NO
ME OLVIDES
XIII. Batalla perdida
Amor, ternura...
Harry se pierde en las sensaciones provocadas por ese beso
correspondido. Un beso suave, tierno, que a cada segundo se vuelve
más y más profundo, un beso lleno de promesas
formuladas en un lenguaje que todavía puede entender. Tiembla
entre esos brazos que rodean su cintura, transmitiéndole una
seguridad que nunca ha tenido, prometiéndole que nunca jamás
volverá a sentirse solo. Se estremece con el movimiento de
esos labios que sin separarse de su boca le cuentan que Draco siempre
estará a su lado cuidando de él, de que no le falte
nada... Y él responde de la única forma que sabe,
entregándose en cuerpo y alma a su Dragón Protector.
El silencio cae como un velo sobre el público, que
todavía no se ha recuperado de la sorpresa. Ni siquiera los
pocos afortunados que han podido agarrar un ejemplar de "Corazón
de Bruja" antes del vendaval, pueden creerse el espectáculo
que se ofrece ante sus ojos. Sus héroes, dos magos respetados
por toda la comunidad y por la mayoría de las criaturas
mágicas, los magos que vencieron a Quien-Todos-Sabemos, se
están besando. En público. Ante millares de
espectadores.
De pronto un grito rasga ese frágil
silencio. "¡Anormales!" El primero de la lluvia de insultos
que cae sobre dos hombres cuyo único pecado es esa muestra del
afecto que les une, un amor que sobrevive a pesar de las
contrariedades del destino y de la enfermedad.
El beso se
rompe, y Harry toma consciencia del escenario hostil que les rodea.
Un cerco de gente les acecha, se cierra sobre ellos, cada vez más
cerca. Claustrofobia, pánico, recuerdos de aquella noche que
cambió su destino, imágenes que persisten en su memoria
y que se mezclan con la realidad.
Lejos queda ya el calor del
infierno, a sus espaldas el castillo arde en llamas, las piedras se
derrumban, sepultando miles de años de historia... En sus
tímpanos todavía resuenan los gritos de dos niñas
atrapadas en la torre, dos niñas que confiaban ciegamente en
su ayuda, como todos. Todo el mundo espera que él les salve,
porque él es el "Niño-Que-Vivió". Él
no es un héroe, simplemente un superviviente, pero nadie se da
cuenta de la diferencia. Si alguien merece el título de héroe,
ése es su compañero de habitación, ese muchacho
mofletudo cuyo nombre ya no puede recordar, que vuelve dentro del
castillo para rescatar a los alumnos perdidos en ese laberinto de
fuego. Muchos contarán cómo les guió hasta la
doble puerta de la entrada principal, pero nadie recordará
haberle visto salir.
-.-.-
Cierra los ojos, sólo
ve rojo. Porque aunque lleva varios días intentando aceptar
esa relación "antinatural" entre su mejor amigo y ese
hurón de lengua viperina, ese beso es una imagen que
preferiría no haber presenciado. Ahora tendrá
pesadillas en la noche.
Rabia, aunque ya no sabe si por causa
de esa serpiente venenosa, o por impotencia al ver esa horda de
bárbaros que se abalanza sobre los dos, gente intolerante...
como él. Rabia. Siente la sangre hirviéndole en las
venas, los labios le tiemblan, la boca se le llena de espuma, los
dientes empiezan a apuntar en sus encías. La mandíbula
se alarga, la espalda se curva, sus manos y su rostro se cubren de
pelo color fuego. Los instintos salvajes de la fiera, dormidos
durante más de dos décadas, despiertan con toda su
fuerza, aviados por esa histeria colectiva.
Sangre. Sediento
de sangre, necesita beber el líquido fuente de vida, sentir el
cálido sabor cobrizo deslizándose por su garganta para
calmar su sed. Igual que su última noche en Hogwarts, la noche
de su conversión, la noche en que fue víctima y
verdugo.
-.-.-
La cicatriz arde en su frente como un
rayo de fuego que quiere atravesar su cabeza y dividirla en dos.
Instintivamente se lleva las manos a la frente, frotando esa señal
que es sólo la superficie de una herida infinitamente más
profunda, una herida infligida en su más tierna infancia: la
muerte de sus padres.
Una risa aguda, gélida,
ensordece sus oídos. Una risa asociada a la muerte y a la
destrucción. Por un momento teme que su peor enemigo invada su
mente como aquella vez en el Ministerio, pero aquella batalla dejó
secuelas en ambos, y Lord Voldemort no se atreve a volver a poseer un
cuerpo que rezume tanto amor.
Y entonces el infierno se
congela. Un frío glacial les envuelve, la noche se vuelve más
oscura, incluso la luna creciente desaparece del firmamento. Sólo
se encuentran Harry y Voldemort, y centenares de seres encapuchados
que flotan en el aire dispuestos a absorber su alma. Tristeza,
desamparo, una corriente de agua gélida que lo ahoga, que se
lo lleva lejos, muy lejos... Escucha el grito de su madre, si deja de
luchar podrá reunirse con ella, y con su padre, y con
Sirius... A lo lejos suena un canto a la desesperación, el
último canto de un fénix.
La muerte es
demasiado tentadora, todos los que verdaderamente le han querido se
han ido. Sólo queda Draco... Mentira. Draco le ha abandonado;
peor que eso, lo ha traicionado uniéndose a las filas de su
enemigo. La traición de Draco partió a sangre fría
su alma, arrebatándole la única razón para no
rendirse en esa batalla perdida. Ha intentado olvidar sus besos y sus
caricias, extirpar el amor de sus entrañas, pero como una daga
clavada en el corazón, al retirarlo hace sangrar la herida.
Nada puede sanar tan profundo dolor, excepto morir, quitarse la vida.
¿Y dónde estás tú, Muerte,
que te espero con los brazos abiertos?
Abrázame en tu
lecho,
llévame, bríndame tu Sueño Eterno.
Una figura encapuchada muy alta, de más de tres metros
quizá, se le acerca con el sigilo de un amante, y con un beso
de muerte empieza a arrancarle el alma, un alma que aun siendo tan
joven está demasiado cansada de tanto sufrir. Un alma que ya
no opone ninguna resistencia.
Lo último que ve antes
de perder el conocimiento son dos figuras de humo plateado que
ahuyentan a los dementores, esos seres patéticos que sólo
se alimentan de emociones y recuerdos. Un lobo y un dragón.
- Harry. ¡Harry!
Abre los ojos para perderse en
esos luceros de plata que no se cansaría de contemplar en toda
la eternidad. Draco en túnica blanca, su ángel de la
guarda. Si no es ése el Paraíso, entonces es que ya ha
perdido su fe. Su corazón palpita con más fuerza cuando
su Draco le dedica la más bella de las sonrisas.
-.-.-
Varita en mano avanzó lentamente hacia las criaturas
que esperaban formadas en media luna una señal para atacar. Su
cuerpo temblaba, aquélla podía ser su última
noche. Mirando a su alrededor vio a McGonagall y a otros profesores
avanzando sin temor hacia el Ejército Oscuro, un ejército
que les superaba en número. Una muerte casi certera, una
batalla perdida que no iban a dejar de lidiar para salvar la vida de
niños inocentes, demasiado jóvenes para morir.
"Soy
un Gryffindor".
Ese único pensamiento le dio fuerzas
para proseguir adelante, hacia esos seres peludos de cuatro patas y
hocicos alargados que les observaban desafiantes. Uno de ellos abrió
la boca, mostrando unos colmillos afilados que relucían en la
noche. Perdiendo parte de su determinación miró hacia
la luna creciente; una simple distracción que podría
haberle costado la vida.
Una de las fieras le saltó al
hombro, sus fauces desgarrándole la piel. La sangre salía
a borbotones, salpicando la túnica ya raída por el
fuego. Su cuerpo empezó a contorsionarse en figuras imposibles
mientras sufría la metamorfosis. Quería gritar, pero de
su garganta sólo emergió un ladrido.
Rojo. Un
instinto asesino, feroz, se apoderó de su ser. Con su olfato
aguzado podía sentir el pánico que emanaba de su
compañero.
- Ron, no. No te me acerques – decía,
desesperado, mientras intentaba alejarse con pasos vacilantes.
Pero
ese olor a miedo enloqueció sus sentidos. Necesitaba catar
sangre para aplacar su sed. Su mordedura condenó a Dean Thomas
a un cruel destino, convertirse en un hombre-perro, y a diferencia
suya, él jamás encontraría quien pudiera calmar
la rabia para conservar su forma humana.
-.-.-
-
¡Obliviate universalis!
Un resplandor malva y una
lluvia de estrellas fugaces que cae sobre las gentes, que se detienen
en mitad de movimiento, como si el tiempo se detuviera en ese preciso
instante. Consternación general, todos miran a sus vecinos,
buscando la respuesta a simples preguntas que no se llegan a
formular. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?
¿Cuándo? ¿Por qué? La última media
hora ha desaparecido de sus memorias, como si jamás hubiera
transcurrido.
- Siempre he sido bueno con los hechizos
desmemorizantes – se jacta el Ministro mientras acaricia
distraídamente su varita de sauce, veintinueve centímetros,
flexible y delicada.
Quizá demasiado. Demasiadas
víctimas han sufrido daños permanentes.
El
labio inferior de la señora Malfoy tiembla, de nervios. Con el
hechizo se rompe el efecto de la Tinta China Imperial, y los
invitados son libres de marchar. Las sirenas regresan al lago, los
centauros se adentran al Bosque Prohibido, los humanos se frotan los
ojos como si acabaran de despertar de un sueño. O de una
maldición.
Nota la mirada suspicaz del director de
Hogwarts que no la deja en ningún momento, probablemente
intentando leer sus pensamientos. Por suerte aprendió cómo
protegerse del Legeremens, y le dedica su más inocente sonrisa
al tiempo que proyecta en su mente la imagen del cuerpo desnudo de
una joven mujer de piel blanca y fina, pelo rojo oscuro, ojos verdes
almendrados y esos labios que piden a gritos ser besados.
El
Gran Maestro Snape se ruboriza al revivir sus más oscuros
deseos de adolescencia, preguntándose cómo su antigua
compañera de clase ha descubierto su pequeño secreto, y
peor aún, cómo puede recordar el cuerpo de Lily Potter
con tanto detalle y precisión.
Por mucho que le
divierta confundir a Snivellus, Narcisa Malfoy tiene una
responsabilidad, evitar que decaiga el ritmo de la fiesta. Con su
varita y la ayuda inestimable de los elfos consigue que en pocos
segundos aparezcan largas mesas con manteles decorados mágicamente
con motivos orientales, pájaros de fuego surcando el cielo y
dragones que vigilan tesoros escondidos en las montañas.
El
banquete está a punto de empezar.
-.-.-
¿Cómo
se atreven a colocarla tan lejos de la mesa principal? Y con esos
muggles tan esperpénticos que parecen sacados de un cuento
infantil. Si ya había conseguido ganarse la confianza del
Ministro, asegurándole un número especial dedicado a su
sonrisa encantadora, ya casi tenía una silla a su lado. Pero
no, la señora Malfoy ha tenido que desbaratar cada uno de sus
planes, no le ha bastado con conjurar un huracán que se
llevara las revistas, encima tiene el descaro de relegarla a las
mesas del fondo, junto con la más baja escoria.
Pues
que vigile, porque no sabe con quien se las tiene. No es ella quien
se detenga ante el menor obstáculo, no en balde el sombrero
seleccionador dudó entre ponerla en Gryffindor o en Slytherin.
-.-.-
Demasiada gente, demasiado ruido que lo abruma,
que lo desorienta. ¿Por qué tantas brujas querían
sacarse una foto junto a él? Draco lo ha impedido, Draco las
ha alejado con unas palabras amables pero intransigentes. ¿Qué
haría sin Draco? Ginny... Ginny también está a
su lado, pero no es lo mismo. Ginny es ternura, Draco es amor.
Hoy
comen en el exterior, le gusta la idea. Como en la Madriguera, pero
muchísima más gente. Suerte que sus amigos están
con él. Draco por supuesto, y Ginny, y Ron... ¿Pero
dónde está Hermione? En su lugar hay una de las dos
mellizas, la que bailó con él en el Baile de Navidad, o
quizá su hermana. Y luego... ¡Snape! ¿Qué
diablos hace Snape sentado en la misma mesa que él? Casi
pierde el apetito, compartir mesa con Snape es algo que ni sus peores
pesadillas pueden superar. Hay más rostros familiares, esa
anciana que sería tan hermosa como Draco si no fuera por esa
mueca de disgusto, y ese mago con túnica aguamarina que no
deja de sonreír sin motivo alguno. Pero también hay
rostros desconocidos, o tal vez no. Allí, en el otro extremo
de la mesa, esas dos brujas... Otra vez un extraño escalofrío
recorre su cuerpo, otra vez esa magia antigua en su estado más
puro. No le gusta cómo la mirada de la mayor, la de pelo
encanecido, se clava en SU Draco con ese odio irracional,
injustificado... No lo entiende, ¿quién puede odiar a
su Draco? Y la otra mujer... esa dulzura en los ojos, en cada uno de
sus gestos, le confunde. ¿Por qué le mira con una
tímida sonrisa, con las mejillas ligeramente sonrosadas?
Otra vez le invade un río de extraños
recuerdos, irreales como los sueños o las alucinaciones: un
arco que abre las puertas a otra dimensión y un llanto que lo
salva de su persuasivo poder de atracción; una tarde en el
haya, dos antiguos compartiendo el corazón. Cuando vuelve a
mirar a las dos brujas, por un momento le parece que sus cuerpos se
vuelven traslúcidos como los de un fantasma, pero
probablemente no sea más que un efecto óptico, una
broma más de sus sentidos, que últimamente no son muy
de fiar.
Y hablando de fantasmas...
- ¡Hola,
Harry! Hola, Draco – les saluda Albus Dumbledore, su cuerpo etéreo
sin haber perdido esa chispa en los ojos tan característica. –
Hace ya rato que quería hablar contigo, Harry, pero me he
entretenido escuchando una interesante conversación entre la
señora Murray y la señora Mora sobre si el mal puede
redimirse o no... Pero creo que me estoy yendo por las ramas. ¿Qué
tal te encuentras?
- Bien, profesor. ¿Sabe?, he estado
inventando hechizos, como me pidió... Hermione tiene la lista,
¿quiere verla?
- Harry, eso fue antes de la guerra. De
todos modos sí que me gustaría echar un vistazo a esa
lista, aunque mucho me temo que ya no podré probar los nuevos
conjuros.
- ¿Y por qué no?
El anciano,
o mejor dicho, el espectro se queda observándolo con una
sonrisa melancólica, sin decir nada. Harry se siente
ligeramente incómodo con ese silencio. ¿Por qué
todos le miran siempre con compasión? De pronto se le ocurre
algo, pero cuando abre la boca para hablar, se le ha ido de la mente
como un pájaro que vuela hacia la libertad.
- No
debería estar aquí – hace Dumbledore al fin -, pero
me ha encantado volverte a ver jugando a quidditch. Un partido...
interesante. Lástima que la snitch se haya perdido.
No
es verdad, no se ha perdido. Busca entre los bolsillos de su
uniforme, hasta que sus dedos rozan una superficie metálica.
Sonríe. Con suma delicadeza saca la snitch para mostrarla al
que fuera su mentor.
- Mire. Draco la ha cazado para mí.
Harry contempla cómo la bola dorada despliega las
alas, revolotea sobre sus cabezas y sale disparada en el aire,
zigzagueando sobre las mesas hasta perderse de vista. Cuando vuelve a
bajar los ojos, el fantasma ya ha desaparecido también. Harry
y Draco se miran, encogiéndose de hombros. Pero no pueden
comentar nada porque en ese preciso instante las bandejas de comida
se materializan con un plop.
-.-.-
Comida china, su
favorita. Rollitos de primavera, dorados como la piel de Harry en
verano; salsa agridulce, rojo fuego como un fénix, o como los
labios de Harry cuando los besa con pasión; arroz frito con
guisantes, pequeñas esmeraldas que relucen como los ojos de
Harry cuando le miran con ternura, más que eso, con amor.
Le
gusta la comida china desde chiquitín, cuando su tía
Bella le contaba leyendas de fénix y dragones, el yin y el
yang, al tiempo que le enseñaba a comer con palillos. Todo un
arte. Con el tiempo se convertiría en un artista, aprendería
a manejarlos con la misma gracia que el pincel.
Sonríe
al recordar otro cumpleaños, ya muy lejano en el tiempo, la
noche en que alcanzó la mayoría de edad. Aquella noche
Harry le citó en la sala de los Menesteres, obsequiándole
con una cena romántica a la luz de las velas, con su comida
favorita. Pero eso no era más que el aperitivo, más
tarde cataría el más exquisito de los manjares por
primera vez: el fruto prohibido. Aquella noche, entre caricias y
besos, ambos se entregarían el uno al otro por primera vez.
Aquella noche descubriría por qué le gusta tanto el
plátano frito con miel.
-.-.-
Severus Snape se
aburre con el parloteo del Ministro de Magia, con ese afán de
protagonismo tan acentuado que no sólo tiene que inventar las
más extrañas proezas para deslumbrar a sus ilustres
invitados, el presidente de la Confederación Internacional de
Magos y ese goblin con cara de pocos amigos, sino que además
coquetea descaradamente con todas las mujeres que tiene a su alcance,
incluida Hestia, su esposa. No es por ella que se preocupa, ya le ha
demostrado sobradamente que le es fiel. Simplemente... no, nunca
admitirá en público cuál es la opinión
personal que tiene formada de Gilderoy Lockhart. Casi tan mala como
la de Potter.
Maldice una y mil veces a Narcisa por la
distribución de las mesas, ¿por qué rediablos
Potter tenía que sentarse a su lado? Sin girar mucho la
cabeza, más que nada para evitar entrar en contacto visual con
Harry, intenta prestar atención a la conversación que
mantiene la señora Potter con esa hindú casada
incomprensiblemente con otro Weasley. De Potter nunca dudó que
tuviera mal gusto, pero esa belleza oriental, la melliza que
sobrevivió a la batalla de Hogwarts, una Ravenclaw si mal no
recuerda, ¿no podría haber elegido mejor? No sólo
un Weasley, sino un ser que en la clasificación del Consejo de
Asuntos Mágicos habría recibido cinco X, máxima
peligrosidad.
- ¿Habéis pensado en las reformas
para adecuar vuestra casa a Harry y a su... situación?
-
¿Reformas? – hace Virginia, o cualquiera que fuera su
nombre, mirando a su marido de soslayo. Sin verle, Severus puede
imaginarlo perdido en su mundo, igual que cuando estaba en su clase.
- Harry está llegando a una fase donde cualquier
sencilla acción puede convertirse en un obstáculo
insalvable, y ya que él no será capaz de adaptarse al
entorno, el entorno deberá adaptarse a sus necesidades.
-
¿Pero qué clase de reformas?
- Pues hay que
tener las mismas precauciones que si tuvieras un niño andando
por la casa. No sé, suelos enmoquetados, por ejemplo; grifos y
velas mágicas, sustituir las escaleras por plataformas Flu...
- ¡Plataformas Flu! – exclama Ron Weasley, metiendo
baza en la charla. - ¡Si todavía están en fase de
experimentación! Construir una con todas las garantías
de seguridad, entre conseguir la licencia y pasar todos los
controles, ¡pueden ser meses! Aparte de ser más caras
que el ojo mágico de Ojoloco Moody.
- No importa el
dinero, Ron, sólo me preocupa dónde nos alojaremos
tanto tiempo... los tres.
El Gran Maestro casi se atraganta
con la comida al escucharla. ¿Los tres? ¿Se refiere a
que ella, Potter y Draco forman una unidad? Porque después de
la escena que ha presenciado esa mañana en el campo de
quidditch, ahora ya no le extrañaría nada, su perversa
mente le está proporcionando imágenes que preferiría
olvidar. Por una vez desearía haber sido víctima del
hechizo desmemorizante del Ministro de la Magia.
- Podéis
alojaros a nuestra mansión en Wiltshire – interviene Narcisa
con esa expresión inocente que no presagia nada bueno. Puede
reconocer cuándo está tramando algo, hace demasiados
años que la conoce. – Draco puede prestaros sus antiguos
aposentos del ala este, que últimamente está un poco
abandonada. Él ocupará la habitación principal,
la del heredero, como le corresponde.
- Madre, con todos los
respetos, no creo que la Mansión Malfoy reciba a la familia
Potter con los brazos abiertos.
- Oh, no te preocupes, hijo –
Narcisa adopta una sonrisa que, lejos de ser hermosa, recuerda la de
una hiena. – Si te preocupan los retratos, ya sabes que puedo ser
muy convincente, no les molestarán. Será un gran placer
hospedar a tu... ídolo y a su esposa mientras duran las
reformas, en compensación de las molestias que les has
causado.
En otras circunstancias habría encontrado
divertidas las expresiones de terror en Draco, y repulsión en
la señora Potter, pero sospecha que su cara debe ser una
mezcla entre ambas. Sólo la mujer hindú permanece
inalterable.
- No dudo de la honestidad de su propuesta,
señora Malfoy – dice con tanto aplomo que ni siquiera él
puede percibir una gota de ironía en sus palabras. – Pero
tengo una objeción: es beneficioso para los enfermos que
continúen en un espacio conocido, para que puedan practicar
las actividades rutinarias sin sentirse tan perdidos. Un lugar que
puedan considerar su hogar.
- Hogar, dulce hogar – murmura
el director de Hogwarts para sus adentros, sarcástico. Aunque
en seguida lo lamenta, la hindú debe haberle escuchado, a
juzgar por la mirada fulminante que le lanza.
- Sí,
hogar, donde han transcurrido los acontecimientos más íntimos
de nuestra vida. Un lugar donde cada objeto, cada rincón
traiga a la memoria los momentos de amor compartidos con nuestros
seres más queridos – pausa larga, para incrementar el efecto
de lo que va a decir a continuación: - Y no creo que Harry
pueda considerar la Mansión Malfoy su hogar.
Silencio
sepulcral, sólo interrumpido por las risas tontas del Ministro
desde el otro lado de la mesa, y el vuelo de esa avispa que ya
empieza a molestar.
- Yo tengo otra sugerencia.
Hasta
él mismo se sorprende de escuchar su propia voz. ¿Desde
cuándo los problemas de Potter le incumben? Desde que Albus le
pidió que cuidara de él, contesta la voz de su
conciencia. O mejor dicho, desde que James le salvó la vida.
Después de tantos años y aún no ha sido capaz de
saldar esa deuda. Nota todas las miradas puestas en él,
esperando que prosiga, incluso la del goblin, que hasta ahora no ha
mostrado ninguno interés. Ya no puede echarse atrás.
- Podéis vivir aquí en Hogwarts, por lo menos
hasta que empiecen las clases... Ya sé que no es exactamente
el mismo castillo donde él estudió, que gran parte se
derrumbó durante la batalla de 1998. Pero la parte nueva se ha
reconstruido intentando mantener la estructura original, incluso se
ha hechizado el techo del Gran Comedor para que siga mostrando el
cielo. Creo que aquí Po... Harry se sentiría como en
casa. Además, así lo tendría cerca para poder
probar la poción que estoy intentando hallar para curar su
enfermedad.
Reacciones varias, desde la mueca de absoluta
desconfianza de Weasley, que ya debe imaginar mil absurdas razones y
tramas complicadas que expliquen esa oferta, hasta el abrazo del
Ministro, que evidentemente aprovecha ocasión para acaparar
toda la atención y colgarse una medalla. Lo que no esperaba es
esa aura de felicidad que irradia la pelirroja, un rayo de sol entre
una nube de tormenta, una llama de esperanza en esa batalla perdida
contra el olvido.
-.-.-
A veces desearía poder
cortar el Vínculo Vital, para que su compañero no
tuviera que experimentar sus mismas sensaciones, confundiéndole
más en ese mundo ya de por sí complicado. Pero también
es consciente que ese Vínculo es la forma más efectiva
de saber qué siente él en cada momento.
Pánico
y frustración. Con una mirada furtiva se da cuenta de que
Harry no sabe cómo enfrentarse a la ardua tarea de comer con
palillos chinos. Bajo la mesa su mano roza el muslo del moreno,
causándole un estremecimiento involuntario. Harry le mira con
esos ojazos verdes agrandados por los cristales, y sólo la
presencia de su madre refrena ese deseo de abrazarle, acariciarle,
amarle. Ni el Gran Maestro Snape, ni el Ministro con sus invitados
especiales, ni siquiera Ginny, esa mujer que cada día aprecia
más y más, consiguen intimidarlo tanto como su madre.
Pero Harry le necesita, así que empieza a alimentarle
con sus propios palillos, cual fuera un niño pequeño,
sin importarle lo que piensen los demás. Sonríe cuando
percibe que su Harry se tranquiliza, siente agradecimiento a través
del Vínculo. Es en pequeños momentos así cuando
no se arrepiente para nada de haber conjurado ese estrecho Vínculo
que les ha unido de por vida, en la prosperidad y en la adversidad,
en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. Amén.
Un zumbido le distrae. Con su vista avispada, entrenada
durante años buscando la snitch, no tarda en divisar ese bicho
insufrible que zigzaguea entre las bandejas de arroces y verduras
variadas. Se queda con los palillos en el aire, a mitad de camino de
la boca, como si se hubiera perdido en sus pensamientos. Por el
rabillo del ojo no deja de observar su vuelo, aprendiendo cada uno de
sus movimientos con todo detalle. El insecto se confía, se
acerca, incauto, atraído por el aroma de la comida... o por el
olor a primicia, quizá.
Con una precisión de
relojero y unos reflejos de buscador, Draco Malfoy cierra los
palillos, atrapando el cuerpo de ese odioso insecto entre las dos
maderas. Con la delicadeza de no aplastarlo, pero con la fuerza
necesaria para no dejarlo escapar.
Draco acerca lentamente el
rostro a su presa, que mueve frenéticamente alas y patas en un
intento desesperado por recuperar la libertad. La observa con
detenimiento, como buscando alguna señal identificadora. La
avispa se estremece aún más bajo ese escrutinio. Sus
ojos de hielo relucen de una forma nada tranquilizadora, su lengua
humedece los labios que por un instante se tuercen en una sonrisa
demencial. Se le acaba de ocurrir una idea.
Continuará
