- Capítulo 1: Resurrección -

La capital nipona seguía exactamente tal y como la había dejado la última vez que la pisó: millones de seres pujando por unos pocos metros de espacio propio, conviviendo con las luces de los coches, las industrias, los carteles publicitarios de neón… un maravilloso contraste de complejidad urbana y tradición sintoísta y budista a partes iguales.

A bordo de un taxi dejó atrás el aeropuerto. Ya había anochecido, y los vivos colores dotaban a la ciudad de su irreal y particular ambiente. Pese a lo mucho que le gustaba Nueva York, el regreso a casa era bienvenido, sin importar los recuerdos, muchos buenos, otros no tanto.

Tal vez fuese a visitar la tumba de Madoka. Aún faltaba para el aniversario de su fallecimiento, pero no quería dejar pasar la oportunidad de estar unos minutos junto al espíritu de su hermana.

Desde que abandonara los Estados Unidos horas antes había estado extrañamente apacible. Sin embargo, al alejarse el vehículo de las zonas centrales para llegar al barrio residencial, la inquietud volvió a apoderarse de él. Hasta que no lo viera con sus propios ojos no quería adelantar acontecimientos, y menos sopesar las consecuencias que lo sucedido podría acarrear.

El taxi se detuvo ante la casa de los Horiuchi. Salvo las luces encendidas en el interior, no había indicio alguno de vida en los alrededores. La calma era tal que sorprendía, por el mero hecho de encontrarse en una de las urbes más pobladas de todo el planeta.

Se adentró en el acogedor jardín y tocó a la puerta. Breves instantes después, una chica de encantadora belleza le abrió. Hacía mucho tiempo que no la veía, y por ello una sonrisa cálida se dibujó en el rostro de Shibuya.

—Gracias por venir tan pronto desde América.

—No me las des, es lo menos que podía hacer. ¡Pero déjame verte! ¡Qué guapa estás, Serika!

Ella rió, invitándole a pasar. Dejaron los zapatos en el nivel bajo de la casa y procedió a preguntar, dado que no veía a nadie más por los alrededores.

—¿Y tus padres?

—En Kioto, pasarán unos días allí en una reunión. El nuevo negocio les tiene ocupados. Las cosas nos van bien.

—Me alegro mucho —replicó, sin ocultar el agrado.

Finalmente su expresión se tornó seria. Tenía que verle.

—¿Dónde está?

Serika asintió con la cabeza.

—Arriba, con Yugo. Los dos comparten la misma habitación. Sígueme.

Ascendieron los peldaños de madera hasta llegar al piso superior. A pesar de la puerta cerrada, se oían risas provenientes del interior. La única mujer de los tres hermanos llamó antes de adentrarse en el cuarto, siguiéndole Katsumi.

Una vez allí, sus miradas se cruzaron. Yugo, ya adolescente, le recibió con alegría, y tras dejar aparcado el mando de la consola se incorporó del suelo para saludarle. Fue correspondido con igual afecto, pero los ojos del recién llegado seguían clavados en aquellos oscuros y penetrantes, los mismos que una vez, hacía ya tanto, observara fascinado sin saber la repercusión que tendrían en su existencia.

—No te esperaba tan pronto, Shibuya.

—La tecnología avanza. En unas pocas horas los aviones te llevan de un punto a otro del globo. Pero qué puedo decir que no sepas ya… Takuto.

Serika observó emocionada la escena hasta que regresó de su ensimismamiento. Agarró suavemente por el hombro a su hermano pequeño.

—Vamos a preparar la cena. Seguro que tienen muchas cosas de las que hablar.

Éste accedió, dejándoles a solas. Izumi seguía sentado en el borde de su cama. Tras el veredicto, sus padres adoptivos le habían rogado que volviera con ellos. Aunque se mostró tan reacio como el día en que los tres fueron acogidos por el matrimonio, en gran parte debido a la carga económica que supondría, acabó por aceptar. No sólo porque quisiera estar junto a sus hermanos, sino porque sabía que no podría permitirse costear un apartamento en su situación.

Así que esos tres años habían transcurrido, dentro de lo que cabía, amenos, cubriendo con una capa de cariño su corazón helado, el cual se alimentaba de anhelos obsesivos.

El orgullo se dibujó en su rostro cuando Shibuya dio un paso al frente con la intención de acercase. Lo impidió, con un mero gesto de la cabeza.

Haciendo un esfuerzo titánico apoyó el peso de su cuerpo en ambas manos, impulsándose hacia arriba. Ante el asombro literal de su viejo amigo, las rodillas primero temblaron al ir recibiendo presión. Lenta y pausadamente, los monumentales sacrificios realizados obtuvieron recompensa.

El futuro doctor en medicina era incapaz de salir de su asombro al contemplar a Takuto Izumi en pie.

—Cuando Serika me lo contó por teléfono, no me lo creí… —dijo, dejando que se apoyara en sí.

—Aún no puedo dar más de tres o cuatro pasos seguidos. Pero me siento mejor que nunca. Pronto volveré a andar, y luego a correr. Estoy ansioso por hacerlo.

Shibuya esbozó una triste sonrisa. Le ayudó a sentarse, acción que imitó, quedando ambos uno frente al otro. Sentía una emoción desorbitada, pero había otros asuntos más turbios que tratar.

—Sé que has debido trabajar muy duro todo este tiempo, pero necesito que seas sincero. Te has volcado en la rehabilitación por encima de tus posibilidades porque te dijeron que no podría ser costeada por mucho más, ¿verdad?

Él pareció reflexionar. Su rostro quedó velado súbitamente por un halo sombrío.

—Sí.

—Kôji me ordenó que vendiera todos y cada uno de sus bienes para que destinara el dinero a eso. Mis abogados han removido Cielo y tierra, yo mismo he supervisado los procesos. He sido precavido, mantuve intactos unos seis mil dólares en su cuenta, pero…

Suspiró, hablándole con su característica madurez de precoz hombre de negocios.

—Está en la ruina.

Izumi apartó la mirada, dolido. ¿Por qué lo había hecho? No había querido mencionarle el tema la última vez que fue a verle. Por cumplir el objetivo de devolver a la vida a sus piernas se había entregado de lleno al doloroso proceso de ejercitación, pero habiéndolo conseguido no sólo se sentía bien consigo mismo: era algo que también quería hacer por él.

—El dinero no me interesa, ya encontraremos una forma de salir adelante. Le pedí a mi hermana que te llamase porque necesito tu ayuda, Shibuya. Quería saber si podrías usar tus contactos para algo que quiero hacer.

—Haré lo que pueda, no lo dudes. Pero, dime, ¿cómo está Kôji?

—Hace seis meses que no le visito.

—¿Seis meses? —repitió, preocupado.

—Es parte de mi plan. No pienso dejarme ver hasta el momento adecuado. Quiero que sea perfecto.

Aún ignoraba lo que la antigua promesa del fútbol japonés tramaba, pero el fulgor de sus ojos y la convicción de su voz hizo que Shibuya sintiese un escalofrío.

Algo le decía que su papel de mediador entre los miembros de la pareja más dispar y problemática de cuantas había conocido no había concluido.

- 2 -

Besaste mis labios, me rozaste con esos dedos

una vez helados de casi muertos.

Tocaste mi rostro, y creí que la vida se me esfumaba.

Me sonreíste como si fueras un ángel caído en desgracia.

Nos encadenamos a este amor desde el momento en que nos tocamos,

y seguiremos pujando por más en esta resurrección.

HIM, Resurrection

Diciembre.

Nevaba. Los blancos copos caían pomposos, dejándose ver a través de los barrotes del ventanal. El frío calaba, pero no impidió que él siguiera allí como todas las noches, sin que nada cubriera su torso lleno de cicatrices, descalzo, y con el artificio que cubría su brazo apartado en una esquina.

Aire gélido inundaba cada rincón de la estancia, rivalizando con sus ojos, tan inexpresivos como los de una muñeca de porcelana; vacíos, muertos sin la luz de la que se nutrían.

Reparó en el absoluto silencio que reinaba en el pasillo. Las noches solían verse manchadas por quejas, conversaciones entre otros reclusos, rondas de vigilancia. Era como si los restantes habitantes cautivos hubiesen sido engullidos por la nada.

Poco le importaba. Seguía soñando, esperando. El fin estaba tan cerca y tan lejos…

Kôji sabía perfectamente que el poder de una institución se aliaba sólo con influencias tan magnánimas como la propia, mas nunca hubiese sospechado que tras esa abrumadora calma, se escondían las redes de la familia Shibuya, haciendo tangible un plan que llevaba en preparación bastante tiempo.

Aunque se mostrase de lo más indiferente, en esos momentos él era el único recluso presente en su zona. Oyó abrirse la pesada puerta con la que daba inicio el corredor, y cómo tras cerrarse ésta, unos pasos cubrieron la distancia que separaban la entrada de la última de las celdas, la suya.

Únicamente el replicar de unas llaves en la cerradura a escasos metros le hizo girar la cabeza para observar al recién llegado. ¿Qué querrían ahora? ¿Más trámites burocráticos? Su condena quedaría completa en menos de una semana. ¿Por qué no le dejaban en paz?

Permaneció inmóvil, sin poder apartar la vista de la figura surgida entre la penumbra. El extraño había cerrado de nuevo la reja y le miraba incesantemente, atravesándole el corazón sin piedad.

Sintió ganas de desvanecerse, convencido de que se trataba de una ilusión. Se incorporó sin dejar de mirar a las pupilas de tigre, acercándose como lo haría un felino en pleno reconocimiento, estupefacto.

No era un dulce sueño, ni una pesadilla. Era real. Su ángel maldito había escapado, acudiendo a sus ruegos y silenciosas llamadas en plena resurrección, desplegando las alas, más blancas y hermosas que nunca.

Dejándose llevar por una vertiente de pasión y deseo, le tomó, encajándole entre su cuerpo y la frialdad de los barrotes que delimitaban la celda. Su pecho contra el suyo, ambos rostros encarados, enzarzados en una lucha desesperada.

Devoró sus labios con ansia, recorriendo su piel morena, deleitándose con cada partícula sin dejar de mirar a los ojos de los que era amo y esclavo.

Las palabras fueron sustituidas por leves jadeos a la par que iba desvistiéndole, encontrándose con igual réplica. Las escasas prendas que le cubrían acabaron esparcidas por el suelo, y se arrodilló para desnudar las esbeltas y torneadas piernas de bronce a las que rendiría tributo. Tomó uno de sus pies entre las manos, suponiendo el mismo el inicio de un camino trazado en profundos besos ascendentes, llegando a una rótula, siguiendo por el muslo, recalando en la cicatriz escarlata a la que había cantado, recorriéndola con la humedad de su lengua.

Gemidos ya lanzados al aire sin reparo brotaron de Izumi al convertirse su más que evidente excitación en la última parada del trayecto. Acarició sus largos cabellos, siguiendo con la mirada el lujurioso vaivén de sus labios; no duró éste demasiado, ya que su bienhechor volvió a incorporarse, besándole con aún más fuerza, tomando la pierna venerada para que la misma abrazara su pelvis mientras le hacía lamer con vehemencia dos de sus dedos.

Necesitaba tomarle, hacerle suyo. Arrancó de su boca temblorosa sonidos incomprensibles al iniciar la inminente penetración. Sostuvo su peso haciendo que apoyada quedara su espalda en los sobrios barrotes, y que las piernas le rodearan por completo.

Izumi, anclado a él, hundió el rostro en su hombro, dejándose llevar en aquel baile frenético, disfrutando, perdiendo la cordura… porque le sentía.

Sentía, y sentía, y sentía… estaba en su interior, sólo él, sólo ambos, fundidos en un mismo cuerpo, desviviéndose por cada uno de los pocos minutos que podrían pasar a solas en aquel tétrico lugar. Había depositado su confianza en Shibuya, nunca podría agradecerle que hubiese conseguido hacer de su arriesgada propuesta una realidad.

Kôji seguía arrancándole murmullos de placer, trabajando en ritmo creciente su miembro hasta que le llevó al orgasmo. El cuerpo de Izumi se estremeció a la par que eyaculaba sobre su abdomen. Ya no percibía el frío del metal sobre la carne, ni la ansiedad por tener que ceñirse al corto tiempo establecido; tan solo su calor, la respiración agitada, las últimas embestidas apenas espaciadas.

El trienio en cautiverio pareció desaparecer de la memoria del menor de los Nanjo cuando alcanzó el clímax acoplado a él. Pasaron segundos que parecieron milenios, años de desgracia, soledad y desesperación, transformados en los latidos de sus dos corazones desbocados, resonando uno junto al otro. Tras haberse retirado con cuidado, Kôji sostuvo el bello y moreno rostro en su mano.

En ese preciso instante, fue plenamente consciente de lo que había ocurrido.

Se dejó caer, abrazándose a sus caderas con la frente apoyada en la brutal cicatriz de la pelvis, rompiendo a llorar sin más dilación.

—Oh, Dios mío… Takuto…

Los sollozos se propagaron por todos lados. Sus lágrimas fueron vertidas, yendo a parar a las resucitadas piernas, regándolas, trazando ríos de una esperanza, la suya, que nunca había desaparecido pese a la susceptibilidad de los demás.

Todo cuánto había hecho, todo el dolor que le había causado, quedaba eclipsado por el milagro.

Izumi ladeó el cuello hacia el exterior, observando el reloj que había en la pared del final del pasillo. Descendió hasta quedar a su altura, apartando los cabellos húmedos que se pegaban sin remedio a su rostro.

—Ya pasan de las doce. Feliz cumpleaños, Kôji…

Obtuvo a modo de respuesta una mirada de tal intensidad que volvió a estremecerse. El homenajeado, sumido en su deambular y ahora deslumbrado por la cegadora luz, ni se había percatado de la fecha.

Veinticuatro de diciembre: cumplía veintitrés años. Y aquella noche nada, ni su hermanastro ya pasto de los peces, podría separarle de él. Aunque tuviese que abandonar inminentemente las instalaciones carcelarias.

—¿Cuándo lo has conseguido? —preguntó en medio del llanto.

—Me puse en pie hace tres meses, pero no quería decírtelo hasta estar en plenas facultades.

Kôji volvió a asirse a él, inmerso en un mar de dicha en el cual deseaba ahogarse.

—No quiero que vuelvan a hacerte daño. Si el hijo de puta de Hirose se atreve a ponerte un dedo encima, le descuartizaré.

—Y yo no te perdonaré que vuelvas a tenerme alejado de ti por un cristal de seguridad. He pensado mucho, Kôji. Ya no hay nada que nos retenga aquí. Quiero volver a empezar, una vida nueva, sin presiones mediáticas ni acosos legales. Quiero estar a tu lado, volver a tirar a puerta… e irme de Japón.

—¿Y tus hermanos?

—Son los primeros que me apoyan.

—Me cambiaré el nombre. No quiero tener nada que ver con ese malnacido.

—Sólo te quedan tres días, y volverás a ser libre.

Él le besó, susurrando a continuación.

—Ya lo soy. Me liberaste de mis cadenas la noche en que me encontraste.

—Tengo que irme. Shibuya sólo me consiguió veinte minutos.

Observó su brazo, o mejor dicho, la carencia del mismo. Lo tomó, acariciándolo como tantas veces había hecho. Pactado quedaba, y nadie se interpondría en aquel acuerdo sagrado, firmado con sangre.

—No salgas de casa hasta entonces.

Takuto asintió mientras terminaba de vestirse. Los últimos besos se sucedieron en la celda para luego prolongarse una vez cerrada la reja, en medio de los barrotes. El reloj marcó la hora estimada, debía apresurarse.

Le vio partir en dirección opuesta a la que había seguido en su llegada. Cuando estuvo prácticamente fuera de alcance visual, lanzó al aire las tres palabras que habían brotado de su melodiosa voz en incontables ocasiones, esta vez más puras y sinceras que nunca.

—Te quiero, Izumi.

Obtuvo respuesta de una forma que hasta el momento no se había producido. Con muchos gestos y actos se lo había dado a entender, pero esa era la primera ocasión en la que Takuto se lo decía.

El eco de la misma quedó suspenso en su mente, sobrepasando incluso al brusco sonido del portón cerrándose.

Esos días serían eternos. Pero no importaba, porque esa sencilla frase le daría alas a él también.

—Y yo a ti.