¡¡¡Hola a todos!!! Verito Jiménez está de vuelta, feliz de que la vida le haya dado un par de esperados días libres (Si, soy chilena).
Le doy las gracias a Francia, porque vino hoy a mi casa y eso me puso de lo más feliz. ¡No puedo esperar a que estrenen la tercera película y vayamos a verla!
Esta vez no le pedí que me revisara los errores, porque estaba ansiosa por subir cuanto antes lo que acabo de terminar de escribir. ¡Tuve que dividirlo en dos capítulo, porque estaba de lo más inspirada y salió largo! Así que felicidades queridas lectoras… ¡que lo que van a leer viene bueno! Muahahaha. Soy muy mala…
Gracias a Alejandra, barbieblack, Ariadna Potter, y Carolix por sus cariñosas palabras. No se preocupen, no se me ha pasado por la mente no terminar mi historia. No tengo mucho tiempo, pero a la velocidad que sea seguiré hasta el final.
Pero no las seguiré aburriendo con mi cháchara insulsa, disfruten los capítulos 41 y 42 y déjenme muchos reviews ;)
Capítulo 41 Problemas con el trío
Llovía a cántaros, pero eso no parecía perturbar al inmenso perro que yacía echado sobre el barro, con la mirada perdida en el norte. El agua escurría sobre su lustroso y abundante pelaje negro, sin que se la sacudiera. De pronto, la cara de su amigo Remus Lupin se asomó desde la ventana de la cocina. Al ver a Sirius en el patio, empapado, abrió la ventana.
–¡Hocicos! ¿Qué demonios haces allá afuera, empapándote? –le gritó–. ¡Entra a secarte que te vas a ahogar!
El perro negro volvió la vista hacia la casa, y luego hacia el norte, cómo despidiéndose de los pensamientos que habían ido en esa dirección.
Lupin le abrió la puerta de la cocina y el perro negro entró. Se sacudió el agua con barro en medio de la cocina, y el hombre lobo la hizo desaparecer con su varita en un gesto algo exasperado.
–¿Qué te dio por irte a mojar? ¿Te quieres enfermar? –le reprochó mientras sacaba una toalla de un mueble.
–Deja de comportarte como mi madre si no quieres que te muerda –le gruñó Sirius que acababa de tomar su forma humana igualmente empapada. Tomó la toalla que le tendía su amigo y comenzó a secarse la cabeza.
–No deberías amenazar con mordidas a un hombre lobo, Sirius –se rió su amigo–. Mira que si de mordidas se trata, sales perdiendo si o si.
–Era una broma Lunático… –le respondió Sirius desde debajo de la toalla.
–¿Y dónde está la sonrisa entonces? –le preguntó Remus.
Sirius sacó su cara de debajo de la toalla y le dedicó una sonrisa forzada de un par de segundos. Remus suspiró, y sacó un par de tazones de una estantería.
–¿Por qué no le escribes mejor? En vez de estar mirando constantemente al norte como si Harry se fuera a materializar frente a tus ojos –le sugirió Remus mientras ponía a calentar leche.
–No he sabido nada de él en varias semanas. Estaba pensando en ir a verlo, pronto deberían tener una ida a Hogsmeade.
–Sería una imprudencia hacerlo. Es más seguro que le escribas a través mío, o de Dumbledore. Yo vivo en el colegio ahora, y podría llevarle tus cartas si quieres.
–Es que no es lo mismo –murmuró Sirius sentándose–. Necesito verlo, verificar que está bien.
–Harry está bien, Sirius. No ha vuelto a intentarlo, no te preocupes. –lo tranquilizó Remus–. A estado mucho mejor ahora que comenzaron las clases.
–Es que lo he visto de noche dando vueltas por el castillo –confesó Sirius. Remus levantó la vista del jarrito de leche de inmediato.
–¿Y por qué no me avistaste? ¿Cuándo lo viste paseando de noche? –le preguntó el hombre lobo.
–Tres o cuatro veces –respondió Sirius mirándose la palma de la mano en la que podía ver dónde estaba su ahijado. Luego levantó la vista hacia su amigo–. No te lo había contado, para no meterlo en problemas. Cómo ahora eres profesor de él, pensé que no podrías hacer la vista gorda. Y no quería que se sintiera espiado por mi, que fuera castigado por mi culpa.
–Debiste contármelo de inmediato –le reprochó Remus mientras echaba un par de barras de chocolate al jarrito. Observó como comenzaban a ablandarse, y lo revolvió con una cuchara. Volvió a mirar a su amigo antes de continuar, quien bajó la vista–. ¿Qué tal si se le hubiese ocurrido intentar otra locura?
Sirius no contestó de inmediato, y eso de algún modo exasperó todavía más a su amigo. Remus apretó los labios como para contenerse de decir algo de lo que después se pudiera arrepentir, y sirvió chocolate en las dos tazas que había sobre la mesa. Le acercó una a su amigo, y se sentó él mismo. Sirius bebió chocolate caliente en silencio, unos momentos, antes de responder.
–Es que no quiero que se sienta espiado, Remus. Uso el mapa para tranquilidad mía, para poder saber dónde está. Pero no sería justo para él sentir que no puede hacer nada sin que todo el mundo se entere.
–Igual, pienso que debiste haberme dicho de inmediato –le gruñó Lupin–. Voy a hablar con él en cuanto regrese.
–¡No, por favor no lo hagas! –lo urgió Sirius–. Tú mismo me dijiste que se encontraba perfectamente bien, y me va a odiar si sabe que lo retaste porque yo te conté.
–Pero no puedo dejar que siga paseándose de noche por el colegio –respondió Lupin.
–¿Y qué tiene de malo? ¿Acaso nosotros mismos no salíamos de noche a vagabundear contigo, todos los meses? ¡Y salíamos del castillo!
–Si sé, y todavía tengo remordimientos por eso.
–Prométeme que no le dirás nada.
–No te puedo prometer eso.
–¡Prométemelo Lunático! Por favor…
Sirius miró suplicante a su amigo, y este terminó cediendo.
–Está bien, no le diré nada. Pero estaré atento hasta que lo pille… casualmente… y entonces hablaré con él. Pero no sabrá que tú tuviste que ver.
–Gracias.
Siguieron tomando chocolate en silencio, por unos minutos, hasta que de pronto Sirius recordó algo que le hizo romper el silencio.
–Es extraño que Harry no se haya inscrito en tu taller. No logro entender qué diablos le pasó por la cabeza que se fue a inscribir en el de Snape.
Lupin sonrió.
–A mi también me extrañó un poco, al principio, creo que hasta quedé un poco decepcionado. Pero tiene lógica. Su amiga Hermione se inscribió en el taller de fotografía y pienso que eso pudo haberlo impulsado a inscribirse en ese él también.
A Sirius se le iluminó la cara al oír eso.
–¿Me estás diciendo que a Harry… que Hermione y Harry…?
–No. Al menos, hasta dónde yo sé, no son novios. Pero tendría mucha lógica que se hubiera inscrito en el mismo taller que ella, si la chica le gusta. ¿No crees? Además, son amigos desde primer año. No sería raro, ya tiene 15 años…
–Mi Harry está enamorado… no puedo creerlo –murmuró Sirius al borde de las lágrimas (de emoción)–. ¡Ahora si que tengo que ir a verlo a Hogsmeade!
–¡No! –respondió Remus, enojado–. Puede ser peligroso.
–Métete en tu vida, quieres –le respondió Sirius con un gruñido casi canino–. Quiero ver a mi ahijado y no me lo vas a impedir.
Remus se puso de pié, molesto, y dejó el tazón con violencia sobre la mesa. Parte del contenido se derramó, mojando el mantel.
–Está bien. Muy bien. Si tú tomas esa actitud, yo tomaré otras medidas.
–¿Qué piensas hacer? –preguntó Sirius entre frustrado y preocupado.
Remus se puso la bufanda y el abrigo antes de responder.
–Voy a impedir que Harry vaya a Hogsmeade en la próxima salida.
–¡No le hagas eso!
–Entonces prométeme que no irás tú –lo desafió Remus con una mano en la perilla de la puerta, listo para irse.
–Está bien, te lo prometo –respondió Sirius con hilo de voz, sabiendo que aquella era una batalla perdida.
Remus dudó unos segundos frente a la puerta, incómodo. Finalmente se sacó la ropa de abrigo que acababa de ponerse, y volvió a sentarse a la mesa con su amigo.
–Discúlpame Sirius.
–No hay problema –le dijo Sirius sin levantar la vista de su chocolate.
–De verdad, no es por meterme en tu vida. Es sólo que…
–… estás preocupado por nosotros –continuó Sirius la frase–. Tiene lógica. Pero estoy preocupado por él. Siento que algo malo le ocurre. Y no es sólo porque lo he visto salir de noche. Me tiene extrañado su falta de empeño en el trabajo escolar. Esa tarea suya que me mostraste el otro día, cuando llegaste diciendo que sus notas eran apenas aceptables…
–Es posible que no esté pasando por su mejor momento –admitió Remus–. Pero tampoco es para preocuparse. Muchos chicos pasan por periodos así, en que descuidan sus notas. Puede que esté cansado, piensa que lleva más tiempo que los demás en el colegio, y eso puede que lo esté afectando.
–Pero tú leíste esa tarea, Remus. No te engañes porque se trate de Harry. Lo que escribió ni siquiera se merecía el "aceptable" que le pusiste. ¡Era una porquería!
–No exageres… –le reprochó Remus, tomando nuevamente el tazón de chocolate que abandonara unos minutos antes. Limpió lo chorreado con un movimiento de su varita, y tomó un sorbo antes de continuar–. No es su trabajo más brillante, lo admito, pero cumplió con lo que se le pedía.
Sirius se rió, con una expresión de burla que manifestaba su desacuerdo en ese punto.
–A mi me hubiera gustado decirle un par de cosas por entregar un trabajo así de negligente –dijo con una sonrisa algo demente. Su amigo lo miró preocupado.
–No creo que sea una buena idea que, si logras estar con él un rato, dediques ese tiempo a retarlo por sus notas.
–Si ustedes no le dicen nada…
Remus suspiró.
–No creas que nadie le dice nada, Sirius. Minerva, Flitwick, y hasta Hagrid le han llamado la atención en clases por no poner atención. Yo mismo lo he hecho en un par de ocasiones, pero no parece importarle mucho. Se ve cansado. Hace tiempo que está con ojeras. Yo pensaba que dormía mal, que tenía pesadillas. Pero ahora que me cuentas que sale a caminar de noche, cuando debería estar descansando… Me dan ganas de ir a hablar seriamente con él apenas llegue al castillo.
–¡Me prometiste que no le dirías nada! –le recordó Sirius.
–Lo sé, y lo cumpliré. Pero alguien tiene que hacer algo, hablar con él.
–¡Entonces déjame ir a verlo a Hogsmeade!
–No. Es peligroso. Además, tú pierdes la paciencia con facilidad. No quiero que vuelvas a pegarle al hijo de James, que ya murió y no puede defenderlo.
–¡Hablas como si le hubiese quebrado un hueso! –Le reprochó Sirius.
–No, no lo hiciste. Pero fuiste muy desatinado. El chico acababa de intentar suicidarse, estaba sufriendo. ¡Y tú vas y le pegas! Si Snape no te detiene…
–¡No iba a matarlo! Además, reconoce que se lo merecía…
–¿Sabes Canuto? –le respondió Remus, molesto–. Esta discusión ya la tuvimos antes.
Sirius bajó la vista.
–Eres muy divertido –continuó Remus, con burla–. ¡No quieres que lo rete por salir de noche sin permiso, pero quieres pegarle porque no destaca en sus tareas! ¿Qué crees tú que opinaría James si estuviera aquí?
–No sigas… –respondió Sirius con un hilo de voz.
Al ver a su amigo al borde de las lágrimas, Remus se sintió culpable.
–Lo siento –dijo el hombre lobo–. Me sobrepasé.
–No, no lo hiciste. Tienes razón.
–Entonces déjame que yo hable con él. Ambos estamos preocupados, pero tú no puedes ir, porque si te acercas a él te pueden atrapar. Fudge no a desistido de encontrarte. Yo en cambio vivo bajo el mismo techo que él. Y también lo quiero como un ahijado.
–Está bien, habla con él. Sólo te pido que no sepa que yo te conté lo de sus escapadas. Píllalo tú, de noche, y de ahí habla con él.
–Está bien. Y hablaré también con él sobre su falta de empeño en sus trabajos escolares.
–¿Y McGonagall sigue sin levantarle la suspensión del equipo?
–Ya está que se cumple el plazo. Le dio un mes de prueba, y hasta ahora no se ha metido en más problemas.
–Entonces mejor no lo sorprendas en sus vagabundeos de noche todavía –le pidió Sirius.
–Está bien. Yo tampoco quiero que Minerva lo expulse del equipo. Ahora es mejor que vuelva al castillo –dijo poniéndose de pié y abrigándose para salir–. ¿Algún recado para Harry?
Sirius iba a abrir la boca, pero luego la cerró, pensando unos segundos.
–Sólo dile que lo quiero, y que lo extraño –dijo finalmente.
–Está bien, se lo diré. Cuídate entonces.
Sirius se quedó mirando la puerta por dónde su amigo había desaparecido. La miró por un buen rato, perdido en sus pensamientos, hasta que no aguantó más y se echó a llorar.
Snape atravesó el portal enmarcado por los cerdos alados, y comenzó a caminar hacia el pueblo. Era una hermosa mañana de sábado, y estaba feliz de que por fin iba a lograr averiguar algo sobre sus padres y su nacimiento. Hooch había aceptado hacerse cargo de los Slytherin por un día, así que podría ir al hospital La Gloria, dónde había nacido. O donde su madre le había dicho que había nacido.
Cuando llevaba un rato caminando, se cruzó con Remus Lupin. Le extrañó ver que había salido, no siendo día libre. Bueno, él mismo estaba saliendo sin ser día libre.
Remus Lupin también lo quedó mirando. Se cruzaron con un breve saludo de cabeza, cortesía mínima, pero ninguno de los dos dijo nada, y ambos siguieron sus respectivos caminos sin detenerse.
Algo más tarde, un taxi muggle se detuvo frente al hospital La Gloria. Snape había decidido ir al hospital sin magia, ya que por un lado se trataba de un hospital muggle, en una ciudad completamente muggle, y no sabía cómo llegar. Pagó al taxista, y al bajarse se quedó mirando la construcción. No era un edificio antiguo como se lo había imaginado, y se veía limpio. Gente entraba y salía. Seguramente aprovechaban la mañana de sábado para visitar a sus seres queridos, que se encontraban internados. Pero él no venía a eso. No tenía a nadie que visitar, a nadie que fuera querido, ni en ese hospital ni en ninguna parte.
Le extrañó el aspecto del edificio. No parecía algo que hubiese estado ahí hace más de treinta años.
Una vez adentro, se acercó a un letrero que decía "informaciones". Una hermosa señorita lo miró, y le sonrió de inmediato.
–¿Lo puedo ayudar en algo?
–Si. ¿Dónde está la maternidad?
La chica le sonrió. Que desagradable. ¿No podía simplemente limitarse a responderle?
–Es al fondo del ala sur. Por ese pasillo llega. Cuando escuche bebés llorando, habrá llegado –le respondió la chica riéndose de su propio chiste, mientras le indicaba un pasillo muy bien iluminado, con una mano de uñas rojas.
Snape le sonrió débilmente, intentando no ser descortés, y se fue de inmediato en esa dirección tras un breve "gracias".
Todavía no tenía mucha idea de cómo averiguar algo. Confiaba en encontrar a alguien en esa sección que le explicara si había registros de los nacimientos, y cómo podría acceder a ellos.
En la maternidad había bastante gente. Familias enteras, niños, abuelos. Todos se veían contentos, visitando a nuevos miembros de sus familias. De pronto vio a alguien que parecía del personal del hospital, y se acercó. Era un hombre de edad, con un delantal blanco, aunque no parecía un médico. Al ver a Snape acercarse, dejó la mesa que empujaba, dónde había algodones y otras cosas que parecían haber sido usadas recientemente.
–Buenos días, –lo saludó Snape–. ¿Sabe usted dónde puedo encontrar al encargado de la maternidad?
–¿La señora Delfina? Ella es la que está a cargo en este turno –le explicó el viejo–. ¿Es a ella a quién busca?
–Si, a ella.
–¿Tuvo algún problema? ¿Necesita poner un reclamo? –le preguntó el viejo, un poco intimidado por la cara de seriedad del recién llegado.
–No, necesito una información solamente. ¿Dónde encuentro a la señora Delfina?
–Lo acompaño –le dijo el empleado del hospital.
El viejo llevó a Snape por un par de pasillos cortos y lo dejó frente a una oficina, cuya puerta tenía una ventana de vidrio translúcido.
–Es aquí –le dijo–. Suerte.
El viejo se alejó, y Snape tocó a la puerta. Una voz de mujer le dijo que pasara.
El interior de la oficina estaba limpio, y bien iluminado. Había un escritorio lleno de papeles y chiches varios, y muchas plantas cerca de la ventana a través de la cual se veían todavía más plantas, y parte de lo que debía ser el ala oeste del hospital. Una señora lo miró con curiosidad desde el escritorio, donde se veía que había estado trabajando.
–¿Lo puedo ayudar en algo señor…?
–Snape –respondió Snape.
–Señor Snape, por favor tome asiento, –le dijo la señora Delfina indicándole la silla que había frente a él–. ¿Lo puedo ayudar en algo?
Snape se sentó, y decidió ir al grano.
–Si. Yo nací en este hospital hace treinta y tres años, y quería saber si había algún registro de esa época, en el que constara.
La señora se rió un momento, y lo quedó mirando con curiosidad.
–Dudo mucho que usted haya nacido aquí hace treinta y tantos años, porque este hospital se construyó hace veintitrés.
Snape lo miró desconcertado unos segundos, por lo que la señora continuó.
–El antiguo hospital La Gloria sufrió deterioros irreparables tras una inundación, y construyeron aquí estos edificios para reemplazar la construcción antigua.
–¿Y qué fue del hospital antiguo? –preguntó Snape con la garganta ligeramente apretada.
–Los edificios dónde el antiguo hospital La Gloria funcionan quedaron abandonados cuando éste en que estamos ahora comenzó a funcionar.
–¿Y qué paso con todos los documentos del antiguo hospital?
–Aquí no guardamos registros anteriores al año 1971 –explicó la señora–. Yo misma llegué a trabajar aquí hace sólo once años.
–¿Y Qué fue de los registros anteriores al año 1971? –preguntó Snape comenzando a preocuparse.
–La verdad, señor Snape, no tengo idea.
–¿Y hay alguien aquí en el hospital que haya trabajado desde antes del año 1971 y que pueda saber eso?
–Salvo el veterano, nadie que yo sepa. Pero dudo mucho que él sepa que pasó con los archivos del hospital –dijo la señora.
–¿Y quién es el veterano?
–No se llama así, sino Nicasio Chamorro –explicó la señora–. Le decimos el veterano por los años que lleva trabajando en el hospital.
–¿Y dónde lo puedo encontrar?
–Está de turno hoy, aunque no sé dónde esté en este momento. Pero puede acercarse a informaciones, y de ahí lo pueden llamar por el altoparlante.
La señora se puso de pié, aparentemente dando por terminada la reunión.
–¿Puedo ayudarlo en algo más?
–Si ¿Dónde quedan las antiguas instalaciones del hospital?
La señora no sabía la dirección exacta, pero llamó por teléfono a alguien que, después de unos minutos, la llamó de vuelta y se la dio. Luego Snape le dio las gracias y se despidió.
Camino a informaciones, se volvió a topar con el viejo que lo había llevado a la oficina de la señora Delfina.
–¿Y? ¿Logró averiguar lo que necesitaba? –le preguntó el viejo, reconociéndolo.
–No. ¿Sabe usted dónde puedo ubicar al señor Nicasio Chamorro?
El viejo se sorprendió.
–Soy yo. Nicasio Chamorro Retamales, para servirlo –le dijo acercándole la mano para saludarlo–. ¿No me diga que era a mi a quién buscaba?
–No exactamente. Pero la señora Delfina me dijo usted era el trabajador más antiguo del hospital.
–Y lo soy, desde que Charly murió, hace dos meses. Él era el más antiguo antes. Manejaba ambulancias. Un día se durmió durante un turno, y no se despertó más…
Snape escuchó por algunos minutos la historia del tal Charly, sin gran interés, hasta que el veterano mencionó que se llevaba mal con la madre del propio Nicasio Retamales, que también trabajaba en la maternidad del hospital antes de jubilarse, hace un año.
–¿Hace cuanto que trabaja usted en el hospital? –le preguntó Snape con curiosidad.
–Llegué el año 65, al antiguo hospital –le explicó el viejo, feliz de tener a alguien a quien contarle sus historias. Snape se decepcionó un poco al escuchar que todavía no trabajaba ahí en el año 1961, cuando se suponía que había nacido–. Mi madre me metió a trabajar aquí. Ella era enfermera en ese entonces, y ayudó a traer al mundo a muchos ingleses –dijo el veterano con orgullo.
Snape se animó un poco al escuchar eso.
–¿Y podría conversar con su madre?
–Si usted quiere –dijo el viejo encogiéndose de hombros–. Tengo que ir a casa a almorzar en poco más de una hora, cuando termine el turno. Si gusta me espera y me acompaña a la casa. Verá, yo vivo con mi madre, porque jamás me casé, y como la pobre estaba tan sola desde la muerte de mi padre yo decidí que…
El viejo continuó otro rato, contándole la historia de cómo había muerto su padre, guardia de seguridad de un banco, y de cómo su madre había sufrido. Sólo la perspectiva de averiguar algo a través de la señora Retamales ayudó al brujo a escuchar al viejo por el resto del turno, mientras llevaba la ropa de cama del hospital a la lavandería del recinto, y cumplía con las múltiples labores de su turno. Cuando finalmente terminó, partieron juntos a la casa de Nicasio, en su viejo citroën del año 1981.
La señora Dolores Retamales era tan amigable y conversadora como su hijo. Después de contarle la historia de su vida casi entera (y de dejar a Snape con las orejas calientes) llegaron al postre, y durante un silencio Snape por fin pudo poner el tema que le interesaba.
La señora Dolores no recordaba mucho del año 1961, y el nombre de Snape no le sonaba para nada. Pero cuando Snape mencionó que tenía un hermano mellizo, la señora se quedó pensativa, mirando la taza de café que se había servido con el postre. Finalmente levantó la vista y lo miró a los ojos, como preguntándose algo.
–Todos los años nacen muchos mellizos en el hospital La Gloria. ¿Qué es lo que quieres averiguar exactamente? –le preguntó la señora.
–Me gustaría saber si existe algún registro de los nacimientos que se produjeron ese año en el hospital, y cómo puedo consultarlos.
–De haberlos, los hay –afirmó la señora, sin apartarle la vista de los ojos–. Pero, ¿por qué tanto interés?
–Es un asunto particular –le respondió Snape, sosteniéndole la mirada. No pensaba dejarse intimidar por una muggle cualquiera. Sintió deseos de olvidar su código ético por unos minutos, y ponerle Veritaserum en el café. Esa señora sabía algo, se notaba, y él tenía que averiguar qué era eso que ella sabía y no le quería decir.
La señora Dolores lo contempló por unos momentos sin decir nada. Eso no hizo más que acentuar la seguridad que tenía el brujo de que la vieja sabía algo.
–Para las inundaciones del año setenta y uno, –dijo finalmente la señora–, todos los archivos del hospital fueron trasladados rápidamente a unas bodegas de la municipalidad, ya que el archivo del hospital se encontraba en el subsuelo. Luego comenzó la construcción del nuevo hospital, pero nadie se tomó la molestia de trasladar los documentos antiguos al nuevo hospital. Supongo que deben estar todavía en esas bodegas, siendo comidos por los ratones.
–¿Dónde están esas bodegas? –preguntó Snape. No se pensaba dar por vencido.
–¿Para qué quiere ir a revolver papeles viejos señor Snape? ¿Por qué mejor no pregunta lo que quiere saber a sus padres?
–Porque están muertos –le dijo Snape en forma más brusca de lo que pretendía.
La señora se quedó unos segundos en silencio, antes de contestar.
–Lo siento –le dijo. Luego se tomó el café que le quedaba de un solo trago, se levantó de la mesa y salió del comedor. Volvió al cabo de unos minutos.
–Esa es la dirección de la bodega a la cual todo el archivo fue trasladado –le dijo tendiéndole un papel con una dirección–. Pero no creo que le sirva de mucho, ya que todos los documentos fueron llevados en muy poco tiempo, y amontonados sin ningún cuidado. Dudo que pueda encontrar algo ahí. Y acepte mi consejo: viva su vida mirando hacia adelante, no hacia atrás. Preocúpese del futuro, y no pierda tiempo revolviendo el pasado, que el pasado no se puede cambiar.
–Gracias por su información –le dijo Snape poniéndose de pie. No pensaba aceptar sermones de una desconocida. De hecho, no aguantaba sermones de nadie. Salvo, ocasionalmente, de Dumbledore. Pero Dumbledore era un caso totalmente a parte.
Ya iban a ser las tres de la tarde cuando Snape se encontró en el camino semi–rural en el que estaba la casa de la señora Dolores y su hijo Nicasio. No tenía idea de cómo llegar a la dirección que la señora le había indicado, y por el camino no pasaba nadie. Comenzó a caminar, esperando encontrar un taxi en algún momento.
El cielo, que había amanecido nublado, amenazaba lluvia. Se sintió sólo. Sintió muchos deseos de seguir el consejo que la vieja le diera hacía unos minutos. Aparecerse en Hogsmeade, volver al castillo, y seguir con su vida. Pero la duda lo carcomía. No podría vivir el resto de su vida sin saber por qué extraña broma del destino era hermano de sangre de Black. ¡Y ya había llegado tan lejos! Hooch estaría haciéndose cargo de sus chicos por el resto del día. Le quedaba toda la tarde para averiguar algo. No podía desperdiciar la ocasión. Rara vez lograba que un colega se hiciera cargo de su casa. Nadie quería.
De pronto divisó a lo lejos un poco de civilización. Unas casas, y algo que parecía ser un almacén. Caminó más rápido.
Lo que tomó por un almacén era efectivamente un almacén, y para su gran alegría había un taxi estacionado afuera. Se acercó al auto, pero estaba vacío. Cuando se preguntaba qué hacer sintió una voz a sus espaldas. Se volvió, llevando instintivamente su mano al bolsillo en el que guardaba su varita.
–¿Lo puedo ayudar en algo? –le dijo un hombre con una obesidad evidente, y cara de pocos amigos.
–Necesito ir a la ciudad –dijo simplemente Snape.
–Suba entonces –le dijo el hombre indicándole el auto.
El automóvil se inclinó notoriamente hacia el lado del conductor cuando el impresionante chofer se subió. Varios resortes del asiento crujieron.
–¿Adonde lo llevo? –le dijo el hombre mirándolo por el retrovisor.
Snape sacó el papelito que le dio la señora, y le dijo la dirección. El hombre asintió con la cabeza y puso el motor en marcha.
Ron levantó la vista del pergamino en el que estaba escribiendo y se puso de pie. Miró por la ventana de la biblioteca el cielo nublado.
–No doy más –murmuró.
–No sacas nada con lamentarte –le dijo Hermione–. Mejor concéntrate, para que avances más rápido y termines antes.
–¡Es que jamás nos habían dado tanto trabajo! –se quejó Ron–. Estoy harto de pasarme todos los momentos libres estudiando y haciendo millones de tareas.
–Yo también estoy cansado –dijo Harry, cerrando el libro que tenía frente a él–. Necesito un poco de aire.
–¿Terminaste? –le preguntó Hermione, suspicaz.
–Si.
Ron y Hermione lo miraron con las cejas levantadas, y Hermione acercó la mano al pergamino en el que Harry había estado haciendo la última tarea de encantamientos. Harry intentó impedirle que la tomara, pero Hermione fue más rápida. Harry comenzó a guardar sus cosas, algo avergonzado. Deseó que sus reflejos fueran mejores, y haber alcanzado a tomar el pergamino antes que ella. La miró de reojo, y vio como el ceño se le iba frunciendo a medida que avanzaba en la lectura. Finalmente llegó al final, y lo miró sin sonreír.
–No pensarás seriamente entregar esto. ¿Verdad Harry? –preguntó Hermione temiendo la respuesta.
–Eso es exactamente lo que pienso hacer –le respondió Harry, molesto, quitándole el pergamino de las manos.
–Pues me siento en la obligación de decirte que ese trabajo es insuficiente –le dijo Hermione–. ¿Cómo puedes pensar en entregar algo tan negligente?
–Problema mío –le respondió Harry sin mirarla.
–¡Reacciona Harry! ¡Este año son los TIMOS! –le dijo ella poniendo sus manos en la mochila de Harry, para impedirle que siguiera guardando sus cosas, y obligarlo a escucharla. Harry le quitó su mochila con violencia.
–Métete en tu vida, Hermione, que de la mía me hago cargo yo –le dijo en tono de pocos amigos.
A Hermione se le pusieron los ojos rojos, pero no dijo nada.
–No te voy a dejar que trates así a Hermione –le dijo Ron sacando su varita–. ¡Discúlpate con ella.
–Mira quién habla… –Le dijo Harry burlonamente, sin hacer el menor caso a la amenaza.
–Te lo digo en serio –le dijo Ron apuntándolo con la varita.
Harry continuó guardando sus cosas sin hacer caso a su amigo. Ron iba a lanzarle una maldición, cuando Hermione le desvió el brazo hacia una estantería. El hechizo le dio al mueble, y todos los libros que contenía cayeron al suelo en un gran estruendo, levantando mucho polvo. La señora Pince llegó de inmediato. Echó a Hermione y Harry de la biblioteca, y obligó a Ron a acompañarla hasta el despacho de Dumbledore. Lo último que Harry vio fue la cara de odio que le dirigió Ron, mientras seguía a la señora Pince por el pasillo.
–Mira el lío que armaste –le dijo Hermione cuando se encontraron solos.
–¡A mi no me metas en el asunto! –se defendió Harry–. Yo sólo me paré para irme, y los que armaron toda la discusión fueron ustedes dos. Fue Ron el que sacó su varita, no yo.
–Lo hizo para defenderme –le dijo Hermione con rencor.
–¿Defenderte? ¿Defenderte de qué, por Dios? –se burló Harry–. Yo sólo quería salir a tomar aire, y te pedí que no me lo impidieras. Que Ron se lo haya tomado mal es un problema de él, no mío.
–Eres un egoísta Harry –le dijo Hermione–. Ron y yo estamos preocupados por ti. Pero tú solamente nos gritas. Y ahora Ron está en problemas por tu culpa.
–Nadie lo mandaba a andar lanzando maldiciones en la biblioteca, Hermione. ¿Acaso yo saqué mi varita en algún momento?
–No, pero…
–¡Pero nada! –la interrumpió Harry–. Si Ron está en problemas es por SU culpa, no la mía.
–Pero si tú fueras donde Dumbledore, y le explicaras lo que pasó, lo podrías ayudar.
Harry se rió.
–¿Ayudarlo? ¡Pero si la señora Pince vio todo! Vio que Ron trataba de lanzarle una maldición a un compañero, que no tenía la varita en su mano para defenderse. Y vio que tú me salvaste del ataque, desviándole el brazo.
Hermione no supo qué responder, y se puso a llorar. Harry se sintió culpable, dejó la mochila en el suelo y tras dudar unos segundos la abrazó.
–Perdóname Hermione –le dijo–. Tienes razón. Ron tenía razón en defenderte.
–Tú también tienes razón, Harry –le dijo Hermione entre hipos–. Ron no tenía por qué lanzarte una maldición.
–Vamos a hablar con Dumbledore y le contamos todo, ¿Te parece? –sugirió Harry–. En realidad no es justo que Ron se lleve toda la culpa.
Cuando llegaron al despacho de Dumbledore, se encontraron con McGonagall y Ron, que iban de salida. Ron iba colorado, llorando. Al ver a Harry, le gritó.
–¡Te odio Harry!
–Lo siento Ron –se disculpó Harry–. Tenías razón. Hablaré con Dumbledore.
–El PROFESOR Dumbledore, Potter –le recordó la bruja–. Y no hay nada más que decir. Weasley fue sorprendido in–fraganti atacando a un compañero, por alguien del personal del colegio. Por muy nobles que hayan sido sus intenciones, eso es contra el reglamento.
Harry no se atrevió a articular palabra, dándose cuenta del medio problema en el que Ron se había metido por su culpa. Fue Hermione quién habló.
–Que le va a pasar a Ron, profesora –preguntó con la voz temblorosa.
–¡Me suspendieron! –le gritó Ron, llorando–. Y todo por intentar poner en su lugar a este desgraciado que se decía nuestro amigo.
–Lo siento Ron… –murmuró Harry.
–¡Tu no sientes nada! –se burló Ron, con un rencor que no intentó disimular–. Eso dices ahora, pero te dará lo mismo cuando te levantes feliz mañana, mientras yo esté enfrentando a mis padres. A ti nadie te tocará, pero a mi si, créeme.
–Ya basta, Weasley –le reprendió McGonagall, tomándole del hombro y obligándole a caminar–. Acompáñame.
Harry observó como la bruja se llevaba a Ron, con una sensación de vacío en el estómago. ¿Qué había hecho? ¿Cómo podría ayudar a Ron?
Ron se detuvo de pronto, como recordando algo, y se volvió hacia ellos.
–¡Y lo mínimo que puedes hacer ahora, Hermione, es no juntarte más con este desgraciado! –le gritó desde el otro lado del pasillo.
