I wanna love you, but I don't know if I can (Coldplay – X&Y)
El día ha sido más largo de lo habitual, y un inoportuno insomnio no resulta precisamente de utilidad a la hora de ponerle fin. Mi mente se encuentra en un estado de exagerada hiperactividad, y abandonarse al sueño no parece constituirle una opción viable. La sucesión de los acontecimientos de la jornada pasa una y otra vez ante mis ojos como una lista de diapositivas, no importa si abiertos o cerrados, finalizando siempre en dos almendrados ojos verde-gris, y dos labios, finos y alargados, mas de suave tacto, rozando los míos. Esta imagen última acelera sobremanera las pulsaciones cardiacas, y la necesidad de oxígeno para mantener el ritmo aumenta consecuentemente, lo que me lleva a acelerar también mi cadencia respiratoria.
Debo admitir que me sorprendió el gesto de Shura, como también mi no rechazo al contacto. Ignoro si fue por la confianza que siento hacia el caballero de Capricornio, por la necesidad de sentir un consolador gesto de cariño, o por el germen de algún otro tipo de sentimiento hacia él que por el momento prefiero negar. En cualquier caso, no resultó en absoluto desagradable, y me sorprendo con una estúpida sonrisa de quinceañero dibujada en mi rostro, ahora marcado por violáceas ojeras. Me tiendo en la cama, de tamaño pequeño, aunque suficiente para contenerme, y cierro los ojos, dejando fluir nuevamente, una y otra vez, el episodio de ayer de la surrealista serie de mi vida.
A la vigésima repetición, creo recordar, sucumbo por fin a un sueño ligero. Cuando mis ojos vuelven a abrirse al escuchar pasos, los rayos del alba comienzan a despuntar, tal y como puedo percibir a través de una ventana orientada al este. Los sirvientes suelen llegar en torno al mediodía, por lo que intuyo se trata de Shura. Cuidadosamente, me yergo del lecho, con una molesta sensación de pesadez en mi cabeza, debida a las escasas horas de sueño seguramente, y observo el salón, iluminado, a través de la rendija que forma la puerta, levemente entornada, con su respectiva jamba. Antes de salir, continúo espiando como una portera cotilla, y cruzando la sala aparece mi anfitrión, de espaldas, con el torso descubierto y unos boxers amplios. No puedo evitar reparar en el cuerpo del guardián del décimo templo, que por alguna extraña razón me había pasado desapercibido hasta ahora. Unos centímetros más alto que yo, posee mayor musculatura, lógico en alguien con ataques más físicos que los míos, aunque su apariencia general es más bien espigada. Sus músculos parecen esculpidos con esmero desde el cuello al mismo talón de Aquiles, y atendiendo tan escrupulosamente las proporciones armónicas en su definición que cualquiera de las estatuas del afamado Fidias parecería horriblemente amorfa a su lado. Tan sólo deslustran su espectacular cuerpo las muchas magulladuras fruto de la pelea ayer con Aioria, algunas de ellas con bastante mal aspecto. ¿Cómo habrá quedado el griego entonces, si según Shura ganó él? Me decido finalmente a salir, y carraspeando, hago saber a Shura de mi presencia, a medida que me aproximo a él. Quizás sea mi imaginación, pero su rostro parece adquirir una tonalidad rojiza.
- ¿Ya despierto? La cocina está aquí al lado, por si ...
- ¿Te has curado esas heridas? – Interrumpiéndole, respondo a su retórica pregunta con otra, y a diferencia de la suya sí espero una contestación.
- ¿Qué? Ah, no... no son serias...
- No lo parece. – y señalo a su pierna derecha, de la que parece renquear – Estás cojeando. ¿Dónde tienes el botiquín?
- Gracias, pero de verdad, no hace falta... ¡Ay! – al sujetarle del brazo, le he debido tocar involuntariamente en algún hematoma. Me disculpo, para después, desconfiando de sus palabras, alzar una de mis fraccionadas cejas.
- ¿En serio? Déjame curarte, estás hecho una piltrafa... – infantilmente, trata de soltarse de mi agarre, sin resultado.
- Camus... No creo que sea una buena idea. Suéltame, por favor – implora, su rostro y voz cobrando un gesto serio. Por un momento, me veo tentado a vacilar y obedecerle, pero algo dentro de mí es más fuerte, y logra disuadirme.
- ¡No! Es lo menos que puedo hacer... – sacudiendo la cabeza derrotado, deja de oponer resistencia, y me indica con una seña, dándome la espalda de nuevo, que le acompañe al cuarto de baño.
- En ese armario tienes vendas, algodón y esparadrapo; hay pinzas y unas tijeras en el cajón del mueble del lavabo, y en esa repisa se encuentran el alcohol y el agua oxigenada. – con un tono de voz seco, me muestra las ubicaciones de los distintos útiles que necesitaré para la cura, a la vez que toma asiento sobre un taburete, después de despojarlo de un par de toallas.
Yo, mientras, busco todo lo que me ha indicado, depositándolo sobre la cornisa de la bañera, más cercana. Decido comenzar por la espalda. Permanece estoicamente inmóvil, con la excepción de ocasionales estremecimientos que supongo provocados por el escozor del alcohol sobre sus heridas a medio cerrar, y algún que otro sordo gemido lastimero. Por mi parte, el roce de mis dedos contra las regiones no doloridas de la firme y suave piel de la espalda del español me pone la piel de gallina, a pesar del obstáculo que supone la masa de algodón embebido en el etílico antiséptico que sujeto en mi mano. Momentáneamente me permito desviarme de mi tarea principal, deslizando en una premeditada distracción el algodón, providencialmente encogido de forma que sean mis dedos los que, en una tenue y curiosa caricia, ejerzan contacto y no la blanca bola, sobre una zona amplia sin cardenales, cercana a un costado. La sacudida y leve arqueo que observo en mi improvisado paciente es más pronunciada en esta ocasión, pese a la seguridad de no haber presionado ningún golpe ni herida. Travieso, repito la proeza, con análogo resultado, recorriendo la línea de la espina dorsal.
- Creo que ya puedes dejar la espalda – sorprendido en mi pueril diablura, me sonrojo violentamente, no tanto por el hecho de la pequeña regañina como por que ahora deba encarar al caballero.
- ¿Tienes alguna otra banqueta cerca? De pie es incómodo – trato de perder un poco más de tiempo con el fin de que la sangre se retire de mi rostro y vuelva a su habitual tono nacarado.
- Ahora vuelvo. Espera. – Se levanta y sin mediar palabra sale del baño, regresando en menos de un minuto, con otra pequeña banqueta. La sitúa enfrente a la que ocupaba él, y retoma su posición sentada.
- Extiende el brazo. – obedece, permitiéndome acceder a su extremidad. Cambio el algodón por un trozo nuevo, que empapo en alcohol. Cuidadosamente, lo deslizo sobre un rasguño que le atraviesa prácticamente de muñeca a codo. Hace un ademán de retirar el brazo por el escozor. Levanto mi vista, tratando de inspirarle confianza. Curioso que hace menos de doce horas nos encontráramos en una situación equiparable, pero con los roles cambiados: yo, el herido cervatillo, y él, un improvisado sanador. Porque¿podría decir que ha conseguido tal cosa con una mirada tierna y un breve, aunque más que agradable beso? Siendo realistas no, al menos no tan de repente como pueda suponerse. Lo que resulta indudable es que mis pensamientos en lo que va de mañana no giran en torno al caballero de Escorpio, el de Géminis y el pobre, sufrido caballero de Acuario, y en cualquier caso supone un avance para mejor. Aunque despierta mis dudas¿por qué lo hizo¿lástima¿simple instinto¿o tal vez...?
- Camus, me estás haciendo daño – su voz interrumpe mi divagación, y al sentir sus ojos sobre mí, mi rostro se recubre de rojo por segunda vez en menos de cinco minutos, todo un record, desde luego. Bajo mi vista hacia el brazo, donde he estado frotando excesivamente hasta provocar una reapertura del gran rasguño que ostentaba, que comienza a sangrar ligeramente.
- ¡Lo siento...! Me distraje... – intentando enmendar mi error, me disculpo torpemente, tomando luego unas gasas del pequeño tarro metálico y cubriendo la herida con ellas. Finalizo por vendar el brazo, para evitar que en una nueva distracción acabe por limarle el hueso, y paso a su extremidad hermana. Antes de ello, sin embargo, debo confirmar una de mis dudas, para evitar que me sigan carcomiendo. – Oye...
- ¿Sí?
- Ayer... ¿por qué me besaste? – mi pregunta le sorprende, o al menos eso aparenta a jugar por sus ojos más abiertos de lo habitual, pues desvía la cabeza, levemente ruborizada. Se detiene por un segundo, escogiendo las palabras adecuadas.
- ¿Tú qué crees? – Su insólita respuesta, aunque de significado meridianamente obvio, me desconcierta y deja incapaz de reaccionar de otro modo que no sea con un absoluto y hermético silencio. Asumo que mi cara en estos momentos debe de haberse mimetizado por completo con mi cabello. Automáticamente, tomo su otro brazo y termino de desinfectar sus heridas entre estúpidos balbuceos, rezando por que mis neuronas, últimamente menos fiables que nunca, vuelvan a establecer sus conexiones lógicas y puedan establecer cualquier tipo de respuesta. Finalizada esta labor, reparo en un último golpe, amoratado, en pleno esternón, al que no puedo llegar desde la banqueta. Mi voz revestida de un tono monocorde, casi artificial, señalo al hematoma estirando mi índice:
- Me queda ahí... – la frase parece alarmarle, y retrocede unos centímetros.
- No hace falta...puedes dejarlo ya – haciendo caso omiso a su sugerencia, e impelido, o mejor dicho, "poseído", por alguna extraña forma de conciencia, me acomodo sobre sus piernas y acabo, terco, con lo que me había determinado desde un principio, obstaculizado por un creciente golpeteo en su pecho.
En este mismo instante, como si acabase de despertar de algún extraño hechizo, tomo conciencia de nuestra situación. Agacho mi avergonzada cabeza, no atreviéndome –o no deseando, en el fondo- a bajarme, hasta que una mota de curiosidad me insta a alzar mi vista y encontrarme con una magnífica estatua viviente, de cortos y brillantes cabellos negros, rostro enrojecido e hipnóticos ojos verdes, excesivamente abiertos. La visión me maravilla y atrae instintivamente hacia él, el deseo de repetir y profundizar el contacto de anoche más intenso que cualquier tipo de inhibidora represión consciente que pudiera ejercer. La aproximación, aunque breve, se me figura demasiado prolongada y la espera no hace sino impacientarme, hasta que por fin el anhelado roce tiene lugar. Mis labios acarician los suyos, saboreándolos. Tienen un gusto agradable, y ahora que parecen responder con timidez, un tacto extasiante y que amenaza con llevarse por delante, una vez más, los escasos restos racionales que ahora puedo reunir en mi cerebro. Sin detenerme, llevo mis manos a su nuca, acercándolo más si cabe, mientras hundo una de ellas en sus cabellos, arrullándolos. Repentinamente, el beso cesa, y posando sus manos sobre las mías, las retira de su cabeza, hasta depositarlas sobre sus muslos.
- ¿Camus, estás seguro de lo que estás haciendo? – me pregunta, su respiración descompasada, al igual que la mía. Parece nervioso e incluso asustado, lo cual nunca habría podido imaginar en el firme y seguro caballero de Capricornio. A su modo, acaba de expresar lo que siente hacia mí. Y yo, que aún anoche estaba sollozando en su pecho por Milo, suceso que tan lejano me parece ahora mismo, me hallo en un alienante estado de confusión. Que Shura me atrae parece un hecho demostrado, a la vista de que en estos instantes me hallo sobre sus piernas, deseando volver a besarle, y aún más. Que hoy por hoy constituye uno de mis mejores amigos es igualmente constatable. Como última premisa, me siento extrañamente bien, como no recuerdo desde que Atenea nos resucitó. Pero ¿indica esto que correspondo a sus sentimientos en el mismo grado? No estoy seguro. Y no me parecería justo lastimarle en ese caso – No quiero hacernos daño... a ninguno.
Al escuchar de nuevo el agradable sonido de su voz y contemplar su enigmática mirada verde todas mis vacilaciones parecen borrarse de un plumazo, al menos por ahora..
- ¿Tú qué crees? – la más radiante de mis sonrisas se dibuja en mi rostro mientras repito sus palabras de antes. No es para menos. Recela por décimas de segundo, pero al fin, una detonadora chispa destella en sus ojos y, sonriéndome ampliamente, lleva sus manos a mi cabello, a la altura del cuello, hasta atraerme con ansia para un nuevo beso.
Libres de ataduras ahora, las sensaciones se ven aumentadas exponencialmente. Le abrazo con fuerza, todo contacto preexistente entre ambos es poco, y mis labios son humedecidos por una inmigrante lengua que, presentando así su tarjeta de visita, solicita refugio en mi cavidad bucal. El comité de recepción sale a darle la bienvenida, y enredándola, la llevan al interior. En la gruta que mi boca constituye explora toda su superficie, acompañada siempre por una juguetona anfitriona, e invita a ésta a visitar su lugar de origen. Aceptada la invitación, decido abandonar mi vigilancia sobre ellas, y percibo cómo los firmes aunque suaves dedos del español se pierden entre mis largas, sanguíneas hebras, hasta alcanzar mansamente mi nuca. Allí despiertan mucho menos inocentes radiaciones, que al expandirse estremecen hasta las células más externas de mi dermis. Curvo hacia atrás mi cuello, reprimiendo un gemido placentero, y al restablecer su eje vertical separo mis labios de los suyos, que esbozan un pequeño gesto de protesta. Con la promesa de que no pasará mucho tiempo antes de que vuelva a encontrarme con ellos, desciendo pausadamente, depositando fugaces besos por su mejilla y su mandíbula, llegando finalmente a mi objetivo.
Me detengo sobre el largo cuello de Shura, rozándolo apenas, hasta que su aroma tentador llega a mi pituitaria, y lo ataco entonces aquí y allá, mordisqueando, lamiendo o succionando hasta el punto de dejar notorias marcas rojizas, por las que seguramente me pida cuentas. En cualquier caso, ahora poco parece importarle, o eso me dan a indicar unos débiles y roncos jadeos, por lo que prosigo en mi tarea que podría calificar incluso como vampírica.
Percibo entonces un hormigueante recorrido por mis hombros, palpando piel y el tejido de mi túnica hasta encontrar el borde que los delimita. Simétricamente retira las dos tiras que sujetan la parte superior descendiéndolas con suavidad por mis brazos, pudiendo distinguir así mi albo torso al desnudo. Se zafa de mi pequeño arrebato de canibalismo, separándose mientras me contempla como si se encontrase ante un objeto de adoración, con lo que me ruborizo. Sonríe, y vuelve a atraerme hacia sí, mientras susurra.
- Nunca vuelvas a decir en mi presencia que eres menos que nadie. – Me besa con pasión, demasiada tal vez, pues al estrecharme contra sí, y entrechocarse nuestros pechos desnudos, pudiendo percibir nuestras ya latentes erecciones rozarse, el pequeño taburete sobre el que se apoyaba vence, y cae de espaldas conmigo encima. Supongo que a sus heridas no les habrá hecho mucha gracia el contacto contra el frío suelo ni la doble presión a que el propio pavimento y mi cuerpo le someten, y tampoco a él, pues se le escapa una interjección en lo que supongo castellano, que no creo tenga un significado muy amable - ¡Uahhhh¡Joder!
Amago liberarle de la carga de mi cuerpo, mas su mano me sujeta firmemente. Patea el volcado taburete, hasta alejarlo lo suficiente como para permitirle extender las piernas, y me acerca hacia su rostro, con expresión malévola.
- No te escapes, ésta me las pagas – Prendiéndome por el cuello, me acerca hasta que sus labios besan sin pausa cada milímetro cuadrado de mi rostro, y llegando a uno de mis oídos lo recorre en espiral desde el lóbulo superior a la entrada del conducto auditivo pasando por el lóbulo inferior, alternando mordiscos, lamidas o simples pero efectivas exhalaciones, despertando a su paso emanaciones incluso demasiado placenteras, que se unen en un torbellino del todo arrebatador. Mis manos, dispuestas sobre su costado, se contraen con el embate del tornado, mis uñas prendiéndose en su piel desgarrándola. Esto último le ha hecho daño, aunque trata de disimularlo. Para enmendarme, decido reemprender una nueva cura a lo largo de su maltrecho torso, con el suave roce de las yemas de mis dedos y mis labios a modo de apósitos, y mi saliva como antiséptico. Al igual que antes, es sacudido por leves espasmos, mas esta vez no de dolor, precisamente. Especialmente intensos son los escalofríos que pasan su piel, contagiándomelos, cuando sus pezones son succionados. Y más aún cuando inicio un leve movimiento de vaivén, impulsado con mis caderas, con el objetivo de friccionar nuestros cuerpos, especialmente en la zona pélvica, notablemente excitada en ambos casos.
Aturdido, apenas noto los esfuerzos del español por incorporarse del suelo, y no es hasta que su voz, ronca por el éxtasis, acaricia mis oídos, que no me apercibo de sus intenciones.
- Vámonos a mi habitación...este suelo está condenadamente helado
Asiento retirándome de sus piernas, y nos incorporamos con lentitud. El camino hasta su cuarto, aunque corto, resulta más prolongado de lo esperable, no tanto por la impaciencia que me embarga sino por las constantes interrupciones, en las que intercambiamos toda suerte de profundos besos, posesivos abrazos e insinuantes caricias.
Finalmente llegamos al borde de su cama. Empujándome con suavidad hacia las sábanas, se sitúa encima, tomando el control. Por mi parte, egoístamente, le dejo hacer, abandonándome a los cada vez más frecuentes escalofríos coreados por todo un canto de gemidos y jadeos. Allí, marcando como suyo todo mi cuerpo con el roce de sus labios, siento cómo desciende por mis abdominales, sin prisa pero sin pausa, hasta encontrarse con dos nuevos impedimentos, mi túnica y ropa interior. Antes de llegar a darme cuenta reposan ya lejos en la habitación, junto con la única prenda que él aún portaba, y nuestros cuerpos desnudos se revelan al fin en todo su esplendor. Desde mi posición apenas alcanzo a ver a Shura, aunque un beso depositado en la base de mi miembro me indica de su paradero, para mi satisfacción. A ese suceden varios más recorriendo su longitud, cada contacto más intenso e indescriptible, y una repentina humedad que de pronto, comenzando en la punta, se extiende como una electrizante marea a lo largo de mi sexo me lleva al borde del colapso. Me arqueo hasta donde mis vértebras alcanzan, y una vez que toda mi espalda vuelve a estar apoyada, la marea generada por su cavidad bucal inicia su ondulación, cada vez más frenética, mis gemidos coreándola, cada vez más elevados, hasta que estallo en un delicioso orgasmo con la intensidad del mayor de los tsunamis azotando las rocas y arrasándolo todo a su paso. Shura, que se ha retirado justo antes de mi erupción, aunque no lo suficiente como para evitar manchar su pecho, emprende su ascensión hasta mi boca, jadeante aún, pero que resiente su falta, degustándola con avidez.
Sin apenas dar tiempo a recuperarme, comienza a girarme lentamente, sin dejar de besarme, una mano en mi costado, la otra en la cadera opuesta, acariciándola con suavidad a medida que ejecuta el movimiento. Me dejo llevar, arropado por su cuidado, que me hace sentir querido por primera vez en meses. Ya completamente de espaldas a él, experimento los tenues roces de su mano, delineando el contorno circular de mis pezones, mientras desliza la otra por mi espina dorsal, llegando al punto de casi lograr despertar una segunda erección pese a encontrarme al límite de mis energías, hasta que, infiltrándose entre la hendidura que forman mis nalgas, alcanza el punto que buscaba. Introduce uno de sus dedos, alargado, en la reducida cavidad, dilatándola para facilitar la posterior y deseada penetración, mientras, para aliviar la molestia, inunda de cariñosos besos la anchura de mi espalda. Sin demorarse mucho, sustituye su índice por su miembro, palpitante, y que parece no poder resistir más, con una acometida rápida y, dolorosa. Dolor que va en aumento gradualmente a medida que sus intrusiones tienen lugar, hasta llegar a un máximo, en que la curva del dolor se torna descendente, y la sensación se aplaca, sustituida por una progresiva sensación placentera. La cadencia con que sus penetraciones tienen lugar aumenta rápidamente, hasta que siento cómo, con un intenso y ronco gemido, se derrama en mi interior, cayendo pesadamente sobre mí, su respiración entrecortada, sin dejar de besarme.Por mi parte, me doy la vuelta hasta quedar cara a cara, esperando ver su rostro de nuevo, y atraigo sus labios hacia mi boca, en una caricia tierna. Advierte que sus embestidas han logrado excitarme por segunda vez, mi sexo nuevamente rígido y necesitado de alivio. No queriendo dejar el trabajo inconcluso, me sonríe con malicia, llevando su mano a la "zona afectada", sus labios a los míos, y robándome la respiración hasta que las convulsiones a que mi miembro somete hacen inevitable el que me separe, profiriendo un segundo e igualmente intenso suspiro orgásmico, acompañado de la inevitable descarga que, pese a cosechada en parte por su mano, acaba por derramarse en las sábanas.
Por fin, se deja caer a un lado, sudoroso, trémulo y jadeante, intentando recuperar el aliento. Algo parecido es lo que trato de hacer también yo. Gira su cabeza, observando el paisaje que se le muestra a través de la ventana. Sigo su movimiento con la vista.
- ¿Puedo quedarme aquí? Todavía es temprano.
- Claro – vuelve a observarme, con la expresión calma. Esto me dona la suficiente confianza como para acurrucarme a su lado, pasando un brazo. Su respiración, a medida que se tranquiliza, me arrulla, y acabo sucumbiendo al sueño.
Despierto unas horas después, con un dedo recorriendo tímidamente mi rostro, e inhalando el intoxicante olor de un cigarrillo. Abro mis ojos y veo al español a medio vestir, reclinado sobre la cabecera de su cama, exhalando un círculo humeante, sosteniendo un pequeño cenicero en su otra mano. Al notar mi vuelta a la vigilia, apaga el pitillo, depositando el platillo sobre su mesita de noche.
- Pasan del mediodía, los sirvientes han llegado ya. Como ya es tarde para no levantar sospechas, puedes quedarte a comer si quieres.
- Antes de nada, una pregunta¿hablas de mantenerte en forma por si atacan el santuario cuando a la vez te envenenas los pulmones con eso?- señalé al cenicero, alzando una ceja.
- Bueno, todos tenemos algún vicio que otro. ¿No es así, conde Drácula? – aludió a su cuello, que parecía haber sido atacado por una virulenta cepa de varicela. También yo contaba con alguna que otra marca, pero el número de estas era menor, su tamaño medio más reducido, y en cualquier caso eran fácilmente disimulables con mi cabello. Sabiéndome el culpable de su repentina "urticaria", me sonrojé violentamente. Él rió a cambio, y con un contacto fugaz de sus labios, salió de un salto de la cama, se enfundó en una habitual túnica de entrenamiento y abandonó la habitación. Traté de seguir sus pasos, después de vestirme, y al salir de su cuarto tuve que soportar la mirada sorprendida y posteriores cuchicheos de dos jóvenes doncellas. Comimos, y como si nada hubiera ocurrido, a la caída de la tarde regresamos con nuestros habituales entrenamientos.
La vuelta, sin embargo, es diferente a la de otros días. Tampoco hoy regreso a Acuario, mis pasos deteniéndose en el templo precedente. Y lo mismo ocurre el día siguiente. Y el siguiente...
Después de toda una semana como huésped del caballero de Capricornio, decido regresar a mi templo como paso previo antes de acudir a las termas, aunque tan sólo sea a por ropas limpias, las que Shura me ofrece me vienen grandes. La undécima casa se mantiene en lógica calma, impecablemente pulcro, y en absoluto silencio, roto tan sólo por mis pisadas. Sin embargo, justo antes de acceder a mi cuarto, alcanzo a percibir la débil, apesadumbrada, radiación de un cosmos que conozco bien
- ¿Milo¿Qué estás haciendo aquí? – La dorada cabellera, sentada familiarmente en mi cama se da la vuelta, y me revela los ojos llorosos de mi antiguo amante.
- Saga...me engaña.
- ¿Qué? – una expresión incrédula moldea mis facciones. El caballero de Géminis es probablemente de las últimas personas en quienes pensaría capaces de cometer una infidelidad hacia su pareja. Y especialmente si ésta es Milo. Aunque acabo reprochándome este último pensamiento por injusto dadas las circunstancias, no puedo evitar plantearme que el caso opuesto sería mucho más probable. Tomo asiento a su lado - ¿En qué te basas?
- Le vi...con una mujer, ayer.
- ¿Pero estás seguro de que era él? – La pregunta podría parecer estúpida, su silueta prácticamente inconfundible. Pero en este caso, existe justamente una persona con quien podría darse tal confusión.
- Claro... ¿Quién si no? – voy a interrumpirle, pero Milo se adelanta. – Kanon permanece con los generales marinos de Poseidón, no puede ser otro.
- ¿Has hablado con Saga ya, de todas formas? Quizás exista una explicación lógica, y te estás precipitando -niega con la cabeza. No me sorprende: típico de Milo el actuar primero, y meditar después. Evoco la misma situación años atrás: el escorpión entristecido por el caballero de Géminis; yo, su inseparable amigo y particular paño de lágrimas, consolándole, intentando que reflexione antes de cometer un error. -Piénsalo fríamente, Milo. No creo que...
No me deja concluir la frase, pues me abraza con fuerza, hundiendo su cabeza en el hueco que mi cuello forma con mi hombro. Respondo al abrazo, extrañándome de mi propia reacción. En un contexto que no incluyera al caballero de Capricornio, todas las conversaciones con él, todos nuestros entrenamientos...estas últimas noches, probablemente me encontraría rechazando al instante el contacto, o peor aún, estaría sucumbiendo a él, aprovechando la situación. Sin embargo, en este momento no experimento rencor alguno por el hermoso joven que me rodea con sus brazos, ni ningún otro tipo de emoción más allá de la preocupación y el cariño de antaño. Aunque el afrutado olor de sus suaves cabellos, que acaricio a modo de consuelo, sigue resultando igualmente atrayente...pero su longitud es muy superior a la de los cabellos que acaricio ahora. Lo mismo podría decir del discurrir de sus dedos, navegando por mi espalda... no son los que me acunan ahora
- Camus, te necesito... – continúa con sus caricias, cuya evolución a cada segundo juzgo no muy inocente. Concediéndole un voto de confianza, intento hacer caso omiso a estos roces. Al comprobar, por el contrario, cómo ascienden a lo largo de mi columna, hasta alcanzar el cuello, iniciando una sobradamente conocida tortura sobre él, trato de evadirme de la cosquilleante sensación, apartándome.
- Y estoy aquí... –Ignoro si está interpretando mis palabras con la misma intención rigurosamente amistosa con que salen de mi boca. Por lo pronto, me observa fijamente, sus celestes ojos revelando confusión, dolor...e inconveniente deseo. Desgraciadamente, esos orbes turquesas continúan ejerciendo algún tipo de inconsciente hipnosis sobre mí, y me paralizan por breves instantes, que utiliza para aproximarse a mí, sus dedos ahora posándose sibilinamente sobre mi rostro. No es hasta que prácticamente puedo sentir sus labios que mi mente se pone en marcha... otros dos ojos se dibujan en la proyección...más finos y alargados...y de color diferente. Al evocar la imagen de Shura, rememorar las ya incontables, aun en tan reducido período de tiempo, veces en que he sido suyo, no encuentro ya más dudas...tampoco más dolor, o confusión. Despierto de mi letargo, justo antes de que el caballero de Escorpio finalice con su ataque y logre inyectarme de nuevo su veneno al que nadie puede escapar -...pero no así, Milo, ya no.
Separo mi rostro unos centímetros. Insuficientes, al parecer, pues intenta repetir, después de una mirada de extrañeza. Ahora pasa de nuevo su brazo por mi espalda, asegurándome. Y es justo entonces que, por encima de su cabeza, alcanzo a ver la puerta de mi habitación, y la inconfundible silueta del caballero de Capricornio a través de ella. Sin embargo, el tiempo que bajo el dintel permanece antes de desaparecer es demasiado breve como para que pueda llegar a adivinar su reacción, que de todas formas intuyo. Erróneamente, pensará que igual que fui víctima, ahora soy verdugo.
