NO ME OLVIDES

V. Castillos de cartas

Por unos instantes no puede apartar los ojos de las dos figuras que abandonan la sala, mano en mano, ignorantes del estupor que causan a su partida. No es la única. El rostro de Ron, un camaleón de emociones, en un periquete pasa del blanco de la sorpresa inicial a un rojo escarlata que refleja la ira y la revulsión que le queman las entrañas.

- ¡Grrrr! ¿Qué significa eso? - gruñe el pelirrojo. Respiración agitada, puño cerrado, boca espumante, labios temblorosos que apenas esconden unos colmillos extrañamente largos... signos inequívocos que presagian tormenta. - Ese Malfoy, ¿quién se ha creído que es? ¡Cómo me llamo Weasley que ese hurón se arrepentirá de haber nacido! ¡Grrrr!

Lo que todos habían estado temiendo desde el momento en que Ron y Draco ocupaban la misma habitación. Hay leyes inalterables en el universo, y la ecuación WeasleyMalfoy siempre tiene un resultado caótico.

Siempre ha admirado la seguridad de Padma Patil para actuar ante esas reacciones casi salvajes del marido. Como un viejo lobo de mar, la hindú sabe interpretar las señales y anticiparse a la tempestad, sabe cómo afrontar las olas enfurecidas, cómo conducir el navío a aguas más tranquilas sin naufragar. Una mano en el hombro y una mirada severa son suficientes para que el pelirrojo comprenda el mensaje: "Recuerda la promesa que me has hecho de no pelear con Malfoy".

Un simple gesto para amansar la fiera que lleva dentro.

- Lo siento, perdonadme - murmura el hombre, cabizbajo. En su voz se mezcla arrepentimiento y algo más, tal vez... ¿confusión? Como cada vez que está a punto de perder el control. Mas en fracciones de segundo su semblante se transforma como de la noche al día, sus ojos azules vuelven a brillar con la chispa de alegría de un Weasley. - ¿Y qué os parece si en la fiesta organizamos un partido de Quidditch? Eso a Harry le encantará.

Hermione sacude la melena de rizos indomables, con un asomo de sonrisa en sus labios. Ron y su entusiasmo casi infantil por el deporte de los magos. Ya puede dar vueltas la vida, ya pueden cambiar los vientos, hay cosas que nunca cambiarán.

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Remueve el contenido de la marmita de oro con sumo cuidado: once vueltas en sentido contrario al de las agujas del reloj, ni una más ni una menos, sin alterar el ritmo. El líquido índigo adquiere la consistencia exacta, viscoso, sin grumos. Ahora sólo falta esperar a que llegue al punto de ebullición para echar las raíces de asfódelo y las alas de doxi. Preparar el núcleo básico de un pensadero es tarea complicada, requiere la combinación de dos disciplinas antitéticas: una es Pociones, el sutil arte de transformar sustancias mágicas con procedimientos tradicionales, calderos hirvientes, elementos reducidos a su quintaesencia, procesos que requieren mucho tiempo pero que producen cambios irreversibles. Y la otra, Transformaciones, movimientos de varita acompañados de palabras en latín, alteraciones temporales en la figura externa de un objeto, que para nada varían su naturaleza; siempre existe un contrahechizo para devolverle su forma original. Con la primera no tiene ningún problema, se le considera uno de los tres Grandes Maestros en Pociones en todo el mundo, a pesar de tener sesenta y pocos años. Lo que le preocupa es la segunda parte, el momento en que tenga que transformar el líquido burbujeante en luz. Un pequeño error en la pronunciación, y puede echar a perder el trabajo de varias semanas, sin contar con que algunos ingredientes son difíciles de encontrar, o extremadamente peligrosos... En su lengua todavía queda el sabor amargo del antídoto para mordedura de doxi.

Mientras espera, recuerda la conversación que ha medio escuchado esa mañana en Flourish y Blotts, entre dos de sus antiguos alumnos. Un encuentro accidental, con la tensión inicial de dos personas que no fueron amigas, precisamente. Y una revelación inesperada: Harry Potter, una de las personas que más ha odiado en su vida, exceptuando quizá al padre, padece una terrible enfermedad que lleva al olvido, al desespero, a la muerte. Lo más triste es que esa decadencia puede alargarse durante muchos años.

La idea de celebrar el cuadragésimo cumpleaños de Potter se le antoja cada vez más absurda. Todavía no comprende cómo ha aceptado que la fiesta tenga lugar en Hogwarts. Tal vez fue la insistencia y el tono utilizado por el Ministro de Magia, que en cierto modo le recuerdan la fragilidad de su posición como director del Colegio, o más probablemente las palabras seductoras de Hestia...

¿No tiene ahora la excusa perfecta para que se anule esa estúpida celebración? Con Potter enfermo, no es el momento adecuado para fiestas. Aunque sabe con absoluta certeza que el Ministro no se detendrá ante nada. Esa fiesta no tiene nada que ver con Potter, ni siquiera con la caída de Lord Voldemort. Lo único que persigue el Ministro es publicidad para limpiar su imagen algo deteriorada en estos últimos tiempos, ¿y qué mejor que una celebración con toda pompa, héroe incluido, para ganar popularidad?

El burbujeo incipiente lo vuelve a la tarea que está realizando. Ha llegado el momento delicado. Si todo sale bien, en pocos minutos tendrá tres o cuatro pensaderos listos para almacenar recuerdos. Quizá su próximo proyecto será intentar encontrar algún remedio para curar el Alzheimer, o al menos para paliar sus efectos.

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La lechucería es una pequeña torre situada en la parte trasera de la residencia de los Potter, cilíndrica, de piedra caliza, con muchas aberturas para que los pájaros puedan entrar y salir. En ella habitan una docena de aves rapaces, entre lechuzas, búhos y mochuelos, aunque a menudo llegan otras aves migratorias en busca de abrigo y comida.

A esa hora crepuscular, la mayoría de pájaros todavía duermen, algunos miran con ojos inquisitivos a los dos intrusos que han osado interrumpir su sueño.

Harry se avanza: ése es su pequeño reino. Lanza un par de silbidos y alarga una mano. Una de las lechuzas vuela a posarse en el antebrazo de su dueño, rozando la cara del rubio en su trayectoria. El moreno ríe, con el candor de un niño, y Draco detiene un murmuro de protesta. Cada carcajada de su acompañante resuena como las notas de una melodía que sus oídos nunca se cansan de escuchar. Por cada una de ellas iría al fin del mundo, si fuera necesario. ¿Cómo ha podido sobrevivir tantos años sin su Harry?

- Hola, mi bicho - dice el otro, acariciando el hermoso plumaje del pájaro. – Eh... ¿Cómo te llamas?

Por un momento Draco se asusta, temiendo que la pregunta vaya dirigida a él, pero el ex Gryffindor no ha apartado la mirada del ave. Suspira, casi aliviado. El rubio intenta recordar el nombre de la lechuza, venía en la carta de Virginia. Era un nombre ruso o algo así, pero no consigue dar con él. ¡Rápido, piensa algo! Harry espera una respuesta. Entonces le viene otro nombre a la cabeza:

- Se llama Hedwig.

El semblante de Harry se ilumina. Sí, recuerda ese nombre. ¿Cómo ha podido olvidarlo?

- Hedwig, saluda a mi Dragón Protector.

La lechuza blanca mueve la cabeza en círculos, ojos de ámbar clavados en ojos de plata. Ahora es el turno de Draco para reír. De forma inconsciente, Harry ha utilizado el mismo nombre que le llamó aquella primera vez que se encontraron en la lechucería de Hogwarts. O tal vez no haya sido coincidencia.

Cierra los ojos. Con la imaginación es fácil volver atrás en el tiempo.

Dos jóvenes se deslizan furtivamente por los jardines del colegio, entre las sombras alargadas por el sol que se esconde tras las copas de los árboles del Bosque Prohibido. A esas horas ya deberían hallarse en el interior. Las normas se han vuelto más estrictas desde el regreso de Lord Voldemort. Aunque Harry nunca se ha caracterizado por seguir las normas, justamente. Todo lo contrario.

Llegan a la lechucería. El hedor de centenares de aves que conviven bajo el mismo techo es insoportable, Draco cree que se va a desmayar.

- ¿Por qué me has llevado aquí? - protesta, tapándose la nariz. Sólo a Potter... no, ahora es Harry. Sólo a Harry se le podía haber ocurrido un sitio como ése para una cita romántica.

Harry sonríe. Una enorme lechuza nívea se posa en su hombro, sin apartar sus ojos del joven Slytherin. De algún modo el pájaro transmite su recelo hacia ese extraño que acompaña a su dueño.

- Hedwig, saluda a mi Dragón Protector.

Draco se echa a reír, no sabe si por los gestos ridículos que el ave realiza con su cabeza, o por el mote con que lo acaba de bautizar su novio. Pero se detiene a tiempo al advertir la expresión dolida del otro.

- ¿Desde cuándo soy tu Dragón Protector, Harry?

- Desde que decidiste vigilarme mientras me baño.

Ahora son los dos que ríen a carcajada limpia. Hedwig picotea la oreja de Harry y mueve las alas para reclamar su atención. Con gran esfuerzo, el muchacho consigue reprimir la risa y estudia con detalle cada gesto del ave.

- Ay, sí. Tienes razón, se me olvidaba.

Revuelve el bolsillo de su túnica, donde además de su varita guarda también una bolsa con grageas de todos los sabores, un par de plumas de azúcar, un Ojo Guardián, cortesía de los mellizos Weasley, y las notas que Draco ha conseguido pasarle durante la clase a escondidas de todo el mundo. Al final, envuelto con una servilleta de papel, saca un pedazo de pastel de carne que ha cogido durante la cena, y lo da a su mascota, que lo engulle con voracidad. Agradecida, Hedwig da un par de golpecitos a su dueño, y vuela otra vez a su sitio.

- No me lo habías dicho, que además de serpientes, también puedes hablar con lechuzas - hace Draco, que ha observado ese intercambio entre el otro muchacho y su pájaro con curiosidad.

- Eh... no, no puedo. Es que... bueno, Hedwig es muy inteligente, ella sí que me entiende. Yo sólo le he enseñado un par de gestos para que yo pueda entenderla a ella.

- Ingenioso. Así ahora resulta que si a Heidi...

- ¡Hedwig!

- Sí, eso. Si a Hedwig le apetece pastel de carne, sólo tiene que batir las alas, que el famoso Harry Potter, la esperanza del Mundo Mágico, se lo servirá en bandeja.

La expresión de Harry se ensombrece.

- No me llames eso, ya sabes que no me gusta...

- No puedes escapar de lo que eres.

- No lo elegí.

El silencio cae sobre ellos como una losa. Draco teme haber tirado demasiado de una cuerda sensible. Ha sido tan difícil llegar hasta Harry, como para echarlo todo a perder por un comentario absurdo. Todavía quedan muchos temas para aclarar y discutir, para conocerse mejor, para no herir involuntariamente. De reojo observa al moreno, que se ha quedado pensativo, contemplando a las lechuzas.

- Se me acaba de ocurrir una idea: podríamos utilizar a Hedwig para... ya sabes... para no tener que pasarnos notas. Así nadie podrá leerlas.

Draco, siendo Draco, consigue disimular su alivio. No quiere que Harry adivine su miedo a perderle.

- Ah, ya veo. Crees que resultará menos sospechoso si TU lechuza blanca, la ÚNICA lechuza blanca de todo Hogwarts, se detiene en mi mesa y empieza a bailar el can-can. Claro, nadie va a darse cuenta.

Una idea descabellada. O tal vez no. En ese mismo momento ha decidido qué quiere para su cumpleaños, dentro de tres semanas: una lechuza blanca. La voz de Harry lo devuelve a la realidad.

- No había pensado en eso - admite el moreno.

Draco rodea al moreno con sus brazos de marfil, sus ojos buscando el fulgor de esas esmeraldas que se esconden tras los cristales.

- Por supuesto que no. Por algo estás en Gryffindor, y no en Slytherin.

Harry no puede protestar, porque su boca se ve invadida por un agradable río de sabores y sensaciones que sólo pueden llamarse Draco. Besar a Draco, hidromiel de los dioses, el fruto prohibido. Más adictivo que el chocolate. Besar a Draco, una promesa en un futuro incierto. Pasión, tal vez amor.

Draco se abandona a su pasatiempo favorito. Besar a Harry, inocencia, ternura. Una golosina. Besar a Harry, una luz en un camino escabroso, una bendición. La fuerza para rechazar el futuro que le impone su apellido. Amor, definitivamente, amor.

Al abrir los ojos, se da cuenta que en realidad está besando esos mismos labios ardientes que tanto ha anhelado, y que su beso es correspondido. Sólo que ya no tienen quince años, y todo es diferente de cómo lo habían imaginado. Asustado, se aparta, él es el único que puede controlar la situación. Pero cuando un rayo de luna cae sobre esas esmeraldas que relucen preguntándose el porqué de esa separación, no puede resistir más y sigue el impulso de su corazón.

Ambos se pierden en el beso, ignorando que alguien contempla esa escena con incredulidad, antes de arrancar a correr con lágrimas en los ojos.

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Sus largos dedos barajan las cartas distraídamente, mientras reflexiona sobre la reunión de esa tarde. Podría haber ido peor, aunque como experta en Neurología debería haber sido capaz de aportar más datos. Siente como si hubiera decepcionado a los suyos. Es momento para plantearse una mayor cooperación entre magos y muggles, por lo menos en campos comunes como la Medicina y la Salud. No son tan diferentes, después de todo.

Empieza a colocar los naipes en forma de V invertida. Construir castillos es una de sus aficiones predilectas, la relaja en gran manera. Utiliza una vieja baraja de tarot que había sido de su hermana gemela: era Parvati la que sabía leer el futuro en las cartas, no ella. Antes se preguntaba si su hermana había visto qué le deparaba el destino, y si así era, por qué no había dicho nada, por qué no había luchado para evitarlo. Ahora cree que no sirve de mucho conocer el futuro, si no se puede escapar, y para una mayor tranquilidad del alma, mejor ignorarlo.

Ya ha construido tres pisos, a la pirámide sólo le faltan las dos últimas cartas del vértice. Un chasquido a sus espaldas, se gira momentáneamente. Esa pequeña distracción provoca que el castillo se desmorone. Encima de los naipes esparcidos por la mesa ha quedado la Rueda de la Fortuna. En su mente se reproducen fragmentos de aquella velada en las últimas Navidades que pudieron celebrar juntas, cuando Parvati se empeñó en enseñarle a leer el tarot: "Pero si es muy simple, Padma. La Rueda de la Fortuna significa cambios, para bien o para mal".

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Lleva horas en el salón, aguja en una mano, la promesa de un tapete en la otra, pero la realidad es que no está por la labor. Su interior es un torbellino de emociones y pensamientos que la sorben, la desgarran, la vapulean, la aplastan y la dejan por un momento, para volver con más fuerza. Imagina que le han lanzado un Cruciatus a su alma, porque es incapaz de imaginar mayor dolor. Tiene todas las piezas para saber exactamente lo que ha sucedido. Lo ha visto en el rostro de su hija, cuando ha entrado como un torbellino y ha subido a su cuarto sin saludar a nadie. Lo ha visto en el brillo de los ojos de Harry, en esa sonrisa que irradia felicidad. Lo ha visto en ese ligero rubor en las mejillas de Draco, en esa lengua que involuntariamente resigue sus labios cada vez que mira a Harry. Lo irónico es que ella sabía que iba a suceder.

Ginny sabía que iba a perder a su marido. Pensó que puesto que esa enfermedad igualmente lo iba a alejar de ella, bien podía proporcionarle la compañía de esa persona que tanto significa para él. Su único deseo era... no, en pasado no, todavía ES hacerle más agradables los próximos años. Y no se ha equivocado, la presencia de Draco es beneficiosa para Harry, sólo basta con verle.

Se preparó para afrontar cualquier eventualidad. Sabía la existencia del Vínculo Vital, sabía que con la proximidad se volvería más fuerte, y que tarde o temprano iba a ocurrir. Pero incluso sabiéndolo, duele verles juntos.

Escucha pasos y levanta la mirada. Entra Narcisa, con una expresión ininteligible. La muchacha se dirige hacia la puerta, pero se detiene un momento ante suyo.

- ¿No piensas hacer nada? - le espeta, con rabia.

No responde. ¿Cómo explicarle a su hija que se sacrifica por el bien de Harry? ¿Cómo explicarle que ella también sufre?

- No sé cómo puedes permitirlo, lo que es yo, no lo aguanto. Me voy.

Observa como la chica se aleja, varita en una mano, la otra mano escondida en el bolsillo de su túnica, como si en ella llevara todas sus pertenencias... y entonces se le ocurre que a lo mejor es así.

- Un momento. ¿A dónde te vas?

Silencio como única respuesta. Observa cada uno de sus pasos, hasta que la puerta se cierra tras ella: Narcisa se ha ido. Quizá debería ir detrás suyo, intentar hacerla entrar en razón. Por lo menos que no marchara en horas tan intempestivas, que les contara sus planes para el futuro, que ellos pudieran ayudarla a emanciparse... Pero no tiene fuerzas. Como un castillo de cartas, su mundo se desmorona. Hoy ha perdido a un marido y a una hija.

Continuará