Antes de nada perdonad que haya tardado tantísimo en actualizar, es que últimamente estoy teniendo un montón de trabajo y casi no me queda tiempo para escribir.

Muchas gracias por vuestras sugerencias, me parece buena idea lo de ir intercalando presente y pasado, así no se hace tan monótono.

Skamus: tienes toda la razón, Sirius es muy mujeriego (demasiado, diría yo XD) y eso le va a traer algún problemilla, ya verás ;) ¡Mil gracias por ser siempre tan rápido en dejarme reviews! Besitos para ti

Duna¡Qué ilusión, una nueva lectora:) Me alegro de que te esté gustando la historia, como ves te he hecho caso y este capítulo ya es casi todo del presente, espero que te guste. Un besito

Nury: Sííí, si el chico tiene fondo, sólo había que darle un poco de tiempo para que descubriera sus habilidades de Don Juan ;) En este capi hay un poco más de "acción"(jeje) y en los siguientes también¡espero que te guste!

El hambre estaba empezando a resultarle doloroso. Normalmente no seguía los ritmos de comidas habituales sino que esperaba a que su cuerpo le suplicase alimento con punzadas en el estómagoen cierto modo era una forma de recordarse a sí mismo que su organismo seguía vivo, que no se había convertido aún en una incorpórea sucesión de recuerdos. Con cierta dificultad estiró las articulaciones de las piernas, rígidas por las horas de inmovilidad sobre el sofá y por la humedad aún acumulada en las paredes de la casa, y se dirigió a la cocina donde, rebuscando entre los armarios, encontró algunos restos de pan duro y queso. Comía por pura necesidad orgánica, no porque ninguno de los alimentos de su cocina pudiera parecerle apetecible. Eso también era herencia de Azkaban; desde su estancia allí todo tenía el mismo sabor viejo y rancio, sin importar que fuera vino o dulces o algo realmente viejo y rancio como el pan y el queso que masticaba en esos instantes.

El leve movimiento de aire que provocó al caminar hacia la mesa de la cocina hizo que los bordes de la cortina de la ventana se ondulasen suavemente y, mientras la observaba, un recuerdo se iluminó en su cabeza:

Aproximadamente en la misma época en la que Amelie se había enfadado, Sirius había empezado a tener sueños eróticos. No eran fantasías sino sueños auténticos, que aparecían casi a diario y que le hacían despertar jadeante y sudoroso en medio de la noche, agradeciendo la presencia de los doseles de su cama. Debían ser necesariamente sueños, ya que aparecían cuando él estaba dormido, pero eran tan vívidos, con unas sensaciones tan físicas, que una y otra vez Sirius se sentía obligado a constatar que no había nadie más en su cama. En contra de lo que se podría pensar estos sueños no los protagonizaba Gabrielle ni Lily ni ninguna otra chica que Sirius deseara, sino que se trataba de una mujer que él no conocía y cuyo rostro ni siquiera era capaz de recordar a la luz del día. Sabía que era siempre la misma porque reconocía su cabello largo y el tacto de sus dedos e incluso un peculiar sabor dulzón en su saliva, pero era incapaz de identificarla por lo que terminó por pensar que se trataba de alguien que su cerebro había creado en exclusiva para que le acompañase en esos momentos. Estos sueños eran siempre iguales: Sirius vislumbraba a través del tejido de las cortinas de su cama una luz tenue y después la gruesa tela se movía de forma apenas perceptible para dejar paso a esa mujer, que siempre vestía de blanco; tras sonreírle con lo que parecía cierta timidez, se sentaba sobre él, que permanecía tumbado inmóvil, y le besaba y le acariciaba con suavidad hasta que él conseguía deshacerse de su estado inerte para corresponderla. Lo que no era tan previsible era el momento en el que Sirius despertaba: a veces pasaba lo que parecían horas, otras veces se despertaba tras un solo beso y, enfadado por la frustración, permanecía gran parte de la noche dando vueltas en la cama sin poder dormir.

Tras salir de Hogwarts estos sueños se habían ido distanciando hasta desaparecer y a Sirius le resultó muy curioso el no haber vuelto a recordarlos hasta entonces.

Harriet había llegado a su nuevo puesto de trabajo a la hora en punto cada uno de los días, impecable en el atuendo y en el trato con sus escasos compañeros. No tenía necesidad de tratar de ser discreta, sabía por vasta experiencia que una de sus principales características era la de resultar prácticamente invisible para aquellos que la rodeaban así que casi podría asegurar que la mayoría de las personas a las que diariamente saludaba ni siquiera recordaban su nombre. Su tarea como infiltrada en el Ministerio de Magia de Irlanda era reconocer e identificar a los posibles futuros miembros de la Orden, aquellas personas que mostrasen algún tipo de simpatía hacia Dumbledore. Ésta no era tarea fácil ya que dada la precaria situación política del mundo mágico todo mago se guardaba muy mucho de dejar siquiera entrever la más mínima tendencia hacia un bando u otro. Por eso Harriet tenía que permanecer con todos sus sentidos alerta, leyendo entre líneas y captando imperceptibles cambios en el tono de voz o en el gesto, para tratar de identificar a aquellas personas que pudieran tener interés en ayudarles.

Llegaba cada día agotada al diminuto piso que le habían conseguido y el cansancio apenas le permitía tomar una cena rápida y desvestirse antes de dejarse caer rendida en la cama. A pesar de ello, día tras día, los últimos minutos de vigilia, los únicos momentos en los que sus pensamientos podían expandirse libremente, estaban centrados en Sirius. La noche que pasaron juntos había conseguido horadar un sendero indeleble en la porción de su vida que ella había creído ya vacía de él y no podía evitar que el deseo de volver a verlo le royera las entrañas como una colección de animalillos furiosos. Así, de modo inconsciente para Harriet, este intenso deseo fue dibujando en su mente el camino que ella debía seguir para reencontrarse con Sirius, y cuando este camino hubo tomado una forma precisa obligó a Harriet a despertar del sueño en el que la parte consciente de ella ya había caído. En un primer momento Harriet se negó a sí misma el utilizar ese camino que su moral le había obligado a bloquear ya años atrás; sin embargo, al recordar cómo el contacto de Sirius le había hecho revivir, cómo sus caricias habían actuado sobre ella como gotas de agua y sol sobre una flor marchita, se levantó de la cama y se encaminó a la cocina para poner su caldero al fuego.

A pesar de los años transcurridos desde la última vez que había preparado la poción, Harriet habría podido seguir cada uno de los complicados pasos con los ojos cerrados. Desde el momento en que su abuela, compadeciéndose de ella, le había enseñado el modo de elaborarla, Harriet nunca había olvidado un solo paso ni había confundido un solo movimiento o una sola medida.

Cubierta únicamente por un fino camisón blanco, como todos lo que había utilizado desde niña, e iluminada tan sólo por la luz emitida por el fuego que calentaba la poción, Harriet trabajó con la concentración más absoluta durante horas, sin que el cansancio hiciera siquiera aparición, hasta que un denso humo malva emanó del caldero. El humo que indicaba que la poción estaba lista. Con manos temblorosas Harriet llenó un vaso con el líquido humeante y, apretándolo firmemente contra su pecho, regresó a su habitación.

Cuando estuvo de nuevo acostada procuró tranquilizarse, recordándose a sí misma que cuanto más tardase en dormir más tardaría en reencontrarse con Sirius. Consiguió así el suficiente grado de tranquilidad para poder poner en práctica las técnicas de concentración necesarias: manteniendo mentalmente la imagen de Sirius fija ante sus ojos cerrados bebió la poción, que aún caliente se deslizó por su garganta dejándole en la boca un regusto similar al licor, intenso y dulce. Sin permitir a su cuerpo ni a su mente un solo movimiento permaneció así hasta que, por fin, el sueño llegó.

A pesar de los años transcurridos desde la última vez que utilizase este hechizo, Harriet reconoció al instante la familiar sensación de desgajarse de su cuerpo dormido y de encontrarse en un mundo blando e informe, rodeada de figuras difuminadas y sonidos discordantes. Era desagradable pero sabía que pronto dejaría ese territorio incierto, la frontera del mundo de todos los sueños, para llegar a su deseado destino: los sueños de Sirius.

Harriet se encontró en una habitación pequeña y fría, de pie frente a una cama que ocupaba la mayor parte del espacio de la estancia. En ella, cubierto por unas mantas raídas, estaba Sirius. Caminó casi de puntillas hacia él, aunque no era necesario tanto sigilo porque el sonido de sus pies descalzos contra el suelo de piedra apenas hubiera sido perceptible ni siquiera estando despierto. Se sentó en el borde de la cama. La luz de la luna, que entraba desde la ventana a sus espaldas, le permitía ver y así permaneció unos momentos observándole; el mero hecho de poder escuchar su respiración suave y su gesto tranquilo, como el de un niño pequeño, diluyó la angustia que había oprimido a Harriet durante los días anteriores, hasta el punto de que casi se arrepintió de haber caído en la tentación de llevar a cabo un hechizo tan poco noble. Sin embargo, antes de darle tiempo de pensar más en ello, los párpados de Sirius se abrieron y Harriet pudo sentir su sorpresa al encontrarla frente a él. Los ojos de Sirius fijos en ella consiguieron limpiar todos los restos de dudas y, cuando él sonrió, Harriet olvidó por completo sus remordimientos y sólo pudo alargar las manos hacia él, con una necesidad casi dolorosa de tocarle. Sirius cerró los ojos mientras ella le acariciaba el cabello y la cara y, cuando se inclinó para besarle, rodeó su cintura con el brazo y la atrajo hacia sí, obligándola a tumbarse sobre él. El peso del cuerpo de ella, que no había cesado de besarle, le resultaba reconfortante, del mismo modo que una taza de chocolate caliente en un día helado: Sirius sintió cómo la sangre comenzaba a fluir de nuevo por su cuerpo, como un río de vida. Tiró de las mantas que se interponían entre ellos y las empujó a un lado, buscando el contacto de su cuerpo desnudo con la tibia piel de ella. La apretó más contra él y apartó unos largos mechones de cabello para alcanzar a besar su hombro, desnudo sobre el tirante que había resbalado de su sitio. Recorrió después la piel tersa del cuello y de la clavícula, mientras dejaba que sus manos se deslizaran por debajo de la fina tela del camisón de ella. Harriet paró un momento de besarle para bajar ella misma los tirantes de su ropa; posando los dedos suavemente sobre su barbilla dirigió la boca de él hacia su pecho desnudo.

El hecho de que una parte de ella estuviera dormida le impedía pensar con total claridad, haciendo que se moviera en un mundo ligeramente borroso en el que no era la propia mente sino los sentidos los que imponían su voluntad. Quizá por eso sentía de formas tan intensa el movimiento de la lengua de Sirius sobre sus pezones, y quizá por eso percibía las caricias de sus dedos sobre su sexo como olas suaves en el vientre. En cualquier caso Harriet se sentía casi incapaz de respirar; una ola más intensa que las anteriores se propagó por todo su cuerpo, hasta las puntas de los dedos, dejando después sus miembros temblorosos. Se giró para tumbarse sobre su espalda, recobrando el aliento. Sirius se tendió encima de ella con urgencia, como si se negase a perder un solo momento el contacto de su piel, y la besó suavemente.

Te he echado de menos- murmuró sin apenas despegar sus labios de los de ella.

Yo también – reconoció Harriet- Muchísimo – añadió al encontrarse con la mirada azul y cálida de él.

No soporto esta casa. No soporto estar aquí solo.- dijo hundiendo la cabeza en el hombro de ella- No vuelvas a marcharte, por favor-

Harriet estaba asombrada; nunca hubiera pensado que a Sirius pudiese dolerle tanto la soledad como para llevarle a suplicar. Sabiendo que tan pronto como uno de los dos despertara el sueño terminaría y, por tanto, ambos se encontrarían de nuevo solos en sus respectivas camas, a Harriet volvió a invadirle una cierta angustia, pero esta vez mezclada a la ternura de encontrarse ante un Sirius tan distinto y tan vulnerable. Le abrazó con fuerza y él buscó de nuevo su boca. Harriet le besó mientras recorría con las manos su espalda; podía notar a través de la tela del camisón cómo la erección de Sirius crecía a medida que lo hacía la intensidad de sus besos. La calidez de su miembro contra ella le resultaba indescriptiblemente placentera; deslizó sus manos hasta las nalgas de él haciendo presión sobre ellas para apretarle contra sí. Sirius gimió suavemente contra su boca y rápidamente le alzó el camisón con la mano. Harriet separó levemente las piernas en un gesto instintivo y Sirius se deslizó dentro de ella, que rodeó su cintura con las piernas.

A pesar de que el placer la empujaba a cerrar los ojos y dejarse llevar, se obligó a mantenerlos abiertos y observar a Sirius con toda la atención de la que era capaz, buscando fijar en su recuerdo cada detalle de él: el modo en que se mordía al labio y cerraba los ojos con fuerza, su respiración agitada y sus leves gemidos, las gotas de sudor que cubrían su piel, el modo en que la luz de la luna iluminaba su cabello despeinado. Cuando sintió que era incapaz de aguantar más, se permitió cerrar lo ojos y dejar que sus sentidos se inundasen una vez más de la sensación de brusca y absoluta plenitud que él le provocaba. Al abrirlos de nuevo se encontró con la suave sonrisa de Sirius, que recuperaba el aliento aún dentro de ella, observándola. Harriet le devolvió la sonrisa mientras con las manos trataba de secarle las gotas de sudor que descendían por su cara. Él recostó la cabeza de nuevo sobre el hombro de ella, que acariciaba su cabello con las puntas de los dedos.

Sirius sentía de nuevo cómo una sonrisa tranquila se dibujaba involuntariamente en su boca y, mientras caía lentamente en un sueño ligero, deseó con todas sus fuerzas que Harriet no volviera a marcharse.

Pero, cuando de pronto un aire helado le hizo abrir los ojos, se encontró solo en su habitación, desnudo sobre una cama desnuda. Con profundísima decepción recogió sus mantas, que parecían haber caído al suelo, y se envolvió en ellas.

Una tormenta estalló fuera y, mientras el agua golpeaba furiosa la ventana, Sirius sintió como si los riachuelos de lluvia que se deslizaban por el cristal estuviesen penetrando en su cuerpo, atravesando su piel para ahogarle desde dentro. Recordó cómo la última vez que había llovido había sido también la última vez que había estado acompañado en esa lóbrega casa, la última vez también que había conseguido sonreír.

En esta ocasión la tormenta no le traía a Harriet ni a ninguna otra persona que pudiese hacerle sentir; sólo sentía cómo la lluvia estaba cubriendo de moho el alma.