Abril. 1999

Severus la sujetaba por la cintura, deleitándose en la visión que le proporcionaba el torso desnudo de Susan, con sus turgentes pechos de erectos pezones al aire. Ella se mecía sobre su eje, adelante y atrás, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. Qué maravillosa eres, Susan, pensó Severus irguiéndose hasta quedar sentado para capturar uno de sus pezones entre sus labios, arrancándole un gemido a su compañera de juegos.

El sonido se le antojó maravilloso, incrementando, si acaso era posible, su excitación. En un rápido movimiento la obligó a tenderse de espaldas, todavía dentro de ella, comenzando a embestirla con fuerza. Los gemidos de Susan aumentaron de intensidad y le clavó las uñas en la espalda. La besó con fiereza, deseando embeberse para siempre de sus labios. La deseaba como a nadie, como un hombre sediento que jamás se hartaba de beber de ella.

—Dios… Michael —gimió Susan echando la cabeza hacia atrás cuando alcanzó el orgasmo.

Severus sintió como su miembro era aprisionado una y otra vez por las húmedas paredes del interior de Susan. Amaba que dijera su nombre, aunque ese no fuese su verdadero nombre.

—Eso es, Susan. Muy bien —dijo con voz ronca.

Salió de ella, arrancándole un gemido de protesta. Se puso de rodillas y tiro de ella hacia sí, elevándole la cadera con las manos y adentrándose nuevamente en aquel sedoso paraíso. Comenzó con un suave vaivén, acariciándole el inflamado punto de placer con su pulgar, observando con ojos febriles los movimientos espasmódicos de la pelvis de Susan.

—Vas a venirte para mi otra vez, Susan —dijo Severus con voz firme.

—Hmmm —fue la respuesta de Susan.

—¿Has comprendido? —preguntó Severus, incrementando la presión sobre el centro de Susan.

—S… SIII —gritó ella dejándose arrastrar obedientemente hacia un nuevo orgasmo.

—Perfecto —susurró Severus.

Sentía que no podría aguantar más su propia liberación, así que incrementó el ritmo de sus movimientos, con el sonido de las pelvis que chocaban inundando sus oídos. Susan abrió los ojos y lo miró de esa forma cargada de deseo que lo enloquecía. Sus labios entreabiertos, sus jadeos, sus mejillas encendidas… Ella era todo lo que necesitaba…


—Es temprano —dijo Severus cuando Susan comenzó a buscar sus prendas por la habitación.

—Sadie no tiene ballet hoy —dijo Susan al tiempo que subía sus bragas por sus largas piernas —. Su maestra está enferma y debo ir por ella antes.

—¿Y Penny? ¿También sale antes? —preguntó Severus.

Ella pasó a abrocharse el sujetador.

—No. Pero llevaré a Sadie a que vea el entrenamiento de Penny —contestó Susan.

—Lo dices como si te marcharas sola —dijo Severus con tono burlón.

Susan dejó escapar una risita.

—Es horrible decir que mi conductor me lleva —dijo Susan mirándolo divertida.

—¿A dónde? —inquirió Severus con una sonrisa maliciosa —. Puedo volver a llevarte a donde estabas hace un momento.

Se levantó de la cama, desnudo, más que dispuesto a retomar sus actividades criminales.

—Michael… me quedaría. Lo juro —dijo ella acariciándole la mejilla y dándole un beso fugaz en los labios —. Pero nadie va a recoger a mis hijas por mí.

—Lo sé —dijo Severus, rindiéndose y comenzando a buscar su propia ropa también.

Mientras se vestía, no podía dejar de pensar en lo mucho que deseaba que Susan se pudiese quedar con él, aunque fuese una sola noche. Sin embargo, era consciente de la situación de ella: estaba casada y tenía dos hijas. Susan sencillamente no se atrevía a verlo más que un rato por las tardes, porque se negaba a hablar de la posibilidad de abandonar al maldito muggle con el que estaba casada. Severus sabía que no era amor, sino miedo. Ella le temía a Robert Ashford como los niños temen al coco. Ni siquiera la promesa de Severus de mantenerla a salvo había servido de nada. Susan había sido tajante con su decisión de continuar casada con Ashford.

No entendía ese miedo irracional. Susan era una bruja y el tipejo un simple muggle. Pero ella parecía incapaz de enfrentarlo, inclusive ocultando las capacidades que habían heredado sus hijas. Severus se sentía admirado de que ninguna de las niñas se hubiese convertido aún en un obscurial por reprimir la magia delante de su padre. "Hacen magia en su ausencia", había dicho Susan con expresión compungida, como si le avergonzara la situación. Él había supuesto que las niñas continuaban sanas por esos escasos momentos de libertad con los que contaban.

—¿Ya estás listo? —preguntó Susan sacándolo de sus cavilaciones. Ella ya estaba completamente vestida y se había recogido el cabello en una coleta. Nadie pensaría que hasta hacía diez minutos había estado gritando en su cama.

Severus asintió, sonriendo ante el recuerdo de Susan desnuda sobre las sábanas.

—¿Qué? —dijo ella con curiosidad.

—Si te lo digo, no saldremos de aquí hoy —dijo Severus sin dejar de sonreír.

—No me digas… —dijo ella riendo.


Septiembre. 1998

—Sigo pensando en que esto es muy mala idea —dijo Severus, terminando de acomodarse la corbata.

Se miró al espejo con expresión seria. Su reflejo pasaba tranquilamente por un muggle bien presentado: su cabello estaba corto y bien peinado, no tenía un solo rastro de barba y el traje negro se ceñía adecuadamente a su delgado cuerpo. Nadie pensaría que era un mago, a menos que lo conociera de antes.

—Es la mejor de las ideas. Nadie pensaría que usted tendría ese tipo de trabajo —respondió la voz de Potter desde el espejo roto sobre su mesa de noche.

—Seguro —dijo Severus con ironía.

—Vamos, profesor. La MACUSA lo atrapará si frecuenta el mundo mágico —dijo Potter.

Severus hizo una mueca. Salir del Reino Unido sólo significaba ser perseguido por alguna otra organización gubernamental mágica. Claro estaba que nadie sabía de su paradero y se rumoreaba que recorría algún país de Asia. Además, su escondite basado en una vida muggle parecía ser bastante bueno, a pesar de sus dudas.

—No sé cuánto tolere llevar y traer a un muggle por la ciudad —refunfuñó Severus tomando las llaves del auto de la mesa y metiéndoselas en el bolsillo.

Potter le había conseguido un vehículo sencillo y poco llamativo, con el argumento de que fingir ser un muggle implicaba hacer todo lo que ellos hacían en todo momento, incluyendo transportarse. A Severus le parecía un tanto ridículo, pero accedió a las peticiones del chico, queriendo evitar llamar la atención y meter al muchacho en más problemas. Sabía lo complicado que había sido para Potter librarse de los cargos de favorecimiento de fuga. Así que, actuando contra todo lo que él era, estaba allí en su diminuta casa muggle, vestido de muggle, a punto de salir a dar inicio a su trabajo muggle.

El día anterior su jefe, un muggle ricachón y pretencioso, le había dado la dirección de la casa donde debía presentarse esa mañana, recomendándole llegar temprano para comenzar con sus labores. Suponía que su trabajo consistiría en transportar al hombre a todos lados. Se preguntaba por qué alguien con esa actitud de superioridad no conducía por sí mismo. Hasta él podía hacerlo, habiendo aprendido a los quince años a base de gritos y golpes en la cabeza por parte de su padre.

—Es lo que pudimos encontrar. Mi tío no suele recomendar a gente como nosotros —dijo Potter con tono de disculpa.

—Me preocupa que sea tan agradable como tu tío —dijo Severus antes de salir del pequeño apartamento. No alcanzó a escuchar la respuesta de Potter.


—No es a mí a quien vas a transportar. Es a mi esposa y mis hijas —dijo el hombre con ese tono de voz agradable que a Severus se le antojaba putamente fingido, dándole las llaves de la enorme camioneta blanca junto a la que estaban parados.

—Comprendo —dijo Severus recibiendo las llaves, con la sensación de haberse tragado una bolsa de plomo. No había esperado tener que relacionarse con niños en ese trabajo. Estaba listo para soportar el grano en el culo que de seguro era el tipo del traje costoso.

—Debo salir justo ahora. Susan está al tanto de tu presencia y vendrá en un momento, Redfield.

—De acuerdo —asintió Severus.

—Buena suerte entonces.

El hombre se subió a su propio auto, que sin duda valía más que toda una vida de trabajo de Severus, y se marchó, dejándolo solo y un tanto preocupado por lo que se avecinaba. ¿Y si eran unas ricachonas malcriadas? ¿Tendría la paciencia necesaria para conservar su empleo? Esperaba que sí, porque no quería depender de Potter el resto de su miserable existencia en el exilio.

Continuaba maldiciendo su suerte cuando la vio salir por la puerta principal de la enorme casa. Ella era alta y de figura esbelta, de cabello castaño oscuro y tez pálida. Iba vestida con vaqueros, un suéter de cuello alto y zapatos de suela baja. Tras ella salieron dos niñas pequeñas correteando, ataviadas con uniformes de lo que parecía ser un costoso colegio. La que parecía mayor tenía el cabello del mismo tono castaño que la madre, mientras la menor lo tenía de un castaño claro, casi rubio, más similar al del padre.

—Ten cuidado, Sadie —dijo la mujer con voz suave. Nunca olvidaría esa voz, aunque se le fuera la vida intentándolo.

La niña más pequeña, a la que ella había llamado Sadie, llegó de primera junto a Severus, con expresión triunfal.

—Les he ganado —anunció alegremente.

—Bien hecho —dijo Severus con voz inexpresiva. En definitiva, no era muy bueno con los niños.

—¿Saludaste, cariño? —le dijo la mujer a la pequeña en cuanto llegó junto a ellos. La niña se limitó a sonreírle como excusa por no haber saludado. La mujer arqueó las cejas un instante y después centró su atención en Severus para saludarlo —. Buenos días. Di buenos días, Sadie.

—Buenos días —dijo Sadie con voz cantarina.

—Buenos días —respondió Severus como un autómata, sin poder dejar de mirar a la esposa de su nuevo jefe.

—Soy Susan —dijo ella sonriendo y tendiéndole la mano.

Su sonrisa era sincera, reflejada en sus vivaces ojos color chocolate.

—Michael… Redfield —Severus mencionó su nombre falso por lo que parecía ser la milésima vez esa semana, al tiempo que estrechaba la mano de Susan. Era una mano cálida, suave y de uñas cortas, pulcramente cuidadas.

El tiempo pareció detenerse. Se quedó allí de pie, estrechando la mano de Susan, mirándola fijamente a los ojos. Ella no se amedrentó ante su mirada, pero sus mejillas se encendieron un poco, con un tenue color rosa. Tampoco retiró la mano, manteniendo el contacto con la misma firmeza del principio.

—Mamá, llegaremos tarde —dijo la otra niña.

No se había percatado de en qué momento la chiquilla llegó junto a ellos, pero su voz demasiado seria para tratarse de una voz infantil, lo hizo volver en sí. Soltó la mano de Susan y carraspeó un poco.

—Sí, sí… Ehhh —Susan parecía repentinamente nerviosa cuando se dirigió a su hija mayor —. Saluda. También saluda, Penny.

—Hola —dijo la niña.

—Hola —dijo a su vez Severus fijándose en lo parecida que era a Susan. Parecía una versión en miniatura de su madre, excepto por sus ojos color miel, idénticos a los de su padre.

—¿Podemos irnos? —preguntó la niña.

—Claro —respondió Severus.

—Con calma, Penny… Antes del accidente no teníamos conductor —dijo Susan con tono de disculpa. Todavía conservaba un leve rubor en sus mejillas —. Es nuevo para nosotras.

—No hay problema —dijo Severus con voz tranquila, mientras abría la puerta trasera del vehículo. Un par de sillas para niños hacían un estorbo impresionante, ocupando todo el espacio trasero del auto.

—¿Me das permiso? —dijo Penny tocándole el antebrazo a Severus.

Severus se hizo a un lado y la chiquilla se encaramó a la camioneta, comenzando a abrocharse ella misma el cinturón de seguridad de su silla.

—Más cortesía, Penny —la riñó su madre mientras ayudaba a Sadie a ubicarse bien en su propia silla.

—Perdona —dijo Penny dedicándole una mirada evaluadora a Severus.

—No hay problema —dijo él.

¿Me traerá problemas? Se preguntó Severus.

—Bien. Vámonos entonces —dijo Susan alegremente.

Severus la observó cerrar la puerta de la camioneta y caminar con paso seguro hacia el asiento del copiloto. Sintió que sus tripas se iban de paseo al imaginársela sentada a su lado. ¿Qué pasaba con él? Era una mujer como cualquier otra, apenas llevaba diez minutos de conocerla. No podía afectarle el contacto con ella.

—Papá se enojó mucho cuando mamá chocó el auto —anunció Sadie cuando Severus se puso tras el volante.

—¡Mamá no chocó, Sadie! —la regañó su hermana mayor.

—¡Papá dice que…! —contraatacó la pequeña.

—¡Papá no estaba!

—¡Niñas! ¡Basta! — Exclamó Susan.

De reojo pudo ver que Susan ahora estaba del color de los rábanos. Parecía que no había esperado una discusión así delante de alguien a quien apenas conocía.

—Pero Penny… —comenzó a rezongar la niña pequeña.

—Sadie, ahora no —dijo Susan con voz severa, ganando el silencio total en la parte trasera del vehículo.

Severus observó por el retrovisor la expresión compungida de la niña más pequeña, en contraste con la triunfal de la hermana mayor. ¿Serían así siempre? Se preguntó si la chiquilla hablaría un poco más acerca del famoso accidente en algún otro momento. Aunque de seguro obtendría una versión más objetiva por parte de la niña más grande.

—Un hombre sufrió un colapso tras el volante y nos chocó hace tres meses —dijo Susan repentinamente. Ahora miraba por la ventana, como si le avergonzara mirar a Severus —Robert considera más seguro que alguien vaya con nosotras ahora… No tiene tiempo de llevarnos siempre.

Así que no había sido necesario esperar a que las niñas volviesen a hablar. La curiosidad de Severus había sido satisfecha por la misma Susan.

—Permítame poner en duda esa afirmación —dijo Severus encendiendo el auto —. Nadie podría prever que un sujeto desmayado se atraviese en el camino.

Susan volvió lentamente el rostro hacia Severus. Sus ojos parecían cargados de sorpresa, como si no diese crédito a sus oídos. Severus pensó en que Ashford tal vez no sólo se había enojado, sino que muy seguramente le habría echado la culpa a ella del accidente. Esa mirada sólo podía pertenecerle a alguien que está acostumbrado a que siempre reprueben su comportamiento.

—¿Conoce la ruta? —preguntó Susan al fin. Su mirada había pasado de la incredulidad a la total atención. Ahora parecía estar evaluando cada centímetro de él.

—No. Creía que conduciría para su… esposo —contestó Severus, sintiéndose repentinamente incómodo con la última palabra.

—Sí… Robert da sorpresas —comentó Susan sin cambiar su expresión escrutadora —. Le daré las indicaciones. No se preocupe, Michael.