- Capítulo 4: London calling -
El agudo y repetitivamente molesto sonido del despertador se adueñó de la habitación. Maldiciéndose por haber sido tan responsable y encenderlo nada más meterse en la cama la ya pasada madrugada, Takuto levantó la cabeza de la almohada de piel sobre la que había dormido. Estiró el brazo lo que pudo, tanteando en la oscuridad hasta apagar el susodicho aparato.
—Kôji, son las 6 y media.
No obtuvo respuesta. Si bien era cierto que éste había cambiado sutilmente en algunos aspectos, dudaba del endulzamiento repentino de su mal despertar.
—Kôji… —insistió, hasta que al fin abrió los ojos.
Él rechistó entre dientes un cúmulo de palabras sin sentido antes de girarse con la intención de seguir durmiendo, a lo cual respondió encendiendo las luces.
—Levántate. Yo voy a recoger el apartamento, ni siguiera fregamos los platos anoche.
Izumi abandonó la habitación de mala gana, no sin antes vestirse con el chándal de entrenamiento que había traído consigo. Estaba a punto de terminar con la cocina cuando el teléfono sonó desde la sala de estar. Sopesó si sería buena idea cogerlo, pues quizás fuese un cebo de algún periodista.
Finalmente descolgó el auricular, teniendo la precaución de no decir nada, dejando que fuese la persona al otro lado del hilo quien iniciara la comunicación. Segundos más tarde, una inconfundible voz se evidenció en su oído.
—¿Izumi? ¡Buenos días, bello durmiente!
—Ah, Shibuya, eres tú… —respondió, aliviado.
—¿No os habéis asomado a la ventana, verdad?
—¿Ventana? —repitió extrañado, a la par que escuchaba ruidos a su espalda.
Giró el cuello, encontrándose con Kôji apoyado en el marco de la puerta. Incluso con su cara de malas pulgas, el cabello encrespado y el mismo pantalón desmerecido que le trajera de casa puesto, parecía digno de protagonizar la portada del Vogue.
—No, no hemos mirado por… —Takuto abrió los ojos desmesuradamente al observar de reojo cómo su acompañante abría sin delicadeza alguna el amplio ventanal del salón.
—Mejor, porque tenéis una marabunta de cámaras justo a la entrada del edificio —prosiguió Katsumi—. He tenido que dar un rodeo con el coche y aparcar en un callejón que hay por detrás. Alguien ha debido dar el chivatazo. No os delatéis, ¿vale?
—Demasiado tarde… —rezongó.
Para deleite de los profesionales que llevaban varias horas soportando el frío en la calle, Kôji Nanjo asomó medio cuerpo por el hueco de la ventana y les miró, saludando a la multitud mediática con toda la efusividad de su dedo corazón extendido. Tras ello y sin inmutarse, volvió a cerrar el cristal, frotándose la cabeza rápidamente como queriendo desperezarse.
—Tenemos compañía.
Takuto elevó la mirada hacia el cielo, pidiendo paciencia.
—Da igual, tenía previsto que ocurriera algo así —anunció Shibuya tras quedar al tanto—. Bajad por la escalera de incendios que da al patio interior, os espero en diez minutos en el callejón del que te hablé. No tardéis, que no me apetece pasarme la jornada esquivando paparazzis.
—De acuerdo —concluyó, colgando.
Debían salir de allí cuanto antes.
—¿Dónde está la escalera de incendios?
—Se accede por la ventana del dormitorio.
—Pues a por ella. Un poco de ejercicio no nos hará mal… —sentenció Izumi.
Tras terminar de recoger a todo trapo lo que faltaba, acabar de vestirse y poner remedio al delatador volumen de sus respectivas cabelleras, salieron por la ventana bolsa de deportes en mano, comenzando a descender los tramos haciendo el menor ruido posible con tal de no despertar a los vecinos… y las sospechas.
- 2 -
Katsumi jugueteaba con el volante de su coche mientras esperaba. Tenía la radio encendida; Tokio despertaba una mañana laboral más y las noticias económicas y políticas se combinaban con el boom sensacionalista de las últimas veinticuatro horas.
—Y eso que no estamos al nivel de Estados Unidos en cuanto a prensa amarilla… —dijo irónicamente.
Miró por el retrovisor, arrancando el vehículo cuando les vio aparecer y acercase corriendo. Pronto estuvieron en la parte trasera, con evidentes indicios de haber disfrutado de una noche intensa.
—¡Buenos días, mundo! ¡Vamos a por ti! —exclamó, regalando el optimismo que tanto hacía falta.
—¿Cómo lo haces? —bostezó Kôji, recontándose sobre el asiento para no quedar del todo visible por los cristales.
—Debo llevarlo en los genes…
Tras cerciorarse de la ausencia de transeúnte alguno en la salida del callejón, Shibuya aceleró tomando la curva a velocidad de vértigo y atravesando la calle de su apartamento, sorteando a la nube de periodistas que no pudieron reaccionar a tiempo, gritando muchos, corriendo otros inútilmente portando micrófonos y objetivos.
—¿Dónde has aprendido a conducir así? —preguntó Takuto entusiasmado, situándose en el hueco existente entre los dos asientos delanteros.
—Es el estilo americano, amigo mío… —rió—. Por cierto, Kôji, te he traído tus cosas, hay ropa y algunos enseres personales en el maletero. He concertado una citación dentro de veinte minutos en el juzgado, nos atenderá un conocido de mi familia.
El futbolista en ciernes se giró, mirándole a los ojos.
—¿Entonces es verdad que te vas a cambiar el apellido?
—¿Lo dudabas? Yo siempre cumplo mis promesas.
Le sonrió para volver a su posición de copiloto desplazado, charlando animadamente con Shibuya. De nuevo sus cambios de humor le hacían parecer, a ojos de Kôji, más adorable si cabía.
Apoyó la frente en el cristal de su ventana, mientras se decía que aquel era el primer paso hacia una nueva vida.
- 3 -
Eran casi las diez de la mañana. Rumbo a la casa de los Horiuchi, Takuto leía una y otra vez el certificado que tenía entre manos, diciendo aquel nombre en voz baja como si pronunciara un conjuro.
—Kôji 2Akawa…
Le pareció una elección de lo más apropiada. Rebuscó también entre los documentos recién obtenidos los respectivos visados y pasaportes. Cómo facilitaba las cosas tener contactos en la Administración…
—Bueno, chicos —proclamó Shibuya tras haber aparcado justo en frente de la casa—. Aquí se separan nuestros caminos. No puedo retrasarme, tengo que terminar varios informes y los exámenes están a punto de caer, he de marcharme a Nueva York.
—No te preocupes, bastante has hecho ya por nosotros — respondió Izumi, desabrochándose el cinturón de seguridad.
Kôji, por su parte, tomó la tarjeta que Katsumi le tendía.
—Pregunta por él cuando hayáis llegado a la clínica, la dirección está en el reverso. La transferencia ya ha sido hecha, en cuanto ingreses y pases las pruebas de reconocimiento, te intervendrán.
Kôji Asintió. Se bajaron del coche, cogiendo la bolsa de deporte y la pesada maleta de cubierta dura. Tras ello se despidieron de Shibuya a través de su ventana bajada.
—Siento no poder alcanzaros al aeropuerto, pero mi vuelo sale en cuarenta minutos. ¡Si no me doy prisa me dejan en tierra!
—Ve con cuidado, y suerte con los exámenes —concluyó Izumi.
—Llámame cuando hayas salido de quirófano. Mi número está apuntado a bolígrafo en la tarjeta.
Les contempló. Nada más podía hacer por ellos. Confió en que el viento les soplara a favor en la nueva travesía en la que estaban a punto de embarcarse.
—Dales recuerdos, Taku. Lástima que me pille tan lejos, Serika se ha convertido en una preciosidad…
Y se marchó, antes de que el hermano de la nombrada prodigase una senda patada a una de las ruedas. Tras verle marchar ya a lo lejos, entraron en la casa. Todo estaba apacible y tranquilo, el matrimonio seguramente se encontraba trabajando a esas horas.
—¿Yugo? ¿Serika? Ya hemos llegado —anunció, quitándose los zapatos.
Kôji hizo lo mismo, dejando las maletas junto a la puerta. Permaneció en silencio observando la llegada de los reclamados, indescriptiblemente felices por el encuentro con su hermano mayor. Sin embargo, la dura mirada que le dirigió Yugo no cayó en saco roto. Sabía que aquel chico no le tenía especial aprecio.
—¡Nanjo, que alegría verte de nuevo! —exclamó Serika, sonriéndole desde una distancia prudencial.
—Llámame sólo Kôji, por favor. Tras tantos años hay confianza más que suficiente —replicó él con amabilidad.
Efectivamente, la joven era poseedora de una encantadora belleza. Se parecía mucho a Takuto en el tono de piel, ojos y cabello, pero parecía tener una eterna serenidad, ganada a base de pulsos contra la desgracia.
—No podemos quedarnos demasiado, he venido a por mis cosas —les dijo Takuto, algo más serio—. ¿No están vuestros padres?
Esa distinción dejaba bien claro que por mucho que les apreciase, él nunca aceptaría a los Horiuchi como familiares directos. Sus hermanos eran demasiado pequeños en aquellos momentos ya pasados como para recordar a sus verdaderos progenitores, mas nunca encontraría palabras de agradecimiento suficientes para la pareja que con tanto cariño les había sacado adelante.
—No, están en la oficina. Pero papá dejó una carta para ti en el estudio.
—Voy a subirte la bolsa a la habitación —proclamó Yugo, pasando al lado de Kôji sin prestarle atención.
Mientras Izumi se dirigía al despacho, Serika suspiró, pidiendo a su antaño ídolo que le acompañara a la cocina.
—Creo que a Yugo no le caigo demasiado bien —observó él.
Ella sonrió, restando importancia al asunto y sirviéndole una taza de té.
—Está dolido porque os vais a marchar. Adora a Takuto, le resulta muy difícil saber que estará lejos a partir de ahora.
Kôji agradeció la bebida, ingiriéndola lentamente a pequeños sorbos. Su atención quedó centrada unos segundos en el crucifijo de brillantes que aún pendía de su única muñeca.
—¿Cuidarás de él, verdad? —preguntó Serika con algo de tristeza.
—Digamos más bien que él cuidará de mí. No te preocupes, no permitiré que le pase nada, lo juro por mi vida.
Ella pareció dudar unos segundos. Había una pregunta que quería formularle, mas no sabía si debía hacerlo. Haciendo acopio de la gran madurez adquirida en aquellos años, Serika finalmente lo hizo.
—¿Tú le mataste?
Kôji acabó el contenido de la taza.
—Físicamente, no. Pero acabé con Akihito en el mismo momento en que me planté allí. Cuando se clavó la katana sentí satisfacción. Al fin y al cabo, ¿no es entonces como si le hubiese asesinado con mis propias manos? Es algo que debió haber pasado hace mucho tiempo.
—La muerte nunca es buena —replicó con pesar.
—El bien y el mal son meros puntos de vista. Él pagó justo castigo por atreverse a tocar lo más sagrado para mí.
Serika contuvo la respiración cuando aquellos ojos brillantes la taladraron. Estaba, sin duda, ante la criatura con mayor magnetismo que había conocido.
—Yo amo a tu hermano. Haría cualquier cosa por él. El resto carece de importancia.
—Lo sé —contestó, esbozando una ligera pero sentida sonrisa.
Kôji alzó la mano hacia ella, dejando que la cruz tintinase contra su piel.
—Quiero que te la quedes. Takuto me la compró el día del accidente. La he llevado desde entonces para tener una parte de él conmigo, pero ahora ya no me hace falta. Sería un honor que la aceptases.
La chica observó el resplandor de las piedras rojizas. Extrajo la pulsera y el crucifijo con suavidad, y se quitó la cadena que llevaba puesta para insertarlo en la misma, quedando expuesto el colgante en su cuello.
—Espero que seáis felices, Kôji.
Él respondió a la sonrisa, para después volver a aceptar en silencio una nueva taza de té.
- 4 -
Takuto tomó el sobre depositado en la mesa del despacho, abriéndolo para leer su contenido.
En la carta, el matrimonio le deseaba suerte, y volvía a insistir en que siempre tendría un lugar en aquella familia de la que, esperaban, se sintiera parte, y que si por cualquier motivo decidía regresar, el puesto que le habían ofrecido en la pequeña empresa seguiría esperándole.
La dobló para metérsela en el bolsillo de la chaqueta cuando vio a su hermano pequeño entrar en la habitación.
Yugo había crecido mucho; era listo, avispado, y se le daban bien los deportes. Estaba tremendamente orgulloso de él.
—He sacado tu ropa del armario, supuse que así te ahorraría tiempo.
—Muchas gracias. La verdad es que me viene de perlas.
De pronto, el temple del joven pareció esfumarse.
—Entonces… ¿vas a irte a Londres?
—Sí, quiero probar suerte. Buscarme un trabajo, algún equipo donde empezar a jugar. Aquí me resultaría imposible.
El adolescente apretó los puños. Llevaba mucho tiempo conteniéndose, y pese a que trató de evitarlo, estalló sin remedio.
—Te vas por él, ¿no? ¿Y qué pasa con Serika y conmigo? ¿Es que no nos quieres tanto como a Kôji?
Takuto permaneció frente a él, viendo cómo lágrimas de rabia e impotencia recorrían su rostro. Llevó una mano hacia su cabeza, tratando de calmarle.
—No vuelvas a decir eso. Vosotros sois mis hermanos, lo que más me importa en el mundo, pero Kôji… es mi pareja —dijo, sintiéndose extraño ante aquella afirmación, aunque le hizo ganar en confianza para proseguir sus palabras— El que esté con él no implica que te quiera menos a ti, o a Serika. Japón es demasiado asfixiante para la vida que quiero llevar, ¿lo entiendes, verdad? Tú mismo me has dicho que no debo renunciar a mis sueños.
Yugo miraba hacia el suelo, rompiendo a llorar tras abrazarse con fuerza a su cintura.
—Perdóname… es que te voy a echar mucho de menos.
—Y yo a ti, idiota —contestó mientras le estrechaba.
Se quedaron a solas un buen rato, prolongando así una despedida que desde un principio se adivinaba difícil.
- 5 -
—¿Lo lleváis todo? —preguntó Serika, revisando por décima vez los documentos.
El claxon del taxi que habían pedido por teléfono anunció su llegada. Cogiendo cuantos bultos pudo, Yugo salió hacia el exterior con la intención de dejarlos en el maletero. Los demás hicieron acopio de imitarle, y pronto la inminente partida estuvo preparada.
Takuto llenó de besos las mejillas de su hermana, momento que aprovechó el más joven de los presentes para hablar a su cuñado en tono más bien confidente.
—Una sola penuria más y no te lo perdono.
—Lo mismo te digo, ahora eres el hombre de la casa —respondió Kôji, con su habitual e intimidante pose.
Yugo enrojeció hasta las orejas, y no añadió nada más. Volvió a despedirse de Takuto para dejarle entrar en el coche y agitar la mano junto a Serika, la cual se limpiaba las lágrimas discretamente.
—Míralo por el lado bueno: ahora tenemos una excusa para viajar al extranjero —comentó ella.
Y mientras los dos entraban en su refugio, Kôji buscaba en su cartera algo que esperaba encontrar. En efecto, Shibuya no le había decepcionado, nunca lo había hecho. En su interior había dinero en efectivo suficiente para el desplazamiento y comprar los pasajes de avión, todo ello acompañado de una pequeña nota.
Adminístralo bien. Invita la casa.
Lanzó una irónica carcajada, tomando un billete de los grandes y acercándose al conductor.
—Tiene dos opciones. O nos deja en el aeropuerto, le pago la tarifa y se deja sobornar a cambio de unos pocos yenes diciéndole a la prensa que nos ha llevado, o nos deja allí y además del importe, le compenso el favor. El hombre miró de reojo el costoso pedazo de papel.
—Nunca les he visto en mi vida —respondió, tomándolo.
El vehículo salió de las calles colindantes tomando dirección a la autopista. En la parte trasera del taxi, los dos viajeros se miraron.
No hacía falta que lo dijeran, ambos sabían lo que el otro pensaba. Pronto estarían lejos, muy lejos. Y con un poco de suerte, sin que nadie se percatara.
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Tras pasar por registros y trámites burocráticos en el Aeropuerto Internacional de Narita, pudieron abrocharse los cinturones en sus asientos de clase turista propios de la British Airways. No habían cogido primera no sólo porque no les alcanzaba, sino para evitar posibles problemas con los investigadores de la prensa y sus espías.
Parecían dos personas normales y corrientes que se marchaban a Europa de viaje cultural, o algo parecido. Pese a lo llamativo de sus respectivos aspectos, ocultos tras sendas gorras y gafas de sol, los que les rodeaban o respetaban mucho la intimidad, o no reconocían en el andrógino joven a la estrella de la música que tantas horas de pantalla había acaparado el día anterior.
—¿Cuánto dura el vuelo? —preguntó Takuto, feliz por estar junto a la ventanilla.
—Unas doce horas. Pero con la escala llegaremos allá sobre las 6 de la mañana.
Izumi resopló. Tanto tiempo sentado le iba a poner de los nervios. Las luces se encendieron y por megafonía se avisó la entrada en pista. Tras el obligatorio mensaje de seguridad a bordo, los tripulantes de cabina se protegieron y el enorme avión se dispuso a despegar.
Mientras tomaban velocidad de infarto, la mano de Kôji se deslizó sobre la morena aferrada a su correspondiente reposabrazos.
—Te quiero.
Él le sonrió, extendiendo su mano hacia arriba, quedando entrelazados los dedos de ambos. La consabida descarga en el estómago indicó que ya habían dejado tierra firme atrás. Por unos segundos, Takuto desvió la mirada hacia la ventanilla, observando cómo Tokio, su ciudad natal, quedaba reducida a un montón de minúsculas luces, como una maqueta de gigantescas dimensiones.
Seguía sintiendo miedo, mezclado con cierta tristeza por haber dejado a sus hermanos, pero a la vez emoción por lo desconocido, y lo más importante: la mejor seguridad de todas, la que proporcionaba el estar completamente reconciliado consigo mismo y la pura naturaleza de sus sentimientos.
2- Akawa: la traducción del japonés puede interpretarse como "paz roja".
