- Capítulo 7: Tradición -
Demasiado habían cambiado las cosas en el seno del clan Nanjo desde la muerte de Akihito. La enorme casa de típica estructura japonesa, propia de la clase acomodada, estaba envuelta en un silencio demasiado evidente para resultar natural. La apacibilidad que concedía la falsa sensación de seguridad había sido sustituida por un clima de inquietud.
Dada la sucesión progresiva de escándalos que había envuelto a la familia en tiempos recientes, eran muchos los que habían acabado por desconfiar de la eficacia en el papel de líder de Hirose.
Y es que la práctica totalidad de los guardas personales perdieron pronto la fe en él, movidos por los veteranos, los cuales no hacían sino compararle con su desaparecido padre.
Fue así como el fiel Shigi aceptó con orgullo y determinación adoptar el puesto de protector oficial de toda la familia, aunque tuviese que hacerlo en solitario. Había sido entrenado desde joven para servir, asistir y venerar a quien se le fuese designado.
El honor de un Kurauchi estaba íntimamente ligado a la figura de su protegido. Otros tiempos corrían, muchos de sus antepasados habían estado al cuidado del Emperador y otros importantes cargos del gobierno, mas en una época democrática como la que le había correspondido vivir, Hirose Nanjo representaba el universo entero para él. Su devoción iba más allá de los límites establecidos y esa era, precisamente, la mayor de sus desgracias.
Mas no sólo hasta los integrantes sin vínculos de sangre había llegado la crisis; las oleadas de la misma sacudieron sin piedad incluso a los miembros más cercanos. Harta de ser considerada un mero cero a la izquierda, Nadeshiko renunció finalmente a su condición de heredera de los arcanos, contrayendo matrimonio con un joven de una prestigiosa familia coreana, renunciando a su apellido y marchándose del país, cortando cualquier lazo que pudiese atarla a lo que hasta ese momento había conocido.
Con ese gris panorama, los días pasaban para el primogénito de los Nanjo aún vivientes. Bajo su imponente rostro y su fría compostura, un hombre sumido en una obsesión aguardaba el momento preciso para poder consumar su gran venganza. Respiraba por y para ver caer en el eterno tormento a Kôji. Si era cierto que del amor al odio sólo existía un paso, le odiaba con la intensidad a la que se desea al amor de una vida.
Cuando no estaba en su oficina encargándose de llevar todo lo correspondiente al negocio, entrenaba a su hijo. Él sería el heredero, el escogido para postergar el legado de su padre…
Él expiaría su propio fracaso.
Tan oscuro era el resentimiento y la vergüenza que Hirose todavía arrastraba, que la preparación de su único descendiente carecía por completo de sentimentalismo fraternal. Pasaba horas y horas sometiéndole a la dureza de los enfrentamientos, grabando en sudor, sangre y lágrimas las bases con las que Tatsuomi se desenvolvería cuando alcanzara la mayoría de edad.
En breve, aquel niño de cuerpo menudo y estilizado sería un muchacho entregado a una causa de la que no podría escapar. En pleno siglo XXI, los lazos patriarcales japoneses seguían siendo tan potentes como en tiempos de la resistencia Samurai. Quizás por ello, las cifras de suicidio seguían sorprendiendo al resto del primer mundo año tras año.
El honor nipón era demasiado complejo como para ser comprendido por un occidental. Para un europeo o un norteamericano, suicidarse constituía una forma cobarde de acabar radicalmente con los problemas. Para un japonés, suponía en muchas ocasiones la única manera de mantener impoluta su honra.
Kaoruko lo sabía bien. Provenía de la alta sociedad, había sido instruida en las artes de la caligrafía, la ceremonia del té y la discreción. Aceptó el matrimonio con el mayor de los Nanjo, ocupando su lugar de esposa reservada y sumisa.
Aunque en el fondo siempre había albergado la esperanza de que sus temores no fuesen ciertos, éstos se cumplieron. Durante su embarazo deseó alumbrar a una niña. Así, el paréntesis de efímera felicidad se prolongaría hasta concebir a un varón.
Pero no sucedió de esa guisa. Tras dar a luz a un hijo, su cometido quedó cumplido. Le había dado a Hirose un heredero y, a cada año que pasaba, se sentía menos mujer. Al principio el tiempo que juntos pasaban se fue espaciando. Luego siguieron las ausencias, o las noches de soledad en las que buscaba el consuelo que le proporcionaba su retoño, al preferir su esposo la compañía de Ahikito.
Pronto dejó de advertir su presencia, de mirarla, de hacerle el amor. La muerte de su cuñado fue el detonante que acabó de cernirla a su desgracia.
Marchito su interior, se consumía lentamente; su rostro empezaba a reflejar tempranos signos de envejecimiento pese a la relativa juventud. No había dormido, como de costumbre, y al oír a su marido levantarse de la cama dispuesto a vestirse como si hubiese pasado la noche completamente a solas, no lo pudo soportar más.
Sin incorporarse siquiera, formuló las preguntas que por tanto tiempo se había estado haciendo.
—Ya no me tocas, ni siquiera aparentas una esporádica muestra de deseo. ¿Mi vida no vale nada para ti? ¿Ni siquiera lamentarías la pérdida de la madre de tu hijo?
Y como en todas las ocasiones en las que se había preguntado a sí misma dichas cuestiones, éstas no obtuvieron respuesta. Hirose no se dio la vuelta para mirarla. De espaldas a ella se despojó del kimono, sacando el traje de entrenamiento del armario para abandonar la habitación una vez se lo hubo puesto.
La puerta se cerró, y ella elevó el mentón, decidida. No vertería una sola lágrima por él. Tomó asiento en su tocador, sacando de un cajón dos delicados objetos envueltos en un pañuelo de seda. Ante ella quedó la herencia recibida de su madre, las reliquias femeninas de su familia.
Expuso sobre la mesita un cepillo de nácar y una daga corta. El arma blanca era una auténtica obra de arte, con la empuñadura de marfil tallada en forma de dragón, y la hoja perfectamente afilada.
Cepilló a conciencia su larga y hermosa cabellera, dejándola frondosamente suelta sobre los hombros, y se miró al espejo. Lamentaba dejar solo a su hijo, mas él debía cargar con su propio destino. El suyo era terminar su vida con un ápice de dignidad.
Sus manos tomaron la daga, dirigiendo la hoja en posición horizontal hacia su vientre. Con un rápido y certero movimiento, ejecutó la técnica del ritual de suicidio más antigua de la historia, y quizás también la más repetida, el seppuku.
Una vez la daga clavada en su cuerpo, sostuvo con rigidez la empuñadura, torciendo su tronco hacia la izquierda. Con dicho último proceso desgarró sus entrañas, resultando una hemorragia incontenible que derivó en una muerte rápida, sin posibilidad alguna de reanimación.
Su rostro se relajó, desplomándose a continuación en el suelo tras caer del asiento de terciopelo donde había estado sentada. La oscuridad se alzaba nuevamente sobre los Nanjo, pero ella supo en sus últimos instantes que sólo una persona la echaría de menos.
Pocos minutos después, la puerta se abrió.
—¿Mamá, sigues dormida? ¡Hace un día espléndido, salgamos a tomar el aire antes de que vuelva a nevar!
Al no obtener respuesta, Tatsuomi entró en la habitación, dejándose guiar por el mal presentimiento que le atosigaba.
Todavía no alcanzaba a comprenderlo en su totalidad, pero era lo suficientemente mayor como para no caer presa del histerismo al ver el cuerpo interne de su madre yaciendo en el suelo, sobre un denso charco formado por su propia sangre.
La contempló en silencio. En sepulcral respeto, abandonó el dormitorio con la intención de acudir al dôjo donde como cada mañana su padre estaría ejercitándose, y darle así la mala noticia.
El joven heredero no era consciente de que esa decisión iba a cambiar su vida.
- 2 -
Shigi recibió los primeros rayos del alba en las instalaciones de entrenamiento. Sentado de rodillas en perfecta postura, observaba el brillo vespertino siendo reflejado en la nieve a través de los biombos abiertos. Estaba siendo un invierno abundante, lo cual hacía presagiar que el verano traería buenas cosechas.
Una de las puertas corredizas se abrió. No se movió, permaneciendo en su regia elegancia cuando Hirose tomó asiento a su lado.
—Hermosa mañana… mas qué importa la belleza cuando la tienes ante ti cada amanecer, inalcanzable pese a la cercanía —musitó.
Conocía a Nanjo a la perfección. Le había visto evolucionar, le había visto sufrir reveses, afrontarlos, construir su propio imperio.
El sentido final de su vida era salvaguardar la de Hirose a cualquier precio. Renunciaría a la suya sin dudarlo, no ya sólo por su deber.
Le amaba en secreto, fundiéndose en un único sentimiento la admiración, el proteccionismo, lo fetichista de conocer todos y cada uno de los pormenores de su privacidad.
Posiblemente, estaba al tanto de más secretos sobre él que su esposa, y de muchos más de los que ésta llegaría a vislumbrar. Eso le hacía sentirse en cierto modo eufórico, pues en su fuero interno ardía la llama de saber que le pertenecía.
La sensualidad de su voz era un mal al que estaba acostumbrado. Sin embargo, el tono con el que esas palabras habían sido pronunciadas tenía un tercer sentido que no pudo captar. Giró su rostro moreno y anguloso, topándose con el de bellas proporciones de su jefe.
Hirose le taladraba con ojos resplandecientes cuán cristal, poseídos por un deseo que no quería seguir ocultando.
Sin guardas que les interrumpiesen, y con lo que restaba de familia ocupada en sus propios asuntos, no había por qué postergar lo que ansiaba hacer. Él accedería a todas y cada una de sus peticiones, y ello le excitaba en mayor medida.
—Dime, Shigi… —le susurró al oído, acercando el cuerpo al suyo— ¿estarías dispuesto a hacer cualquier cosa por mí?
Su guardaespaldas creyó estremecerse ante el incipiente contacto.
—Sin dudarlo.
—Cualquier cosa, ¿hasta postrarte a mi voluntad, dejarte hacer por las manos de otro hombre?— prosiguió, mientras le introducía los dedos por debajo del oscuro kimono de entrenamiento.
Gimió imperceptiblemente. La proposición se le antojó un insulto para su señora, pero no podía atentar contra una orden de su protegido. Menos cuando lo que más anhelaba era, precisamente, cumplir ésa indicación.
—Sí.
Hirose le tomó de la barbilla, quedando sus labios separados por milímetros.
—Leal y fiel hasta el final… hace demasiado que debí haber hecho esto.
Le besó, sin delicadeza que disimulase su ardiente deseo. Quería poseerle en ese mismo instante, haciendo caso omiso de todo cuanto aconteciera a su alrededor.
Se quitó el traje, y le recostó sobre el suelo de madera a la par que le desnudaba con cierta rudeza, quedando sobre él. Shigi cerró los ojos, creyendo enloquecer a cada segundo que pasaba y con cada centímetro de su piel que iba quedando al descubierto.
Para cuando no hubo obstáculos de tejidos entre sus respectivas anatomías, la erección del patriarca era tan notoria que requería ser satisfecha de inmediato.
—Lo único que tengo que agradecerle a mi padre, es que te escogiera para quedarte a mi lado —sentenció, con un deje animal en la voz.
Sin preámbulo alguno le penetró. Su ayudante y mano derecha se limitó a morderse los labios, saboreando aquel dolor lacerante como una victoria.
Tanto fervor puso Nanjo que no reparó hasta demasiado tarde en una tercera presencia en el dôjo. Desde la puerta por la que él mismo había entrado momentos antes, Tatsuomi le clavaba la mirada. Había presenciado el acto prácticamente en su totalidad.
Hirose le contempló. Fue como si hubiese retrocedido diez años en el tiempo, pues juró ver en su hijo una réplica exacta de Kôji el día en que se reveló por primera vez a su padre: la misma constitución, la misma mueca de desprecio, la misma inexpresividad medida en su rostro.
La ira que ello le provocó no le hizo detenerse, todo lo contrario: siguió embistiendo cada vez con mayor cadencia mientras su descendiente no le quitaba ojo de encima, arrancándole así al niño los últimos resquicios de inocencia que le quedaban.
Tras analizar el rictus de placer en la cara de su padre y la relajación posterior del mismo, Tatsuomi se pronunció.
—Mi madre se ha quitado la vida.
Y tras ello, abandonó el salón de entrenamiento en el mismo mutismo con el que había entrado. Su corazón hervía en furia para con Hirose. Mas como digno hijo suyo que era, la maceraría.
Nunca le perdonaría haber provocado la muerte de Kaoruko. Todavía era demasiado pequeño, demasiado débil. Pero crecería, se haría fuerte, sería el mejor luchador. Y sólo cuando estuviese en condiciones de medirse a su padre y humillarle, lo haría.
Hasta que ese día llegara, solamente podía comportarse como el niño que, pese a todo, seguía siendo. Lloró sin que nadie le viese, oculto en uno de los muchos rincones que conocía, todos ellos inaccesibles para los adultos.
