AVISO: "Ella" es un personaje inventado, así que será mejor que nadie intente asociarla a alguien de la serie.

Este fragmento pertenece casi al final del fic, pero he preferido ponerlo al principio para… bueno no sé. Supongo que para saber a dónde dirigirme, o para que no se me olvidara, (la inspiración me vino de golpe)

Espero que haya algo que os llame en él y que, cuando empiece con el capítulo uno, sigáis la historia… en fin, ¡dejadme reviews! Felicitadme, criticadme, lo que queráis, pero dejad constancia de que lo habéis leído… por fa… así me animo a seguir con la historia… es que un poco deprimente que nadie te deje nada T.T

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Una sala central, iluminada por bocanadas de fuego, a pesar de ello gélida. Un terrible viento agitaba las ropas, las copas de los lejanos árboles que se veían a través de los grandes ventanales, y, de algún modo, se colaba en la estancia.

Ren estaba casi en el centro del círculo, en mitad de todos los tatuajes del suelo de piedra rojiza y negra. Miraba muy fijamente la estatua de piedra que se erguía al fondo, examinaba cada una de las sombras entre jadeo y jadeo. Muy recto, manteniendo el porte orgulloso de su familia, con la espada firmemente en la mano, aunque ya no tuviera fuerzas para levantarla. Sus ojos dorados reflejaban las llamas con un brillo cruel, pero agotado. Una única herida visible a lo largo del lado derecho de la mandíbula goteaba, poco a poco, sangre, un rastro que le perseguía desde la entrada. Los bordes de la llaga tenían un color negruzco, quemado, pero por algún motivo, no había cauterizado.

Ella estaba cerca. Le miraba muy fijamente, muy seriamente, pues sabía que no podía hacer nada. Su largo pañuelo ondeaba con el viento, su pelo, ahora suelto, se enredaba en él. Aún le quedaba mucho poder, pero no tenía manera de canalizarlo.

Los dos pensaban en una manera de poder solucionar los problemas antes de que el golpe final acabara con Ren y le arrebatara a ella todas sus fuerzas.

La estatua parpadeó. O quizá solo había sido un truco de los claroscuros que lamían la sólida roca.

«La muerte resulta más dulce si la tomáis sin resistiros ¡Rendíos!» clamó la voz de nuevo. El eco de los gemidos resonó por doquier, reverberando en la alta bóveda, entre las columnas de raíces hundidas en el suelo.

Ren esbozó una media sonrisa. La misma sonrisa que dibujaba cada vez que estaba seguro de la victoria. Pero esta vez, no había nada a lo que aferrarse… ¿no?

La miró, y asintió.

-¡No! –gritó ella.

Pero fue demasiado tarde. Ren enarboló la espada y dirigió la punta hacia su objetivo.

Y el grito de dolor y rabia que prosiguió al hundimiento del filo en la carne se coló en los oídos de todos los presentes, que contemplaban perplejos lo que ocurría ante ellos, mientras en su interior surgía una pizca de la esperanza perdida. Sabían que solo era un resquicio de sol en un día demasiado nublado, que podía desaparecer entre las nubes de nuevo, pero era su única esperanza, y necesitaban aferrarse a ella. No les quedaba nada más.