- Prólogo: 3 años después -
—Ensayémoslo por última vez. Veamos… ¿perpetró usted el homicidio de Akihito Nanjo la noche del pasado dos de noviembre?
—Sí.
—¿Se arrepiente de haberlo hecho?
—…en absoluto.
—Kôji, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? Tendremos suerte si el Fiscal te rebaja la pena a sólo tres años. Si no colaboras, nada podrán hacer mis abogados por ti. ¿Es que quieres pudrirte en la cárcel? ¿Quieres estar alejado de Izumi para siempre?
—No me subestimes. El mundo sin él no existe, la vida se convertiría en un espejismo sin sentido. Por eso, sólo por eso… mentiré.
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El barullo de las cientos de voces congregadas en el comedor quedaba incrustado en el cerebro de aquellos que trataban de comunicarse con los que les rodeaban, pasando en algunos casos a ser el principal causante del aumento del ruido, dado que poco más que gritar se podía hacer para combatirlo.
Fue precisamente ese molesto y continuo murmullo de fondo lo que más le había impactado a su llegada al campus. Sin embargo, varios cursos en la Universidad acababan por acostumbrar hasta al más recio. No es que fuese su caso particular, dado que se había curtido en mil y un ambientes más concurridos que ése, pero el cambio de cultura y trato social no dejaba de fascinarle.
—Por allí hay una mesa libre. Iré cogiendo sitio.
Entre cientos de estudiantes se abrió paso por la cafetería, portando con habilidad y sentido del humor una bandeja de plástico repleta de tazas de café, agua y demás peticiones. Se acercaban los exámenes finales, cada ocasión de celebrar reunión debía ser aprovechada al máximo.
—¿Quién ha pedido esto? —preguntó con sorna para entregarlo en mano al susodicho.
Le encantaba charlar con sus amigos sin otra cosa en mente. Tantos momentos de esfuerzo y estudio compartidos habían formado la más sólida de las piñas. Era maravilloso haber encontrado en un grupo de gentes tan dispares y procedencias aún más variopintas una válvula de escape para su realidad. Aunque todos los años regresaba a su país, lo cierto es que no echaba de menos lo que había dejado parcialmente atrás.
Había tomado la decisión de desvincularse y, aunque en cierta manera lo había conseguido, su perenne sonrisa sólo desaparecía cuando pensaba en el asunto. Pero la mañana era demasiado animada como para estropearla con historias del pasado. Charló y bromeó, concertó las pocas citas restantes hasta la época de clausura bajo pilas de libros y apuntes, siguió lanzando pequeñas indirectas hacia Charlene, su compañera de prácticas, a la que casi tenía en el bote, hasta que notó la vibración del diminuto móvil en su bolsillo.
—¿Sí? Ah, vaya, no esperaba tu llamada. ¡Cuánto tiempo!
El reducto de futuros doctorados en medicina siguió a lo suyo mientras vociferaba para hacerse entender al otro lado de la línea. La joven, centro de toda su atención hasta ese momento, le miraba con curiosidad apoyando la barbilla en una mano, sonriendo pese a no entender ni una palabra de lo que decía.
Se quedó extrañada al ver su gesto repentinamente rígido y la tez pálida, como si le hubiesen dado la peor de las noticias vía telefónica.
—Shibuya, ¿estás bien? ¿Ha pasado algo?
—No es nada, me ha surgido un imprevisto. Lo siento, tengo que marcharme, chicos.
Ellos callaron unos segundos antes de empezar a protestar. Nada iba a pararle, ahora que se había puesto su cazadora era evidente que hablaba en serio.
—Tengo que ir para Manhattan, por si quieres que te alcance al centro.
—Oh, no… —rió él—. Me temo que no te queda de paso, voy un poco más lejos.
—¿Y a dónde te largas, si se puede saber?
Ya a una distancia considerable de la mesa, Katsumi se despidió con la mano al tiempo que respondía con su habitual alegría, sólo que en esta ocasión, de sus ojos brotaba un mensaje distinto. Contrariedad, sorpresa… o simplemente temor.
—Al aeropuerto. Me marcho a Tokio.
- 2 -
Tímidos rayos de luna penetraban a través del estrecho ventanal, el único en la minúscula y tétrica celda. Sin otra compañía que la sencilla cama donde pasaba las horas nocturnas en vela y los barrotes que le separaban de la codiciada libertad, permanecía inmóvil, apoyada su ancha espalda en la pared con la vista perdida en algún punto indefinido, y los cabellos nuevamente largos cayendo rebeldes por los hombros.
Pronto quedaría cumplida la condena. Cada una de las jornadas que había pasado encerrado había sido como una pesadilla densa y monótona, carente de contenido. Ni los primeros encontronazos con algunos reclusos, ni las amenazas de las redadas yakuza ante los escándalos de los que había sido protagonista habían podido con él.
Se enfrentó a las sutilezas de sus compañeros de prisión con evidente indiferencia y desprecio. Esa manada de ignorantes había cometido cientos de vulgares crímenes; pese a todo, osaban comparar dichos actos a uno tan íntegro como el suyo.
Así era como Kôji lo veía. Había obrado como hubo de hacer mucho antes, interiorizando la injusta sentencia como si fuese la mayor de sus verdades.
Se había condenado a sí mismo, reconociendo haber cometido un crimen del que no era culpable… por amor.
Seguía sin lamentar la suerte de su hermanastro, al que odiaba incluso ya muerto. Pero no le importaba. Ni la acusación, ni el haber sido definitivamente desheredado quedando evidentemente en la bancarrota, sin pasado ni futuro para los medios.
Había dejado en los abogados de Shibuya el empleo de todos sus bienes con tal de costearle la rehabilitación. Estos habían tratado de persuadirle, queriendo convencerle del riesgo palpable de sus intenciones: sería como invertir en medio de un desierto, destinar fondos a una causa perdida.
No obtuvieron más que una rotunda negativa por su parte. Aunque las posibilidades fuesen remotas, mientras quedase un ápice de esperanza se aferraría a ella.
Sin posibilidad de acudir al mantenimiento de aquella prótesis americana fija a su cuerpo, o siquiera poder pagar los procesos de restauración, la prolongación del maltrecho brazo resultaba más artificial que nunca; su única utilidad residía en mostrar con orgullo que había rehusado de la que se suponía había sido su familia.
En cuanto saliera de la cárcel, lo primero que haría sería eliminar ese nombre, desligarlo de sí mismo. El Nanjo que era había desaparecido hacía tiempo, pronto quedaría en el completo olvido a efectos legales.
Mientras los días y las noches se sucedían unos a los otros, simplemente esperaba. La luz, la oscuridad, el dolor, la pasión, la misma vida… nada tenía importancia.
Sólo él
Por Izumi había sufrido mil y una transformaciones. Le había entregado la mayor de las felicidades y la peor de las desgracias. Le había poseído, le había adorado, le había visto elevarse a los cielos para luego arrastrarle por el suelo, completamente destrozado.
Nunca renunciaré ni al fútbol, ni a ti
Kôji seguía aguardando. El infierno en el que se hallaba era una nimiedad, porque al final del túnel estaba él. Aunque hiciera seis meses que no fuese a verle, medio año sin el mínimo aviso. No le atormentaba, porque sabía que pronto volverían a estar juntos.
Lo sabía tan bien como que el propio Izumi era consciente de lo que el abandono supondría. Nunca se lo perdonaría.
Nunca
El crucifijo de brillantes que vestía su muñeca devolvió en reflejo parte de la luz con la que el astro de plata le bañaba. Lo sostuvo entre los dedos, repasando la textura, sintiendo como su tacto le abrasaba. Era lo único tangible que de él poseía.
Había quedado postrado en una silla de ruedas por su culpa, mas no había sido el único en pagar alto precio. Él mismo lo había arriesgado todo con tal de seguir a su lado, olvidándose de lo que conformaba el resto del universo, hasta de la música.
¿Para qué cantaba en el pasado?
Lo hacía por dar alivio a la angustia causada por una pérdida acontecida incluso antes de producirse. Cuando todavía no se había cruzado en su camino aquella noche de lluvia y exceso, ya sentía que el alma se le escapaba, porque no tenía valor sin el fulgor de sus ojos guiándola.
Ausencia de su calor, del ardor de su piel. Una falta que, si bien no era la misma de antaño en sus días de adolescencia, podía comparársele. Ambas pérdidas le habían empujado a valerse del don que según los demás poseía para cantarle.
Sólo a él
Y es que tras años de apatía, la mente y corazón de Kôji volvían a expresarse en forma de rimas y versos, conformando temas que volverían a alimentar masas, cuando en realidad poseían un único y definido destinatario.
Como cada velada, su potente voz se manifestó, convertida en un rumor propagado por el pasillo donde otros marginados de la sociedad convivían, retando al silencio y doblegándolo a la voluntad de la melodía a la que había dado forma, sonando perfecta en su cabeza.
De un Cielo implacable la espada cayó
tiñendo de sangre cuanto encontró a su paso.
Quizás Dios y sus hombres se confabularon
con tal de conseguir tu exterminación.
Pero tú, ángel maldito, de nuevo el vuelo alzarás,
cicatrizarán las heridas de tus alas,
la furia de tus ojos les castigará.
Anclado a tu cruz quedaré por los siglos,
tres clavos de rubí no me dejarán escapar:
uno por ti, uno por mí, uno por quién en tu nombre…
volvería a matar.
Y al sellarse sus labios, de nuevo la nada, alimentada por el sepulcral silencio de los presentes en sus habitáculos, los cuales así parecían pedir al extraño y visceral joven que no detuviera el acostumbrado recital con el que la madrugada se hacía, si no soportable, algo más llevadera.
