Capitulo I

Estaba el hanyou, resguardado en la sombra de uno de los árboles que circundaban el lugar al que solía acudir por las noches la joven llegada a través del pozo. La observaba casi como si estuviera contemplándola, la escasa luz de las estrellas iluminaba con gracia su rostro, su figura se notaba bastante más esbelta que lo que la recordaba, lo mas probable era que el constante entrenamiento tuviera mucho que ver en ello. El cabello largo hasta algo más abajo de la cintura, con aquellos inconfundibles rizos casuales que jugaban con el viento en antaño.

Se le dificultaba mucho no bajar de la copa del árbol en el que se encontraba, para escuchar la voz de Kagome dirigiéndose a él, pero sabía bien que cuando tomó aquella decisión, era inevitable alejarse de sus amigos...y de ella... de hecho no pensó volver a verla...suspiro, desviando por unos instantes la mirada, para luego observarla nuevamente y encontrarse con los profundos ojos oscuros que lo miraban directo, tragó saliva, pensando en que había sido descubierto ya que el arco en las manos de la muchacha comenzaba a tensar una flecha, llevaba algunos días ocultándose para verla, casi los mismos que llevaba en las cercanías y ya estaba harto, tal ves no sería ala idea que finalmente lo descubriera... pero luego recapacito y se quedó inmóvil, la joven solo desistió pensando que había sido su imaginación, aquella presencia no podía ser él, ella lo sabía bien, aunque así lo deseara...Inuyasha soltó el aire algo aliviado, pero la sensación de tranquilidad le duró solo unos instantes, pues escuchó la voz desagradable de ese tipo que no se despeaba de Kagome, apretó con fuerza sus puños y los dientes cuando oyó la familiaridad con que se dirigía a ella.

Su paso era lánguido, el ceño permanecía fruncido, la roja figura se vislumbraba con dificultad por entre las sombras de los árboles, esta noche en particular se caracterizaba por ser una de las más oscuras dentro del ciclo lunar, era la noche de luna nueva. El cabello largo y oscuro, los ojos ennegrecidos tanto por la transformación como por la escena que acababa de presenciar.

-Maldito humano...-mascullaba entre dientes Inuyasha, molesto pero resignado, caminando en dirección contraria a la aldea que habitaba la anciana Kaede, el hogar se Shippo, Sango, Miroku...y Kagome, además de ese tonto humano al parecer, que acaparaba la atención de la muchacha -...grrrr...- malditos sentimientos humanos...- se quejaba molesto.

Hacía mucho que no viajaba hasta estos parajes, fue la primera vez, después de su partida, que se acercaba tanto, sabía que lo más probable era que se encontrara cerca de Kagome, se sentía estúpido ocultándose en las sombras de los árboles, embelezado con el aroma que la muchacha emanaba, a pesar de su condición humana de esta noche, aún lograba percibirlo, le resultaba demasiado familiar, inconfundible...miró hacía el cielo y logró divisar las serpientes caza almas de Kikyo, supo en seguida que ella había llegado al lugar de encuentro primero que él. Le parecía tan extraño examinar su corazón y comprender que ya no quedaba nada de aquella exaltación que solía embargarlo cuando años antes sabía de la cercanía de ella. Avanzó con total tranquilidad, al menos eso era lo que reflejaba su exterior y estaba ahí, la sacerdotisa de pálida piel, recibiendo su alimento para continuar subsistiendo en el mundo de los vivos. Si la mirabas con detención, descubrías aquella belleza intacta que siempre la caracterizó, su cabello en esta ocasión suelto mientras lo iba desenredando con delicadeza, observó al hanyou en el instante en que entró al claro, llevaban dos años de convivencia en las mismas condiciones, sin un lugar fijo en el cual habitar, errantes, Kikyo ayudando con sus conocimientos curativos a las aldeas que encontraban en su recorrido, un camino sin mucho sentido, incluso para ella, se alejaron durante todo ese tiempo, bastante de la aldea en la que se resguardaba la Perla de Shikkon, pero desde algunas noches al encontrarse en el camino del que fue antiguamente su hogar, Inuyasha se volvía a ausentar y volvía luego de horas, con la mirada baja y en absoluto silencio, ciertamente no tenía que ni siquiera preguntar en donde se encontraba, eso ella ya lo sabía...rondando a esa chiquilla...

Bajó el rostro en cuanto se encontró con los ojos fríos de la sacerdotisa que amó en el pasado aquella mujer de gélida mirada con la que compartía sus días desde hacía algo más de dos años. no entendía muy bien por que aún permanecían en este mundo, ella debió llevárselo al infierno como era su amenaza desde que él decidió cumplir con la palabra empeñada, aunque con ello sentía que había firmado su propia sentencia de muerte mucho antes de morir realmente, haciendo de él un condenado eterno al patíbulo. Se sentó a un costado de Kikyo, tomando la distancia necesaria para que las serpientes no lo tocaran.

La noche estaba calma y hermosa, de seguro no dormiría en horas, jamás lo hacía en noche de luna nueva, solo logró hacerlo en compañía de Kagome, ella simplemente se quedaba a su lado sabiéndolo vulnerable sin importarle que él no pudiera defenderla en un eventual ataque…cerró los ojos y continuó hurgando en su mente en busca de más recuerdos para alimentarse que al igual que las almas lo eran para Kikyo, éstos lo eran en silencio para él y su aroma… ese aroma que buscaba por las noches con hambre.

De pronto un cuerpo se aferró al suyo y entonces abrió sus ojos con sorpresa, no podía decir que era cálido y aquello lo llenaba de gran pesar. Los brazos de la sacerdotisa se enrollaron en su torso y el rostro se apoyo en su pecho, entonces el hanyou la encerró finalmente en un abrazo y apoyo su mentón en el cabello oscuro. No hubo palabras, prácticamente no existían entre ellos. Kikyo guardaba en su interior un fuerte sentimiento por Inuyasha que no le permitía dejarlo ir, aunque en el fondo sabía que no poseía más que su cuerpo, ya que sus pensamientos y su corazón permanecían junto a aquella muchachita que le lo había arrebatado. El intentaba darle afecto a la mujer que algún día amó, calor quizás a ese frío cuerpo que portaba, pues sabía que no podía entregar más, sin embargo Kikyo reclamaba a través de las caricias que iniciaba al hombre, como ahora, que abría con cuidado el haori y comenzaba a posar en el pecho desnudo de Inuyasha sus besos ansiosos, esperando con paciencia por una reacción, ya que sabía bien que sus indiferentes labios, tardaban en encender la piel del hanyou. él le entregaba pequeñas tentativas de placer, apenas unos roces, sabía que su lástima sería lo que menos deseaba Kikyo, pero no tenía mucho más para darle, sentía sus helados besos, como copos de nieve posándose en él y se preguntaba su ella realmente experimentaba alguna sensación ante el toque de sus dedos.

Inuyasha, cediendo luego de algunos minutos a la insistencia de las manos de la mujer, intentaba dejar de pensar, para ver si de ese modo lograba entregarle algo de la paz que ella le estaba reclamando, sabía bien que los besos y las caricias necesitadas que le dejaba caer, no eran más que una muestra de la insatisfacción en su alma… ella bien sabía que en él no existía amor…

La besó con ternura, buscando esconder con la temperatura de sus labios, la carencia en los de Kikyo. tomó su rostro entre sus manos y oprimió con fuerza su boca, buscando algo que no hallaría, llenar el vacío en su alma, jamás hallaría en esta mujer el resplandor oculto que encontró una vez en los ojos de Kagome…y entonces una lagrima se ahogó en su garganta, entregándole una amarga sensación, pero al final el cuerpo siempre respondía… y dejó una vez más que ella viajara a través de su piel, siempre igual, permitía que Kikyo hiciera con él, sentía que al menos eso le debía, ya que no podía entregarle su alma, al menos dejaba que poseyera su cuerpo… aunque en incontables ocasiones, de hecho no recordaba alguna en que no fuese así, en el momento del éxtasis, ese instante preciado en el que todo se desvanecía, era el rostro de su antigua compañera de viaje, el que se reflejaba ante él, su aroma penetrante y exquisito, el que conservaba en su olfato y la calidez de su piel suave bajo sus manos… su nombre martillando en su mente de forma incesante, "Kagome…Kagome…"clamando por escapar por entre sus labios, los que mordía hasta hacerlos sangrar, para no dejarlo salir, sin saber si siempre lo logró y luego, su semilla pérdida una vez más en campo infértil. Se tumbaba en la hierba y nuevamente la fría figura se pegaba a su costado, algo más tibia por la fricción de su propio cuerpo, sus manos deslizándose por el sedoso cabello negro, en busca de los rizos que jamás encontraría.

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-¡Kagome Sama...!¡Sacerdotisa!...¡Kagome Sama!...-Se escuchaba el clamor de varias voces de los aldeanos que corrían en dirección al pequeño templo que habitaba la mujer, perseguidos por un monstruo de aquellos que existían aún por el lugar y que ante la evidente ausencia de Naraku se sentían con la valentía de emerger sin ser succionados por la energía maligna del extinto hanyou araña.

Una saeta resplandeció sobre sus cabezas, surcando el aire a gran velocidad, atravesando el centro de la boca de lo que más parecía una planta come hombres, que un monstruo, pero en cuanto aquel ser cayó inerte, sintió como sus piernas se debilitaron sin poder sostener el peso de su cuerpo y al mirar sobre su hombro izquierdo, notó el motivo de aquello, pero antes de tocar el piso, unos fuertes y calidos brazos la sostenían, pos la cintura, sintiéndose algo perdida por la situación, desvaneciéndose mientras observaba unos ojos de un color marrón claro que la miraban preocupados.

-Aiko…- susurró Kagome mostrando una leve curvatura en sus labios intentando mostrar que todo estaba bien.

-Te curaré…- dijo el hombre mientras la tomaba en sus brazos, no menos fuertes y al dirigía hacía el templo que compartían.

Una vez dentro, Kagome ya un poco más conciente, tomó la gran espina que se adhería a la carne como si fuera una daga y la jaló fuera de su hombro, permitiendo así que la sangre fluyera y nuevamente el dolor acompañado de una fuerte pulsación la hizo encorvar lago la espalda y jadeo por un momento recuperando algo de energía. El hombre que permanecía arrodillado junto a ella, le extendió un paño húmedo con agua hirviendo, el que aún humeaba. Kagome lo tomó sintiendo el calor quemando en su manos y lo apoyó inmediatamente sobre la herida ya descubierta y entre quejidos comenzó a musitar una oración con los ojos cerrados y su manos ejerciendo presión sobre el hombro desde el cual comenzó a salir un vaho de un color negruzco, matizado por un leve púrpura, evaporando de este modo el veneno que comenzaba a colarse en el cuerpo de la sacerdotisa.

Sus amigos entraron entonces, con Shippo indiscutiblemente a la cabeza, seguido de Miroku, tras una Sango bastante sobrecargada con siete meses del embarazo de lo que parecían gemelos, dado el tamaño de su abdomen. Miraron a Kagome quien los observaba sudorosa, pero con una actitud calma. De no ser por la herida en su hombro, cierto pervertido habría hecho alusión a haber llegado en un mal momento, dada la semidesnudez del pecho de Kagome y la compañía. Miroku sin duda no dejaba de inspeccionar la relación que la mucha mantenía con aquel extranjero, un hombre aparecido de la nada, vestido con algunos harapos que apenas lograban cubrir lo necesario, muy mal herido y sin recordar nada de su pasado, ni de lo sucedido, preguntando en su delirio, con insistencia por la "sacerdotisa", cargo que había heredado Kagome, quien llegó a socorrerlo, recibiendo por parte de Aiko una sonrisa lacónica y de ese modo cuido de él por varias semanas, creando un lazo entre ambos de una amistad muy fuerte, tanto como la que mantenía con el resto de sus amigos. Miroku sabía muy bien, por las miradas eternas que el joven ponía sobre la muchacha, que sus sentimientos por ella superaban a la amistad, pero a pesar de compartir el mismo techo, no había descubierto señales de algún avance en la relación y vaya que prestaba atención.

-¿Estas bien Kagome?- consultó una preocupada Sango apoyada en la entrada

-Si… esto sanará pronto – dijo mientras miraba su herida que había dejado de sangrar y luego de eso acomodó nuevamente la vestimenta, mientras que Aiko, alcanzaba con su blanco pañuelo la frente de la muchacha para retirar el sudor en ella.

-¿Qué le pasó Kagome sama? – Consultó Miroku- ¿no era un monstruo tan poderoso? – Kagome lo miró y suspiró.

-Los baños Miroku, no alcancé a darme los baños que necesito

Respondió cansada, ya llevaba algo más de dos años en la labor de resguardar la Perla, y si no fuera por aquellos baños purificadores no se habría podido mantener en pie, la limpieza en estos casos debía de ser exhaustiva, atrás quedaron los relajados baños en aguas termales, aunque aún se escapaba cuando podía para disfrutar de ellos, sin dejar de mantener la alerta en lo que para ella se había convertido en su trabajo, ya que la purificación debía de ser efectuada en un río en donde el agua corriera y de ese modo arrastrara las energías negativas, las que luego debían transmutar con ayuda de la naturaleza, era un ciclo perfecto, pesar de ello no podía evitar sentirse agotada, ya que terminaba siendo receptora de todo el mal que absorbía la joya, pero alguien debía encargarse de ello y fue ella quien dadas las circunstancias, parecía la más adecuada.

Se puso de pie ante la mirada atenta de sus amigos, quienes habían sido testigo de los cambios en ella y de la madurez que ahora llevaba a cuestas, su sonrisa pasiva era la que ahora reemplazaba la constante alegría que reflejaba años antes en su rostro, modificaciones que sus amigos comprendían plenamente.

-Debes descansar – exclamó algo molesto Aiko, al ver a la mujer emprender camino a la puerta.

-No puedo- dijo alzando levemente la voz, mientras se giraba para observar con enfado los ojos marrones del joven, respirando antes de dejar salir alguna otra palabra, ya que sabía bien que su malestar nada tenía que ver con quienes compartían el lugar con ella, muy por le contrario su enfado era únicamente consigo, ya que en lugar de utilizar el tiempo en hacer el ritual de purificación que requería su cuerpo, se fue a caminar llegando una vez más a caminar en busca de los recuerdos que solo le dejaban un sabor amargo en los labios, pero que era prácticamente lo único que le recordaba que era además de una sacerdotisa… una mujer…

Salió en dirección a algún río, la verdad no importaba cual, lo único necesario era un agua muy fría, para enfriar su temperamento…

Continuara…