- Capítulo 5: Naturaleza muerta -
Para dos nativos de Tokio, una de las urbes más descomunales del planeta, acostumbrados en mayor o menor medida a sus concurridas líneas subterráneas de transporte, Victoria Station no debía suponer impresión alguna. Sin embargo, el pintoresco ambiente puramente británico no dejaba indiferente a nadie. Acusando los efectos del frío húmedo, Takuto miraba asombrado a todos lados mientras cargaba con su maleta, y metía la mano libre en el bolsillo para mantenerla caliente.
Desde ése, el corazón londinense en cuanto a locomoción se refería, partían todo tipo de trenes, metros y autobuses. Trataba de no despistarse demasiado, el viaje había sido agotador y por ello sus sentidos estaban más bien adormilados. Perder de vista un sólo segundo a Kôji supondría extraviarse entre oleadas de gente apresurada que no podían permitirse llegar tarde a la oficina, o ultimaban las tardías compras navideñas.
De nuevo con los ojos cubiertos por oscuros cristales, su acompañante paró a un lado del camino, apartándose lo posible de la multitud para poder sacar la tarjeta del bolsillo de la chaqueta. Vestía totalmente de negro, estilizando su ya de por sí soberbia figura, realzando la tonalidad de la piel.
—¿Sabes a dónde tenemos que ir? —le preguntó Izumi, estirándose, pues seguía entumecido por el exceso de inmovilidad.
Kôji volvió a releer la dirección, consultando a continuación un panel contiguo con el trazado de las redes de metro. El tube era el sistema de transporte urbano más eficaz de la cosmopolita ciudad, habitada en la actualidad por miles de personas provenientes de las antiguas colonias que el Imperio Británico ostentaba en su mejor época.
—Está en la zona de Hammersmith. Tendremos que hacer algunos transbordos, pero una vez allí no creo que la clínica sea difícil de encontrar.
Takuto asintió, mirando de reojo el mapa. No le gustaba el metro, prefería ir andando o corriendo a los sitios, pero no quedaba más remedio, menos en un lugar que desconocía. De pronto, y sin previo aviso, sus tripas se quejaron por el ayuno. Tan intensos fueron los rugidos que Kôji se volvió para mirarle, antes de empezar a reír.
—¿Hay alguna fiera hambrienta por aquí?
—A mí no me hace gracia…
Sonrió, buscando la cartera.
—Aprovechemos para cambiar esto en libras. Come algo tú, yo no debería, por si me hacen los análisis.
Con toda la emoción del viaje, Izumi reparó en ese momento en la operación. No lo había pensado demasiado, y una súbita preocupación se apoderó de él. Si lo que Shibuya les había dicho era cierto, Kôji podría entrar a quirófano aquel mismo día.
Odiaba los hospitales. Detestaba su olor a formol y otros componentes químicos, así como el ambiente impoluto y esterilizado tanto de habitaciones como de trabajadores. Todo quedaba cubierto por un halo impersonal, necesario para afrontar profesionalmente las historias cotidianas que en los centros médicos se sucedían, muchas de ellas protagonizadas por pacientes y familiares.
Como buen Leo era optimista por naturaleza, mas por un breve segundo se preguntó qué sería de él si Kôji no despertaba de la mesa de operaciones. Agitó la cabeza con brusquedad, tratando de eliminar radicalmente esas imágenes traicioneras de su imaginación.
—¿Estás bien? —preguntó, preocupado al ver cómo su moreno rostro quedaba ensombrecido.
—Sí, perfectamente —le respondió, tomando su maleta.
Emprendieron el paso en dirección a la cabina de cambio de divisas más cercana, cuando una nueva pregunta le asaltó. Conociendo como hacía a Kôji, y el mundillo en el que se había codeado hasta entonces, le resultaba de lo más extraño imaginarle años atrás moviéndose por Londres en un medio de locomoción que no fuese un Mercedes o un BMW.
—¿Cuántas veces has ido por aquí en metro?
—Ninguna.
Lo decía con tal desparpajo que no pudo hacer menos que lanzar una risita jactanciosa.
—Pues quién lo diría…
—Es la primera norma del artista. Si aparentas seguridad en lo que haces, seguridad será lo que vean los demás. Congruencia entre acción y actitud, la psicología humana es más simple de lo aparente.
E, encogiéndose de hombros, caminó a su lado hasta la susodicha oficina, buscando en el tablero el ratio de cambio exacto con respecto al yen.
- 2 -
—Buenos días. ¿El doctor Foster, por favor?
La recepcionista de la centralita elevó la mirada de los documentos pendientes por entregar cuando la melódica voz de Kôji, con su acento neutro que evidenciaba una incatalogable procedencia extranjera, rompió el silencio de la amplia sala de recepción.
Takuto miraba los interminables pasillos que se alzaban a ambos lados: suelos brillantes y blancos, color que compartían paredes, marcos de ventanas, e incluso los uniformes del personal que atravesaba el lugar.
Tras preguntar a varias personas a la salida del metro y caminar por espacio de unos veinte minutos, encontraron el centro privado. Estaba en una zona privilegiada, rodeado de amplios jardines y arboledas. Más que un hospital, parecía un enorme caserío de retiro para gente adinerada.
—Sí, un momento. Enseguida les atenderá.
No tuvieron que esperar demasiado. Tras quitarse las gafas de sol, el nuevo cliente vio llegar por el pasillo de la izquierda al requerido médico.
Era un hombre joven, no debía tener más de treinta años. Llevaba el cabello rubio cenizo largo hasta los hombros, recogido en una cola baja, informalidad que contrastaba con su estricta compostura. Sus ojos azules parecían ganar en amabilidad rodeados por las pequeñas arrugas formadas al sonreír.
Guardó el bolígrafo en el bolsillo superior de su bata, sosteniendo una carpeta de metal con informes varios para tender la mano libre al altísimo joven de rasgos finos y su compañero.
—¿Sois los amigos de Katsumi, verdad?
—Sí. Hemos venido como nos indicó.
—Os estaba esperando, me ha hablado mucho de vosotros. Seguidme, por favor.
Haciendo gala de intachable cortesía inglesa, les condujo hasta la que era su oficina. Takuto dejó las maletas junto al sofá adyacente a la puerta, observando con algo de nerviosismo los diplomas y títulos que colgaban de la pared. Se trataba del típico despacho de traumatólogo, con su amplio escritorio, algunos modelos a escala de la estructura ósea humana y una camilla de revisión. Conocía bien esos lugares, para su desgracia.
—William Foster… —leyó en la plaquita que colgaba de la bata del joven doctor.
—Supongo que Katsumi no te habló demasiado del proceso —comentó el médico a su potencial paciente.
—No, ha sido todo muy precipitado, pero confío plenamente en él y su criterio. Si me dejó en sus manos, por algo será.
Kôji respondía con neutralidad. La implantación del primer brazo metálico había sido particularmente tediosa. En cuanto al episodio vivido en Norteamérica, prefería olvidarlo. Hina y sus trapicheos habían quedado relevados a un oscuro rincón de su memoria.
Si había decidido volver a someterse a una operación de tal calibre, era por no ocasionar a Izumi más problemas. Le gustase reconocerlo o no, carecer de extremidad le limitaba bastante, pese a que el simbolismo de la brutal mutilación propiciase al incremento de su orgullo.
—Desnúdate de cintura para arriba, voy a explorarte.
Se levantó, despojándose del largo abrigo de cuero y la camisa que llevaba puesta. Takuto permaneció sentado con semblante serio. La tensión de su rostro no debió pasar por alto para el joven inglés, el cual le alentó a unirse a ellos.
—Será interesante que tú también escuches cómo será la intervención —dijo.
Sin dudarlo, Izumi se situó al lado de Kôji al tenderse éste sobre la camilla, dejando la mirada suspensa en el techo mientras Foster retiraba las vendas que protegían el abrupto final de la herida. Apretó ligeramente los dientes al quitar la última, adherida a su carne.
—Por fortuna fue un corte limpio, si el hueso hubiese quedado astillado habrías tenido serios problemas —afirmó el especialista, alumbrando la zona con una pequeña linterna.
—Ya ha llevado otras prótesis, ¿en qué va a diferenciarse la nueva? —se interesó Takuto.
El médico terminó la primera toma de contacto con el miembro a tratar, y se sentó en un taburete próximo, mirándoles a ambos a los ojos.
—Conocí a Katsumi hace dos años en los Estados Unidos, mientras realizaba un curso de especialización en nuevas tecnologías. Verás, posiblemente las anteriores prótesis funcionaban por impulsos eléctricos generados por el mismo aparato. Nuestro hospital es pionero en un nuevo tratamiento, te implantaremos una que estará ligada directamente a los nervios de tu brazo. La novedad en nuestro prototipo es que se vale de tus propios impulsos eléctricos. Si bien no goza de una efectividad exacta, podrá reproducir los movimientos que tú cerebralmente indiques a la totalidad de la extremidad.
—Es decir, ¿podré abrir y cerrar la muñeca, por ejemplo?
—Sí, con la fuerza necesaria como para desempeñar tareas cotidianas. Necesitarás un periodo de rehabilitación para aprender a coordinar los movimientos, pero todos nuestros pacientes han quedado satisfechos con los resultados.
Asintieron.
—¿Cuánto dura la operación? —volvió a requerir Takuto.
—El proceso es delicado. El final del hueso está bastante deteriorado, tendremos que seccionar una pequeña parte para que la fusión sea del todo efectiva. Si no surgen más complicaciones de las normales en mesa, podría tomar unas seis o siete horas.
Foster les contempló a los dos. Parecían decididos, pero notaba en el chico moreno cierta preocupación. Apenas se acababan de conocer, pero el singular dúo le inspiraba simpatía.
—Si no tenéis ninguna pregunta, deberíamos hacerte ya las pruebas de la anestesia general, los análisis y demás. Llamaré a una enfermera para que disponga la habitación que os hemos asignado.
Y mientras el doctor se encaminaba hacia su escritorio para hacer la correspondiente llamada telefónica, Takuto se acercó hasta Kôji, hablándose en susurros, extrañado.
—¿Nos? ¿Asignado? Pensaba que tendría que buscarme un hotel por aquí cerca.
—Esta clínica es un lugar muy selecto. Con el dineral que cuesta la operación, lo menos que pueden ofrecer es una habitación preparada también para un acompañante.
Se miraron a los ojos, alzando el yaciente la mano, colocándole los rebeldes cabellos detrás de la oreja.
—Además, ni bajo los efectos de la anestesia permitiré que me dejes aquí solo.
—¿Estás seguro de querer hacerlo?
—Sí. No pasará nada, no tienes de qué preocuparte.
Apenas les dio tiempo a seguir hablando. Aunque no le hizo demasiada gracia, Kôji terminó por acceder a dejarse conducir en silla de ruedas hasta la habitación en la tercera planta, seguido por un Takuto que llevaba las maletas a cuestas y el coordinador general de la intervención.
—Dora te extraerá sangre y supervisará los procesos, es mi ayudante de confianza —explicó Foster una vez estuvieron reunidos.
Ante ellos, una mujer aguardaba. Sus ojos, de un extraño tono entre azul cobalto y violeta, resaltados por un llamativo maquillaje, contrastaban con su piel cremosa y la oscura melena trenzada. Sus prendas, pese a lo austero de su condición, resaltaban la esbelta y menuda figura.
—Será mejor que les dejemos a solas. Puedes colocar las maletas en el armario. Ven, te enseñaré el centro mientras tanto.
Takuto lanzó una fiera mirada a la enfermera. No le había gustado un pelo la sonrisa con segundas que había lanzado a Kôji, en especial por conocer el efecto de atracción que éste ejercía para con las féminas.
Se obligó a decirse que aquél era el momento menos oportuno para sucumbir a los celos.
—Vendré luego a verte —le dijo, cerrando la puerta tras salir de la dependencia acompañado por el doctor.
Kôji le siguió con la mirada, sin inmutarse siquiera al sentir el pinchazo de la aguja atravesando una de sus venas. Por contra, era algo más que una arteria lo que la joven se encontraba admirando mientras realizaba aquella tarea rutinaria.
- 3 -
La estructura del edificio se asemejaba a la de un enorme rectángulo visto desde arriba, cuyo centro había sido eliminado y sustituido por zonas verdes. Mientras caminaban con parsimonia por los pasillos concéntricos, Takuto se deleitaba con la visión que tenía ante sus pies a través de los paneles de cristal: un pequeño campo de fútbol de césped, con dos porterías de tamaño ligeramente inferior al reglamentario, bordeado por bancos donde descansar y caminos creados por setos y arbustos.
Algunas personas mayores paseaban por los mismos, y unos niños daban patadas al balón.
—Disponemos de una cafetería en la plata superior, una sala de televisión y… —Foster calló, al comprobar que el joven parecía embelesado por las vistas.
Recordó entonces otro de los datos que Katsumi le había revelado en aquella llamada telefónica. Le había hablado fugazmente del caso en algunas de sus muchas madrugadas compartidas en los laboratorios de la facultad, mas cuando escuchó aquello, no dio crédito.
—¿Puedo llamarte Takuto?
—Sí, claro.
Sin perder la cálida sonrisa, el inglés le condujo hasta el patio interior, tomando asiento juntos en uno de los bancos de madera, acompañados por el alegre griterío de los niños que jugaban a driblar entre sí.
—Katsumi me contó lo de tu invalidez. Me parece un milagro médico que hayas vuelto a ponerte en pie.
Él clavó sus vivaces pupilas en el médico, las cuales parecían emitir una luz propia del sol, ahora oculto bajo el cielo gris y encapotado.
—Hubo una época en la que me dejé derrotar, pero nunca renuncié a la idea de volver a andar. He luchado mucho por ello, Kôji también. No existen milagros, sólo voluntad, determinación por conseguir lo que realmente se quiere.
Época en la que me dejé derrotar…
Recordaba su intento de suicidio como una laguna borrosa. Había estado a punto de cometer la mayor estupidez de su vida y, sin embargo, más cerca del final que nunca, vislumbró la salida del túnel. El verdadero significado del abandono de Kôji.
Nunca renunciaré al fútbol, ni a ti.
Foster apoyó un brazo en el respaldo, observando a los jugadores mientras le respondía.
—Cómo científico me parece un caso muy interesante para el estudio, pero supongo que no quieres que tu nombre conste en nuestros archivos.
—No. Ni el de Kôji.
—Ya hemos tomado esa precaución.
Izumi entrelazó las manos, apoyando los codos en las rodillas y la barbilla sobre los dedos. No solía confiar en extraños, pero en esa ocasión no tenía otra salida
—¿Qué te ha contado Shibuya exactamente sobre nosotros?
—Lo justo y necesario dentro de su discreción: que no deseáis que nadie sepa que él será intervenido aquí, en Londres. Los motivos tengáis no me conciernen, yo sólo me limito a ejercer mi trabajo, pero…
Suspiró. Había escogido llevar personalmente ese caso porque además del reto médico, se sentía en parte identificado con aquellos chicos. Él también sabía lo que era tener el mundo en contra, y tratar de alzar el vuelo una y otra vez. Afirmaba por experiencia propia que los inicios no eran nada fáciles.
—Mi familia no aceptó de buenas maneras que quisiera dedicarme a la medicina y marcharme a la capital. Por suerte, mi tío me apoyó desde un principio y conseguí salir adelante. Ésta es una ciudad muy dura en sus inicios, pero a todo el ser humano se acaba acostumbrando. Me acabo de mudar con mi mujer, el estudio donde vivía hasta ahora no es gran cosa, pero está en buena zona, y dentro de lo que cabe el alquiler es razonable.
Rebuscó en el poblado bolsillo de la bata, y le tendió una nueva tarjeta.
—Decidle a la casera que vais de mi parte.
Takuto se quedó sin saber qué decir. No escatimó en recursos a la hora de prodigar nuevas y sinceras sonrisas.
—Muchas gracias…
—No me las des. Y ahora, con tu permiso, voy a comprobar cómo van en el laboratorio con las muestras, quisiera empezar la operación lo antes posible. Si necesitas cualquier cosa, pregunta en centralita, sabrán guiarte.
Foster se levantó, disponiéndose a marchar no si antes insistir con educación.
—Sopesa lo de la revisión. Me gustaría comprobar el estado de tu columna. Mera satisfacción investigadora.
Él asintió con la cabeza, dejándole marchar. Se había sometido a tantas pruebas y demás conjeturas que la idea le parecía de todo menos atrayente. Sin embargo, si la operación salía bien, quizás se dejase hacer por mera correspondencia.
Se fijó en el número de teléfono de la tarjeta. Tal vez se atreviera a llamar, corrían el riesgo de perder la oportunidad de conseguir un techo con referencias, lo cual siempre era mejor que buscar a tientas, sin demasiado dinero y con unos papeles que tendrían que ser puestos en regla. Pronto pasarían de ser meros visitantes a demandantes de permiso de residencia.
Guardó el pedazo de cartón, incapaz de contenerse. Caminó hasta los tres niños, mirándole los mismos algo extrañados, pues no debían estar acostumbrados a que un adulto les pidiese participar.
—¿Puedo jugar con vosotros?
Los ojos rasgados y la característica pronunciación dejaban patente que el chico era de procedencia asiática. Les pareció simpático, así que accedieron.
—Pero ten cuidado, que la pelota es de mi hermano, me matará si se pierde —dijo el más pequeño de los tres, el cual llevaba muletas.
Izumi se embriagó con el momento: estaba viviendo, al fin, lo que había soñado demasiados años. Se deleitó con el sonido que más amaba sobre la faz del planeta…
El del cuero del esférico chocando contra las suelas de sus zapatos.
Apoyó el balón en el suelo, e introduciendo con rapidez la punta del pie por debajo del mismo, lo levantó por el aire, recogiéndolo con la rodilla flexionada. Hizo un par de malabarismos, combinando pequeños toques con cabezadas para deleite de los niños.
Sintió una descarga de adrenalina al volver a lanzarlo muy alto y elevar su pierna izquierda hacia atrás. En el preciso momento en que el balón estuvo a la altura del empeine sostenido, chutó con todas sus energías.
Para asombro de los pequeños ingresados, la pelota se estrelló contra las redes de la portería opuesta tras colarse limpiamente por una de las esquinas superiores.
—¡Guau, eres genial! —exclamó uno de ellos.
—Ojalá yo pudiera hacer algo así… —comentó con tristeza el niño de las muletas, mientras sus dos compañeros de juegos corrían a buscar la pelota.
Takuto apoyó una rodilla en el césped, mirándole a los ojos. Su tacto para los niños era innato, adoraba a los críos.
—Nada es imposible. Si te esfuerzas, podrás alcanzar las estrellas. Sólo tienes que alzar los brazos sin rendirte, hasta que las toques.
El chiquillo le correspondió con una sonrisa que le alegró el corazón. Pronto los otros dos estuvieron rodeándole, formando una especie de corro.
—¿Nos enseñas algunos trucos?
—¡Yo de mayor quiero jugar en el Arsenal!
Rieron, haciéndole sentir, súbitamente, muy feliz. Varios metros más arriba, Kôji le contemplaba desde la ventana de su habitación. La enfermera hacía rato que se había marchado, y él había aprovechado para vestirse con las sobrias vestimentas preoperatorias. Apoyado en el cristal, la emoción le recorrió por completo. Incluso desde aquella distancia había visto el destello de sus ojos de fuego al lanzar a puerta.
Ese era el Takuto del que se había enamorado, el Takuto que, al fin, volvía a desplegar sus alas.
Eres un egoísta, Kôji. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?
Los gritos que le profirió la noche en que se mostró ante él tras haberse amputado el brazo se clavaban en su pecho cuales dagas.
¿Cómo podía definirse el egoísmo?
Por él había extorsionado, manipulado, reído y llorado. Había terminado de romper sus ya de por si deteriorados lazos familiares. Le había hecho sufrir, doblegándole a su voluntad, iniciándole en los tórridos caminos del deseo, separándole de Serika y Yugo… provocando indirectamente que el depravado de Akihito le rompiera en mil pedazos en el accidente.
Y volviendo una y otra vez a sus oscuros pensamientos, se preguntó si estaría dispuesto a repetir todas y cada una de esas vivencias, con sus alegrías, sus desgracias y el dolor correspondiente, si ello les llevaba a la misma altura del camino que se encontraban recorriendo en el momento presente.
Se dijo a sí mismo que, efectivamente, era un egoísta, pues su respuesta era afirmativa. Por aquellos ojos, vendería su alma al Diablo sin dudar.
Sentía frío, nunca había estado nervioso ante una intervención. Sin embargo, sus dedos temblaron al tomar un bolígrafo y firmar los papeles en los que asumía la responsabilidad y riesgos de la operación, eximiendo al hospital de toda culpa en caso de fallecimiento.
Tenía que vivir, porque su vida le pertenecía a él. Y juntos alcanzarían las cotas más altas que jamás hubiesen podido soñar.
- 3 -
Izumi miró el reloj que colgaba en la pared de aquel interminable pasillo. No había nadie por ahí, y el silencio resultaba tétricamente agobiante. Alumbrado por el neón de los fluorescentes, terminó su quinto vaso de papel lleno de café barato de máquina. Llevaba muchas horas esperando a que la luz de la puerta del quirófano pasara de ser roja a verde.
Había tratado de dormir en las incómodas sillas de espera, mas le resultaba imposible. Anduvo de un lado hacia otro, matando el tiempo, intranquilo. El ruido de la lluvia golpeó los cristales de las ventanas. Ver llover le deprimía.
Miró la pequeña cancha de césped, empañando la transparente superficie con su propio vaho; de repente alguien abrió la puerta. Era Foster.
—¿Cómo ha ido?
—Muy bien. Ya hemos terminado. Tuvimos que contener una pequeña hemorragia, pero todo quedó bajo control.
Dos miembros del equipo de operación salieron, arrastrando la camilla en la que Kôji, completamente sedado, comparecía.
Verle así, tan pálido y conectado a los tubos de suero, le hizo tener una regresión al día en que le halló en coma a su llegada de Florencia.
—¿Cuándo despertará?
—La dosis administrada ha sido fuerte. No sabría decírtelo, puede que en un par de horas o menos. Le llevaremos a la habitación, permanece a su lado y avisa inmediatamente en cuanto haya vuelto en sí.
Asintió, e hizo el resto del trayecto en silencio. Pronto les dejaron en la dependencia privada tras conectar los aparatos que registraban sus constantes vitales. Una vez ambos a solas, acompañados por el ruido de la tormenta y la penumbra de las bombillas, observó detenidamente el nuevo brazo.
A simple vista estaba muy bien conseguido. La unión con el cuerpo era discreta, la textura de la piel sólo resultaba artificial al ser analizada de cerca, y los dedos parecían cálidos al tacto.
Obviamente, era una ilusión. Como una perfecta naturaleza muerta, en su imitación de la realidad residía la tragedia de la creación humana en un intento de jugar a ser Dios. Se sentó en la cama, acariciando con la mirada los contornos de sus pómulos, su delgada nariz, sus ojos cerrados… el cuello de cisne, los cabellos lacios, sus labios entreabiertos.
Qué hermoso y frágil le pareció.
El peso de tus crímenes, el deambular con tus cadenas impidiéndome avanzar… todo ha sido un mero espejismo, qué ciego he estado.
Ahora sabía que, simplemente, le quería. En demasiadas ocasiones se había cuestionado qué era el amor exactamente, mas si el estar allí al otro lado del mundo velando su sueño no lo era, pocas respuestas válidas quedarían.
Le acercó la boca al oído, susurrando palabras que tiempo atrás le hubiesen parecido impronunciables.
—No quiero vivir sin ti.
Apoyó la cabeza al lado de la suya en la almohada, y cerró los ojos. Estaba agotado. Dormiría hasta que él despertase, y la primera fase de su aventura hubiese terminado.
- 18 -
