NO ME OLVIDES

XIII. Batalla perdida

Amor, ternura... Harry se pierde en las sensaciones provocadas por ese beso correspondido. Un beso suave, tierno, que a cada segundo se vuelve más y más profundo, un beso lleno de promesas formuladas en un lenguaje que todavía puede entender. Tiembla entre esos brazos que rodean su cintura, transmitiéndole una seguridad que nunca ha tenido, prometiéndole que nunca jamás volverá a sentirse solo. Se estremece con el movimiento de esos labios que sin separarse de su boca le cuentan que Draco siempre estará a su lado cuidando de él, de que no le falte nada... Y él responde de la única forma que sabe, entregándose en cuerpo y alma a su Dragón Protector.

El silencio cae como un velo sobre el público, que todavía no se ha recuperado de la sorpresa. Ni siquiera los pocos afortunados que han podido agarrar un ejemplar de "Corazón de Bruja" antes del vendaval, pueden creerse el espectáculo que se ofrece ante sus ojos. Sus héroes, dos magos respetados por toda la comunidad y por la mayoría de las criaturas mágicas, los magos que vencieron a Quien-Todos-Sabemos, se están besando. En público. Ante millares de espectadores.

De pronto un grito rasga ese frágil silencio. "¡Anormales!" El primero de la lluvia de insultos que cae sobre dos hombres cuyo único pecado es esa muestra del afecto que les une, un amor que sobrevive a pesar de las contrariedades del destino y de la enfermedad.

El beso se rompe, y Harry toma consciencia del escenario hostil que les rodea. Un cerco de gente les acecha, se cierra sobre ellos, cada vez más cerca. Claustrofobia, pánico, recuerdos de aquella noche que cambió su destino, imágenes que persisten en su memoria y que se mezclan con la realidad.

Lejos queda ya el calor del infierno, a sus espaldas el castillo arde en llamas, las piedras se derrumban, sepultando miles de años de historia... En sus tímpanos todavía resuenan los gritos de dos niñas atrapadas en la torre, dos niñas que confiaban ciegamente en su ayuda, como todos. Todo el mundo espera que él les salve, porque él es el "Niño-Que-Vivió". Él no es un héroe, simplemente un superviviente, pero nadie se da cuenta de la diferencia. Si alguien merece el título de héroe, ése es su compañero de habitación, ese muchacho mofletudo cuyo nombre ya no puede recordar, que vuelve dentro del castillo para rescatar a los alumnos perdidos en ese laberinto de fuego. Muchos contarán cómo les guió hasta la doble puerta de la entrada principal, pero nadie recordará haberle visto salir.

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Cierra los ojos, sólo ve rojo. Porque aunque lleva varios días intentando aceptar esa relación "antinatural" entre su mejor amigo y ese hurón de lengua viperina, ese beso es una imagen que preferiría no haber presenciado. Ahora tendrá pesadillas en la noche.

Rabia, aunque ya no sabe si por causa de esa serpiente venenosa, o por impotencia al ver esa horda de bárbaros que se abalanza sobre los dos, gente intolerante... como él. Rabia. Siente la sangre hirviéndole en las venas, los labios le tiemblan, la boca se le llena de espuma, los dientes empiezan a apuntar en sus encías. La mandíbula se alarga, la espalda se curva, sus manos y su rostro se cubren de pelo color fuego. Los instintos salvajes de la fiera, dormidos durante más de dos décadas, despiertan con toda su fuerza, aviados por esa histeria colectiva.

Sangre. Sediento de sangre, necesita beber el líquido fuente de vida, sentir el cálido sabor cobrizo deslizándose por su garganta para calmar su sed. Igual que su última noche en Hogwarts, la noche de su conversión, la noche en que fue víctima y verdugo.

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La cicatriz arde en su frente como un rayo de fuego que quiere atravesar su cabeza y dividirla en dos. Instintivamente se lleva las manos a la frente, frotando esa señal que es sólo la superficie de una herida infinitamente más profunda, una herida infligida en su más tierna infancia: la muerte de sus padres.

Una risa aguda, gélida, ensordece sus oídos. Una risa asociada a la muerte y a la destrucción. Por un momento teme que su peor enemigo invada su mente como aquella vez en el Ministerio, pero aquella batalla dejó secuelas en ambos, y Lord Voldemort no se atreve a volver a poseer un cuerpo que rezume tanto amor.

Y entonces el infierno se congela. Un frío glacial les envuelve, la noche se vuelve más oscura, incluso la luna creciente desaparece del firmamento. Sólo se encuentran Harry y Voldemort, y centenares de seres encapuchados que flotan en el aire dispuestos a absorber su alma. Tristeza, desamparo, una corriente de agua gélida que lo ahoga, que se lo lleva lejos, muy lejos... Escucha el grito de su madre, si deja de luchar podrá reunirse con ella, y con su padre, y con Sirius... A lo lejos suena un canto a la desesperación, el último canto de un fénix.

La muerte es demasiado tentadora, todos los que verdaderamente le han querido se han ido. Sólo queda Draco... Mentira. Draco le ha abandonado; peor que eso, lo ha traicionado uniéndose a las filas de su enemigo. La traición de Draco partió a sangre fría su alma, arrebatándole la única razón para no rendirse en esa batalla perdida. Ha intentado olvidar sus besos y sus caricias, extirpar el amor de sus entrañas, pero como una daga clavada en el corazón, al retirarlo hace sangrar la herida. Nada puede sanar tan profundo dolor, excepto morir, quitarse la vida.

¿Y dónde estás tú, Muerte,
que te espero con los brazos abiertos?
Abrázame en tu lecho,
llévame, bríndame tu Sueño Eterno.


Una figura encapuchada muy alta, de más de tres metros quizá, se le acerca con el sigilo de un amante, y con un beso de muerte empieza a arrancarle el alma, un alma que aun siendo tan joven está demasiado cansada de tanto sufrir. Un alma que ya no opone ninguna resistencia.

Lo último que ve antes de perder el conocimiento son dos figuras de humo plateado que ahuyentan a los dementores, esos seres patéticos que sólo se alimentan de emociones y recuerdos. Un lobo y un dragón.

- Harry. ¡Harry!

Abre los ojos para perderse en esos luceros de plata que no se cansaría de contemplar en toda la eternidad. Draco en túnica blanca, su ángel de la guarda. Si no es ése el Paraíso, entonces es que ya ha perdido su fe. Su corazón palpita con más fuerza cuando su Draco le dedica la más bella de las sonrisas.

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Varita en mano avanzó lentamente hacia las criaturas que esperaban formadas en media luna una señal para atacar. Su cuerpo temblaba, aquélla podía ser su última noche. Mirando a su alrededor vio a McGonagall y a otros profesores avanzando sin temor hacia el Ejército Oscuro, un ejército que les superaba en número. Una muerte casi certera, una batalla perdida que no iban a dejar de lidiar para salvar la vida de niños inocentes, demasiado jóvenes para morir.

"Soy un Gryffindor".

Ese único pensamiento le dio fuerzas para proseguir adelante, hacia esos seres peludos de cuatro patas y hocicos alargados que les observaban desafiantes. Uno de ellos abrió la boca, mostrando unos colmillos afilados que relucían en la noche. Perdiendo parte de su determinación miró hacia la luna creciente; una simple distracción que podría haberle costado la vida.

Una de las fieras le saltó al hombro, sus fauces desgarrándole la piel. La sangre salía a borbotones, salpicando la túnica ya raída por el fuego. Su cuerpo empezó a contorsionarse en figuras imposibles mientras sufría la metamorfosis. Quería gritar, pero de su garganta sólo emergió un ladrido.

Rojo. Un instinto asesino, feroz, se apoderó de su ser. Con su olfato aguzado podía sentir el pánico que emanaba de su compañero.

- Ron, no. No te me acerques – decía, desesperado, mientras intentaba alejarse con pasos vacilantes.

Pero ese olor a miedo enloqueció sus sentidos. Necesitaba catar sangre para aplacar su sed. Su mordedura condenó a Dean Thomas a un cruel destino, convertirse en un hombre-perro, y a diferencia suya, él jamás encontraría quien pudiera calmar la rabia para conservar su forma humana.

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- ¡Obliviate universalis!

Un resplandor malva y una lluvia de estrellas fugaces que cae sobre las gentes, que se detienen en mitad de movimiento, como si el tiempo se detuviera en ese preciso instante. Consternación general, todos miran a sus vecinos, buscando la respuesta a simples preguntas que no se llegan a formular. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? La última media hora ha desaparecido de sus memorias, como si jamás hubiera transcurrido.

- Siempre he sido bueno con los hechizos desmemorizantes – se jacta el Ministro mientras acaricia distraídamente su varita de sauce, veintinueve centímetros, flexible y delicada.

Quizá demasiado. Demasiadas víctimas han sufrido daños permanentes.

El labio inferior de la señora Malfoy tiembla, de nervios. Con el hechizo se rompe el efecto de la Tinta China Imperial, y los invitados son libres de marchar. Las sirenas regresan al lago, los centauros se adentran al Bosque Prohibido, los humanos se frotan los ojos como si acabaran de despertar de un sueño. O de una maldición.

Nota la mirada suspicaz del director de Hogwarts que no la deja en ningún momento, probablemente intentando leer sus pensamientos. Por suerte aprendió cómo protegerse del Legeremens, y le dedica su más inocente sonrisa al tiempo que proyecta en su mente la imagen del cuerpo desnudo de una joven mujer de piel blanca y fina, pelo rojo oscuro, ojos verdes almendrados y esos labios que piden a gritos ser besados.

El Gran Maestro Snape se ruboriza al revivir sus más oscuros deseos de adolescencia, preguntándose cómo su antigua compañera de clase ha descubierto su pequeño secreto, y peor aún, cómo puede recordar el cuerpo de Lily Potter con tanto detalle y precisión.

Por mucho que le divierta confundir a Snivellus, Narcisa Malfoy tiene una responsabilidad, evitar que decaiga el ritmo de la fiesta. Con su varita y la ayuda inestimable de los elfos consigue que en pocos segundos aparezcan largas mesas con manteles decorados mágicamente con motivos orientales, pájaros de fuego surcando el cielo y dragones que vigilan tesoros escondidos en las montañas.

El banquete está a punto de empezar.

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¿Cómo se atreven a colocarla tan lejos de la mesa principal? Y con esos muggles tan esperpénticos que parecen sacados de un cuento infantil. Si ya había conseguido ganarse la confianza del Ministro, asegurándole un número especial dedicado a su sonrisa encantadora, ya casi tenía una silla a su lado. Pero no, la señora Malfoy ha tenido que desbaratar cada uno de sus planes, no le ha bastado con conjurar un huracán que se llevara las revistas, encima tiene el descaro de relegarla a las mesas del fondo, junto con la más baja escoria.

Pues que vigile, porque no sabe con quien se las tiene. No es ella quien se detenga ante el menor obstáculo, no en balde el sombrero seleccionador dudó entre ponerla en Gryffindor o en Slytherin.

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Demasiada gente, demasiado ruido que lo abruma, que lo desorienta. ¿Por qué tantas brujas querían sacarse una foto junto a él? Draco lo ha impedido, Draco las ha alejado con unas palabras amables pero intransigentes. ¿Qué haría sin Draco? Ginny... Ginny también está a su lado, pero no es lo mismo. Ginny es ternura, Draco es amor.

Hoy comen en el exterior, le gusta la idea. Como en la Madriguera, pero muchísima más gente. Suerte que sus amigos están con él. Draco por supuesto, y Ginny, y Ron... ¿Pero dónde está Hermione? En su lugar hay una de las dos mellizas, la que bailó con él en el Baile de Navidad, o quizá su hermana. Y luego... ¡Snape! ¿Qué diablos hace Snape sentado en la misma mesa que él? Casi pierde el apetito, compartir mesa con Snape es algo que ni sus peores pesadillas pueden superar. Hay más rostros familiares, esa anciana que sería tan hermosa como Draco si no fuera por esa mueca de disgusto, y ese mago con túnica aguamarina que no deja de sonreír sin motivo alguno. Pero también hay rostros desconocidos, o tal vez no. Allí, en el otro extremo de la mesa, esas dos brujas... Otra vez un extraño escalofrío recorre su cuerpo, otra vez esa magia antigua en su estado más puro. No le gusta cómo la mirada de la mayor, la de pelo encanecido, se clava en SU Draco con ese odio irracional, injustificado... No lo entiende, ¿quién puede odiar a su Draco? Y la otra mujer... esa dulzura en los ojos, en cada uno de sus gestos, le confunde. ¿Por qué le mira con una tímida sonrisa, con las mejillas ligeramente sonrosadas?

Otra vez le invade un río de extraños recuerdos, irreales como los sueños o las alucinaciones: un arco que abre las puertas a otra dimensión y un llanto que lo salva de su persuasivo poder de atracción; una tarde en el haya, dos antiguos compartiendo el corazón. Cuando vuelve a mirar a las dos brujas, por un momento le parece que sus cuerpos se vuelven traslúcidos como los de un fantasma, pero probablemente no sea más que un efecto óptico, una broma más de sus sentidos, que últimamente no son muy de fiar.

Y hablando de fantasmas...

- ¡Hola, Harry! Hola, Draco – les saluda Albus Dumbledore, su cuerpo etéreo sin haber perdido esa chispa en los ojos tan característica. – Hace ya rato que quería hablar contigo, Harry, pero me he entretenido escuchando una interesante conversación entre la señora Murray y la señora Mora sobre si el mal puede redimirse o no... Pero creo que me estoy yendo por las ramas. ¿Qué tal te encuentras?

- Bien, profesor. ¿Sabe?, he estado inventando hechizos, como me pidió... Hermione tiene la lista, ¿quiere verla?

- Harry, eso fue antes de la guerra. De todos modos sí que me gustaría echar un vistazo a esa lista, aunque mucho me temo que ya no podré probar los nuevos conjuros.

- ¿Y por qué no?

El anciano, o mejor dicho, el espectro se queda observándolo con una sonrisa melancólica, sin decir nada. Harry se siente ligeramente incómodo con ese silencio. ¿Por qué todos le miran siempre con compasión? De pronto se le ocurre algo, pero cuando abre la boca para hablar, se le ha ido de la mente como un pájaro que vuela hacia la libertad.

- No debería estar aquí – hace Dumbledore al fin -, pero me ha encantado volverte a ver jugando a quidditch. Un partido... interesante. Lástima que la snitch se haya perdido.

No es verdad, no se ha perdido. Busca entre los bolsillos de su uniforme, hasta que sus dedos rozan una superficie metálica. Sonríe. Con suma delicadeza saca la snitch para mostrarla al que fuera su mentor.

- Mire. Draco la ha cazado para mí.

Harry contempla cómo la bola dorada despliega las alas, revolotea sobre sus cabezas y sale disparada en el aire, zigzagueando sobre las mesas hasta perderse de vista. Cuando vuelve a bajar los ojos, el fantasma ya ha desaparecido también. Harry y Draco se miran, encogiéndose de hombros. Pero no pueden comentar nada porque en ese preciso instante las bandejas de comida se materializan con un plop.

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Comida china, su favorita. Rollitos de primavera, dorados como la piel de Harry en verano; salsa agridulce, rojo fuego como un fénix, o como los labios de Harry cuando los besa con pasión; arroz frito con guisantes, pequeñas esmeraldas que relucen como los ojos de Harry cuando le miran con ternura, más que eso, con amor.

Le gusta la comida china desde chiquitín, cuando su tía Bella le contaba leyendas de fénix y dragones, el yin y el yang, al tiempo que le enseñaba a comer con palillos. Todo un arte. Con el tiempo se convertiría en un artista, aprendería a manejarlos con la misma gracia que el pincel.

Sonríe al recordar otro cumpleaños, ya muy lejano en el tiempo, la noche en que alcanzó la mayoría de edad. Aquella noche Harry le citó en la sala de los Menesteres, obsequiándole con una cena romántica a la luz de las velas, con su comida favorita. Pero eso no era más que el aperitivo, más tarde cataría el más exquisito de los manjares por primera vez: el fruto prohibido. Aquella noche, entre caricias y besos, ambos se entregarían el uno al otro por primera vez. Aquella noche descubriría por qué le gusta tanto el plátano frito con miel.

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Severus Snape se aburre con el parloteo del Ministro de Magia, con ese afán de protagonismo tan acentuado que no sólo tiene que inventar las más extrañas proezas para deslumbrar a sus ilustres invitados, el presidente de la Confederación Internacional de Magos y ese goblin con cara de pocos amigos, sino que además coquetea descaradamente con todas las mujeres que tiene a su alcance, incluida Hestia, su esposa. No es por ella que se preocupa, ya le ha demostrado sobradamente que le es fiel. Simplemente... no, nunca admitirá en público cuál es la opinión personal que tiene formada de Gilderoy Lockhart. Casi tan mala como la de Potter.

Maldice una y mil veces a Narcisa por la distribución de las mesas, ¿por qué rediablos Potter tenía que sentarse a su lado? Sin girar mucho la cabeza, más que nada para evitar entrar en contacto visual con Harry, intenta prestar atención a la conversación que mantiene la señora Potter con esa hindú casada incomprensiblemente con otro Weasley. De Potter nunca dudó que tuviera mal gusto, pero esa belleza oriental, la melliza que sobrevivió a la batalla de Hogwarts, una Ravenclaw si mal no recuerda, ¿no podría haber elegido mejor? No sólo un Weasley, sino un ser que en la clasificación del Consejo de Asuntos Mágicos habría recibido cinco X, máxima peligrosidad.

- ¿Habéis pensado en las reformas para adecuar vuestra casa a Harry y a su... situación?

- ¿Reformas? – hace Virginia, o cualquiera que fuera su nombre, mirando a su marido de soslayo. Sin verle, Severus puede imaginarlo perdido en su mundo, igual que cuando estaba en su clase.

- Harry está llegando a una fase donde cualquier sencilla acción puede convertirse en un obstáculo insalvable, y ya que él no será capaz de adaptarse al entorno, el entorno deberá adaptarse a sus necesidades.

- ¿Pero qué clase de reformas?

- Pues hay que tener las mismas precauciones que si tuvieras un niño andando por la casa. No sé, suelos enmoquetados, por ejemplo; grifos y velas mágicas, sustituir las escaleras por plataformas Flu...

- ¡Plataformas Flu! – exclama Ron Weasley, metiendo baza en la charla. - ¡Si todavía están en fase de experimentación! Construir una con todas las garantías de seguridad, entre conseguir la licencia y pasar todos los controles, ¡pueden ser meses! Aparte de ser más caras que el ojo mágico de Ojoloco Moody.

- No importa el dinero, Ron, sólo me preocupa dónde nos alojaremos tanto tiempo... los tres.

El Gran Maestro casi se atraganta con la comida al escucharla. ¿Los tres? ¿Se refiere a que ella, Potter y Draco forman una unidad? Porque después de la escena que ha presenciado esa mañana en el campo de quidditch, ahora ya no le extrañaría nada, su perversa mente le está proporcionando imágenes que preferiría olvidar. Por una vez desearía haber sido víctima del hechizo desmemorizante del Ministro de la Magia.

- Podéis alojaros a nuestra mansión en Wiltshire – interviene Narcisa con esa expresión inocente que no presagia nada bueno. Puede reconocer cuándo está tramando algo, hace demasiados años que la conoce. – Draco puede prestaros sus antiguos aposentos del ala este, que últimamente está un poco abandonada. Él ocupará la habitación principal, la del heredero, como le corresponde.

- Madre, con todos los respetos, no creo que la Mansión Malfoy reciba a la familia Potter con los brazos abiertos.

- Oh, no te preocupes, hijo – Narcisa adopta una sonrisa que, lejos de ser hermosa, recuerda la de una hiena. – Si te preocupan los retratos, ya sabes que puedo ser muy convincente, no les molestarán. Será un gran placer hospedar a tu... ídolo y a su esposa mientras duran las reformas, en compensación de las molestias que les has causado.

En otras circunstancias habría encontrado divertidas las expresiones de terror en Draco, y repulsión en la señora Potter, pero sospecha que su cara debe ser una mezcla entre ambas. Sólo la mujer hindú permanece inalterable.

- No dudo de la honestidad de su propuesta, señora Malfoy – dice con tanto aplomo que ni siquiera él puede percibir una gota de ironía en sus palabras. – Pero tengo una objeción: es beneficioso para los enfermos que continúen en un espacio conocido, para que puedan practicar las actividades rutinarias sin sentirse tan perdidos. Un lugar que puedan considerar su hogar.

- Hogar, dulce hogar – murmura el director de Hogwarts para sus adentros, sarcástico. Aunque en seguida lo lamenta, la hindú debe haberle escuchado, a juzgar por la mirada fulminante que le lanza.

- Sí, hogar, donde han transcurrido los acontecimientos más íntimos de nuestra vida. Un lugar donde cada objeto, cada rincón traiga a la memoria los momentos de amor compartidos con nuestros seres más queridos – pausa larga, para incrementar el efecto de lo que va a decir a continuación: - Y no creo que Harry pueda considerar la Mansión Malfoy su hogar.

Silencio sepulcral, sólo interrumpido por las risas tontas del Ministro desde el otro lado de la mesa, y el vuelo de esa avispa que ya empieza a molestar.

- Yo tengo otra sugerencia.

Hasta él mismo se sorprende de escuchar su propia voz. ¿Desde cuándo los problemas de Potter le incumben? Desde que Albus le pidió que cuidara de él, contesta la voz de su conciencia. O mejor dicho, desde que James le salvó la vida. Después de tantos años y aún no ha sido capaz de saldar esa deuda. Nota todas las miradas puestas en él, esperando que prosiga, incluso la del goblin, que hasta ahora no ha mostrado ninguno interés. Ya no puede echarse atrás.

- Podéis vivir aquí en Hogwarts, por lo menos hasta que empiecen las clases... Ya sé que no es exactamente el mismo castillo donde él estudió, que gran parte se derrumbó durante la batalla de 1998. Pero la parte nueva se ha reconstruido intentando mantener la estructura original, incluso se ha hechizado el techo del Gran Comedor para que siga mostrando el cielo. Creo que aquí Po... Harry se sentiría como en casa. Además, así lo tendría cerca para poder probar la poción que estoy intentando hallar para curar su enfermedad.

Reacciones varias, desde la mueca de absoluta desconfianza de Weasley, que ya debe imaginar mil absurdas razones y tramas complicadas que expliquen esa oferta, hasta el abrazo del Ministro, que evidentemente aprovecha ocasión para acaparar toda la atención y colgarse una medalla. Lo que no esperaba es esa aura de felicidad que irradia la pelirroja, un rayo de sol entre una nube de tormenta, una llama de esperanza en esa batalla perdida contra el olvido.

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A veces desearía poder cortar el Vínculo Vital, para que su compañero no tuviera que experimentar sus mismas sensaciones, confundiéndole más en ese mundo ya de por sí complicado. Pero también es consciente que ese Vínculo es la forma más efectiva de saber qué siente él en cada momento.

Pánico y frustración. Con una mirada furtiva se da cuenta de que Harry no sabe cómo enfrentarse a la ardua tarea de comer con palillos chinos. Bajo la mesa su mano roza el muslo del moreno, causándole un estremecimiento involuntario. Harry le mira con esos ojazos verdes agrandados por los cristales, y sólo la presencia de su madre refrena ese deseo de abrazarle, acariciarle, amarle. Ni el Gran Maestro Snape, ni el Ministro con sus invitados especiales, ni siquiera Ginny, esa mujer que cada día aprecia más y más, consiguen intimidarlo tanto como su madre.

Pero Harry le necesita, así que empieza a alimentarle con sus propios palillos, cual fuera un niño pequeño, sin importarle lo que piensen los demás. Sonríe cuando percibe que su Harry se tranquiliza, siente agradecimiento a través del Vínculo. Es en pequeños momentos así cuando no se arrepiente para nada de haber conjurado ese estrecho Vínculo que les ha unido de por vida, en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. Amén.

Un zumbido le distrae. Con su vista avispada, entrenada durante años buscando la snitch, no tarda en divisar ese bicho insufrible que zigzaguea entre las bandejas de arroces y verduras variadas. Se queda con los palillos en el aire, a mitad de camino de la boca, como si se hubiera perdido en sus pensamientos. Por el rabillo del ojo no deja de observar su vuelo, aprendiendo cada uno de sus movimientos con todo detalle. El insecto se confía, se acerca, incauto, atraído por el aroma de la comida... o por el olor a primicia, quizá.

Con una precisión de relojero y unos reflejos de buscador, Draco Malfoy cierra los palillos, atrapando el cuerpo de ese odioso insecto entre las dos maderas. Con la delicadeza de no aplastarlo, pero con la fuerza necesaria para no dejarlo escapar.

Draco acerca lentamente el rostro a su presa, que mueve frenéticamente alas y patas en un intento desesperado por recuperar la libertad. La observa con detenimiento, como buscando alguna señal identificadora. La avispa se estremece aún más bajo ese escrutinio. Sus ojos de hielo relucen de una forma nada tranquilizadora, su lengua humedece los labios que por un instante se tuercen en una sonrisa demencial. Se le acaba de ocurrir una idea.

Continuará