A las seis de la tarde, como ya era una costumbre diaria, el chico se presentó en sus habitaciones privadas en punto de la hora.
Como cada día, se colocó entre la chimenea y el sofá, el lugar dónde aquella vez se había quitado la ropa… si no recordaba mal. Hasta ese momento le pareció particular este comportamiento que se había repetido con los días y sólo esa tarde había llamado su atención. Viendo al muchacho ahí, con la cabeza gacha y jugueteando nerviosamente con las manos, se preguntó qué demonios había estado haciendo toda la semana anterior.
Sí, había puesto a prueba al chico; pero había pasado por alto que había entrado en esto por una conversación con el anciano chalado y manipulador. Había dado por sentado que el cambio de actitud en el chico se debía a sus hormonas o al cambio que él mismo había demostrado pero…
Habiendo notado ese gesto repetido como si el muchacho hubiera sido entrenado por años para mostrar sumisión, tenía que preguntarse cómo era todo eso posible. Cruzó los brazos sobre el pecho mientras analizaba todo en ese muchacho parado a la mitad de la pieza. Aunque jugando nerviosamente con las manos, la marcada rutina de sumisión que había demostrado sólo podía ponerlo alerta ahora que la había notado.
Aunque su vida se la confiara a Albus Dumbledore, nada más le confiaría de su persona. Y, le confiaba su vida, sólo porque sabía que el viejo manipulador aún lo necesitaba espiando al Señor Tenebroso. Era, en ciertos aspectos, la misma razón por la que el Señor Tenebroso no lo mataría… con tanta facilidad. No confiaba en las manipulaciones y estrategias que el viejo chiflado usaba para conseguir sus metas. Sabiendo eso, no descartaba que algo hubiera sucedido en la conversación de Dumbledore con Potter para que lograra convencer al muchacho de mostrarse… cooperativo.
Si no fuera por la absoluta imposibilidad que era el que el Señor Tenebroso y Albus Dumbledore trabajaran juntos, en ese momento estaría pensando que así lo habían hecho para ponerle una trampa al espía de ambos. Y es que tampoco podía darse el lujo de confiar en el chico.
Se acercó al muchacho con cautela, casi esperando que lo atacara en ese momento, casi esperando que la tensión en el cuarto se rompiera.
—Míreme —ordenó comedido.
El chico obedeció y el par de ojos protegidos por cristales lo miró directamente. Pareciendo nervioso pero decidido, el chico abrió la boca como si para hablar y la cerró como si recordara no hablar antes de que le fuera permitido.
Lo miró también, agradeciendo en parte que las gafas atenuaran las miradas aunque hiciera la legeremancia más difícil. Acercó su mente a la otra y exploró la primera capa de todas las que había en cualquiera. Se deslizó, disimulado y furtivo, a una siguiente capa sin haber notado ser descubierto. Nada en las capas tempranas encendía sus alarmas, pero eran las capas más tardías las que podrían arrojar más información.
—¿Elige un premio diferente al que pidió en la madrugada, señor Potter?
El chico reaccionó de inmediato. El sonrojo cubrió sus mejillas, el nerviosismo de sus manos paró un segundo antes de comenzar con renovada insistencia y la garganta tragó fuerte. Las pupilas resguardadas por material transparente se dilataron y ¡ah!, los secretos de esa mente comenzaron a desmadejarse.
Como una tejedora eligiendo los hilos a manipular, él se acercó y se alejó de los secretos después de tocarlos. No estaba buscando nada en específico y nada remotamente parecido a una imagen o conversación, no mientras se cuidaba de no ser descubierto en la intromisión. Era poco lo que necesitaba, acercarse para apenas tocarlo, y recibir una sensación. De la sensación que sentía, sólo tenía que dejar de tocar las que no correspondían.
—No cambié de opinión, señor —respondió desafiante.
Sólo que su mente no percibía haberle desafiado. Para el chico, su respuesta había querido transmitir seguridad. Y su seguridad, encubrir miedo y deseos.
Aun habiendo encontrado lo que buscaba, no se apartó de la mente ajena sino que se acercó a tocar piel.
Rozó con un dedo el labio inferior y acarició la piel con una promesa de afecto. Siguió el contacto hacia la quijada y subió por la línea del hueso provocando la piel hasta la oreja. El chico respondió, claro, pero era su mente la que más reacciones mostraba. Mientras le quitaba las gafas con cuidado de acariciar el rostro, la anticipación del muchacho tembló con inseguridad. Acarició suavemente sobre las cejas, delineando la curva provocándolo a cerrar los ojos. Acarició los párpados y bajó de nuevo por la mejilla hasta los labios. Esperó a que el chico abriera los ojos y conectó de nuevo con la mente ajena. Sintió la respiración del chico al mismo tiempo que la inseguridad desaparecer. Bajó la caricia aún, pasando por la barbilla hasta llegar al cuello. El chico inclinó la cabeza para permitir más contacto y la sensación de inseguridad volvió cuando deslizó la caricia por debajo de la camisa. Sintió el cuerpo del muchacho apartarse y acercarse un instante después.
Cuando presionó sus labios sobre los del chico, la mente del joven pareció explotar con sensaciones. Anticipación. Alivio. Deseo. Para cuando los labios jóvenes siguieron la danza que les marcaba, la excitación del chico opacó las otras sensaciones; fue en cuanto rozó los labios con su lengua para su entrada cuando la mente del joven se detuvo. Insistió una vez, lamiendo con más fuerza. El jadeo del chico le dio la apertura que necesitaba y encontró el sensible músculo, tímido y descoordinado cuando intentó imitar la caricia húmeda. La mente del chico cobró vida de nuevo, pero no con las sensaciones anteriores, estas eran más caóticas; menos armoniosas. Le llevó un segundo entender lo que ya había vislumbrado antes: el chico se sentía incómodo con su propio cuerpo.
Sabiendo una debilidad más del muchacho, sonrió en el beso y se apartó.
—¿Lo estoy aburriendo, señor Potter? —retó con una provocación sensual.
—Harry —suspiró el chico sin fuerza.
Sin darle un momento más para recuperarse, lo besó de nuevo. Mordió con delicadeza su labio y encontró su lengua a medio camino. Sólo se apartó de sus labios cuando el chico perdió la fuerza en las rodillas.
En un movimiento rápido, lo atrapó por la cintura y lo pegó a su cuerpo para evitarle la caída. En cuanto el muchacho se recuperó de la debilidad, se apartó de inmediato y volvió a mirar al piso. Abochornado de nuevo, cohibido, pero más que eso: incómodo. Luego se llevó la mano a los labios besados y sonrió, demostrando que aquello le había gustado.
—No está acostumbrado al contacto físico —aseguró suavemente.
—Uhm… No, señor.
—El contacto físico es indispensable para el tipo de magia que me pidió enseñarle. Tal vez no sea prudente continuar.
—No —soltó de inmediato—. Voy a esforzarme más. La próxima vez lo haré bien, lo juro… señor —se apresuró a agregar.
La desesperada petición le sonó más bien a un ruego por no ser abandonado. Apenas necesitó tocar los secretos de esa mente para confirmar que así era.
—No lo hiciste mal, Harry —suavizó el tono y acarició la mejilla del chico para que subiera la mirada—. Sin embargo, vas a tener que acostumbrarte a tocar y a ser tocado.
Imposiblemente rojo de la cara, el chico asintió.
—¿Qué tengo que hacer, señor?
—Ojalá en las asignaturas escolares fuera así de… ávido por aprender —se burló.
—¿Esa es una orden, señor? —preguntó confundido.
—No lo es —aceptó—. Lo primero que tenemos que hacer es lograr que se sienta cómodo no sólo con su cuerpo sino con otros. Sígame.
Habiendo dado su orden, se dirigió al dormitorio. Con el chico tras sus talones cruzó el dormitorio hasta la puerta opuesta y entraron al cuarto de baño.
Tras ordenarle que se desvistiera, llenó la tina de cobre con agua caliente. Si bien el mueble era usado regularmente para baños terapéuticos, usarlo esta vez sería más cómodo para el fin deseado. Cuando la tina estuvo llena y el agua a una temperatura agradable para la piel, al fin miró en dirección al chico.
Una vez más estaba parado en silencio y la mirada clavada en el suelo. Esta vez, sin embargo, cubría sus genitales con las dos manos, estaba encorvado hacia el frente como si quisiera ocultar algo más de su piel y se pisaba un pie con otro.
Preguntándose si debería agregar alguna poción al agua para calmar los nervios del chico o no, le ordenó entrar a la tina. Al final, decidiendo que el chico tenía que aprender a controlar sus propios nervios, se dijo que lo mejor sería no gastar valiosas pociones en algo sin sentido.
Transfiguró un par de lienzos en un banco al lado de la tina y alcanzó la barra de jabón, una esponja y un estropajo suave. Tomando asiento en el banco comenzó a bañar al muchacho con toques suaves sin ser sensuales en sí mismos.
Los músculos del cuerpo joven eran el indicador de la mortificación que sentía el chico. Al principio tensos y causando algún espasmo y otro, pronto se fue relajando.
Comenzó por la espalda, suavemente enjabonando y luego aclarando con el agua tibia. Siguió con los brazos a los que apretó un poco como si quisiera relajar aún más la tensión en los músculos. Llegó hasta la mano y lavó primero el dorso, luego la palma y cada uno de los dedos, siempre aclarando después de producir un poco de espuma. El chico soltó un suave quejido cuando comenzó el mismo proceso en el torso y giró la cabeza mientras intentaba controlar su respiración.
Con los labios entreabiertos y los ojos cerrados, el chico pedía ser besado de nuevo. Sopesando pros y contras, accedió a estimularlo un poco más. Esta vez el chico respondió el beso de inmediato y, arqueando la espalda para buscar más de aquello, metió la lengua tan profundo como su inexperiencia le dictaba. Se alejó del chico de inmediato.
—Vas a aprender a recibir lo que te dé y a no pedir más que eso —amonestó severo.
La postura relajada que había conseguido tener el chico dentro de la tina volvió a cerrarse. Tenso de nuevo, cerró las piernas y las dobló hacia el cuerpo, los brazos los cruzó sobre su torso y su espalda se encorvó hacia adelante.
Esa posición tocó en una fibra sensible que creía había logrado marchitar dentro de él. Al parecer, sólo había logrado entumecer los recuerdos del abuso en su propio cuerpo.
Se obligó a apartar eso de la mente y a centrarse de nuevo en la tarea que realizaba. Se preguntó entonces si era más conveniente reconfortar al chico o dejarlo recibir el escarmiento completo.
Pero sabía que ya había sido suficientemente indulgente con el muchacho. Y ese beso era la prueba de ello. Quiso maldecir y permitirse hacer una rabieta sólo por los años que había pasado en uno y en otro extremo. Encontrar el justo medio nunca había sido su fuerte y años de espionaje no lo habían ayudado en ese aspecto. Mas no lo hizo.
Sin otra palabra volvió al cuerpo del chico. Lavó el cabello que tantas veces había usado de excusa para comparar al padre y al hijo canalizando la rabia de aquellos años y lo aclaró también, recordándose que el momento de usar esos recuerdos había terminado. Sólo hasta que llegó a la entrepierna el chico se alejó de nuevo de las manos ajenas. La mirada de advertencia que dirigió al joven fue suficiente para que volviera a sentarse en la tina y permaneciera quieto de nuevo. Cuando se acercó a lavar los genitales comprendió lo que sucedía. El muchacho se estremeció una vez mientras soltaba un gemido. Se obligó a no reaccionar, ya fuera con una sonrisa o un comentario; pero no pudo evitar su propia reacción al ver la humillación que mostraba el chico en el rostro. Esa mezcla extrema de vergüenza, indefensión e impotencia fue suficiente para provocar un ligero temblor en sus manos. Y que su miembro comenzara a llenarse. Sin prestar atención a su propio cuerpo, pasó a las piernas del chico para dar el mismo gentil trato y cuando terminó con ambas se detuvo. Desaguó la tina y la llenó de nuevo. Se desvistió entonces.
Parcialmente entretenido por el muchacho que intermitentemente lo veía y alejaba la mirada del espectáculo, parcialmente buscando los gestos que delataran los pensamientos del chico, entró a la tina con el joven.
El abrazo del agua tibia lo recibió como un antiguo amante y suspiró a gusto. Sin una palabra extendió el estropajo y la barra de jabón al muchacho. Este tomó ambos y comenzó a bañarlo a él intentando imitar lo que había sido hecho en su cuerpo.
Mientras el agua permaneció caliente, dejó al chico acostumbrarse a su cuerpo mientras tocaba y acariciaba, sostenía o movía. Con la piel mostrando ya el tiempo pasado dentro del agua, devolvió los toques en el cuerpo del muchacho sin detenerlo de los que realizaba él. La erección del muchacho le decía poco más a que era momento de dejar de tocarlo.
—Ahora quiero que dejes de prestarle atención a tus genitales y sientas el resto de la piel —dijo firmemente—. Conduce esa sensación de placer hacia cualquiera de los cinco núcleos de la magia. Lleva la sensación primero hacia el hombro, concéntrate en mi mano —aleccionó tocando el hombro derecho del chico—. A tu cuello —siguió, acariciando la piel desde el hombro hasta el cuello mencionado—. A la espalda —dijo suavemente mientras bajaba el toque con una caricia a la mitad de la espalda—. A los dedos —dijo llevando su toque de la espalda al torso, tomando la mano izquierda del muchacho y llevándose un dedo a la boca. El chico gimió con placer—. Al vientre —indicó llevando la mano del chico y la suya hacia dicho punto del cuerpo ajeno.
El chico se removió en su lugar, incapaz de detener la sensación recorriéndolo. Usando las manos unidas, llevó al chico a apoyarse sobre su pecho.
—Controla la sensación.
—No puedo —lloriqueó el chico.
—Claro que puedes —cortó el lloriqueo—. Esa sensación es tu magia en estado de efervescencia.
El cuerpo del joven se sacudió en algo más parecido a una convulsión que a un deseo sexual.
—¿Qué quieres hacer con ese poder? —preguntó tersamente cerca del oído del chico.
—No lo sé —soltó entre un grito, un gemido desesperado y el sobarse contra el cuerpo que lo sostenía.
—Haz un hechizo —ordenó—. Lumos, ¿tal vez? —susurró mordiendo sensualmente la oreja del chico.
—¡Lumos! —gritó el chico.
De inmediato, el cuarto de baño se iluminó por completo con la luz blanca del hechizo.
—Concéntralo sobre tu vientre —ordenó con los ojos cerrados, un gruñido y la sorpresa del poder tras el hechizo.
La luz se contrajo sobre la piel del muchacho y desapareció con el aspaviento de sorpresa que lanzó el joven.
—¡Por las bolas de Merlín!, ¿qué fue eso?
—Eso, Harry —susurró al oído del joven—, es magia sensual.
Sintió al chico relajarse sobre él y temblar con las secuelas del ejercicio; un momento después lo apartó de su cuerpo y salió de la tina. Recuperó las toallas de baño terminando el hechizo de transfiguración y se secó con una de ellas mientras le ofrecía la segunda al otro.
Cuando despidió al chico esa noche, no necesitó ordenarle que descansara, que durmiera o que no saliera de la sala común de su casa; sabía que no tendría energía para nada más que llegar hasta su cama y caer rendido.
Pasados algunos días de repetir el ejercicio en el cuarto de baño, el muchacho había cobrado seguridad en el cuerpo desnudo; en el propio y en el ajeno. También había demostrado un mayor control al invocar hechizos y controlarlos. Al final del ejercicio ya no sucedía una explosión de magia y el temblor del joven cuerpo se había reducido notoriamente. Todo en consideración, el muchacho estaba listo para la segunda lección.
—Hay tres formas de conseguir información de alguien renuente —comenzó cuando el chico terminó sus tareas escolares—: dolor, placer y magia. Por supuesto, interrogar a alguien es un fino arte que mezcla las tres formas en diferentes proporciones. Si sólo administra dolor, por ejemplo, el cuerpo o la mente de la persona llega a un punto de quiebre. Piense en lo que sucedió con los Longbottom. Fueron torturados de tal forma y únicamente con dolor, que quebraron sus mentes antes de obtener respuestas.
En este punto se detuvo para ver el gesto del muchacho. Sonrió un poco al encontrarlo con el gesto neutro y prestando atención. Cuando exploró un poco de aquella mente, se encontró con rabia e indignación en nombre de un par de extraños. Reconoció el esfuerzo del chico al controlar su gesto, pero fallaba por completo de guardar sus pensamientos. Sabiendo que quedaba mucho trabajo por hacer, se guardó el regaño… y también el premio que hubiera dado si fuera diferente.
—Únicamente administrar placer jamás otorgará la confesión de la persona renuente —continuó—; pero es altamente efectivo cuando se mezcla con los otros dos. La magia parecería, usualmente, la forma más directa de obtener la información, sin embargo, un mago, o bruja, con el suficiente conocimiento puede desarrollar un contrahechizo, un antídoto o simplemente resistirse. En sí misma, cada forma tiene sus ventajas y sus desventajas pero, como una buena poción, el arte se encuentra en la mezcla perfecta de los ingredientes. Incluso la persona que ha sufrido más tortura, o precisamente por ello, se muestra particularmente receptiva a las muestras de placer. Una persona en el clímax del placer, baja sus defensas ante la magia o se descontrola ante un dolor imprevisto.
El chico entrecerró los ojos tras las gafas, como si estuviera entrado en pensamientos.
—Le digo esto para prepararlo en caso de cualquier eventualidad. Entre más conozca las reacciones de su cuerpo y la capacidad que este tiene para resistir placer, dolor y magia; más herramientas le estaré dando para lo inevitable, ¿comprende? Considero pertinente primero probar su umbral del dolor y después elevarlo, de esa forma mantendrá la cabeza fría si llega a ser atrapado o puesto a prueba.
—¿Eso lo… ¿va a torturarme?... señor.
—Descuide, no planeo lanzar la maldición Cruciatus sobre usted.
El muchacho idiota se relajó y sonrió aliviado.
—Aunque debería —continuó oscuramente—, sólo por el gesto de alivio que tiene pegado a su cara.
La amenaza sirvió para que el chico volviera a un gesto neutro. Queriendo decirle que un error como ese sería suficiente para que el Señor Tenebroso se diera cuenta de la verdad, se limitó a negar en silencio pero mostrando su decepción en el chico.
—Pensaba en usar magia sensual para enseñar esta lección particular… pero la maldición es cada vez más tentadora.
—No sé si ahora está bromeando, señor. Pero, uhm… ¿eso le… gustaría? —se forzó a decir el muchacho.
—No provoque más de lo que pueda soportar, señor Potter —aleccionó hoscamente—. Apenas puede llamarme "Señor" y sonar natural al decirlo, ¿y ya cree que puede soportar el dolor de una tortura?
—Lo siento, señor. Yo pensé que…
Calló al chico con un suspiro molesto.
—De nuevo no pensó, señor Potter —cortó—. Se arrojó de cara al peligro sin medir las consecuencias. ¿Cree que el Señor Tenebroso dudaría en tomar su ridícula oferta? —retó mordazmente.
—No, señor —se apresuró a responder, tenso por completo.
—Váyase —ordenó molesto.
Al menos, la orden la obedeció de inmediato.
Había pensado que el insufrible muchacho había aprendido algo pero, una vez más, demostraba que su arrogancia era letal. En casi un mes, el escuincle no había aprendido lo suficiente.
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Tras el fiasco de la noche anterior había aprendido una cosa: estaba siendo demasiado blando con el muchacho. Mientras que, en efecto, había dejado de temerle; también se había relajado. Y un espía relajado, era un espía devorado. Al parecer se le había olvidado al escuincle la razón por la cual se veían todos los días.
Durante esa clase de pociones ignoró al muchacho y se desquitó con el par que aún lo rodeaba. Draco había dejado de provocar a Potter y eso sólo lograba una clase de pociones menos peligrosa. Lo cual era, en sí mismo, más de lo que había tenido en años.
Pasó al Gran Comedor para una cena temprana aún molesto por la noche anterior. La llamada de Umbridge le causó indigestión.
—Oh, profesor Snape. Lo estaba buscando precisamente.
—Dígame… profesora Umbridge —arrastró las últimas palabras.
La mujer hipó su frustrante risa y sonrió tan desagradablemente como siempre.
—Voy a necesitar que me entregue un vial de Veritaserum por semana.
—Un vial… ¿Por semana? —marcó con incredulidad—. ¿Acaso está pensando interrogar a toda la comunidad mágica? —se burló oscuramente.
—Como Suma Inquisidora, he sido designada para tomar las medidas que crea necesarias para asegurar el correcto funcionamiento de esta escuela.
—No dije lo contrario —espetó con desdén.
—Espero el primer vial mañana a más tardar, profesor. En mi oficina —demandó con esa sonrisa que intentaba ser dulce pero que sólo lograba ser de suficiencia—. Fue un placer hablar con usted.
Guardándose el gruñido en el fondo de su garganta, sólo por las implicaciones que tal cantidad de suero de la verdad implicaba, marchó hacia su despacho.
Tomó los ingredientes necesarios para hacer la poción que tenía en mente y se dejó perder en el exacto arte de las pociones. Con las principales características del suero de la verdad, pero ni siquiera remotamente poderoso, el suero que preparaba le haría creer lo que deseara creer a quien lo ingiriera. Peligroso en sí mismo, sus consecuencias no eran menos devastadoras que la misma Amortentia.
Para cuando volvió a su habitación, el muchacho estaba de pie entre la chimenea y el sofá, con la mirada clavada en el piso.
—Desvístase, permanezca con los calzoncillos —ordenó sin prestarle atención.
Tomó el libro de magia sensual del librero y lo abrió en la página correspondiente. Cuando volteó al muchacho, éste había terminado de cumplir su orden. Empujó el libro hacia él.
—Justo dónde está, va a sentarse en el piso dándole la espalda al fuego de la chimenea hasta que yo vuelva. Mientras tanto lea el capítulo ocho, nervios del cuerpo humano.
Dada su orden, marchó de nuevo. Entregó el suero falso a la enviada del Ministerio sabiendo que en algún momento tendría que dar el verdadero, pero "advirtiendo" a la mujer que era todo el que podría dar hasta la siguiente luna llena.
No había nada mejor que una poción tan complicada de hacer como el Veritaserum para ganar tiempo.
Una vez hecho eso, tuvo que avisar al —aún— director del Colegio lo que sucedía. Tomando más tiempo que el estrictamente necesario, volvió a sus habitaciones.
—¿Cómo se siente esa piel? —preguntó nada más entrar por la puerta.
El chico a la mitad de la habitación, con la espalda vuelta hacia el fuego de la chimenea como indicado, desnudo salvo por los calzoncillos negros y ajustados, apartó la atención de la lectura y lo miró de inmediato.
—Como si hubiera pasado horas bajo el sol, señor —respondió de mejor humor que en el que lo había dejado.
Claramente había leído el capítulo asignado.
Se acercó para tocar la piel quemada por el fuego y sintió tanto el elevado calor de la piel como la contracción muscular causada por el toque. El suave gemido que escapó por la garganta del chico hizo más por mejorar su día que el desquite a la mujer que encubría su malicia con color rosa.
—Quédese donde está —indicó—. El objetivo de esta lección es que conozca, controle y soporte su dolor físico. Como le dije, planeo hacer esto con la magia que le estoy enseñando, evitando así exponerlo a una tortura sin sentido. La intención del ejercicio es que no deje escapar un solo sonido. Si lo consigue, recibirá un premio, si no lo consigue será un castigo. ¿Tiene alguna duda?
—No, señor. Ninguna duda.
En seguida hizo aparecer un vaso de cristal y una mesa alta que colocó cerca del sofá.
—Una vez más va a canalizar las sensaciones hacia uno de los cinco núcleos de la magia, pero esta vez, cuando le permita liberar la magia, el vaso deberá aparecer en el escritorio sin que pronuncie el hechizo. La lección es una de control, no de ofensa y no de defensa, por lo que el vaso no debe explotar, quebrarse o astillarse siquiera. Como ha mejorado en expresar este tipo de magia, lograrlo así no le conseguirá un premio, pero fallar en hacerlo le conseguirá un castigo. Deje el libro en su lugar y acuéstese boca abajo en el sofá —ordenó.
Obedeciendo emocionado, el chico devolvió el libro y volvió a su lugar para acomodarse sobre la tela acolchada. Allí reposó su cabeza en brazos cruzados.
Comenzó pasando las uñas por la piel sensibilizada. El arqueo de la espalda del chico fue inmediato pero ningún sonido salió de su garganta. Rasguñó suavemente hacia arriba para llegar a los omoplatos y bajó con una caricia hasta la cinturilla de los calzoncillos. Los músculos elongados se movieron en respuesta y fue entonces cuando lanzó el primer golpe con la palma abierta. La palmada no fue fuerte como tal, pero sobre la piel sensible se debió haber sentido unas cinco veces más fuerte. El cuerpo del chico se retorció pero permaneció en silencio. Acarició sobre la piel golpeada notando el cambio de respiración del muchacho y lo acarició suavemente con las dos manos. El movimiento del cuerpo joven mostró gusto en vez de dolor y fue entonces cuando descargó un golpe que ya podía ser considerado como tal.
Tantas veces repitió ese ritmo de caricias que calmaban golpes y golpes inesperados hasta que el chico estuvo con la quijada apretada y sudando desesperado. Ni un grito ni un gimoteo había salido por aquella garganta y él mismo comenzaba a sentir los efectos de su propia magia excitada por ver su orden cumplida. Siendo así, sabía, tendría que parar pronto. Puso a prueba al muchacho una última vez con un par de golpes, más fuertes que los otros y el chico exhaló con fuerza mientras lágrimas caían de su rostro.
Besó la piel que había golpeado severamente y le dejó liberar la magia que debería sentir ya como un mar revuelto contenido en alguno de sus núcleos. Sondeando con Legeremancia, supo que era el vientre del chico el que había acumulado la sensación y que ésta la sentía no como un mar embravecido sino como una explosión volcánica.
El vaso desapareció de la mesa conjurada y apareció en el escritorio de la habitación aunque sonando el cristal chocando contra madera. Aunque no hubiera sido una ejecución perfecta, se acercó a ella.
—Muy bien, Harry. Hemos terminado —dijo acariciando el cabello del muchacho.
El chico hipó su llanto una vez, se puso de lado y adoptó una posición fetal sobre el costado.
Conjuró una poción y descorchó la botella.
—Esta poción te ayudará, tómala.
El muchacho negó en silencio.
—Harry, dime porque te niegas antes que te ordene tomar la condenada poción.
Aunque seguía tocando con Legeremancia las capas más tempranas de la mente del chico, o porque sólo eran las más tempranas, quería escucharlo de su boca.
—Dijo que me tenía que acostumbrar —respondió con dificultad—. Si me cura, no me acostumbraré, señor.
—Es demasiado terco para su propio bien, señor Potter —amonestó sin veneno en la voz y tocó la piel sensible de los hombros con delicadeza—. He pensado en otro ejercicio pero no sé si sería prudente hacerlo —comenzó para distraerlo mientras aliviaba el dolor con caricias gentiles—. He pensado en darle algunas pociones con la intención de hacerle sentir sus efectos y con el objetivo de que aprenda a resistirlos. ¿Cree que puede hacerlo?
—No sé si pueda, señor —dijo, mostrando en su voz que las caricias en la espalda lo aliviaban—. Pero quiero intentarlo. No en este momento, pero… sí.
—Bien, prepararé algunas —consintió—. Antes que vuelva a su dormitorio esta noche le daré el premio que ganó. Descanse un poco mientras decido qué darle.
Se apartó del sofá con el chico sufriente, regresó al cuarto de baño para guardar de nuevo la poción y lo cambió por el tarro de pomada medicinal en el gabinete. Por experiencia sabía que el dolor se recrudecería al día siguiente y, entrenamiento o no, no tendría al chico usando el dolor como excusa para evitar sus deberes durante una semana.
En cuanto el pensamiento le llegó a la mente, supo qué premio otorgaría al chico.
Habiendo decidido el premio, dejó dormir un poco al muchacho mientras él corregía ensayos de alumnos. A las diez de la noche se acercó a despertar al chico.
Con un roce sobre el hombro, el chico abrió los ojos y lo miró con el velo del sueño cubriendo ojos verdes. Las gafas desacomodadas habían marcado la piel de la nariz y la mejilla. Cuando el chico fue a acomodarse los anteojos, siseó por el dolor que el movimiento le causó en la espalda.
—Voy a poner una pomada medicinal en su espalda, señor Potter —avisó—. Su premio será un día libre del entrenamiento.
La mirada de infelicidad en el chico no se la esperaba.
—Si eso le complace, señor —dijo sonando miserable.
—Esa es una buena respuesta para otros momentos, señor Potter. Pero las recompensas, como acordamos, son aquello que a usted le parezcan recompensas, no a mí necesariamente.
El muchacho se quedó callado por tanto tiempo que le pareció no contestaría. Sólo después, cuando el joven se mordió los labios como para callar sus palabras, entendió que así lo hacía por no haber recibido permiso para hablar.
—Si un día libre no le parece adecuado como premio, ¿qué le gustaría recibir?
El chico clavó su mirada en él y torció una sonrisa a medias avergonzada a medias esperanzada.
—¿Puedo besarlo?... señor.
—Bien, señor Potter —aceptó tras unos segundos—. Puede hacerlo.
Se sentó en el sofá mientras el chico se incorporaba y extendió la mano para llamarlo. Lo sentó sobre sus piernas y lo acercó más a su cuerpo tomándolo por los muslos.
—Tome su recompensa.
—Gracias, señor —dijo en un susurro ronco.
El chico se acercó para comenzar el beso tentativamente. Siguió los movimientos del muchacho respondiendo con la misma intensidad que el otro daba. Cuando la boca del joven cobró confianza e intensidad, respondió en la misma medida por unos segundos antes de llevar caricias a la sensible espalda. El gemido del chico puso una sonrisa en sus labios. Con la excusa de poner aquella pomada sobre la piel tierna, llevó al chico de nuevo a un estado excitado.
Al reconocerlo así, se detuvo antes de sucumbir ante las posibilidades que ofrecía el muchacho sobre él. Si bien habían comenzado a estudiar magia sensual, el chico aún no estaba listo para la magia sexual. Y eso lo demostraba el hechizo que aún cubría dicho texto oscuro sobre la chimenea.
—Sna… señor —aunque desesperado, se corrigió de inmediato—. ¿Qué hechizo hago?
Si otras fueran las circunstancias, estaría ordenando al chico que eyaculara en sus calzoncillos. Siendo, como era, que la situación sólo comenzaba a escalar, le susurró un hechizo inocuo. Con la expresión de la magia sensual, el chico cayó rendido y sin fuerza sobre su cuerpo. Lo sostuvo unos minutos así permitiéndole recuperar la fuerza y sólo entonces lo mandó marchar.
En la soledad de sus habitaciones privadas, Severus Snape sonrió victorioso ante la percepción que el muchacho tenía de recompensas.
