- Capítulo 6: Liberación -
Seré el licor que bañe tu alma en un bautismo de pureza.
Seré el ancla que te retendrá en orillas donde encontrarás la curación.
Te he visto sufrir, te he visto llorar durante días y días.
Seré el licor en el que ahogar tus demonios y salir tú a flote.
Seré tu padre, seré tu madre, seré tu amante, seré tuyo.
Placebo, "I'll be yours"
¡Nunca debí tenerle! ¡Ese niño es un obstáculo para mi carrera! Ocúpate tú de él, que por algo eres su padre.
Era demasiado pequeño aquel día en que conoció a la que pasaría a ser su familia. Sin embargo, las duras palabras de reproche surgidas de Ayako habían quedado engarzadas en su cerebro, reluciendo como sendos rubíes en una corona de hojalata.
Y deja de mirarme así, me pones enferma.
Recordaba el exuberante porte de la mujer que le había dado a luz: sus rasgos de infarto, su cuerpo menudo, los ojos fieros, brillantes, carentes de cualquier indicio de humanidad.
La observaba posar ante las cámaras, dejándose hacer por los flashes mientras la carne de su carne iba creciendo en un mundo de adultos, saliendo a flote en el continuo maremoto de la indiferencia o la curiosidad que despertaba en los demás.
Es idéntico a ella. Será una belleza con unos cuantos años más.
Cómo llegó a odiar esas dos frases tantas veces escuchadas, sin apenas alcanzar a comprenderlas del todo…
Pero los días de aviones, castings, horas y horas de mantener silencio y matar así lentamente al niño que era, llegaron a su fin.
Ven, Kôji. A partir de hoy ésta será tu casa. Te presentaré a tus hermanastros.
Dicho día perdió a su madre, si es que aquella muchacha precoz, esclava de su propia y fatal decadencia, lo había sido en algún momento.
Él es Hirose, tu hermano mayor. Entrena duro en el dôjo para algún día tomar el relevo de los arcanos y honrar la tradición de los que nos precedieron.
Podría haber sido el final de su tristeza, el instante preciso para que la eterna máscara de su inexpresividad se rompiera en mil añicos, estrellándose contra un suelo compuesto del calor y el afecto de un padre y dos hermanos que le guiaran, mas los dos Nanjo sólo le vieron como un obstáculo en la puja por la desorbitada herencia que algún día les esperaría, y su progenitor descubrió en el espigado cuerpo de su último descendiente el vehículo en el que proyectar sus frustraciones.
Acostumbrado a sobrevivir en un entorno hostil valiéndose de los recursos despiadados de los mayores, Kôji pronto aprendió a sobrevivir: si se convertía en el mejor kendoka del dôjo, ganaría el respeto de su padre y, con ello, la libertad; además de escudarse de Hirose y Akihito, los cuales eran incapaces de alzar un mísero dedo ante el patriarca del clan.
Sé que me odiáis.
La única que comprensiva se mostraba era Nadeshiko, su hermanastra, con la que apenas había tenido contacto.
Y así pasaron los años, una sucesión de hechos vacíos, carentes de contenido, con un agujero en su corazón que no dejaba de crecer, tragándose cualquier atisbo de emoción que amenazara con surgir.
Ni la rebeldía, ni su temprano inicio en el sexo, ni el desafiar a las acomodadas estructuras en las que había crecido pudieron cerrar el abismo.
Demasiado tiempo había necesitado para comprender la naturaleza del agujero: tras aquella imperante necesidad de llamar la atención a su alrededor, se escondía un clamor desesperado, el de alguien que nunca había conocido el amor.
Nadie en toda su vida le había querido.
Mucho menos los moteros que le vitoreaban en sus escarceos, o las amantes fugaces que acudían a saciar la sed momentánea en la deslumbrante fuente de su fisonomía.
No necesito a nadie. Sé estar solo. Siempre lo he estado.
Y aquella sensación, su agujero, había regresado para fustigarle durante las oscuras jornadas pasadas entre rejas. Días y días con sus respectivas noches en las que volvía a sentirse como un extraviado en medio del desierto.
Para mi madre nunca existí. Para mi padre sólo fui una vía por la que transmitir los arcanos una generación más. Para mis hermanos, una aberración que no debió llegar jamás a sus vidas.
El fulgor de sus ojos era el único consuelo en sus horas inmóvil, ausente, transformado en una estatua de mármol viviente.
Para él… fui un ejecutor.
Un sonido perdiéndose en su propio eco le hizo sobresaltarse. Se miró las manos, blancas, idénticas. A continuación, los brazos, las rodillas flexionadas hacia su pecho. Estaba desnudo, tendido sobre una superficie infinita color plata, de una quietud imperturbable rota por las ondas que sus propios movimientos formaban. Se llevó uno de los dedos impregnados en el líquido a los labios, y reconoció el sabor: lágrimas.
No unas cualquiera. Se encontraba flotando sobre el lago de lágrimas que su corazón no había llorado. Abstraído, se ensimismó en el húmedo tacto hasta que nuevamente aquel sonido le alertó.
Justo a su lado, una gota cayó desde lo alto. El líquido, espeso y de un brillante rojo carmesí, se fundió poco a poco con el agua salada.
Una nueva gota de sangre descendió de las alturas. Y otra. Y otra. Siguió la trayectoria elevando el cuello, y vio la procedencia de las mismas.
Ahí estaba él, crucificado en un aspa perfecta de tosca madera. Sus alas estaban teñidas de negro, y su piel, de un intenso tostado, había quedado surcada por millares de pequeños ríos, los cuales confluían en uno final que acababa en la punta de sus pies, goteando desde los mismos en eterna precipitación.
Tembló como si le hubiesen forjado en hielo, trató de gritar, pero su voz no lograba alzarse. Abierta su boca en desesperado rictus, una lágrima de sangre cayó en su interior, inundándole con su gusto oxidado.
Quiero que me trague… que el agujero me lleve a la nada, y me deje desaparecer en la oscuridad…
Sin embargo, no fue oscuridad lo que encontró. Un blanco cegador se adueñó de sus pupilas paulatinamente.
¿Me habré pasado otra vez bebiendo?
¿Estaré muerto? ¿Habré llegado al Infierno?
El blanco dio paso a una mancha broncínea, difuminada, desenfocada.
¿Estaré… en el Cielo?
Su vista tardó un buen rato en focalizar como era debido, en gran parte por estar despertando de los efectos de la anestesia, añadiendo el problema de visión que arrastraba en uno de sus ojos por la lesión sufrida en sus días de kendoka. Las lágrimas reales se sumaron al efecto de distorsión en el renacer de Kôji a la consciencia.
Había sido una pesadilla, aunque su agujero seguía ahí. No estaba borracho, ni muerto, ni su angustia volvía a cernirse sobre él. El ángel maltrecho de sus pasajes oníricos se había soltado de la cruz, y sus alas volvían a ser inmaculadas.
Sí… estoy en el Cielo.
Takuto dormía a su lado; sus respectivos rostros estaban frente a frente, separados por escasos centímetros. No mostró interés alguno en reconocer el lugar en el que estaba, o lo que había sucedido. Sólo quería contemplarle, y continuar llorando de felicidad, temeroso de seguir estando en un sueño del que pudiera despertar abruptamente.
Tú disipas la ira que me corroe… tú tornas mi desprecio para con el mundo en veneración hacia ti. Llenas con la calidez de tu sonrisa el vacío que me ahoga.
Verle dormir era el espectáculo más hermoso al que había asistido en sus veintitrés años de existencia.
Tú eres lo único que le da sentido a mi vida.
Quería abrazarle, arroparle con el candor de su cuerpo. Trató de alzar los brazos, pero sendos y agudos pinchazos le advirtieron que no debía hacerlo. Tenía una vía incrustada en uno, y el intervenido seguía compareciente. Una serie de punzadas recorrieron sus nervios. En cuanto acabase de asimilar la magnánima cantidad de analgésicos que le corría por las venas, vendría la peor parte.
El dolor no me importa, porque estás junto a mí.
Una de las máquinas pitó al registrar mayor actividad cardiovascular. El aviso hizo que Izumi se desvelara casi de inmediato.
—Kôji… ¿desde cuándo estás despierto?
Se le quedó mirando después de haber formulado la pregunta. Tenía el rostro surcado de lágrimas, y la zona de la vía ligeramente amoratada. Estaba tan delgado que parecía propenso a desintegrarse si le estrechaba con demasiada fuerza.
Se acercó más a él. Seguía lloviendo, y el ruido de las miles de gotas chocando contra la ventana constituía una bella y triste oda nocturna.
—¿Por qué lloras? Todo ha ido bien, el doctor ha dicho que la operación ha sido un éxito… —susurró, besando los surcos salados en las afiladas mejillas.
—Te vi jugar con esos niños… —respondió sin contestar— Yo sabía que sucedería, que Dios nunca reniega de sus sagrados guardianes.
Takuto hacía mucho tiempo que había dejado de sentirse abrumado ante la eterna comparativa a la que Kôji le sometía. En el fondo, debía reconocer que le gustaba que le llamase así.
Ángel de fuego… tu ángel de la guarda…
—Me siento pletórico. Estoy deseando volver a los terrenos, pero eso ya vendrá. Lo importante ahora eres tú. ¿Te encuentras bien? —le habló con queda voz.
—Estoy mareado. Lo veo todo borroso.
Izumi sonrió.
—Normal. Te han inyectado anestesia como para dormir a un elefante. Ya les avisé de lo burro que eres.
Kôji, con los reflejos entorpecidos, no supo si interpretar esas palabras como un intento de consolación o un atisbo de reproche, mirándole extrañado.
—Es broma, tonto. Voy a llamar al Dr. Foster. Veamos… ¿cuál de estos botones será?
Mientras tanteaba sobre el panel de luces, notó que la mano artificial de Kôji aferraba la suya. Sorprendido por el tacto y la inaudita rapidez con que ésta había sido asimilada por el resto del miembro, no pudo articular palabra.
—Quédate conmigo cuando lleguen.
Takuto presionó el botón, aprovechando los minutos que tardaría el equipo en llegar para besarle.
—Estaremos juntos. Hasta el final.
Rompieron la unión de sus labios cuando la puerta se abrió y las luces fueron encendidas. Los primeros momentos del post operatorio eran determinantes, y por el aspecto que a primera vista tenían, eran de lo más satisfactorio.
- 2 -
Llevaba tan sólo tres días en Londres, pero ya había aprendido a recibir con agrado los rayos de sol que se colaban anecdóticamente por la eterna capa gris del cielo británico.
—¡Vamos, pásamela!
Mientras Kôji se sometía a la rehabilitación, él entretenía a los pequeños internos con sus proezas de mago del balón. Pese al tiempo inactivo, seguía conservando el toque ajustado y apasionado que le caracterizaba.
Sonrió mientras los chiquillos corrían tras la pelota. El pequeño de muletas logró arrebatársela al mayor de los tres, y valiéndose de la ventaja de sus otras dos piernas avanzó con rapidez, marcando finalmente gol.
Le subió a los hombros para celebrarlo, recreándose en la felicidad del niño. Deseó haber podido insuflar aunque fuese un poco de confianza e ilusión en aquella diminuta estrella hasta el momento apagada. Lo había pasado realmente bien, pero la mañana ya estaba avanzada.
—Chicos, tengo que irme.
—¿Bajarás por la tarde un rato más? —replicó uno de ellos.
—Me temo que no. Me marcho del hospital, a mi amigo le dan el alta dentro de una hora.
La tristeza se dibujó en las pintorescas y jóvenes caras.
—¡Pero tenéis que seguir jugando! Os quiero ver en la 3Premier League dentro de unos años. ¡Cuando seáis famosos a ver si os acordáis de mí! —exclamó.
Tras despedirles como sólo él sabía hacer con los niños, se dirigió al despacho de Foster. Las maletas seguían allí, y Kôji debía estar al bajar de un momento a otro.
—Siéntate, Takuto —le pidió.
Él hizo lo indicado, tomando entre las manos a continuación la radiografía que le tendía.
—Ya tengo los resultados de tus pruebas, y la conclusión que he sacado es la misma que tenía antes de realizarla. Es un auténtico milagro, tu espina dorsal quedó seriamente dañada, y sin embargo… hete ahí. La ciencia también se alimenta de sus axiomas, hay cosas en las que es mejor no indagar, y dejar que la vida y sus maravillas se abran camino.
Izumi le devolvió los acetatos.
—La medicina me ha ayudado, pero prefiero creer en mí mismo.
Foster asintió. Conservaría en los registros de su memoria aquel caso prodigioso, se sentía incluso privilegiado por haberle tratado, aunque fuese en secreto. Ya le daría las gracias personalmente a su cuasi colega japonés por haber llevado a aquellos jóvenes hasta su consulta.
- 3 -
En medio de una montaña de libros, borradores de tesis, la pantalla de un portátil y una taza de café, Katsumi seguía enfrascado en su próxima entrega. Tenía exactamente trece horas y cuarenta y cinco minutos para acabarla si quería seguir optando a la matrícula de honor y, por consiguiente, a la recomendación para el Seminario de patologías terminales que se celebraría en Boston la semana siguiente.
El teléfono sonó por la habitación de colegio mayor en la que residía. Sin quitar ojo de encima a las letras virtuales, y sosteniendo el asa de la taza con la mano libre, atendió la llamada.
—¿Sí?
—Soy yo, Shibuya.
—¡Hombre, Kôji! Ya pensaba que te habías quedado en el sitio. ¿Cómo estás? —contestó, con evidente alegría.
—No me puedo quejar. Este trasto resulta algo incómodo, pero responde bien.
—¿Cómo os ha tratado el viejo William? Ahora que le han echado el lazo no hay quién le vea el pelo —bromeó.
—Han sido todos muy amables. No esperaba menos de tus contactos.
Katsumi sonrió, estirando las piernas y apoyándolas cruzadas sobre su cama.
—¿Ya sabes lo que vais a hacer ahora? —preguntó con la seriedad necesaria tras el breve y discernido paréntesis.
—Ayer hablé con la mujer que regenta el antiguo piso del Dr. Foster. Iremos a verlo ahora, podemos costearnos la primera cuota.
El manager suspiró, mirando desde su posición cómo Nueva York despertaba a la mañana.
—Tened cuidado, Kôji. Tal vez tengo el instinto proteccionista demasiado desarrollado, pero me fastidia no poder hacer más.
—Ya es hora de dejarte en paz. Demasiados años te has pasado cambiándome los pañales.
Shibuya no pudo evitar reírse, y el alegre sonido viajó desde los Estados Unidos a la selecta clínica londinense.
—Acabaré por echar de menos tus excentricidades. Ya sabes dónde estoy, si es que no acabo sepultado debajo de tanto apunte.
—Tengo que colgar —anunció.
—Dad señales de vida de vez en cuando, parejita. Quién sabe, igual os hago una visita sorpresa algún mes de éstos.
—Cuídate.
—Tú también.
Shibuya se quedó mirando el teléfono mientras el sonido de la comunicación tras haber sido cortada se apoderaba de la línea. Esbozó una sonrisa nostálgica, y devolvió el auricular a su base. Sin más, volvió al trabajo.
En Londres, Kôji terminó de abrocharse el último botón de la camisa. Se miró al pequeño espejo de la habitación: estaba pálido y desfavorecido.
Sin previo aviso, Dora, la despampanante enfermera, entró, cerrando discretamente la puerta. Le clavó la mirada, prendida en incipiente deseo.
—¿Solicitaba mis servicios?
Se acercó a ella, haciendo gala de sus curtidas artes de seducción.
—Necesito que me hagas un favor, preciosa.
En la intimidad inviolable de la dependencia, la petición fue realizada.
- 4 -
Takuto miraba nervioso el reloj que colgaba de la pared del despacho. Foster le había dejado a solas hacía unos quince minutos para atender una llamada del busca, y él ya se había cansado de entretenerse mirando revistas, modelos en tres dimensiones de órganos humanos y demás jerga que podía encontrarse en la oficina de un médico.
El que Kôji tardase tanto le mosqueaba, y mucho.
Seguía sentado en la cómoda silla cuando escuchó cómo se abría la puerta a sus espaldas. Aún sin haberse girado para verle, supo que éste al fin hacía acto de presencia. Su falta de delicadeza para con los pomos era inconfundible.
—¿Se puede saber qué demonios estabas hac…?
Se quedó, literalmente, de piedra. Al darse la vuelta, se topó con un Kôji ataviado con la misma ropa oscura con la que llegase al hospital días antes, pero no era ello lo que le causaba estupor: llevaba las uñas lacadas en negro, y los ojos resaltados con khol y sombra en igual tono azabache.
Con las mejillas encendidas por el enfado y la estupefacción, no le dio tiempo a asimilar que aquel look vamp, al estilo de sus primeros años de astro musical, no le sentaba nada mal. Mientras el recién llegado tomaba asiento, continuó su interrogatorio.
—¿De dónde has sacado el maquillaje?
Kôji le miró, domando a la fiera con el frío e irresistible magnetismo que irradiaba en esos casos.
—Se lo pedí a la enfermera. Como siempre lleva dos kilos de rímel encima, no podía fallar.
Rememoró fugazmente la situación vivida minutos antes tres plantas más arriba.
—La pobre me ha dado hasta pena —añadió—. Tendrías que haber visto la cara que se le ha quedado… seguramente pensó que iba a echar el polvo de su vida.
Takuto movió la cabeza en señal de desaprobación mientras la puerta era nuevamente abierta. Su legítimo inquilino regresaba de la urgencia médica.
—Mira que puedes llegar a ser bestia —le recriminó antes de guardar silencio.
Él, por su parte, acercó el rostro aún más al suyo, aprovechando todas las décimas de segundo disponibles.
—Pero qué atractivo estás cuando te cabreas…
Kôji obtuvo como respuesta un codazo en las costillas en el preciso momento en el que el cirujano ocupaba su asiento presidiendo el sofisticado escritorio. Parecía llevar tatuada la amable sonrisa.
—Bien, Kôji, ¿sigues notando dolor cuando ejercitas el brazo?
—Calambres, algo de tensión acumulada en el cuello, pero nada que no sea soportable.
Extendió el brazo para que Foster pudiese echarle un último vistazo.
—Tiene un dispositivo de aviso. Cuando el gel con el que hemos soldado tu hueso al artificial esté a punto de ser completamente absorbido, se activará. No se puede estimar un plazo exacto, pero suele durar de año a año y medio. En ese momento deberás pasarte por aquí a una sesión de mantenimiento. Es un procedimiento sencillo, en unas dos horas estará concluido.
—¿He de pedir cita?
—No. Sólo hay cinco prototipos como el tuyo actualmente, nuestros clientes merecen un trato especial. Por cierto, la primera revisión viene incluida en los gastos del operatorio.
Ambos asintieron. Era un dato de vital importancia que les proporcionaba cierta holgura económica a corto plazo.
—Os acompañaré a la salida, si no tenéis ninguna pregunta más que hacer.
Como era así, salieron cargando el equipaje. Izumi se sintió realmente aliviado por llegar de nuevo al mundo exterior. El complejo clínico era de grandes dimensiones, pero nada podía compararse a la libertad del espacio abierto.
—Os pediría que tuvieseis la misma discreción con respecto a nuestra institución que la que nosotros hemos tenido en este caso.
—Délo por hecho —respondió Kôji, despidiéndole al estilo europeo con un cortés apretón de mano, gesto imitado igualmente por Izumi.
El amigo de Shibuya les siguió con la mirada unos segundos mientras se alejaban de allí, para poco después internarse en el centro y continuar su jornada laboral.
Por su parte, Takuto aprovechó para volver a las andadas. Seguía alucinando con el aspecto de su acompañante.
—¿Cómo puedes estar tan pancho con esas pintas?
Kôji sonrió.
—Estamos en Londres, hogar del 4glam y de 5Ziggy Stardust. Aquí puedes ir por la calle como te dé la gana, nadie se para a mirarte, y menos a juzgarte.
De camino a la boca de metro, Izumi no añadió nada al comentario; su mentalidad japonesa se mostraba reacia a aceptarlo como una realidad. Sin embargo, le bastaron cinco minutos por las aceras de Hammersmith para darle la razón. En tan breve espacio de tiempo, se cruzaron con un punk de afilada y verde cresta, una señora ataviada con pamela que se desplazaba en bicicleta llevando diversos enseres en la cesta del manillar, un hombre de negocios impoluto, y una chica gótica repleta de piercings y cruces.
Con los ojos bien abiertos por el contraste cultural, se cuestionó si aquella costumbre se debía a una total tolerancia, o más bien era producto de una indiferencia absoluta hacia los demás por parte de la sociedad londinense.
Suspiró al descender los peldaños de la estación.
—Entonces, ¿a por el piso?
—Sí. A por nuestra casa.
Ilusionados y sin nada que perder, se perdieron entre la multitud subterránea.
- 5 -
Belsize era lo que muchos llamarían un barrio tranquilo y acomodado. Las casas conservaban un pintoresco aire victoriano, las calles eran amplias, los árboles abundantes. Pequeños comercios se distribuían por doquier, y las pocas gentes que había a esas horas de la tarde no parecían conflictivas.
Siguiendo la dirección de la tarjeta finalmente dieron con el edificio. Su fachada era estrecha, a simple vista parecía antiguo, puramente inglés. Tras llamar al timbre, una mujer de unos sesenta años les abrió. Llevaba su cabello vetado en canas recogido, y sus pequeños ojos celestes denotaban perspicacia.
—Buenas tardes, hablamos ayer por teléfono, venimos de parte de William Foster.
—Oh, los nuevos inquilinos… pasen, acompáñenme para que vean el piso.
Una vez dentro comprobaron que, efectivamente, se trataba de una sola vivienda, pero todo apuntaba a que la habían acondicionado para alquilar las plantas individualmente. La más baja de todas debía ser donde residía la dueña, mientras que las superiores estaban conectadas por una amplia escalera de madera de gruesos peldaños.
Subieron hasta llegar a la entrada del ático. Cuando estuvieron en su interior, quedaron encantados.
No era lo que se decía un lugar de abundantes dimensiones; pese a estar pensado primeramente para una persona, dos podían aclimatarse sin problema alguno. Tenía una sala de estar unida a la cocina, un dormitorio, un diminuto cuarto de baño y un balcón con vistas envidiables. A todo ello, quedaba añadido el que estuviera amueblado en lo sustancial.
—El alquiler son cuatrocientas ochenta libras mensuales, incluye las cuotas por electricidad hasta el consumo medio de toda la vivienda. No se permiten animales de compañía ni actividades que puedan molestar a los demás.
Se miraron. El brillo en los ojos de Takuto bastó para que Kôji terminara de decidirse.
—Aquí tiene la primera cuota en efectivo —dijo, entregándole la cantidad concertada, y comprobando de reojo que no les quedaba demasiado líquido.
La mujer lo contó, guardándolo a continuación en su abrigo de tweed, satisfecha.
—El señor Foster era encantador, nunca tuve problema con él. Espero poder decir lo mismo de ustedes. Para cualquier duda, pueden encontrarme en la planta baja.
—Muchas gracias —se despidieron.
Quedaron a solas. Izumi corrió a abrir la ventana, forzando un poco las bisagras, algo atrofiadas por las inclemencias medioambientales. Se asomó al balcón; desde allí se divisaba el cruce de dos calles principales, y las copas de un frondoso árbol estaban tan próximas que podía tocar sus hojas si se arrimaba un poco.
—Me encanta. ¿Cuánto es lo que hemos pagado, noventa y dos mil yenes?
—Más o menos… —respondió Kôji, apoyándose en la barra de metal forjado.
—Casi lo que me costaba mi primer apartamento en Tokio. Pensé que sería mucho más caro.
—Hay que comprobar cómo están las cañerías. No es el Palacio de Buckingham, pero no está mal.
Estaba acostumbrado a los lujos y las comodidades, mas saber que iba a compartir con él aquel pequeño reducto de libertad se le antojaba el más divino de los placeres.
—Lástima que no podamos tener perro… —agregó Takuto, decepcionado.
—Tal vez si le ponemos una correa a la casera nos sirva de mascota. Tiene cara de terrier.
Rieron, y se quedaron mirándose el uno al otro. Sus personalidades dispares, sus reacciones ante las circunstancias adversas y el conocimiento mutuo adquirido con el paso del tiempo les habían transformado en algo parecido a un equipo. Singular, pero con un proyecto común que les hacía querer seguir luchando.
Por primera vez repararon en los años que llevaban juntos. Ya no eran los niños a los que el destino quiso unir a ambos lados de la reja de un campo de fútbol del colegio, ni los adolescentes que se encontraron de casualidad en uno de los callejones de la capital nipona. Sin embargo, la chispa vital de su madura juventud no olvidaba los recuerdos de lo que había sido su complicada trayectoria.
—Vamos a deshacer el equipaje —propuso Izumi.
Tras vaciar el contenido de las dos maletas sobre la cama, hicieron recuento. Entre los dos sumaban tres vaqueros, un pantalón de vestir, otros tantos de deporte, varias camisetas que podían servir para un momento medianamente formal, otras para andar por casa, algunos jerseys y un abrigo.
Nada más.
Mientras Kôji dejaba abierto el armario para que se airease, Takuto aprovechó para ponerse por encima algunas de las prendas que no eran suyas.
—Mírame, soy una estrella del rock… —proclamó, adquiriendo pose con el estrecho abrigo de cuero puesto.
El cantante volvió a reír, encontrándole irresistible con su ropa puesta. Se situó ante sí y, rodeándole, dejó que el peso de su cuerpo les derribase a ambos sobre el colchón.
—Eres insaciable.
—Lo mismo podría decir de ti… sé que te gusta tanto como a mí aunque no quieras reconocerlo —le respondió maliciosamente mientras le besaba el cuello.
Abrazándole con las piernas, le pasó una mano por los largos cabellos, atrayéndole por la nuca para que los labios pasaran a besar los suyos. Éstos jugaron los unos con los otros, despertando a los sentidos, permitiendo que la piel quisiera ser despojada de escudos protectores para ser recorrida, acariciada, lamida… Kôji se sentó sobre la pelvis de Izumi mientras se quitaba la camisa, recorriendo los dedos morenos su torso.
Sus manos, una de cálida carne, otra de fiel imitación, quisieron hacerle lo mismo, levantando poco a poco el tejido, dejando libre el camino surcado por sus abdominales esculpidos, siendo trazado el recorrido hasta el pecho por un sinfín de besos.
Takuto suspiraba con el mentón levantado cuando oyó un ruido proveniente del salón. Ya que parecía ser el único en reparar en el mismo, a la segunda vez que lo captó dio aviso.
—¿No has oído eso?
—¿El qué? —le miró, con el rostro incendiado.
Hizo ademán de levantarse de la cama, consiguiendo que Kôji, tras varios intentos y de muy mala gana puesto que odiaba las interrupciones, le siguiera hasta el salón.
Para sorpresa de ambos, tenían una invitada: se les había colado una paloma por la ventana abierta, la cual golpeaba con el pico la superficie de la mesita de la sala de estar.
—¡Fuera de aquí, rata voladora! —exclamó el ex-Nanjo, corriendo detrás de ella para espantarla.
Era tan surrealista ver a alguien de semejante envergadura haciendo lo propio que Izumi acabó por sentarse en el sofá, partiéndose de la risa. Con una mano apoyada en la cintura, Kôji le observó.
Quiso guardar aquel momento en su mente, como una instantánea eterna, inmune a cuantas atrocidades futuras pudieran vapulearles.
Se resignó, dejándose contagiar por el buen humor.
—Debe ser una señal divina o algo así —comentó, en alusión a la consabida paloma—. En vistas a que nos ha chafado el plan, tengo una idea mejor. ¿Te parece si salimos a devorar una pizza y a celebrar la noche de hoy? Conozco el sitio perfecto.
—¿El día de hoy? ¿Qué quieres celebrar, que tenemos donde quedarnos?
Sus despistes resultaban irresistiblemente encantadores.
—¿No sabes qué día es hoy? —le preguntó, apartándose los largos cabellos de la cara.
Izumi pensó, reaccionando al cabo de unos segundos.
—¡Lo había olvidado! Es fin de año…
—Vistámonos. Dentro de poco oscurecerá, será mejor que lleguemos pronto, o no conseguiremos sitio.
Asintió, sucumbiendo de nuevo al placer de dejarse llevar ante lo desconocido, y empezar a descubrir a su lado los entresijos de la ciudad que de la noche a la mañana les había acogido.
- 6 -
Las calles vestidas con motivos navideños hacían de la city, el epicentro de Londres, un lugar aún más mágico.
Llevando el consabido abrigo de cuero uno, y un jersey azul de cuello alto el otro, se abrieron paso entre la multitud cogidos de la mano, avanzando por el puente que atraviesa el río Támesis junto a los Parlamentos.
Todo estaba abarrotado de personas que querían recibir el año nuevo con las campanadas del mítico Big Ben. Takuto no podía dejar de sonreír; el ambiente era fantástico, el escenario privilegiado y la situación de ensueño. En su ciudad natal nunca habrían podido pasear como otra pareja cualquiera sin que les mirasen con mala cara.
La sociedad europea era muy diferente a la que había conocido en los Estados Unidos, e incluso en su país. Pese a que quedaban ciertos sectores hostiles en el viejo continente, supo que habían hecho bien escapando, aunque la adaptación, como todas, no fuese a resultar sencilla.
Se sentía feliz, y eso era lo único que contaba.
Tras muchos esfuerzos lograron alcanzar el paseo que bordeaba el río, teniendo la fantástica visión de los Parlamentos ante ellos, iluminados por luces doradas. Haciéndose con un pequeño hueco entre la muchedumbre, Izumi se colocó ante la barandilla y Kôji le abrazó por detrás, apoyando el mentón en su hombro.
—¿Te gusta?
—Es increíble, mucho más impresionante que en las fotos o la televisión.
La cuenta atrás pronto daría inicio, y la masa se preparó para el ritual anual por excelencia.
—Quiero que todos los años vengamos aquí —le susurró al oído, combatiendo el ruido.
—Lo haremos.
El majestuoso reloj dio el primero de los doce adioses. Izumi se giró hasta encararle. Se miraron a los ojos con intensidad mientras la gente coreaba y vociferaba.
El tiempo, pese a correr en forma de estruendo metálico y griterío, se detuvo para ambos. Al fin aquel fatídico trienio había terminado, y el nuevo año era estrenado como habían soñado en muchas ocasiones, todas ellas fallidas.
Juntos. Sin que nadie pudiese derribar cuanto habían construido.
El cielo se iluminó con espectaculares fuegos artificiales. Los colores, brillantes y eléctricos, se reflejaron en sus iris mientras los que les rodeaban alzaban la vista hacia la lluvia de pólvora y estrépito.
En medio de un mar de anónima humanidad, se besaron. No existía nada más en el universo para el uno que el otro, y la dulce promesa de aquellos siguientes trescientos sesenta y cinco días que daban así inicio.
Kôji sintió que el agujero de su corazón se extinguía, cicatrizado con cada caricia de sus labios. Desaparecería y no volvería a amargarle, porque a su lado tenía a su guardián, a su protegido… a su familia.
3- Premier League: primera división del fútbol inglés.
4- Glam: género del rock surgido en Inglaterra en los 70's. Se caracterizó por la peculiar apariencia de los que lo ejecutaban, con una carga barroca de maquillaje, vestuario y peinados.
5- Ziggy Stardust: personaje creado por David Bowie, cantante británico, apoderado como el rey del Glam. Ziggy protagonizó muchas de sus canciones, y él mismo actuaba representando a dicho personaje en sus conciertos en aquellos años.
