Disclaimer: Esta historia y sus personajes no me pertenecen. La historia es de Novaviis y los personajes son de Rumiko Takahashi, yo únicamente traduzco.

Capítulo 15

Advertencia de la autora: Este capítulo contiene referencias a y descripciones de la masacre de un colegio, incluyendo muertes de niños. Por favor, lee según te parezca mejor. Si eres sensible al tema, puedes saltar hasta el final, donde pondré un resumen.


Inuyasha se pasó horas excavando entre los escombros. Sus garras quedaron desiguales; sus callosas palmas, cortadas y dañadas, pero aun así, se negó a parar. Hacía tiempo que había descartado su haori, trabajando con el pecho desnudo a través de las ruinas. En la cumbre de la montaña hacía el suficiente frío para nublar su aliento, pero no le prestó atención. Su cuerpo estaba cubierto de sudor y ceniza, caliente por el esfuerzo de rebuscar entre las ruinas del Monasterio de los Kitsune. Las ascuas todavía ardían, el humo todavía se alzaba de las ruinas. Gruñó mientras apartaba un pilar chamuscado de su camino, dejándolo caer en un montón con los demás restos que ya había inspeccionado.

Un trozo de tela, con grullas rosas y amarillas apenas distinguibles bajo la mugre, le llamó la atención. Inuyasha contuvo el aliento mientras sacaba frenéticamente el cuerpo que cubría de entre los restos. Sabía que no era Shippo, pero las horas pasadas en esta carnicería habían arraigado un patrón firme y mórbido en su mente. El cuerpo era pequeño y, en cuanto lo sacó a la superficie, vio el segundo cuerpo más pequeño debajo de él. Comprobó ambos en busca de pulso, sus dedos firmes y suaves a pesar del constante esfuerzo sobre ellos. Tras un momento de tensión, suspiró y se puso de pie.

Eran niños, un niño y una niña que se habían aferrado el uno a la otra cuando cedió el techo. Acunándolos en cada brazo, Inuyasha caminó hacia un pequeño claro justo al otro lado de la línea de árboles, lo bastante lejos para que los supervivientes que había desenterrado pudieran respirar con mayor facilidad, a contraviento del humo. Estaban todos débiles y letárgicos, cubiertos de manchas de ceniza y tosiendo en busca de aire. Algunos habían salido de los escombros por su propio pie y lo más fuertes habían quedado encargados de ir a por agua y atender a los heridos. Inuyasha acostó a la niña, dejándola en la fría hierba para que la cuidaran, antes de llevar al niño a través de los árboles, pasando las ruinas y a un claro totalmente distinto. El viento había llevado el humo y los escombros hacia este lado de la montaña, pero a aquellos que acostaba en este claro no les iba a importar.

Rodeado por los restos de árboles ennegrecidos, aquí fue donde acostó a los ennegrecidos muertos en pulcras filas. Inuyasha tumbó al niño y se irguió, pero no miró al grupo. Se negó a contar cuántos habían muerto. Tras todos sus años de encontrarse campos de batalla devastados por la guerra, había aprendido a no contar. No iba a reducir cada alma a un número.

Huelga decir que Inuyasha no pasó mucho tiempo en ese claro. Inclinando la cabeza, apretó los puños y se dio la vuelta, volviendo a las ruinas para continuar buscando, como había hecho durante toda la noche. Se estaba aferrando a volutas de esperanza llegados a este punto, la culpa se asentaba pesadamente en su pecho y le hacía difícil respirar cada vez que dejaba que lo alcanzara. Le echaba la culpa al humo y seguía trabajando.

No había salido del claro cuando un superviviente llegó cojeando en su dirección a través de los arbustos. Inuyasha avanzó, a punto de dirigir a la figura al otro claro, cuando se puso bajo la luz de la luna y se reveló. El hanyou se puso instantáneamente un poco más recto.

—Kenta…

El kitsune miró más allá de él, a las filas y filas de cuerpos.

—Cualquier otro habría cavado un agujero y los habría echado en una fosa común —dijo con voz ronca, apoyándose en el tronco de un árbol para mantenerse erguido.

Inuyasha se apresuró a avanzar por si el hombre se desmayaba, pero evitó tocarle.

—Eh, hazte un favor y vete al otro lado de las ruinas —gruñó—. Tengo a todos los supervivientes allí yendo a por agua.

La mirada tambaleante de Kenta se dirigió rápidamente hacia el hanyou.

—¿Hay supervivientes? —preguntó con un deje de desesperación en su voz. Inuyasha asintió. En su desesperación por llegar a ellos, Kenta se impulsó del árbol e intentó darse la vuelta, solo para tropezar en cuanto ya no tuvo apoyo. Habría caído si Inuyasha no hubiera avanzado rápidamente y lo hubiera atrapado.

Pasando el brazo del profesor por encima de su hombro, Inuyasha ayudó a mantenerlo de pie y empezó a salir con él del claro. A través de las ruinas, no pronunciaron ni una palabra. Sin duda, Kenta estaba midiendo el daño por primera vez e Inuyasha había visto tanto que se quedó mudo ante la visión. Cuando llegaron a la zona del bosque que todavía se aferraba a la vida, dejó al kitsune sobre la hierba. Los supervivientes que estaban lo suficientemente bien para moverse y hablar acudieron en manada a él con alivio, con sollozos que tanto daban como necesitaban consuelo. Lo rodearon profesores, estudiantes mayores y niños, ofreciéndole agua y abrazos. Debía de haber sido abrumador verse bombardeado por tanta gente, pero Kenta se lo tomó con calma, todavía impresionado porque alguien hubiese sobrevivido. No fue hasta que estalló en un ataque de tos que se dieron cuenta de que necesitaba espacio.

Inuyasha esperó hasta entonces para arrodillarse delante del maestro kitsune.

—Kenta. ¿Qué ocurrió aquí? —preguntó. La pregunta llevaba ardiendo en su mente toda la noche, pero no había sido capaz de obtener respuestas de los demás supervivientes.

Los demás kitsune se retrajeron ante la pregunta, encogiéndose ante los catastróficos recuerdos, pero Kenta permaneció severo y encontró la mirada de Inuyasha.

—Durante los días en los que no estuviste, corrieron rumores de los humanos al pie de la montaña, los que habían masacrado a todo un clan de nuestra especie. Ordenamos que ninguno de nuestros estudiantes abandonase el monasterio. Hicimos que nuestros profesores guardasen la cumbre. Fui… orgulloso y estúpido por creer que eso sería suficiente. —Empezó a toser—. Fuimos atacados a primera hora de la mañana de ayer. Era un ejército de hombres con armas que no he visto nunca… devastadoras. Si no fuera por el cristal… puede que hubiéramos sido capaces de contraatacar.

—Pero no pudisteis. Sentisteis como si os estuvieran drenando la vida —continuó Inuyasha por él con seria comprensión. Poniéndose en pie, volvió a donde se había desprendido de su haori y su kimono horas atrás. De entre el montón de ropa, sacó la Piedra Divina que Kagome le había dado, viendo que el resto de los kitsune retrocedía al verla. Decidido, Inuyasha se la llevó a Kenta—. Esta es. No creo que vaya a hacer ningún daño a menos que sepas cómo usarla. Pensé que podríamos usarla para contraatacar.

Kenta fijó la mirada en la piedra parecida al cuarzo en la palma del hanyou, estirándose con vacilación para cogerla. Sí, no iba a matarlo, ni a arder en su agarre, pero había algo siniestro en ella que su mismo centro rechazaba. La devolvió ansiosamente.

—Tal vez, pero me temo que tendrás que acometer eso por tu cuenta. No te seremos de mucha ayuda aquí.

Inuyasha asintió, su agarre alrededor del cristal se tensó mientras volvía a meterlo en su traje. Miró por encima del hombro al montón de cenizas que una vez había sido el hogar de cada kitsune que había salvado y de aquellos a los que no. Parte de él decía que no era correcto marcharse cuando su trabajo aquí estaba hecho, pero racionalmente, sabía que, si iba a ser capaz de detener más masacres como esta, tendría que hacerlo. Pero esa no era una decisión que fuera a aceptar, todavía no.

—Tengo una pregunta más, Kenta —empezó con la cabeza inclinada y el rostro ensombrecido—. Has… ¿has visto a Shippo?

Kenta frunció los labios, incapaz de mirar al joven que estaba arrodillado delante de él a los ojos.

—No desde el ataque. La última vez que lo vi fue en la parte de atrás del complejo… había estado intentando ayudar a escapar a los estudiantes más pequeños. La probabilidad…

—Voy a volver —lo interrumpió Inuyasha, poniéndose de pie y dándole bruscamente la espalda.

—Inuyasha…

—He dicho que voy a volver. Voy a seguir buscando y no voy a parar hasta que lo encuentre —soltó Inuyasha. Apenas se registró que esta era la primera vez que el maestro kitsune lo había llamado por su nombre, una señal de respeto que no le había dado hasta entonces. No, lo oyó como pena y, en su frustración y culpa, no quiso nada de ello. Sin decir otra palabra, saltó hacia los árboles y corrió la corta distancia de regreso a las ruinas ardientes.

Dejado en el silencio de un campo de batalla, Inuyasha recayó en el patrón de rebuscar y separar a los vivos de los muertos. Dejó que su mente se viera absorta por el trabajo, ignorando sus manos ensangrentadas y su piel cubierta de ceniza. El sudor perlaba su frente y goteaba en gruesos terrones por su rostro, amenazando con caerle en los ojos, pero tras un tiempo, se rindió en cuanto a intentar secárselo. Solo empeoraba la mugre.

Esta no era la primera vez que había visto tal carnicería, eso no era lo que le molestaba. Recordaba encontrarse con cientos de campos de batalla en sus viajes de hacía años, incluso recordaba habérsele quejado a Miroku una vez de que se estaba convirtiendo en cavador de tumbas profesional. Los cadáveres grotescos no eran nada nuevo para él. La diferencia era que, ahora, se sentía responsable. Había vivido con estas víctimas durante dos semanas, incluso si algunas no habían sido las más hospitalarias. Si hubiera sido solo horas más rápido, puede que hubiera sido capaz de detener esto.

Ni siquiera podía permitirse pensar en lo personal que era ahora. Arrastraba sus pensamientos a sitios a los que preferiría no ir en un panorama tan lúgubre.

Cuando pasaron las horas, llegó la mañana, y un puñado de los supervivientes más fuertes se unieron a Inuyasha en su búsqueda a través de las ruinas. El sol no estaba por ninguna parte, velado detrás de pesadas nubes que se revolvían violentamente por encima de sus cabezas con el cortante viento. Muchos incendios más pequeños estaban ardiendo todavía y más todavía se levantaban cuando el viento revolvía sus ascuas… pero no tenían un lugar al que viajar, no quedaba nada de la ladera que quemar. Durante todo este tiempo, la baja temperatura de la montaña le mordió la piel. Inuyasha trabajó y trabajó, sacando a rastras a cadáveres y supervivientes de los escombros… aunque resultó perturbadoramente claro, a medida que pasó el tiempo, que había más de uno que de lo otro. Era un patrón con el que Inuyasha no se atrevía a obsesionarse.

A pesar del frío, todavía trabajaba sin su kimono, tenía demasiado calor a causa del esfuerzo y la prenda estaba demasiado sucia como para soportar tenerla puesta. Las mangas solo le habrían estorbado y, aunque la túnica de la rata de fuego se reparaba a sí misma, no podía imaginar lo que diría Kagome si volvía y veía su kimono blanco andrajoso y manchado…

Joder, no podía pensar en Kagome.

Inuyasha retrocedió torpemente del montón de vigas que había estado apartando, su espalda chocó contra el tronco de un árbol. Le pesaba tanto el corazón que sentía como si le estuviera aplastando los pulmones, lo único que podía oír eran sus inconsolables sollozos el día en que encontraron a Kaede, ver la silenciosa depresión que le arrebató su sonrisa durante semanas, sentir la forma en que su cuerpo temblaba en sus brazos mientras golpeaba sus puños contra su pecho y le echaba la culpa por dejar a la sacerdotisa sola en su desesperada pena. Volvería a echarle la culpa, y de nuevo se la echaría a sí mismo, porque esto era culpa suya.

Fue solo con ese pensamiento devastador que esta posible realidad se volvió clara. Cada vez que Inuyasha encontraba un cuerpo en los escombros, tenía que pararse, desterrar todo pensamiento hasta que estaba desenterrado y acostado, porque no podía permitirse imaginar sacar a Shippo de las cenizas sin que le quedase vida. No se atrevía a imaginar el estado en el que posiblemente podía encontrar su cuerpo, la última expresión de terror petrificada en su rostro para siempre… solo que ahora lo estaba haciendo y, como si se hubiera roto una compuerta, no pudo desterrar las imágenes. Pensar en Shippo como muerto, en pasado, con la travesura e inocencia drenadas de él sin que quedase nada fue suficiente para romperlo.

Con un rugido devastado, Inuyasha estalló finalmente. Giró sobre sus talones y estampó su puño a través del tronco del árbol que tenía a su espalda. El árbol cedió con un crujido ensordecedor, cayendo en el suelo del bosque muerto con el eco de su voz atravesando los picos de la montaña. Todo trabajo se detuvo y observaron, esperando que se desmoronase en tenso silencio. Inuyasha se quedó allí de pie, con el puño ardiéndole, con los hombros tensos y la espalda recta mientras respiraba pesadamente. Lo único que llenó sus pulmones fue más humo. Inuyasha caminó lentamente y se apartó deliberadamente de las ruinas.

Tras más de diez horas, finalmente necesitaba un descanso.

Había encontrado el arroyo de la montaña hacía horas, cuando había estado buscando agua que llevarle al primer superviviente. No estaba lejos del monasterio, con un camino perfilado de flores a través del bosque que bajaba hasta la orilla. Las flores se habían marchitado con el calor de los incendios, pero eso fue lo último que le sorprendió. Arrodillándose junto a la orilla del agua, Inuyasha metió las manos en la corriente e hizo una mueca cuando el agua fría fluyó sobre sus palmas y dedos ensangrentados. Aun así, ahuecó las manos y se salpicó agua sobre su rostro y cuerpo, intentando sacarse tanta ceniza como pudo. Fue un esfuerzo fútil, por supuesto. La mugre estaba apelmazada contra su piel y solo iba a volver a ensuciarse, pero el crudo frío lo entumeció y eso era lo que necesitaba desesperadamente.

Cuando hubo terminado, o cuando menos se hubo enfriado lo suficiente para volver, Inuyasha se puso de pie y emprendió el camino de vuelta. Temió cada paso, pero no fue suficiente para evitar que regresase a lo que ahora veía como su deber. Tras pasarse la mano por su rostro para secarse las gotas de agua que le caían en los ojos, había estado a punto de seguir un recodo del camino cuando notó algo que se le había pasado por alto en su camino al arroyo. Las flores marchitas habían sido pisoteadas en dirección contraria al monasterio, gotas de sangre manchaban los pétalos secos. Inuyasha se detuvo y dejó que sus ojos siguieran el camino hacia donde apenas podía ver una pequeña cabaña derruida, probablemente un cobertizo de almacenaje, quemado al igual que todo lo demás. Dirigió una mirada hacia el humo que se elevaba por encima de los árboles desde el monasterio. Los demás supervivientes podían encargarse de las cosas por allí por el momento. Bien podía revisar esta choza desafortunada mientras estaba aquí.

Inuyasha se aproximó a los penosos restos de la estructura y se puso a trabajar, apartando los trozos más grandes. Una pared había permanecido intacta, así que la separó con cuidado de la ruina y dejó que retumbara contra la hierba muerta, quebrándose en cien pedazos de carbón al caer. Restos de vigas y la estructura del tejado se movieron y se hundieron en el montón de cenizas y madera quemada. Fue cuando apartó la última pieza de la estructura y la más grande, no obstante, que un aroma se levantó del montón de ceniza que había debajo. Inuyasha se detuvo en seco, no atreviéndose a moverse y a alterar ningún aroma rival. Era leve y estaba enmascarado por el abrumador humo y la sangre acre en el ambiente, pero… no se podía permitir aferrarse a ninguna esperanza. Inuyasha cayó de rodillas y empezó a excavar. Podía sentir su corazón latiendo con tanta fuerza, tan cerca de su garganta, que no podía respirar alrededor de él.

Inuyasha no habría reconocido el cuerpo que encontró debajo de los escombros si no hubiera sido por la tela azul estampada con hojas. Durante toda la noche, había estado buscando una pequeña criatura del tamaño de su antebrazo. Había estado tan frenético que se había olvidado del crecimiento. El cuerpo que encontró debajo de los escombros le pertenecía a un niño, a un niño de estatura media, con su mano con garras estirada de entre la ceniza. Con renovada fuerza y desesperación, Inuyasha se abrió paso a través de los escombros que quedaban, levantando el palo de madera que aplastaba el cuerpo y tirándolo con tanta fuerza que pudo oírlo partirse por la mitad y caer en el arroyo. Las ruinas despejadas revelaron otro cuerpo. Vestido con armadura completa, pudo reconocerlo instantáneamente como uno de los guerreros de Masao. El hombre había sido desgarrado directamente a través de su armadura, los bordes de las horripilantes heridas brillaban con un tenue color azul. Inuyasha prácticamente lanzó el cuerpo, sin prestar atención a dónde aterrizaba, dado que su ausencia finalmente reveló el cuerpo que había estado buscando: Shippo, con la piel gris y cenicienta, inconsciente entre los escombros.

Al sacar al niño de las cenizas, Inuyasha sintió un entumecimiento completamente distinto a la clase que había estado buscando apoderándose de su cuerpo.

—Venga, Shippo… —rogó, disponiendo sus dedos a que permanecieran firmes mientras los presionaba contra su cuello.

Pulso.

Eso era lo único que necesitaba. Sosteniéndolo contra su pecho, Inuyasha corrió hacia el arroyo y cayó de rodillas. Ahuecó su mano libre en el agua y la salpicó sobre el rostro del kitsune, casi riéndose de alivio cuando Shippo se despertó sobresaltado con un jadeo estrangulado.

—¡E-Eh, despacio, niño!

Unos ojos esmeraldas se abrieron con un parpadeo y se enfocaron lentamente en la figura de pelo blanco que se inclinaba encima de él.

—¿Inuyasha? —dijo Shippo con voz ronca, deshaciéndose en toses que le hicieron doler el pecho.

Inuyasha ahuecó sus manos rápidamente de nuevo en el agua, esta vez llevándolas a la boca del niño para dejarle beber.

—Sí —dijo Inuyasha con una exhalación, apenas capaz de contenerse—. Pequeño incordio, te he estado buscando por todas partes.

—Cá-Cállate —graznó Shippo. Siendo gradualmente más y más consciente de sus alrededores, el kitsune apretó los dientes contra lo que Inuyasha sabía por experiencia que era un dolor de cabeza cegador. Movió la mirada a su alrededor y, aunque Inuyasha bloqueaba la carnicería, la visión del bosque quemado que los rodeaba era una clara señal de las consecuencias del ataque—. Yo… No pensé… Estaba tan… —Con solo su labio tembloroso como advertencia, Shippo estalló en lágrimas, agarrándose a Inuyasha con toda la poca fuerza que pudo reunir.

Recordando la noche en que le había contado al niño la muerte de Kaede, Inuyasha le dejó llorar contra él sin reservas. Apretó su propio agarre sobre él, su cabeza inclinada mientras todo el miedo, la duda y la ansiedad salían volando de su cuerpo en un gran estremecimiento. Esto había estado demasiado cerca y no estaba dispuesto a dejar que volviera a estar tan cerca. Mientras sostenía al sollozante niño, lo revisó en busca de cualquier herida seria, sus ojos captaron un detalle en particular del que no se había dado cuenta cuando lo había sacado de los escombros. Aunque ambas estaban apelmazadas y sucias, con parches de pelaje destrozados y quemados, era imposible confundir las dos colas que sobresalían de la espalda baja de Shippo.

Inuyasha negó con la cabeza.

—Parece que has aprendido un nuevo truco después de todo, enano.


El estallido de un trueno.

Al darle la espalda al océano infinito, Kagome miró detrás de ella, hacia la orilla, y se le hundió el corazón al ver a Inuyasha acostado e inmóvil en la arena, su pelo negro estaba extendido a su alrededor como un velo. Gritó su nombre, su voz se vio tragada por el eclipse y enmudecida mientras cruzaba la playa.

La arena roció pinchazos afilados como agujas contra sus piernas y Kagome cayó de rodillas al lado de Inuyasha mientras le daba la vuelta para ponerlo bocarriba. En cuanto lo tocó, abrió los ojos, mirándola con una débil sonrisa. La Tessaiga yacía, todavía transformada en el colmillo, en la arena al otro lado de la playa, la marea lamía la empuñadura. Pero cuando Kagome volvió a mirar a Inuyasha, apartando mechones de pelo descolocados de su rostro, descubrió que él no estaba mirando a la espada. Sus ojos humanos estaban con la mirada fija en el vacío turbulento del eclipse, como si su alma estuviera siendo elevada hacia la misma fuerza gravitatoria como ella podía sentir que lo estaba siendo la suya.

Kagome observó el eclipse con asombro y un pavor que le llegaba a los huesos, pero cuando un destello del engullido sol estalló en el cielo, atrajo su atención hacia un único punto sobre los acantilados que tenían encima. Frunció el ceño, forzando los ojos para verlo con claridad. Inuyasha, con su pelo de un blanco puro fluyendo en la brisa eterna, estaba en lo alto de un saliente entre la playa y lo alto de los acantilados rojos.

Kagome se despertó sobresaltada con una mano en su hombro, el roce se retrajo en cuanto abrió los ojos de golpe. Rin estaba inclinada sobre ella y Kagome apenas podía ver su expresión atribulada a la poca luz que quedaba de las ascuas del fuego. Soltó una larga y temblorosa exhalación, estirándose para apretarle la mano a la niña.

—Perdona, Rin. Solo era una pesadilla.

—Últimamente has estado teniendo muchas. —La voz de Takuya al otro lado de la cabaña sobresaltó a Kagome, obligándola a incorporarse para que pudiera ver a través de la oscuridad y encontrarlo de pie en la entrada.

Kagome se encogió de hombros.

—No es que lo esté haciendo a propósito. Solo son sueños.

—Sueños que te hacen retorcerte y gemir mientras duermes, tanto que podía oírte desde mi cabaña —señaló el sacerdote mientras entraba, arrodillándose en el suelo de madera elevado. Era casi de mañana, así que en realidad no tenía ningún sentido atizar el fuego, pero lo hizo igualmente. Con unos trozos finos de madera de su propio suministro, los metió en el hogar y sopló las ascuas hasta que prendieron la yesca. El efecto que la luz del fuego tuvo en el ambiente fue instantáneo, la calidez y la soltura lo llenaron tras la fría noche. Una vez estuvo seguro de que iba a seguir ardiendo, Takuya se volvió hacia Kagome, que se había rodeado los hombros con su manta, dejando que Rin se metiera debajo junto a su costado—. Háblame de los sueños.

Kagome pareció vacilar, insegura de si estaba lista para darles voz todavía. Los hacía parecer demasiado reales.

—¿Por qué? —preguntó tentativamente, esperando poder librarse mediante argumentos.

—¿Has tenido el mismo sueño más de una vez? —insistió Takuya.

—Más o menos… siempre empieza igual, pero luego es como si retomara desde donde acabé la última vez, antes de despertarme.

—Kagome, los sueños recurrentes son mensajes. No deberías descartarlos con tanta rapidez —explicó Takuya mientras usaba la vara de metal para mover la madera en el fuego, una lluvia de ascuas se iluminó tras esto—. ¿Sabes? Dicen que mi prima Kaede tenía el don de la premonición. Cuando era una hermosa joven y la suma sacerdotisa de esta aldea, yo todavía era un niño. Venía a mi aldea a visitar a nuestra familia y todos los niños esparcían rumores de que llevaba un parche en el ojo porque su ojo oculto podía ver el universo y todo el tiempo. Cuando lo descubrió, simplemente se rio… y nos dijo que teníamos razón. —Se detuvo, sonriendo cálidamente mientras escuchaba las carcajadas de las dos jóvenes—. Pero muchas veces decía algo de pasada, sin ella misma darse cuenta, y en efecto, se hacía realidad. A menudo le sorprendía incluso a ella.

Kagome asintió, apoyando la cabeza en la coronilla de Rin mientras pensaba en la sacerdotisa.

—Eso tiene mucho sentido. Había momentos en los que decía que tenía un mal presentimiento sobre algo y se hacía realidad. O decía algo completamente ridículo, como… —Sonrió—… Como: «Kagome, Inuyasha, solo trabajando juntos seréis capaces de recuperar los fragmentos de la esfera».

Eso le sacó una risita a Rin, que normalmente se quedaba callada ante la mención de la amable mujer que la había acogido durante tres años.

—Oh, recuerdo que, una vez, me dijo que dejase de intentar saltar de rama en rama y yo no le hice caso, y en efecto, me caí y me hice daño en la pierna. El señor Sesshomaru estuvo muy enfadado porque hubiera pasado, pero ella sí que me lo había advertido.

Takuya alzó una ceja.

—Creo que eso puede haber tenido más que ver con el sentido común que con la premonición. ¿Qué hacías saltando en los árboles?

Rin se encogió de hombros.

—Hacer volteretas laterales se volvió demasiado sencillo.

—Ya. —Takuya asintió lentamente, intentando descifrar qué sentido tenía eso antes de negar con la cabeza y volver al tema—. En fin, a lo que me refiero es a que tal vez tienes un grado menor de premonición que te habla en tus sueños. Así que… —dijo mirando a su pupila con seriedad—, háblame de tus sueños.

Al volver a mirar a Takuya, Kagome cedió finalmente, cerrando los ojos mientras recordaba el ardiente eclipse.

—Bueno… siempre empieza con el estallido de un trueno.

Tambores distantes con su ritmo familiar resonaron por el valle desde lo alto del paso de montaña, interrumpiéndola antes de que pudiera continuar. Kagome endureció el rostro. Se puso de pie y se movió hacia la puerta con pasos lentos, separando la esterilla de bambú para ver el distante parpadeo de las antorchas de los soldados de Masao llegando ese día a la aldea. Takuya se unió a ella mientras que, detrás de ellos, Jun y Kei ocupaban ansiosamente el cálido lugar en las mantas que Kagome había dejado atrás. Rin miró tanto a Kagome como a Takuya, con la luz de la luna en sus rostros y la luz del fuego en sus espaldas, pero sus ojos estaban cautivados por Kagome y su expresión pétrea. Últimamente tenía mucho ese aspecto. Dura. Cada vez que oía esos tambores y los soldados llegaban a la aldea, le sobrevenía un cambio. Era como si se estuviera poniendo una armadura, o una máscara. Cuando Kagome se volvió hacia Rin, su sonrisa cambió a la par que su comportamiento, sin importar cuánto intentara ocultarlo.

—No paro de olvidarme de que las mañanas se están haciendo más oscuras. Llegan puntuales, como siempre —suspiró—. Venga, vamos a prepararnos. Hoy quiero pulir la tumba de Kikyo para que brillen ambas.

Rin pasó la mirada entre la mano gentil extendida ante ella y la máscara que Kagome no parecía darse cuenta de que portaba.

—Vale —murmuró, dándole la mano para que la ayudara a ponerse de pie. Ojos endurecidos y pesadillas aparte, el día estaba empezando y Kagome sabía mejor que nadie lo importante que era no huir de ello.

La rutina era tan familiar y, sinceramente, un poco aburrida, como siempre lo había sido, con solo unos pequeños cambios con el clima otoñal. Mientras Kagome y Rin se vestían y se aseaban, Takuya se excusó para volver a su cabaña a hacer el desayuno. Las dos se unirían a él entonces, tomarían su ración de arroz, té y lo poco que tuvieran disponible, y se enfrentarían al frío de subida hasta el templo. Para entonces, los soldados estaban esparciéndose por la aldea y los aldeanos estaban encaminándose a sus propias rutinas diarias. Kagome los observó desde lo alto de la colina, el incienso de la pagoda del templo se arremolinaba a su alrededor con el viento. Su propia rutina diaria en ocasiones no parecía más que un sueño, sin ser diferente a los que tenía todas las noches, pero la realidad surrealista era que, al mismo tiempo, era reconfortante.

Las lápidas de Kikyo y de Kaede reflejaban la incipiente luz del grisáceo amanecer y, mientras se arrodillaba para pulirlas, podría haber jurado que vio una montaña distinta a las que tenía detrás reflejada en la piedra, una única columna de humo se alzaba desde la cima. Kagome lo descartó rápidamente al levantar la mirada detrás de ella sin encontrar señales de un incendio. Tal vez sus días se estaban volviendo tan surrealistas que no podía distinguir sus sueños de la realidad.


Inuyasha estaba seguro de que Shippo habría estado alardeando de su segunda cola si no hubiera estado tan enfermo y debilitado por las secuelas de la Piedra Divina. Como estaba, el niño había pasado el último día y la última noche recuperándose con el resto de sus víctimas. Justo al pie de la montaña, algunos de los kitsune más sanos habían conseguido encontrar una cabaña abandonada y, aunque no era ni de lejos lo suficientemente grande, se las apañaron. La única habitación estaba abarrotada, con apenas espacio para moverse, mucho menos desplazarse con todos los enfermos acostados en el suelo, pero era mejor que estar fuera al frío.

A Inuyasha y a los recuperados les había llevado todo ese tiempo enterrar a los muertos. El claro lleno de ceniza se había convertido en un cementerio, cubierto de tierra recién excavada entre parches secos de hierba, cada montículo sostenía algún recuerdo de la víctima. Al otro lado de la línea de árboles, las ruinas del monasterio habían sido rebuscadas completamente, dejando atrás montones de madera quemada y una huella en el suelo donde el una vez orgulloso castillo había estado durante siglos.

Inuyasha terminó de limpiarse en el río, ignorando el frío picor contra su piel mientras el viento golpeaba las gotas que todavía se aferraban a su cuerpo. Incluso mientras se ponía su kimono y su túnica, el picor permanecía, pero solo le recordaba cuánto mejor era que el entumecimiento. No miró atrás a las ruinas cuando se fue finalmente, con la espalda contra el bosque ennegrecido. No tenía deseos de volver, sabiendo que habría muchas más visiones espantosas como aquella en su camino. Por ahora, iba a avanzar.

Cuando volvió al santuario que habían construido para los enfermos, había estudiantes y profesores fuera en la hierba, guardando luto juntos y disfrutando del aire fresco al mismo tiempo. Algunos levantaron la mirada con sonrisas de agradecimiento cuando pasó, sin duda recordando que los había sacado de los escombros, pero lo único que pudo hacer fue asentir y huir avergonzado. Era un completo cambio radical en relación con la forma en que lo habían recibido cuando había llegado con ellos.

Agachándose para entrar en la vieja cabaña llena de corrientes de aire, Inuyasha inspeccionó la multitud de demonios dormidos hasta que encontró a Shippo arropado en el rincón. Pasó ligeramente entre los demás, recibiendo más que algunas miradas de molestia por parte de los profesores que estaban atendiendo a los enfermos, pero eso no evitó que se agachara al lado del niño. Imaginaba que este era exactamente el aspecto que había tenido las noches en que Kagome tuvo que cuidar de él: un lío sudoroso y jadeante en las sábanas. Shippo también tenía sus momentos de consciencia, pero aparte de la primera vez que se había despertado junto al arroyo y unos breves minutos por el medio, dormía.

—¿Te irás pronto?

Oyó la voz de Kenta antes de darse cuenta de que estaba siquiera allí, pero no se dio la vuelta para mirarlo.

—Eso supongo.

Kenta asintió, con las manos entrelazadas a su espalda.

—Aquí no queda nada para Shippo y tú debes continuar con tu viaje antes de que acaezca otro cataclismo como el nuestro.

Inuyasha finalmente lo miró.

—¿Y qué haréis todos vosotros?

—Encontrar otra montaña, supongo. O tal vez una cueva esta vez. Es mucho más difícil quemar una cueva.

—¿De verdad vais a seguir enseñando? ¿No crees que es un poco peligroso?

—Sería más peligroso para nosotros que nos dispersásemos —contestó Kenta—. La mayoría de estos niños no tiene adónde ir y no podemos dejar que nuestros amigos y familia mueran en vano. Los kitsune no son otra cosa que pacientes. Seguiremos con nuestras lecciones hasta que sea hora de actuar. Después de todo, la curiosidad está en nuestra naturaleza. Por supuesto, Shippo es bienvenido de venir a buscarnos otra vez si alguna vez así lo decide… —Bajó la mirada al niño y a las dos colas que sobresalían por debajo de su sábana—, pero creo que no le pasará nada por perderse algunas clases.

—Buen razonamiento… —Inuyasha asintió, observando a Shippo un momento antes de volver a girarse hacia Kenta—. ¿Cuántas colas tienes tú?

Kenta valoró al niño con el mismo nivel de confusión. Mientras miraba a Inuyasha, el aire detrás de él brilló y cambió, revelando cuatro largas colas de zorro sobresaliendo de la espalda del kitsune mayor.

—Así que el niño no va nada mal. —Inuyasha sonrió, agachándose para levantar a Shippo en brazos. No tenía sentido retrasar más su partida. Tenían que seguir adelante. Poniéndose de pie con Shippo equilibrado contra su pecho, Inuyasha cruzó en dirección a la puerta, deteniéndose cuando quedó cara a cara con Kenta.

Los dos se miraron fijamente con silencioso respeto hacía tiempo merecido. Finalmente, Kenta se inclinó.

—Gracias por todo lo que has hecho aquí… siempre serás bienvenido entre los kitsune.

Inuyasha se tensó, observando con incomodidad al demonio que se inclinaba ante él sin saber exactamente cómo aceptarlo.

—Sí… —murmuró, moviendo a Shippo en su agarre—. Bueno… llamadme si alguna vez me necesitáis. Si podéis poneros en contacto conmigo, aquí estaré.


Resumen de la autora: Inuyasha se pasa diez horas buscando a Shippo entre los escombros quemados del monasterio. Encuentra a Kenta, quien le dice lo que ocurrió: a primera hora de la mañana anterior, los guerreros de Masao subieron por la montaña y diezmaron el colegio. Inuyasha casi perdió la esperanza antes de encontrar finalmente a Shippo con vida. Shippo ha ganado una segunda cola. Kagome, mientras tanto, habla brevemente de sus sueños recurrentes con Takuya, quien le aconseja que podrían ser una especie de premonición. Menciona que Kaede tenía el don de la premonición. En las ruinas del monasterio, Inuyasha tiene una última conversación con Kenta, quien finalmente le dirige el respeto que se merece. Inuyasha, por supuesto, no tiene ni idea de cómo aceptarlo.


Nota de la traductora: ¡Hola a todos una semana más! Aquí tenéis el nuevo capítulo traducido. Muchísimas gracias por todos los reviews que estoy recibiendo, de verdad que son una gran motivación, no me voy a cansar de decirlo.

Como comentaba hace unos días en Twitter, me he hecho un nuevo plan de traducción que, si logro cumplir, me permitirá volver a publicar semanalmente. De momento parece que así es, por lo que espero no fallar en un futuro próximo.

¡Espero que os haya gustado el capítulo!