje no se debía a su falta de entendimiento, sino a su inocencia. A veces pasaban por alto que no era más que un niño.
Mientras Rumba se entretenía moliendo el carbón para que pudiera prenderse, Zelda aprovechó para extender una gruesa piel sobre Link y se coló a su lado. La costumbre le había quitado el velo de prohibición a aquel gesto, pero no la paz que le había hecho sentir desde el primer momento. Tumbarse a su lado para dormir se había convertido en algo natural, un ritual necesario para acabar el día. Cuando se recostó sobre su hombro, notó cómo Link se tensaba y ahogaba un grito.
–¿De verdad estás bien? –le preguntó, apartándose.
–Me duele todo –suspiró él, dejando a un lado el humor–. Esa gente pega fuerte.
Ambos lo habían hecho, pero no lo diría en voz alta. Link no era una persona especialmente soberbia, pero tampoco hacía falta subirle el ego en temas tan primarios como ese. Untó el pan con mermelada y le ofreció un trozo a Link.
–Zel… –carraspeó él tras aceptarlo–. Una cosa.
Zelda lo miró mientras daba un bocado a su porción–¿Qué pasa?
Link abrió los ojos. El reflejo del fuego los oscurecía aún más. –Quería pedirte perdón por lo que dije antes de tu hermano.
El malestar volvió a ella, tenue como una brisa. –No te preocupes, solo dijiste lo que pensabas.
–Ya pero… no me pareció correcto–continuó él, sin probar bocado–. No tengo motivos para dudar de él, el poder de la Diosa corre por sus venas. Y también entiendo que no es plato de buen gusto poner en entredicho a tu familia. –Notó que quería decir algo más, pero no se animaba a arrancar.
–Di –lo animó.
–En la otra… –Se estaba refiriendo al lugar del que provenía. –En aquella ocasión no tenías hermano.
–Es, complicado… –La vida privada de su padre no era algo de lo que estuviera especialmente orgullosa. –Digamos que no lo reconoció hasta tiempo después de la muerte de madre.
Link engulló su trozo de pan en dos bocados. –Entiendo… Entonces, tu madre no…
–La línea de la Diosa corre por mi padre, sí.
Se sintió incómoda al pensar en los prejuicios con los que se veía a los bastardos. El pueblo llano comprende la monarquía de Hyrule como una serie personas unidas entre sí por la gracia de la Diosa. Un motivo sencillo y excluyente, pero también una justificación para sus privilegios. Que uno de sus miembros no fuera legítimo ni pudiera demostrar sus poderes lo colocaba como una persona de segunda para muchos, un intruso. No quería que Link pensara que ella fuera de esos, que clasificara a la gente en función de sus orígenes.
–Pero aunque Noah no fuera concebido en el seno de la familia, siempre ha sido uno más. Para mí…
–Es tu hermano –cortó Link. Había apoyado la cabeza contra la pared y volvía a cerrar los ojos–, y nos ayudará.
Una sensación de alivio le recorrió el cuerpo como un torrente. Se sorprendió al darse cuenta de lo importante que era para ella la opinión de Link en ese tema. Se reclinó contra él, apoyando la cabeza en su hombro. –Gracias.
A la mañana siguiente Link se sentía como nuevo. Los dolores que le habían aquejado el día anterior no eran más que recuerdos y sombras violetas en su piel. Con el cuerpo y la mente despejados, apremió al resto del grupo a continuar con el viaje.
La senda que habían estado siguiendo se abrió mostrando las infinitas estepas de Hebra. Las explanadas de nieve quedaban salpicadas por pequeñas rocas y enormes árboles de hoja perenne. Las hojas con forma de aguja cortaban el viento que circulaba entre ellos, arrancándole silbidos que recordaban a fantasmas. Más al norte, siempre al norte, la cima de Pico Nevado. Con su anillo de nubes negras orbitando a su alrededor, parecía sujetar el cielo para que no cayera sobre ellos.
En su cabeza aún chocaba que existiera una porción de Hyrule tan inmensa y singular que no hubiera recorrido antes. Una vez más, le asaltaba la idea de que la experiencia de su vida repetida no fuera suficiente, de que un peligro desconocido lo pillara desprevenido.
Aquella preocupación no parecía ir con Rumba, que había conseguido encasquetarle el saco de carbón y rodaba con alegría por la nieve, creando surcos a su paso que recordaban a las huellas de una serpiente. Ver a un goron rodando por la nieve le parecía casi tan absurdo como verlo en el agua. No obstante, había algo más, un sentimiento que no terminaba de coger forma en su cabeza, algo que ninguna palabra conseguía dar forma. Quizás nostalgia, eso era lo que más se acercaba.
Sus pensamientos se interrumpieron por un grito de Rumba. A su alrededor, una masa blanca parecía moverse a su alrededor, oscilando hacia delante y hacia atrás. Link necesitó unos segundos para comprender qué estaba ocurriendo.
Se trataba de un lobo invernal. Su pelaje tenía un color y textura idénticos a la nieve, permitiéndole mimetizarse con el paisaje. Se movía con agilidad, como si estuviera nadando en lugar de correr. Rumba, por su parte, representaba todo lo contrario. Se había hecho una bola y hacía pequeños círculos sobre sí mismo. Estaba aterrado.
–Link, necesita ayuda –gritó Zelda a su espalda–. Esos lobos son peligrosos.
Link dio un paso hacia delante, pero en seguida se detuvo. "Esos lobos". Zelda le acababa de recordar algo esencial: los lobos nunca atacaban solos. Miró a su alrededor, pero nada parecía sospechoso. Aquella explanada se acababa de convertir en una trampa.
–¿Qué estás haciendo? –volvió a decir Zelda.
–Espérate, ¿quieres? –respondió él–. No sé cuántos son.
Escuchó cómo Zelda dejaba caer su carga en el suelo. –Toma.
Le estaba ofreciendo su arco. Él lo cargo casi por inercia y la flecha silbó en el aire. El disparo fue rápido, pero más rápido fue el lobo al esquivarla. Éste pareció reparar entonces en ellos dos. Link le devolvió el arco a Zelda y desenvainó la espada. –Genial.
El lobo se detuvo un segundo y aulló. El sonido se perdió en la inmensidad de Hebra, no como un lamento, sino como una declaración de guerra. Al instante, cuatro nuevos lobos salieron de debajo de la nieve, formando un círculo alrededor de ellos.
–Espalda con espalda –dijo Link en voz baja. Al instante notó el contacto de Zelda contra él.
La espera fue tensa. Los lobos mantenían la distancia, forzando un pulso mental entre ellos y sus presas. Finalmente uno se lanzó contra ellos, buscando el lateral de ambos. Link lo vio de soslayo y giró con rapidez, tirando de Zelda para que se mantuviera a su espalda.
La espada frenó los dientes del animal, aunque el sonido pareció más un choque de metal con metal. Aprovechó el momento para soltarle una patada al animal en la cabeza, un aviso para que se pensara dos veces volver a atacar. Éste volvió al círculo invisible que estaba trazando el resto de la jauría.
Link se mantuvo quieto, siguiéndolos con la mirada, esperando un segundo de distracción para lanzar su ataque. Aquel momento llegó apenas un instante después. Uno de los lobos pareció girar la vista, quedándose parado. Link cargó con velocidad contra él, y se sorprendió ensartándolo sin dificultad.
El lamentable chillido que soltó pareció poner sobre aviso al resto de la manada, que corrieron en desbandada sin mirar atrás. Siguiendo sus siluetas, creyó distinguir un total de tres lobos. Con el que acababa de matar, hacían un total de cuatro así que aún faltaba uno. Se giró sobre sí mismo con rapidez, rompiendo el "espalda contra espalda" con Zelda.
–Falta uno, ¿lo has visto?
–Ya no está –respondió Zelda con voz cansada.
Tenía el rostro más pálido de lo habitual, y unas pequeñas venas azules le recorrían las sienes como la sombra que deja un rayo en el cielo tras desaparecer. Y a pesar de aquel aspecto enfermizo, sus ojos seguían teniendo la misma fuerza, la misma tonalidad acerada que solo podía pertenecer a una reina.
–¿Estás bien? –preguntó Link.
–Sí –contestó ella–. ¿Rumba?
Link levantó la vista. El pequeño goron seguía rodando sobre sí mismo, ajeno a lo ocurrido. Con un par de zancadas, se acercó a él. –Ey, ya está. –Le puso una mano en la espalda, tratando de detener su movimiento. –¿Cómo estás? ¿Te han herido?
El pequeño goron deshizo su postura, pero parecía afectado. –Estoy goromal, muy goromal. Me han atacado gorolobos invisibles. ¿Por qué me atacan los gorolobos?
–¿Pero te han hecho algo?
Rumba asintió. –Me han mordido la espalda. Noté sus gorodientes.
Link se alarmó, agachándose para ver a su pequeño compañero. Una pequeña línea blanca parecía surcar la espalda del goron, como un arañazo en una roca. Pasó el dedo por la línea y ésta desapareció.
–¿Cómo está? –Zelda, que se acercaba con lentitud a ellos–. ¿Le han hecho algo?
–Sí, me han goroatacado –respondió Rumba, poniendo en su voz todo el dramatismo que pudo.
–Está perfectamente –dijo Link, incorporándose–. El lobo se ha dejado los dientes en su espalda.
Después de aquello, el día se estropeó. Lo que parecían unos pequeños copos de nieve fueron evolucionando sutilmente hasta convertirse en una ventisca. Por las indicaciones de Zelda, debían estar a menos de un día del destino, pero con aquel tiempo sería imposible continuar. Y a pesar de su silencio, Link sabía que Zelda estaba al límite. Si bien ya no perdía el conocimiento al utilizar su poder, la energía que le requería era enorme.
Con las quejas y lloros de Rumba de fondo, consiguieron encontrar una cavidad rocosa cerca del camino. Lo primero que hizo Link fue preparar un fuego. Algo peligroso de las nevadas es que no parecen mojar tanto como la lluvia, una falsa sensación que puede resultar fatal.
Las llamas tardaron poco tiempo en ascender, secando y calentando el ambiente. Link aprovechó para coger el frasco vacío de mermelada y lo llenó de nieve. También añadió las hierbas que había guardado y lo puso junto al fuego.
–¿Está bien encender un gorofuego? –preguntó Rumba un tiempo después, cuando ya había entrado en calor –. ¿No podríamos atraer a los gorolobos?
–Sin él nos moriríamos de frío –contestó Link–. Además, si vienen siempre pueden entretenerse mordiéndote a ti mientras escapamos.
–No seas malo, Link –le regañó Zelda, cubierta de pieles hasta la cabeza. Había recuperado el color.
–Zelda no me dejaría gorosolo –dijo Rumba, con seriedad.
–Por supuesto que no –respondió–. Además, casi diría que hemos tenido suerte con los lobos. Hay cosas peores en Hebra.
–¿Peor que un gorolobo? –preguntó Rumba–. ¿Qué puede haber peor?
–Hay unos monstruos enormes en las profundidades de las montañas –dijo Zelda, con una seriedad inusitada–. Son altos y fuertes, con un pelo blanco y rizado como el de las ovejas. No son invisibles como los lobos, ni van en manada, pero eso es porque no necesitan ocultarse. Se llaman yetis.
–¿Un goroyeti? –preguntó Rumba, intercambiado la mirada entre Link y Zelda.
Para evitar reírse, Link se acercó al fuego y sacó la botella. Su interior había tomado un tenue color verdoso. Volvió a su lugar junto a Zelda y le ofreció la infusión. Ésta puso un gesto de sorpresa al verlo, seguida de una enorme sonrisa. –¿Es té? ¿Dónde lo has conseguido?
–En la despensa de la Puerta de Hebra –respondió él.
Zelda cogió el frasco con ambas manos y aspiró el vapor que salía de él. –Diosas… no era consciente de lo muchísimo que lo necesitaba.
–¿Pero y los goroyetis? –preguntó Rumba, reencauzando la conversación–. ¿Son muy gorofuertes? ¿Y listos? ¿Link podría con ellos?
Tras dar un sorbo, Zelda le pasó la infusión a Link. –No sé si son muy listos, pero son tan fuertes que no les hace falta. Tienen unos brazos larguísimos y unos dientes enormes. Además les encantan las cosas redondas y naranjas.
–Yo soy goronaranja –dijo Rumba, al borde del llanto–. Y redondo también. ¡Me querrían comer!
Zelda hizo un esfuerzo enorme por mantenerse seria, pero fracasó estrepitosamente. –Hahahaha, ay no –dijo–. Era broma, no te va a comer ningún yeti.
–Qué debilucha –se burló Link en voz baja.
–¿Cómo? ¿No existen los goroyetis?
Zelda le sonrió. –Claro que no. –Sin embargo, después de pensar se puso algo más seria. –Sí es verdad que he leído registros de unos animales blancos y grandes que habitan Hebra, pero son muy huidizos, nunca han atacado a nadie.
–¿Entonces no quieren comerse a nadie goronaranja y redondo?
–Sabes que hay más cosas redondas y naranjas además de los goron, ¿no? –añadió Link–. A lo mejor les gustan las calabazas, son bastante más blandas que vosotros.
–¿Y los gorodientes? ¿Los usan para comer goroverdura?
–Acuérdate de Epona, tiene unos dientes muy grandes y solo come verdura –razonó Zelda. Rumba fue a responder, pero ella lo interrumpió–. No te preocupes, no conozco a nadie que haya visto nunca a un yeti, ni siquiera en Idilia, que es el asentamiento más cercano a Hebra. Seguramente sea de esas criaturas que solo existen en los libros.
–Lo que deberías hacer es descansar –dijo Link–. Mañana tendremos que andar todo lo que no hemos hecho hoy, y no pienso cargar con tu bolsa de carbón.
Con aquellas intervenciones consiguieron calmar la histeria del pequeño goron, que al poco tiempo encontró el sueño. Notó cómo Zelda también buscaba una posición cómoda para dormir a su lado. Se preguntó si llegaría el día en que dejaría de resultarle extraña esa situación.
–En qué momento se me ha ocurrido comentarle lo de los yetis –dijo, en voz baja.
Link se tumbó de lado, mirándola. –¿Y es verdad? Has contado demasiados detalles para habértelo inventado todo.
–Es verdad que nunca han visto a ninguno, pero sí hay indicios de que existan –comentó Zelda–. Huellas, cobertizos rotos… es extraño.
Link sonrió. –Si nos llegamos a encontrar uno, podrás encargarte de él, igual que con el lobo.
–No sé… –La hoguera acentuaba las sombras de su rostro. –Aún no lo controlo. Me canso mucho.
–Lo controlas más que antes. Has aguantado todo el día. –Aquella manía suya de desmeritarse.
–Pero, ¿y después? Si estuviera en peligro real, no podría valerme por mí misma.
–En caso de peligro real siempre tendrás a alguien para ayudarte, un guardia o un sheikah.
–¿Y tú? ¿Tú estarás ahí? –preguntó con cautela, como si temiera la respuesta.
–¿No lo estoy ahora? –Pregunta dolorosamente sencilla.
Notó cómo la mano de Zelda buscaba la suya, enredando sus dedos con los de él. Aquel contacto le aceleró el corazón. –Tienes razón –susurró–. Al final eres tú quien siempre está ahí.
Link guardó silencio. Era una verdad innegable, un axioma que no podía refutar. Notó cómo la amargura le subía por la garganta, y se obligó a cerrar los ojos. Era una parte de él con la que tenía que convivir, de la que se enorgullecía y culpaba a partes iguales. Más allá de que Zelda lo mereciera o no, de lo que él pudiera sentir o sufrir, estaría ahí para ella.
Cuando los volvió a abrir, vio que ya se había acurrucado en su costado. Tenía los ojos cerrados en una mueca de tranquilidad. Notaba la respiración de ella contra sus brazo, silenciosa como un secreto. El mundo se redujo a aquel aliento cálido, a aquel contacto que no terminaba de serlo. Ella era su anhelo, la pieza que siempre faltaba en su interior.
Siguió su ascensión con la mirada. Más allá de la ventana: se iba para no volver.
Link se sacudió en un movimiento brusco y se arrastró hacia atrás, alejándose de ella como si fuera las brasas de un fuego.
Notas de autor: Este es uno de esos capítulos que considero de "transición", aunque quizás no lo sea tanto. Me gusta explorar la relación entre Link y Zelda, y me gusta escribir conversaciones entre ellos.
También me divertí con el tema de los yetis. A fin de cuentas, su sopa de calabaza es una delicia. Y hablando de bebidas calientes. Me encanta el té, lo bebo de forma compulsiva. Sobre todo el Earl Grey. No sé si os gusta el té, pero podéis decirme en los comentarios.
Por último, hablemos de Noah y de cómo lo he encajado en la historia. El motivo por el que "justifico" que no aparezca en los juegos es porque es un bastardo, un hijo ilegítimo que el rey tuvo antes del matrimonio. En esta historia, la primera vez que Link tiene noticia de él es tras su viaje después de buscar a Navi y ocultar la ocarina. Según lo que he escrito, esto ocurre 7 años después, volviendo a Hyrule con la misma edad que tenía cuando viaja al futuro. Esos 7 años de paz nunca se muestran en el juego, ya que cuando Link viaja al futuro podemos presuponer que el rey murió asesinado por Ganondorf. Esto nos deja una ventana de tiempo en la que pudo reconocer a su hijo como familia. ¿Los motivos para hacerlo? Quizás el rey Daphness se sintió culpable, quizás no sabía que tenía un hijo hasta que la madre se lo hizo saber, etc.
Para repasar las edades, recapitulo. Link empieza su aventura con 10 años, a los 17 vuelve a Hyrule y es desechado por el rey, a los 20 muere Talon y se va a vivir con Malon, y 2 años después es cuando empieza la historia. Zelda tiene la misma edad que Link, 22. Como curiosidad, Noah tiene 3 menos que ella, 19. Esto lo volveré a poner al final de esta primera parte.
Sakura: Me alegra mucho que te haya gustado la escena de acción. Son entretenidas de escribir, pero a veces no quedan bien. A fin de cuentas es una descripción de algo que está en mi cabeza, al leerlo e intepretarlo puedes imaginar algo distinto, o incluso que faltan cosas por contar. Y sí, también considero que hacen falta descansos. Muchas gracias por tu comentario.
