Parecía que se llevaban bien.

En un principio, pensé que Eugenio mentía cuando dijo que Mirabel le había prometido una cita, pero, ella… le siguió sin rechistar. Después, les vi juntos al lado de un maizal y ella reía como hacía tiempo que no la oía reír. Y fue un gusto y terriblemente doloroso a la vez.

Estaba claro que, lo mejor que podía hacer, era hacer lo que decía la abuela e intentar congeniar con Ramona. Si yo ya no estaba libre, no habría posibilidad de que Mirabel albergase esperanzas de que pasase algo entre nosotros dos; algo que no debía pasar.

Pero me arrepentí.

Desde el principio supe que Ramona no me iba a gustar. Su pelo era largo y sedoso, sus ojos rasgados y elegantes, su figura bastante firme y curvada, no aparentaba los cincuenta y cinco que tenía y siempre tenía tema de conversación; en serio, siempre. Además, no era mucho más alta que yo, por lo que tampoco me hacía sentir minúsculo como me pasaría con la mayoría de mujeres del Encanto. Era prácticamente perfecta, pero no era Mirabel.

Luché por seguirle el ritmo y el hilo de la conversación pese a lo fuera de lugar que me sentía en todo momento; quería que aquello funcionase casi tanto como quería que fracasase; pero fue imposible: mi mente estaba constantemente en aquel maizal, en qué estaría ocurriendo allí, en si realmente me olvidaría y encontraría la felicidad.

Pero no fue así. Finalmente, logré dar con ella, con ellos más bien; y, lo que vi, no fue felicidad: fue un puñal invisible atravesando su pecho al ver cómo la inquieta mano de Ramona atrapaba la mía.

No era nada raro, ni sucio, ni me produjo ningún tipo de emoción. Ser tocado por aquella mano fue como ser tocado por una áspera y vieja manta; daba calor, pero no calidez. Sin embargo, aquella mirada de dolor en el rostro de Mirabel, la forma en la que se fue sin atreverse a cruzar miradas conmigo… No había nada que mereciese hacerle daño así.

La vida antes era triste, pero ahora era frustrante. ¿Es que no había nada que pudiese hacer para hacerla feliz? ¿Por qué seguía mirándome? ¿Por qué me buscaba? ¿Por que se acurrucaba junto a mí? ¿Por qué yo? Tenía a aquel hombre mucho más joven, con más mundo e infinitamente más apuesto loco por ella. ¿Por qué no seguía el camino fácil y se enamoraba de él? Y, ¿por qué no hacía yo lo mismo con Ramona? ¿Por qué hiciese lo que hiciese era el movimiento equivocado? Y, ¿por qué todo tenía que doler?

Ya no entendía nada y no creía que lo fuese a entender. Lo único que sabía seguro era que no quería volver a ser la razón del dolor de Mirabel. Y, entonces, las vi; mis fieles amigas vinieron a mi rescate. Sólo ellas podían ayudarme a zanjar aquella relación que no deseaba tener de una forma tan rápida y sencilla. Las ratas nunca me habían fallado y tampoco lo hicieron esa vez.

Una semana después de ser rechazado por Ramona, tras un cansado día ayudando a los Nogales a reparar su tejado y haciendo profecía tras profecía a petición de la gente del pueblo, volví a casa y me metí directamente en mi agujero. No tenía fuerzas para ser interceptado otra vez por algún alma pedigüeña. Necesitaba descansar.

—¿Qué te pasa, prima? Desde que has vuelto tienes peor cara que de normal.

La voz de Camilo en la cocina atravesó las paredes y llegó a mí despertando mi curiosidad y siendo seguida justo después por la de una amargada Isabela.

—¿No tienes nada mejor que hacer que venir a molestar? Quiero estar sola.

—En realidad yo venía a ver si encontraba algo de comida sin dueño ni guardián. En seguida me perderás de vista. De hecho, vas a hacerlo ahora.

—Camilo, no te conviertas en la abuela, sabes que no le gusta.

—Tampoco le gusta que rebusque en la cocina y eso nunca me ha frenado hasta ahora.

—No me explico cómo eres tan pequeñito con todo lo que tragas.

—Ey, ya soy un poco más alto que el tío Bruno. Ya puedo morir feliz.

—Tienes razón, ya eres casi tan grande como para no perderte entre los brazos de los demás.

—Oye, vale ya. Soy un buen abrazador, ¿sabías?

—Demuéstralo.

Se hizo un breve silencio y pronto comenzaron a escucharse los sollozos de Isabela.

—Ey… Si querías un hombro sobre el que llorar, sólo tenías que pedirlo, ¿vale? No necesitas excusas para darle un abrazo a tu primo.

—Cállate.

—¿Quieres contarme lo que ha pasado? Igual no tanto como a mi hermana, pero se me da bien escuchar.

—Me dijo que yo era muy especial para ella, y que nunca me olvidaría…

—¿De quién hablas?

—De Elisa. La mujer de la que me he enamorado.

—Oh.

—En este año, me ha enseñado un mundo tan emocionante que ni el frío me molestaba, me ha dado esperanzas de ser amada por quien soy en realidad, me ha ayudado a conocerme mejor y luego me ha rechazado por un lagarto, un caballo y un montón de piedras.

—No te sigo.

—Ni falta que hace. El caso es que me ha rechazado y no puedo dejar de pensar en ella.

—Pues deberías.

—No me digas…

—Hablo en serio.

—¿Tú sabes hablar en serio?

—Sólo cuando la ocasión lo merece.

—Y, ¿éste es el caso?

—Creo que deberías subir un poco el listón… ¿Cómo te vas a conformar con alguien capaz de elegir a un lagarto por encima de Isabela Madrigal?

—Era un lagarto muy molón…

—Era un lagarto. Y tú eres una mujer maravillosa, tímida y dulce, y arisca y valiente a la vez, y decidida, y fuerte, y por muy lejos que llegue la lengua del bicho ése, nunca a tendrá tan larga como la lengua de víbora que tú te gastas a veces.

—Eso es verdad —contestó ella riendo con orgullo justo antes de que Camilo se quejase por el merecido pellizco que se acababa de llevar.

—Sé… —dijo él poniéndose repentinamente serio y calmado—, sé que no es fácil dejar de pensar en alguien a quien quieres, pero… creo que deberías mirar adelante para no impedirte ver las cosas nuevas que la vida vaya poniendo ante tus ojos… Nunca sabes lo que te depara el futuro.

—Creo que tienes razón —contestó ella con un tono algo más animado—. Gracias por todo, Camilo. Parece que hay un cerebro debajo de todo ese pelo y un corazón que no te cabe en ese cuerpecito.

—¿Es que no puedes decir algo bueno sin estropearlo con un insulto?

—Buena pregunta… Nah, no lo creo. Buenas noches, primo.

—Buenas noches, Isabela.

Se hizo el silencio de nuevo en la cocina, pero un ruido mucho más estruendoso comenzó a resonar en mi cabeza. Camilo se equivocaba: sí que podíamos saber lo que nos deparaba el futuro, y, si yo quería saber cuál era el camino correcto que debía recorrer… si quería saber si debía hacerme a un lado para dejarle paso a Eugenio o si debía luchar por aquello que parecía imposible y probablemente incorrecto, tenía que saber qué iba a pasar con Mirabel.

Aquel día había sido extenuante, pero no podía acabar aún: tenía una profecía más que hacer.