NO
ME OLVIDES
XII. Palabras en el viento.
Dicen que
cuando estás a punto de morir, tu vida pasa ante tus ojos en
fracción de segundos. Cuando crees que tu hija va a morir,
también. En tu mente se forman imágenes de los momentos
que has compartido con esa persona que lleva tu sangre, que creció
en tu vientre como prueba tangible de aquella noche inolvidable, que
inspiró en ti la fuerza necesaria para seguir adelante, para
sobrevivir. La única persona que siempre tendrá tu amor
incondicional.
Recuerdas la noche que abandona el hogar, con
esa mezcla de dolor, incomprensión y resentimiento pintados en
su rostro. Quieres retenerla a tu lado, pero no puedes, tu mundo cae
en pedazos.
Recuerdas el día que viene acompañada
de un joven galán con intenciones no muy honestas, y por
primera vez te das cuenta de que tu niña se ha convertido en
una mujer. Quieres aconsejarla, advertirla de los peligros que te
acechan disfrazados bajo la apariencia de amor, pero no puedes,
porque la única forma de aprender es vivir. Tienes que dejar
que cometa sus propios errores, igual que tú cometiste los
tuyos.
Recuerdas las tardes de verano que pasáis los
tres juntos en el campo, recogiendo plantas silvestres o simplemente
observando el vuelo de los pájaros. Quieres creer que sois una
familia feliz, pero no puedes, porque él suele desaparecer, y
cuando tu hija te pregunta dónde ha ido, no sabes qué
responderle. ¿Cómo explicarle que él necesita su
espacio, cuando tú misma no lo entiendes?
Recuerdas
sus risas, su alegría desbordante cuando recibe la carta de
Hogwarts, o cuando él regresa a casa tras ganar el primer
mundial. Recuerdas sus llantos, su tristeza al morirse Feuervogel, su
primera lechuza. Recuerdas sus juegos, sus canciones, sus primeros
pasos, sus primeras palabras.
Y, sobre todo, recuerdas la
noche de su alumbramiento. Destrucción a tu alrededor, la casa
donde has vivido toda tu infancia arde en llamas; una nube verde
flota en el cielo: una calavera con una serpiente en la boca.
Escondida entre las rocas, esperas que los mortífagos se
alejen. Te quitas la túnica y con ella te cubres el rostro
para protegerte del humo que asfixia el aire, y para ahogar los
gritos de dolor en cada contracción. Tiemblas, no de frío,
pues sientes el aire abrasador que te envuelve como un manto,
sofocante, letal. Tiemblas de miedo, temes por la vida de esa
criatura que empuja por nacer. Todavía escuchas sus risotadas,
esa alegría salvaje de conquista al obtener su botín de
guerra. Te encontrarán en cualquier momento, y sabes que no
tendrán piedad. No tienes la varita para defenderte, no puedes
aparecerte en esas condiciones sin poner en peligro tu vida y la de
tu hija. No tienes a nadie que pueda ayudarte, probablemente han
muerto todos. Estás sola, y las posibilidades de sobrevivir
son escasas. Casi nulas. Pierdes la noción del tiempo, sólo
cuentas las contracciones, que se suceden cada vez en un intervalo
menor. Pronto llegará el momento, notas que tu cuerpo se está
preparando para dar luz. Al fin parece que los mortífagos se
marchan, complacidos con esa nueva victoria. Sólo escuchas el
crepitar de las últimas llamas que se extinguen solas. Esperas
dos o tres contracciones más; cuando reúnes todas tus
fuerzas y sales de tu escondite, te encuentras ante un escenario
desolador. Apenas reconoces lo que fuera tu hogar, ahora reducido a
cenizas. Te acercas lentamente, deteniéndote a cada paso.
Inspiras, expiras, el dolor es inaguantable, pero necesitas llegar a
las ruinas, saber si queda alguien más. En tu mente vienen
imágenes de aquella clase de Criaturas Mágicas en que
asististeis al parto de un unicornio, y de tu asombro ante la
fortaleza de la hembra en un momento crucial como ese. Y en ese
momento, de forma instintiva, sabes lo que tienes que hacer. Cómo
colocarte, cómo empujar, cómo ayudar a esa criatura a
salir de tus entrañas. Cómo atar el cordón
umbilical, cómo provocar su primer llanto para que empiece a
respirar. Y cuando acercas la niña a tu pecho para
amamantarla, es cuando realmente te das cuenta de que ya eres madre,
madre de una hermosa criatura nacida entre las cenizas.
-.-.-
Como una saeta de fuego se lanza tras la pelirroja, que cae
desde una altura superior a treinta metros. Maneja la escoba en medio
de las ráfagas huracanadas con una habilidad increíble,
volando a una velocidad vertiginosa. Alarga el brazo, pero la
muchacha aún se encuentra fuera del alcance de su mano. El
suelo se acerca peligrosamente, no podrá agarrarla antes de la
colisión. Salta agitando los brazos, que rápidamente se
convierten en alas, su cuerpo se transforma en un bello pájaro
incandescente. Atraviesa un fantasma que se interpone en su camino,
alguien que le es vagamente familiar: un muchacho mofletudo. Bate las
alas en un último esfuerzo, es su única posibilidad de
salvar la pelirroja.
Y entonces el tiempo se detiene. Igual
que en una película ralentizada, la caída de la
muchacha se suaviza; casi flota, ligera como una pluma. El pájaro
abre y cierra el pico, aferrando la verde tela de la capa del
uniforme, y se eleva de nuevo. Ha atrapado a la chica a escasas
pulgadas del suelo.
Aterriza con delicadeza, depositando a la
muchacha en el césped del campo de quidditch.
Inconscientemente debe haber recuperado su forma humana, porque ahora
la estrecha contra su pecho, mientras sus dedos apartan el flequillo
cobrizo que oculta sus ojos.
La pelirroja parpadea tres o
cuatro veces, sorprendida ante la proximidad de su padre. Hace muchos
años que no la ha abrazado así, desde que era una niña
chiquitina y venía a arroparla y a darle el beso de las buenas
noches. Eso sólo al volver a casa después de una larga
ausencia, cuando las obligaciones con los Chudley Cannons no le
permitían dormir en casa durante varias semanas.
-
¿Harry?
El hombre la mira con incertidumbre escrita en
sus ojos. Otra vez es víctima del olvido, que engulle poco a
poco cada uno de los recuerdos que sostienen su mundo. Al fin
recuerda un nombre que todavía puede asociar con ese cabello
de fuego:
- ¿Ginny?
-.-.-
La avispa
mueve las alas con desespero, luchando por perseverar su vida.
Afortunadamente sus patitas consiguen agarrarse en la blanca túnica
de algún jugador, de lo contrario se la habría llevado
el viento. Como las palabras. Como las revistas con su precioso
artículo.
¡Maldita bruja! ¡Lo ha visto,
ella ha conjurado ese huracán! La vieja dama ha arruinado el
mayor éxito en su incipiente carrera, impidiendo la entrega de
"Corazón de bruja" entre los asistentes de la fiesta.
Porque está segura que se habrían ganado millones de
galeones con la exclusiva, las fotos de Potter y Malfoy juntos... Ah,
claro. Tendría que haberlo imaginado antes. Es un secreto a
voces que los Malfoy apenas se hablan, pero nunca permitirán
que nada manche el nombre de la familia. Es una cuestión de
imagen. No importa lo que ocurra entre bastidores, mientras no se
ponga en peligro esa fachada de familia noble y respetada. La señora
Malfoy es capaz de cualquier cosa con tal de mantener las
apariencias. Incluso poner en peligro la vida de su querido hijo.
Pues con ese truco sólo ha conseguido ganar un poco de
tiempo, porque ya hay otros ejemplares repartiéndose en todos
los hogares del país. Pronto la noticia saldrá a la
luz, ya no hay vuelta atrás. Ese intento de perseverar su
nombre habrá sido en balde.
-.-.-
Con los ojos
cerrados, mientras agarra con fuerza a su pequeña Beth, no
puede evitar rememorar el partido que acaba de presenciar. Tampoco
está nada mal, el queerdick o como rediablos se llame el
deporte ese, una vez consigues entender las reglas de juego. Es
sencillo, en cada equipo hay tres... locos volando como posesos tras
la bola roja, intentando meterla en uno de los aros, como en
baloncesto. Luego hay otro que debe impedirlo, como un portero de
fútbol. Y luego los que van equipados con bates, cuya misión
parece derribar al contrincante... Sí, definitivamente le ha
gustado, aunque nunca lo admitirá en voz alta. Como tampoco
admitirá que su hija es una bruja.
Al fin amaina el
viento, ya no es más que un suave silbido que suspira en sus
oídos. Cuando abre los ojos, su hija le sonríe con un
extraño brillo pícaro en la mirada. Al principio no
comprende la expresión de la niña, hasta que se da
cuenta de que lleva algo en la mano.
- ¡Mira papá!
¡Mira lo que tengo!
Una revista. Su hija ha logrado
atrapar una de las muchas revistas traídas por las lechuzas.
Ésa es otra imagen más que, por desgracia, persistirá
en su memoria: millares de pájaros oscureciendo el cielo, como
una nube negra que anuncia tormenta. Pájaros en tal cantidad,
que cualquier director de cine que se precie, soñaría
tener en su elenco. Tantos pájaros juntos, no hace falta ser
mago para interpretar que es un signo de mal augurio. Recuerda
perfectamente el día que Privet Drive se llenó de
pajarracos con cartas para su primo.
Sólo por
curiosidad mira la portada; no es que le interesen las noticias de
esos chiflados, pero una ojeada no hace daño a nadie, ¿verdad?
De pronto, nota el calor de sus mejillas que se encienden como el
fuego, de pura vergüenza ajena. ¿Pero qué diablos
significa eso? Sus ojos se salen de órbita al ver a su...
primo besándose con otro hombre. No, si su padre estaba en lo
cierto, cuando decía que Potter era... anormal. En más
sentidos de lo que imaginaba. Si Vernon pudiera verlo, se le
revolverían las tripas. Pero por desgracia ahora no quedan más
que las cenizas guardadas en una urna en el cementerio de Saint Henry
Leonard of Ankaa. Y todo por culpa de ese maldito Potter.
-.-.-
Cuando afloja el vendaval, aterriza con suavidad al lado de
esa tierna escena entre padre e hija, no sin una insólita
mezcla de emociones que pugnan por apoderarse de su corazón.
Por una parte, alivio. Alivio de ver a Harry y a Narcisa fuera de
peligro, al parecer sin ningún rasguño. Pero luego
siente ese extraño dolor al ver el afecto entre ambos; un
sentimiento que tarda más en identificar, porque ha sido un
desconocido para él desde que la enemistad con Harry se
convirtió en algo muy distinto.
Envidia. Sí,
Draco Malfoy, poseedor de las llaves de cuarenta y tres cámaras
de Gringotts repletas de oro, plata y piedras casi tan codiciadas
como la piedra filosofal; con un cuerpo que todavía consigue
arrancar suspiros allí donde va, a pesar de haber dejado atrás
sus años mozos; Draco Malfoy, heredero de uno de los linajes
más poderosos en el mundo mágico, siente envidia ante
lo único que tal vez nunca podrá tener: el cariño
de una familia.
De niño siempre envidió a
Harry. ¿Y quién no lo haría? Después de
rechazar su amistad, el joven Gryffindor se las apañó
para dejarle siempre en un segundo plano, robándole el respeto
y estima que se supone que debe infundir un Malfoy. Harry era mejor
en todo: fue el jugador de quidditch más joven en cien años,
y gracias a su intento infructuoso por causarle problemas. En los
duelos, Harry era más rápido, siempre conseguía
dejar al contrincante fuera de combate antes de que el otro tuviera
tiempo de sacar la varita. Posiblemente el chico no fuera una gran
eminencia en los estudios, y en Pociones era un desastre; al menos en
opinión de Severus, que no desaprovechaba ninguna oportunidad
para dejarle en evidencia. Pero ni en ese aspecto podía Draco
regodearse con satisfacción, pues Hermione Granger siempre
tenía que sacar las mejores notas de clase... algo que
enfurecía a su padre. Lucius. Lucius no estaba nada orgulloso
de su hijo, y aunque nunca expresó su descontento, podía
ver su eterna decepción reflejada en sus ojos mercurios.
Todo cambió una fría noche de enero, al regreso
de las vacaciones navideñas más deprimentes de su vida.
Había salido a patrullar por los pasadizos de Hogwarts,
cumpliendo con sus obligaciones de prefecto, aunque su cabeza
deambulaba por otros rumbos. Se había sumergido en el
silencio, ese silencio ensordecedor que lo consumía como un
fuego gélido, que lo acompañaba en cada paso, que se
había adueñado de su alma. Un silencio sepulcral que
sólo puede provocar una ausencia, la pérdida de uno de
los pilares que sustenta el mundo tal como lo conoces hasta el día
de hoy. El silencio era su único compañero desde que su
padre fue a prisión.
El aire se solidificó ante
suyo, o eso creyó, porque de pronto chocó y se cayó
de bruces al suelo. Primero pensó en una pared invisible, pero
el obstáculo había sido más fláccido. Y
se había movido.
No tuvo tiempo para más
suposiciones, pues una mano flotante apareció de la nada,
tendida ante él como ofreciéndole ayuda para
levantarse. Contempló la mano con desconfianza: no era la
primera vez que veía alguna parte del cuerpo flotando en el
aire, nunca olvidaría la cabeza flotante de Potter en la casa
de los gritos, tres años antes.
- Miau.
¡Maldición!
Eran Filch y su gata, la Señora Norris, que se acercaban.
Instintivamente agarró la mano, que le ayudó a ponerse
de pie. Una mano fuerte, de piel dorada, con manchas de tinta y las
uñas poco cuidadas, que contrastaba con la suya, tan pálida
y delicada. Una mano que le resultaba extrañamente familiar, y
desconocida a la vez.
- ¿Has oído, mi tesoro?
Un estudiante fuera de la cama a esas horas... No escapará.
Miró alrededor con desespero, buscando dónde
esconderse, cuando recordó que ÉL era prefecto, y era
obligación suya el recorrer los pasillos de Hogwarts durante
su turno de vigilancia.
- ¿Quién tenemos por
aquí?
Argus Filch apareció por el recodo del
pasillo, farol en mano, con una sonrisa enigmática pintada en
su rostro, la gata pisándole los talones. Esa expresión,
que por alguna confabulación cósmica recordaba la
sonrisa de Mona Lisa, se transfiguró en una mueca de decepción
en menos que canta un fénix al reconocer a Draco.
-
Ah, eres tú. Pensaba que sería algún incauto de
primero o segundo. O mejor aún: Potter.
Los ojos del
viejo squib brillaron peligrosamente, encendidos por el deseo de
echar guante sobre ese escurridizo muchacho que le había
causado tantos problemas; pero entonces se posaron en algún
punto situado a la derecha de Draco, abriéndose de forma
desmesurada. Era el vivo retrato de la sorpresa en persona, su boca
se abría y se cerraba sin articular palabra, como pez fuera
del agua.
Siguiendo su mirada aterrada, Draco descubrió
que la misteriosa mano flotaba a escasas pulgadas sobre su hombro,
como si quisiera tocarle y no se atreviera.
- ¿Qué...
qué es eso? – preguntó Filch al recuperar su voz.
-
Le presento a mi nueva mascota – respondió el joven
prefecto, recordando las fantásticas historias que solía
contarle su amiga Miércoles. – Hairy – añadió,
con una sonrisa burlona, divertido ante la mirada recelosa del
conserje. ¿Hairy? Desde luego, qué nombre más
singular para una mano... ¿en qué estaría
pensando?
La mano, cobrando confianza con ese trato familiar,
empezó a acariciarle la mejilla y a jugar entre su cabello
rubio plateado. Draco se estremeció, no estaba acostumbrado a
recibir caricias afectuosas. Era una sensación... agradable, a
falta de mejor palabra para describir lo que sentía. Sin darse
cuenta estrechó la mano entre las suyas, con la misma
delicadeza con la que solía cuidar sus pinceles, o con la que
solía preparar las pociones más complejas bajo la
tutela de Severus Snape.
- Señor Malfoy, no estoy
seguro de que puedas tener esa clase de mascota aquí en el
colegio. Mejor si te llevas a Hairy a tu habitación, lejos de
miradas indiscretas. Buenas noches, y si pillas algún
trasnochador, dale su merecido. Vamos, preciosidad.
El felino
se despidió con un maullido y salió trotando tras su
amo, pero él no parecía reaccionar, las palabras del
conserje le estaban causando extrañas ideas. Sólo al
extinguirse el eco de los pasos se percató de que todavía
retenía la mano entre las suyas; y al menos de que lo
engañaran los sentidos, el propietario no podía estar
muy lejos. Podía percibir su aura, su esencia, si agudizaba el
oído hasta podía adivinar una respiración
contenida.
Acarició la mano con afectuosidad, como si
de una lechuza se tratara, hasta que sus dedos rozaron una tela
suave, fría como la noche. Con los reflejos de un buscador, la
mano de Draco agarró la tela y tiró de ella, desvelando
a un asombrado Harry Potter con un adorable rubor en sus mejillas.
Una tierna imagen digna de plasmar en un lienzo.
Los dos
enemigos se miraron, incómodos ante semejante situación;
se miraron durante un segundo, durante una eternidad. El tiempo había
dejado de tener sentido. Y entonces el moreno escapó de las
garras del rubio y se alejó corriendo, dejando atrás
una fina capa de tela plateada, escurridiza como el agua, el tiempo,
los recuerdos.
Ese fue el primer encuentro entre ambos en que
no hubo intercambio de insultos, ni golpes, ni hechizos. Sólo
caricias. No fue el último.
Hubo un tiempo durante el
cual Draco soñó que ambos podían formar una
familia. Eran tiempos de guerra, apenas había lugar para los
sueños. Aún así, Draco se permitía el
lujo de soñar un futuro conjunto, sin entreno, sin batallas,
sin el miedo constante de que cada noche podía ser la última.
En su sueño llegó a ver a dos niños
chiquitines, uno rubio, el otro moreno, que reían y cantaban
junto al fuego. Una familia, SU familia.
Qué ironía
que con la paz su sueño se esfumó, cuando Harry
descubrió que él ya tenía familia propia... y
Draco no formaba parte de ella.
Durante veinte años
Draco ha vivido en la mentira, queriendo creer que lo que más
valoraba era su absoluta libertad, sin compromisos, sin lazos
familiares... una falsa ilusión. Porque acaba de redescubrir
que a una verdadera familia no la une el prestigio de un apellido,
sino unos lazos más profundos que nacen del corazón.
Algo que un Malfoy jamás podrá experimentar. Por eso
siente envidia.
-.-.-
Cae, exhausta, con una sonrisa
de satisfacción dibujada en sus labios. La invocación
drena toda su energía. En menos de veinticuatro horas es la
segunda vez que intenta dominar el elemento de sus antepasados, el
aire, y aunque no le agrada admitirlo, ya no es la joven muchacha de
antaño, llena de vitalidad. Los años hacen mella. Pero
el esfuerzo vale la pena: no, no es tan ilusa como para creer que
nadie descubrirá el secreto ignominioso de su heredero, pero
al menos ha conseguido convencer a ese goblin de nombre
impronunciable, Ragnok para los humanos, de que es una bruja con gran
poder. Con esa pequeña demostración, y unas cuantas
arcas de monedas de plata, sabe que puede contar con la inestimable
ayuda de esa criatura ávida de riquezas. Ragnok ha accedido a
enseñarle a pronunciar correctamente las palabras en
gobbledegook. Pronto Narcisa Malfoy podrá completar la segunda
parte del conjuro. Por suerte Harry Potter no se ha lastimado, si
llega a ocurrirle algo al único mago en vida que puede hablar
en pársel, sus planes se irían al agua.
-.-.-
Siente un cosquilleo en la mano: sonríe amargamente,
ya había olvidado la snitch, que bate las alas con furia en un
intento desesperado de escapar de entre sus dedos. Duda que nadie se
haya dado cuenta de que ha conseguido atrapar la bola dorada, en
medio del torbellino. Si levanta la mano y la muestra al público,
consigue ciento cincuenta puntos y catapulta a las Celebridades
Caducas a la gloria, por ganar a las Campeonas de la Liga en su
primer partido de la historia. Tiene la oportunidad de quitarse esa
espina clavada en su corazón. Es lo que siempre había
soñado, ganar a Harry; pero no en esas circunstancias.
Recorre los escasos metros que le separan de padre e hija. En
silencio se arrodilla ante Harry y deposita la pequeña bola
alada en su mano, cerrándole el puño para evitar que se
escape. La sorpresa del moreno se convierte en un estallo de alegría
que vale más que todo los galeones del mundo.
- ¿Has
cazado la snitch para mí?
- Intento cumplir mis
promesas, Harry.
Aunque quiere disimularlo, en su tono hay
cierto pesar. No fue culpa suya que todas las promesas que se
hicieron quedaran en papel mojado, reduciéndose a la nada. No.
La principal causa se encuentra entre los brazos de Harry, una linda
muchacha pelirroja con esas mismas esmeraldas que fueron su
perdición.
Sin apartar la mirada de esos ojos, dos
llamas verdes que brillan llenos de sentimientos confusos, Draco saca
el amuleto escondido bajo la tela de su uniforme. Con sus largos
dedos cosquillea al dragón plateado, que despierta de su
sueño. Una medio sonrisa al recordar el lema del colegio:
"Draco dormiens nunquam titillandus". En efecto, nunca hagas
cosquillas a un dragón dormido. El amuleto escupe una pluma
blanca, pura, casta, que el aristócrata recoge con suma
delicadeza y la deposita en la mano de la joven. La virtud de una
pluma de fénix albino, saliendo de las entrañas de un
peligroso dragón.
Draco se levanta, ahora no puede
afrontar el odio de la hija. Ni su desprecio por sí mismo, por
haber fallado a Harry. No merece ser su Dragón Protector. Se
retira lentamente, tratando de ignorar esa punzada de dolor que le
llega a través del Vínculo Vital. Ya es lo bastante
difícil separarse sin ver la expresión de Harry. Sabe
que si se gira, se perderá irremediablemente en sus ojos, en
sus labios, en su cabello indomable... Tiene que alejarse ahora que
todavía tiene un cierto control.
Aún no ha
hecho ni tres pasos que una mano delicada pero fuerte se cierra
alrededor de su muñeca y consigue detenerle. Más rápida
que un rayo de sol, Narcisa se ha levantado para evitar que huya una
vez más, como un cobarde.
- No dejes escapar una
snitch, Draco. Nunca sabes si podrás volverla a atrapar.
Cuando la observa, sorprendido, quizá por el uso de su
nombre, descubre por qué es hija de Ginny Potter: la misma
fuerza interior, la misma determinación, la misma cabellera de
fuego que infunde ese aura de nobleza y poder. ¿A qué
se refiere, con esa metáfora? ¿A la bola alada?, ¿a
la pluma?... ¿Al tiempo?, ¿al amor?... ¿A Harry?
- Pensaba que nos odiabas... que me odiabas por ser... por
querer estar con tu padre.
- Te juzgué mal. Es obvio
que él te quiere... y no me extraña – añade,
en un murmullo, su mirada perdiéndose por un breve instante en
esa delicada pluma que acaba de recuperar. – El fénix de
Heliópolis...
- ¿Cómo? – exclama el
rubio, sin entender. Cree no haber escuchado bien, aunque
probablemente tampoco eran palabras dirigidas a él...
-
Puede que no me guste, pero nada de lo que Harry diga o haga cambiará
el que yo sea su hija. Mejor aceptarlo antes no sea demasiado tarde.
Se queda reflexionando por unos momentos, las palabras de la
joven pelirroja se repiten una y otra vez en su cabeza.
Instintivamente, sus ojos se dirigen hacia el palco principal, donde
divisa a otra Narcisa, al lado del Ministro de Magia y de un goblin.
¿Sería él capaz de dialogar con su madre, tratar
de comprenderla, aceptarla, recuperar la relación afectiva que
se truncó tras el deceso de Lucius? Difícil, pero quizá
debería intentarlo.
- Draco...
Ahora es Harry
quien le llama. Es más de lo que resiste su corazón,
que se funde al ver esos ojos suplicantes, ese ligero temblor en sus
labios rosados, esas mejillas ligeramente coloradas, la respiración
entrecortada, y, sobre todo, esa esencia que es tan genuinamente
Harry.
- Recuerda tu promesa, Draco.
- ¿Qué
promesa? – pregunta, sin esconder su asombro. No es muy común
que en esos días Harry pueda retener recuerdos coherentes.
-
Me prometiste que no ibas a dejarme nunca más.
El
rubio va a replicar, pero el moreno, ignorando el mundo que les
rodea, recorre la distancia que les separa y cubre su boca con sus
labios, para evitar que pronuncie palabras que puedan perderse en el
viento.
Continuará
