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Hagámoslo breve, digamos que había sido un caso duro, de esos que dejan a uno roto por dentro. Sus botas están tiradas por el suelo del vestuario. Se las quitó sin preocuparse de dónde caían, sólo sabía que sus pies hinchados se lo estaban agradeciendo. No había hecho nada más. Llegó, se sentó, se quitó las botas y ahora vagaba por mundos que no están en este, ahí sentado, al final del banco, entre las sombras, ni se había molestado en encender la luz.
Cuando entra ella tampoco se preocupa por encender la luz. Recogerá sus cosas y se marchará, puede hacerlo con los ojos cerrados. Obviamente no está sola. No se asusta, fuera es de día y hay la suficiente luz en el interior como para adivinar una silueta ahí. Pero sí se preocupa al verle tan exageradamente taciturno. Unas palabras de ánimo no hacen mal y, a fin de cuentas, no les había ido tan mal.
Le saluda con un leve toque en el hombro. Ni se había percatado de su presencia o, si lo había hecho, su mundo interior le había impedido salir y dar muestras de ello. Hey, espabila. Hey¿ya te vas? Lo hicimos bien, no le des más vueltas. Se suceden las frases de boca en boca. Un gesto de cariño. Una caricia. Dos manos que se juntan recordándose que se tienen la una a la otra. Una despedida y ella, al fin, se marcha, sin embargo él no suelta su mano. Cruzan sus miradas. Él se levanta. Su expresión se acentúa por un desasosiego que va más allá del caso.
Se están haciendo mayores, piensa ella, y quizá esa profesión acelerara el proceso. Le abraza, no puede hacer otra cosa, está tocado, eso suele reconfortar. También acerca a la gente, mucho en su caso, tanto que al separarse sus mejillas se tocan. Están demasiado cerca y la sensación es extrañamente cálida para ambos. Lo que cortésmente hubiera sido un beso en el carrillo se convierte en un suave roce de labios. Todo se intensifica para ella cuando nota la humedad de la lengua de él abriéndose paso. ¿Hace cuánto no la sorprenden en un gesto así? Lejos de combatir, se deja hacer.
Él empieza a explorar con sus manos el cuerpo que aún le rodea. Espalda erizada. Brazos ídem. Y un pensamiento fugaz que se perpetúa en ambos cuando sus ojos coinciden. La sujeta con fuerza, levantándola en el aire, demostrando sus facultades y se aparta con ella de la visión directa de cualquiera que deambule por delante de la puerta de aquellos vestuarios.
Contra la pared, donde terminan las taquillas, en un rincón. Puede que mañana tenga agujetas. Puede que si el gimnasio cumple con si misión eso no pase. Comulgan, lo necesitan. Caminos diferentes les han conducido a esta encrucijada, podrían haberse saludado y seguido de largo. No lo han hecho, han decidido dejar el resto del camino para más adelante.
Sus gargantas jadean el esfuerzo de sus músculos, uno prolongado que merece la pena. Y, tras conseguirlo, la relajación. El conato de arrugas en su cara ya lo es menos, su expresión se ha atenuado. Ella aún descansa sujeta por esos brazos, con la coronilla en la pared y la cabeza viajando por donde hacía mucho que no pasaba. Lo que habían hecho tendría consecuencias, pero no ahora.
El vestuario sigue en penumbra. Es lo suficientemente de día como para que nadie del turno de noche esté por ahí salvo su supervisor, el sempiterno. Pero Grissom hace años que no pasa por el lugar, ése es ahora el reino de sus pupilos. De Catherine cuando no para por el despacho; de Greg, el novato; de Warrick, su otrora preferido; de Sara y de Nick.
NOTA: Para compensar, uno relativamente nuevo. De octubre de 2005.
