2.
- No digáis que no os tengo ningún respeto. – desde el mismo vestíbulo que da acceso a la octava casa puede escucharse una voz segura de sí misma, incluso podría calificarla de arrogante, mas noble a un tiempo. El timbre, claro y hasta suave, resulta agradable, e innegablemente seductor. Sin embargo, al mismo tiempo se advierte una sensación de un creciente y letal peligro con cada palabra pronunciada. Debe tratarse del caballero de oro Milo de Escorpio, custodio del templo.
A medida que me acerco, puedo divisar con vaguedad dos cuerpos tendidos en el suelo, luchando por levantarse nuevamente sin mucho éxito, temblando espasmódicamente, y un tercero en pie frente a ellos, su armadura emitiendo destellos dorados pese a la débil iluminación. Todavía no alcanzo a diferenciarlo con claridad, envuelto en la penumbra, pero parece de elevada estatura, sus formas esbeltas y proporcionadas armoniosamente. Me recuerda un poco al cuerpo de mi maestro, aunque tal vez más musculoso. Todavía está hablando, y mis pasos se acercan cada vez más al lugar, atraídos a partes iguales por mi deber como protector de la diosa, y también, no puedo negarlo, por la curiosidad de observar con precisión al dueño de esa voz, a cuyos efectos magnetizantes no consigo ser inmune.
- …aunque, si no recuerdo mal, no erais sólo vosotros dos. Creo que más caballeros de bronce habían entrado en el Santuario…
Ahora sí, me hallo ya suficientemente cerca como para contemplar la escena con precisión. Algunas de las ya de por sí antiguas columnas dóricas del templo poseen desconchones y grietas de reciente facturación; manchas de sangre todavía fresca salpican aquí y allá las paredes y suelo de la estancia, y algunas estatuas ornamentales que debían decorar la sobria sala del templo reposan sobre el pavimento, rotas las más de ellas. Seiya y Shiryu yacen sobre el suelo, heridos aunque aún conscientes, gracias a Atenea. No puedo dejar de reparar en sendos orificios, de reducido tamaño, como producidos por algún objeto punzante, o un aguijón de algún insecto especialmente virulento, capaz hasta de perforar las armaduras, que cada uno lucía en su hombro. Además, parecen agotados…no me extraña, después de atravesar ocho templos en una casi constante lucha sin cuartel, más un sinnúmero de escalones.
A modo de saludo, elevo mi cosmos lo suficiente como para asegurarme de que todos los presentes sean conscientes de mi presencia en la sala. Mis dos amigos y hermanos se giran hasta poder verme, cargando a Shun en brazos. Parecen sorprendidos. Me figuro que no serán los únicos.
Por fin, mi vista se posa sobre la del caballero de oro, al que a su vez puedo sentir haciendo lo mismo conmigo. Debo admitir que el espectáculo que los dioses me han permitido contemplar al concederme llegar aquí con vida es comparable al que ofrecerían los mismos Apolo y Eros si se fundieran formando un solo ser. Ante mis ojos, en los que intento disfrazar mi…llamémosle admiración, se yergue un hombre alto, de bellas formas, confirmando lo que ya había podido intuir antes, ostentando orgulloso su armadura de oro, que le confiere un aspecto amenazante. En mi examen, alzo mi mirada hasta coincidir con la suya, que me observa con expresión sorprendida, mientras yo tengo que enviar impulsos conscientes a mi sistema respiratorio que, atónito por tal visión, parece haberse olvidado de la simple tarea refleja que hasta este momento siempre había realizado con una eficacia más que notable. El rostro que me examina es el más bello que jamás haya podido ver en hombre alguno. Sus facciones están delineadas como si de una escultura clásica se tratara, con formas que creería ideales, existentes tan solo en la mente y obras de un Fidias, si no las tuviera frente a mí. Sus labios, sonrosados, carnosos, invitan tentadores a ser degustados. Lo que más me llama sin duda la atención, destacando especialmente, son las dos turquesas fieras que me someten a asombrado escrutinio. Dos fascinante orbes celestes que harían palidecer de vergüenza al creador de la cúpula que el Sol recorre día a día y que, voz sin sonido, transmiten todo un torbellino de sentimientos y pasiones en los que cualquiera que osara indagar naufragaría, hipnotizado sin remedio por ellos. Completaban aquel conjunto una larga y sedosa cascada de cabellos de una tonalidad añil, casi violácea, con mechones de irregulares longitudes levemente ondulados, así como la capa que, prendida a su armadura, se mecía al compás de aquellas hebras de tan exótico color. Tal muestra de perfección, casi divina, irradia al mismo tiempo una permanente sensación de amenaza que atemorizaría a cualquier espíritu débil y que incluso a mí logra intimidar. Con todo, su sola visión resulta tan hipnotizante como el hermoso aunque letal canto de las sirenas al que ni el propio Odiseo pudo mantenerse indiferente, salvándose de las parcas gracias a su proverbial astucia.
- ¡Hyoga! ¡Te has recuperado! – la voz de Seiya desprende alegría, a pesar de su estado. Tanto él como Shiryu poco después consiguen ponerse en pie.
- Sí…y todo gracias a Shun… - miro a mi compañero, que todavía descansa en mis brazos, apacible como siempre, y las lágrimas fluyen una vez más por mis mejillas, al pensar en su noble gesto– se ha sacrificado por mí, devolviendo el calor a mi congelado corazón, permitiéndole latir una vez más.
- ¡¿Ha muerto!
- ¡No! Bajo ningún concepto permitiré que eso ocurra. ¡Vamos, debemos continuar hasta el templo del Patriarca!
- Estás soñando si pensáis que os voy a permitir el paso tan fácilmente. – De nuevo, la voz de Milo, que se mantenía en silencio, se alza resonando en las columnas de su templo. Sus ojos, que si mi vista no me engañaba, eran de un azul claro como el mediodía, ahora adquieren un color que definiría como ígneo, entre rojizo y anaranjado, pues parecen estallar en llamas. - ¡Restricción!
- ¡Cuidado, Hyoga, te paralizará! – la advertencia de Shiryu llega justo a tiempo. Tratándose de una técnica que bloquea el sistema nervioso, probablemente se transmita por el aire en forma de ondas. Tal vez, si consigo congelar el aire a mi alrededor consiga evitarla.
Así, concentro mi energía para hacer descender la temperatura del aire que me rodea. Parece funcionar, pues continúo gozando de libertad de movimiento.
Definitivamente funciona. Su mirada da fe de ello: Incrédula al principio, pasa a enfurecida durante una milésima de segundo, para luego cobrar una expresión sosegada…complacida, incluso. Resulta fascinante admirar esos ojos, perderse en ellos y contemplar la gama de sentimientos que, como corrientes marinas, se revuelven animadas violentamente, como con vida propia en el interior de esos iris que retoman su color azulado.
Debo medirme con él. Los demás están demasiado debilitados, y no tenemos tiempo que perder. Además, algo en mi interior, una especie de morbo, por así decirlo, me impulsa a ello. Así, cargando aún a Shun, invoco una de las técnicas de mi maestro: los anillos de hielo del Colisso, que rodean al caballero, imposibilitándole ahora de moverse.
- ¡Seiya, Shiryu! Marchaos, y llevaos a Shun. Yo me enfrentaré a Milo. Os alcanzaré más adelante.
- ¿Pero estás loco? Apenas acabas de resucitar – Seiya protesta.
- Vosotros estáis ya cansados después de tanto combate. Dejadme éste a mí. Os seguiré cuando haya derrotado al caballero de Escorpio. ¡No me habréis resucitado a la vida en vano!
- Hyoga tiene razón, Seiya. – Shiryu, siempre sensato, posa su mano sobre el hombro de Pegaso. – Hemos de salvar a Atenea, y el tiempo corre.
- Está bien. – reticente todavía, toma a Shun, y se da la vuelta, comenzando a correr junto al caballero del Dragón, en dirección a la salida del templo - ¡No te mueras, Hyoga! – Esta última frase me arranca una sonrisa.
- ¡Descuida! – Sus siluetas empequeñecen y se difuminan a cada segundo, hasta que acabo por perderlos de vista. Ya sólo quedamos Milo y yo. Con una simple sacudida de su capa, barre sin esfuerzo alguno los aros de hielo, dando la impresión de haber fingido en todo momento que el Colisso tuviera efecto alguno en él.
