- Capítulo 13: Oportunidad -
—Estás demasiado tenso…
Kôji insistía una y otra vez en la zona de los hombros mientras trataba de relajar la musculatura de Takuto. Éste, recostado boca abajo en la cama con el cantante sentado sobre su cintura, emitía breves quejidos combinados con ronroneos de placer. Sus masajes eran toda una delicia.
—Es que pensar en la final me pone nervioso. Sé que no debería estarlo, he jugado partidos mucho más importantes, pero es un momento especial.
No era para menos, sería posiblemente el primer título a ganar tras su recuperación. Desde que decidiera dejar el trabajo en el pub, Izumi podía dedicar más tiempo al equipo. Con las pequeñas cantidades generadas por las actuaciones de Angelous podían suplir esa falta de ingresos al continuar en pie la principal, el puesto en la tienda donde despachaba junto a Bryan.
Así, a base de esfuerzo y terapias en los vestuarios para insuflar confianza en sus jugadores, los cuartos y la semifinal quedaron atrás. El verano estaba al caer, y la buena meteorología acompañaría en el esperado encuentro entre los dos mejores equipos amateur de la ciudad.
El capitán se dejaba hacer mientras le daba vueltas a los pormenores: la distribución, las jugadas a balón parado que tantas veces habían practicado en los entrenamientos, el ansia por sentir la electricidad atravesando su cuerpo en la lucha por la victoria…
Los conocimientos de Kôji sobre medicina deportiva adquiridos años atrás no habían sido olvidados, ni mucho menos. Tras haber realizado los exámenes finales para la obtención del título de bachillerato, le había dado por sacar de la biblioteca pública cuantos volúmenes encontró referentes al tema. Y claro, cómo iba a quejarse el receptor legítimo de sus cuidados… Tenerle a su lado la víspera del gran acontecimiento le confortaba.
Ello le hizo recordar fugazmente la noche de su decimonoveno cumpleaños, cuando se encontraba en la concentración de la selección japonesa y tuvo una memorable charla con Kôji acerca de sus supuestas infidelidades. Mientras elevaba una pierna flexionándola a la altura de la rodilla, balanceándola como si jugara con ella, le hizo una pregunta en referencia a dichos momentos.
—¿No has vuelto a acostarte con nadie más desde que me prometiste aquel día que nunca más lo harías?
El masajista dejó de hacer presión con los nudillos unos instantes, para después volver a la carga y responder sin mayor dilación. Le encantaba hablar del tema, siempre conseguía que Izumi perdiera los nervios y el rubor enrojeciera su hermoso rostro hasta el límite.
—La verdad es que rompí la promesa. En la cárcel me tiré a mi compañero de habitáculo y a la vigilante —dijo, como si fuera lo más normal del universo.
Kôji pensó en el gran volumen de conquistas nocturnas que había coleccionado a lo largo de su vida. Sin embargo, el hecho constatado a Takuto años antes seguía vigente: era incapaz de excitarse con nadie más que él.
El futbolista no dijo nada, ante lo que se apresuró a matizar que había sido una broma irónica.
—Claro que no. Aunque estuve a punto de acabar a la cama con una de las amigas de Hina, estaba tan ido que no sabía lo que hacía.
Ya habían hablado en su día de la oscura etapa que pasaron separados durante su fuga en América, y no quería recordarlo. La exuberante Lulu se había portado bien con él, merecía pasar a la posteridad de su mente como un apoyo, no como una aspirante más a engrosar su lista negra.
Recorrió con los dedos la forma de las vértebras, obteniendo concisos chasquidos al colocarlas. Aprovechó que no podía verle por la postura para arremeter con una juguetona sonrisa en la cara.
—¿Y tú? ¿Fuiste bueno durante los tres años en que no pude tenerte vigilado? —preguntó, preparado para hacerle ver las estrellas si la respuesta era negativa.
Takuto giró el cuello como pudo. Para deleite del cantante, su rostro ya expresaba la deliciosa crispación acostumbrada. Adoraba hacerle rabiar.
—¡Mira que eres plasta! Te lo he dicho muchas veces, ¿para qué voy a liarme con otras personas si ya me lo paso bien contigo?
A Kôji se le iluminó el gesto, como si una luz divina le enfocase directamente desde el Cielo.
—¡Dios mío, no me lo puedo creer! Tras tantos años, al fin lo has dicho —proclamó, tomándole de las muñecas, tirando de los brazos hacia atrás para dejarle la columna a punto, arqueándola.
—¿Qué yo he dicho qué? —inquirió Izumi, con el torso elevado unos centímetros del colchón.
Pletórico y triunfante, el vocalista se deleitó con sus propias palabras.
—Que te gusta montártelo conmigo.
Takuto trató de zafarse con las mejillas ardiendo, tratando de desmentir lo indesmentible.
—¡Eres un obseso, te pasas el día pensando en el sexo!
—¡Pues no hablemos de ti, que eres un "Kôjisexual" declarado! —insistió, saboreando la conquista.
Envueltos en una disputa más propia de cachorros en juego que de adultos, la sesión de masaje concluyó. Kôji iba a lanzarse sobre él para estrujarle cuando el teléfono sonó. Resopló, sin más remedio que atender la solicitud. En la capital británica todos parecían tener un sexto sentido para la interrupción.
Izumi le contempló desde la cama mientras hablaba por el inalámbrico. Era temperamental por naturaleza, no desaprovechaba ocasión ninguna en la que tuviese la oportunidad de defender sus principios, aunque los detalles de su vida sexual fuese tema más que de sobra conocido, debido a motivos evidentes, por el otro dialogante.
Se interesó por conocer la naturaleza de la llamada, en vistas a la cara de satisfacción que se le había quedado.
—¿Quién era?
—Shibuya. Llamó para decirme que han aceptado la maqueta en la emisora a la que la enviamos, la pincharán la semana que viene. Es posible que dentro de poco grabemos el álbum en condiciones y podamos empezar a venderlos en tiendas de verdad, las salas de conciertos se nos quedan pequeñas.
Takuto sonrió. Solía asistir junto a Katsumi a los directos y, aunque la música no fuese su fuerte, podía afirmar que la banda había mejorado mucho desde su primera actuación. Empezaban a ser conocidos en los circuitos alternativos de la ciudad, y un número considerable de seguidores habituales acudían a cada cita. Ello, sumado a los primeros mil cd's vendidos, era un buen augurio.
—Ojalá tengáis suerte.
—Eso espero. Estoy cansado de garitos de tercera.
Kôji se tendió de nuevo a su lado. Tenía que terminar de pulir los nuevos temas para Angelous, mas no era momento de pensar en ello.
—Vamos a dormir, mañana será un día intenso: me dan los resultados de los exámenes y luego es el partido.
—¡Es verdad! Lo había olvidado —respondió, haciendo alusión a la nota final—. Mejor, aprovecharemos para celebrar las dos cosas a la vez. Seguro que apruebas, y nosotros ganaremos.
—De eso nada —aclaró el cantante apagando la luz—. Reserva energías, que si me gradúo, mañana por la noche me recompensas carnalmente.
Izumi suspiró con resignación, buscando sus labios en la oscuridad para darle un último beso.
—Anda, buenas noches, enfermo.
Kôji le pasó el brazo artificial por encima, feliz por haberse salido con la suya.
La tranquilidad de aquel barrio y la idónea temperatura les permitió conciliar el sueño sin demasiados problemas. Llevaban un buen número de horas durmiendo cuando un sonido que no habían escuchado hasta entonces les hizo abandonar los reinos de Morfeo.
—¿Qué es eso…? —preguntó Izumi, con la voz entorpecida.
—Parece una alarma de incendios —respondió, de igual manera.
Era una sucesión interminable de pequeños zumbidos, tan agudos que resultaban molestos. Pese a ello, lo que les desconcertaba era la relativa cercanía de donde provenían.
—No tenemos alarma de incendios —dijo Takuto mosqueado, buscando el origen acústico.
Tras unos segundos se dio cuenta de que tenía la solución, literalmente, delante de las narices.
—¡Pero si es tu brazo!
Kôji se acercó la prótesis hasta el oído. Efectivamente, así era. Recordó las indicaciones del doctor Foster, gruñendo entre dientes.
—Dijeron que la soldadura duraría de año a año y medio.
—Tal vez tu organismo la haya absorbido ya. No sé por qué, pero no me extrañaría nada.
Mientras trataba de averiguar cómo hacer que la alarma dejara de sonar, Kôji se incorporó.
—Será mejor que vaya cuanto antes al hospital. Me niego a perderme tu final.
—Voy contigo —respondió Takuto, bostezando y poniéndose de pie, buscando los vaqueros que había dejado sobre la silla para volver a ponérselos antes de meterlos en la lavadora.
Concienciándose de que tendría que recorrer todo el trayecto que les separaba de Hammersmith como si fuese una bomba humana marcando la cuenta atrás, Kôji imitó sus pasos, eligiendo del armario las prendas con toda la precisión que sus sentidos adormecidos podían ofrecer.
—Y menos mal que no tenemos que pagarla ahora, o ya te veo vendiendo cd's en el metro para costearte el mantenimiento —agregó Izumi.
Aún faltaba para el amanecer, por lo que las calles desiertas fueron los únicos acompañantes que tuvieron mientras salían a la búsqueda y captura de un taxi que les llevara a la prestigiosa clínica privada.
- 2 -
Resultaba curiosa la metodología empleada por el cerebro humano para almacenar recuerdos y datos precisos acerca de lugares previamente visitados.
Takuto miró el reloj de pared. El penetrante olor a antiséptico y el blanco inmaculado del hospital le hicieron constatar que habían regresado al lugar donde pasaron sus primeros días en Londres. El tiempo había volado desde la operación.
Tras aguardar unos minutos en la sala de espera principal, William Foster, el cual había pasado la madrugada en su guardia nocturna semanal, les atendió con una sincera y cordial sonrisa.
—Encantado de veros de nuevo, aunque hubiese preferido que nuestro encuentro se hubiese producido en el tiempo estimado; ya veo que el sistema de aviso se ha activado —dijo tras estrecharles la mano, en referencia al inconfundible sonido que emitía el prototipo.
—Ha empezado a sonar hace una hora. No he notado nada especial —comentó Kôji en pie, evidenciando que deseaba empezar el mantenimiento cuanto antes.
Foster les pidió que le acompañasen a su despacho.
—Lo revisaré, tal vez haya sido un simple fallo del sistema. Dejando de lado el protocolo, ¿cómo os ha ido por la ciudad? Katsumi me ha llamado, hemos quedado la semana que viene para recordar viejos tiempos, me alegra tenerle tan cerca de nuevo.
Hablaron sobre las impresiones generales que les había causado Londres, el piso al que les había remitido y demás pormenores domésticos. La síntesis, aún sin entrar en demasiados detalles, restaba frialdad al proceso médico.
Mientras Kôji permanecía quieto en la camilla con la prótesis siendo sometida a exploración, el amable inglés no salía de su asombro.
—Cada paciente es un mundo —afirmó, quitándose los guantes—. En nuestros otros clientes el gel tardó un periodo mucho más largo en perder solidez, pero parece que tu estructura ósea ya lo ha absorbido. Has hecho bien en acudir de inmediato, podría haberse desprendido, afectando irremediablemente al mecanismo interno. Por suerte he estado trabajando en una mejora del proceso, tras el mantenimiento te garantizo que permanecerá intacto como mínimo dos años.
Izumi asintió, aunque ya no sabía qué pensar.
—¿Cuánto durará la intervención, doctor?
—Hay que aplicar anestesia local, y dado que no es un procedimiento complicado, en unas cuatro horas podría estar fuera. Aunque si lo prefieres, puedes esperar al mediodía y que te atienda mi compañero de departamento.
—No, cuanto antes mejor. Hoy tengo un evento que no me puedo perder —proclamó Kôji.
Antes de que se lo dijeran, Takuto se puso en pie con la intención de irse a matar el tiempo de la mejor manera que conocía: dándole patadas a su inseparable amigo, el balón.
—Estaré en el campo de fútbol. Avísenme si ocurre algún imprevisto —pidió con amabilidad.
Y mientras el ansioso capitán les dejaba a solas en el despacho, Foster iniciaba los trámites solicitando un quirófano y los materiales necesarios.
—¿Tiene la tarde libre? —le preguntó el japonés.
—Sí, estoy saliente de guardia. ¿Lo preguntas por algún motivo en concreto?
Kôji se abrochó los botones de la camisa, incorporándose en la camilla para seguirle hasta la ubicación del operatorio.
—Me gustaría que presenciase el "milagro médico" en todo su esplendor.
- 3 -
La gran mayoría de los aficionados al fútbol de élite admiraban a las estrellas de los equipos más famosos del planeta. Muchos soñaban con ponerse en su lugar, ganar montones de dinero, obtener prestigio social y poder retirarse a una edad relativamente temprana disfrutando el resto de sus días de soltura económica. Otros tantos, no seguidores precisamente, criticaban las altas sumas ingresadas por dichos deportistas, considerando que su peso como figuras mediáticas era algo descabellado.
Sin embargo, lo que ni uno ni otro bando solía tener en cuenta eran los sacrificios que un profesional debía hacer para mantenerse en su condición: duros entrenamientos, cientos de partidos acumulados cada año entre los del propio equipo, los amistosos y los internacionales, la presión por parte de la presidencia del club y los aficionados, el peligro de poder ser atacados tanto ellos como sus familias por descerebrados, los viajes, permanecer separado de los seres queridos más tiempo del deseado, las lesiones…
La masa te aclamaba, te convertía en su salvador de la noche a la mañana, pero apenas unos fallos bastaban para que te hundieran, y pocos eran los que conseguían volver a salir a flote. La vida deportiva de un futbolista era muy corta, apenas existían jugadores profesionales de más de treinta y tres años, dado que con los tiempos que corrían, la juventud pujaba fuerte, y era mejor retirarse con honor antes que apagarse lentamente.
Greg estaba en el cenit de su carrera. Acababa de cumplir los veintiséis y, tras haberse criado en los verdes campos de su Escocia natal corriendo tras un balón, su sueño se había hecho realidad al recibir la llamada que por tanto había esperado.
Pero aunque su papel en el primer año que había pasado en la Premier League no había podido ser mejor, el equipo donde militaba pasaba por momentos precarios. El presidente había dimitido dejando una gran deuda, por lo que el consejo de administración había cedido o vendido a muchas de las grandes estrellas con las que contaban. Su entrenador, hombre al que le debía todo en el ámbito futbolístico, afrontaba la nueva temporada con sendos retos: al haber quedado segundos en la anterior campaña, disputarían la Champions League, además de ser uno de los equipos de mayor importancia en la división de oro del fútbol inglés.
Si no conseguían buenos resultados en la primera mitad de ambas competiciones, su cabeza rodaría.
El joven delantero escocés no podía permitir que ello ocurriera. El entrenador le había descubierto en un partido de juveniles una década antes, y siempre le había llevado consigo desde entonces. Cuando supo que le habían contratado para ponerse al mando del famoso equipo londinense, tuvo la esperanza de volver a estar en sus prioridades.
Así había sido, y así sería hasta que su contrato diera término en dos temporadas. Las ofertas para jugar en España e Italia le habían llovido, pero él no podía dejar en la estacada al míster.
Pronto comenzaría la pre-temporada aunque la composición del equipo no estuviese definida. Aquel era su último fin de semana de vacaciones antes de regresar a los entrenamientos, por lo que había acudido al hospital a acompañar a su padre mientras era sometido a tratamiento. Le aburría el pasillo, así que decidió ir hasta el césped y las porterías que en el centro del complejo clínico tenían a disposición de los visitantes.
En todo el tiempo que llevaba acudiendo allí, nunca había tenido que compartir distracción con nadie. Sin embargo, se llevó una grata sorpresa al ver que un chico de rasgos orientales se entretenía dándole toques a la pelota, evitando que cayera al suelo. Parecía concentrado, por lo que se acercó hasta él lentamente, sin perder su sencilla pero sincera sonrisa.
—¿Tú también tienes que esperar?
Takuto detuvo el balón en su empeine, mirando a los ojos de la persona que le hablaba. No había nadie más a los alrededores debido a la temprana hora, así que respondió con igual amabilidad.
—Sí, y me quedan un par de horas.
—Ya, es un embrollo. Mi padre tiene que asistir a su tratamiento todos los meses, soy un habitual por aquí.
El japonés sonrió, volviendo a lo suyo. Estaba deseando enfundarse su equipamiento, las botas que le había regalado Kôji, y salir a comerse a los rivales.
—¿Me la darías un momento? —preguntó el escocés, con su fuerte pero pintoresco acento.
Él se la pasó con una pequeña volea.
Greg la tomó elevando una pierna, recogiéndola con la rodilla, elevándola hasta darle varios toques de cabeza seguidos, combinándolos después con puntapiés.
—Vaya, no se te da mal —comentó Izumi.
—A ver si eres capaz de quitármela —le retó su fugaz compañero de juego.
El británico era famoso en el mundo entero por su agilidad y habilidad para driblar y zafarse del contrario. Takuto pronto comprobó que era especialmente diestro para ello. Forcejearon por el centro del campo durante largos e intensos minutos. Aunque eran auténticos desconocidos, no se redimieron. Ambos se miraban con la intensa fiereza del que no cede ni en un encuentro amistoso.
Greg, acostumbrado a librarse del yugo de los mejores defensas de Europa, no dio crédito cuando aquel joven logró arrebatarle el balón de un certero y estudiado toque en el borde del esférico. Corrió detrás de él y, aunque no había calentado y era un suicidio deportivo, lo hizo con todas sus ganas, pero no contaba con el poderío del esbelto cuerpo de su contrincante.
Esquivando sus intervenciones, Izumi finalmente tiró a puerta, acabando el balón en el fondo de las mallas.
El escocés lo atribuyó a la suerte del principiante.
—Eso ha estado bien… veamos si eres capaz de volver a repetirlo —le dijo enérgicamente, queriendo demostrar quién era allí el rey.
Para asombro del profesional, no había sido cuestión de azar. El chico lograba zafarse de él una y otra vez tras apabullantes disputas por hacerse con el balón. Izumi lo tomó como una preparación para lo que le esperaba, dado que aquel sujeto tenía mil veces más nivel que los aficionados a los que llevaba midiéndose desde que empezara en el campeonato. El tiempo pasó veloz, dejándoles pletóricos de adrenalina, sudor, y la extraña sensación de entenderse sobre el césped, pese a haber estado poco más de una hora sobre el mismo.
Greg se secó la frente con la manga del jersey, consultando la hora sobre su muñeca.
—Menuda lástima, tengo que marcharme, ya deben haber acabado con mi padre.
Estaba realmente sorprendido, hacía mucho tiempo que nadie le daba tanto juego, y menos alguien del que no había oído hablar en su vida.
—Oye, ¿juegas en algún equipo?
—Sí, pero no somos profesionales. Hoy disputamos la final para amateurs de todo Londres. Es a las seis en el campo de Knigthom, por si quieres pasarte —comentó Takuto, risueño.
El escocés sonrió. O aquel chico disimulaba perfectamente, o no tenía ni idea de su identidad. Desde que empezara a destacar tenía completamente prohibido asistir a actos públicos por el riesgo que supondría para su seguridad.
—Ojalá pudiera ir, me encantaría verte jugar en serio. ¿Cómo te llamas?
—Izumi. Takuto Izumi —respondió, tendiéndole la mano.
—Yo soy Greg —replicó, estrechándosela.
Un segundo después de haber escuchado su nombre, Takuto sintió que las piernas le temblaban y el estómago le daba vueltas. Cuando vio primeramente a ese hombre, su cara le sonó: cabellos rojizos, ojos azulados, piel cremosa salpicada de pecas… Al haber tanta gente parecida en Londres, no le dio mayor importancia, pero tras llevar más de una hora jugando a muerte con él y estar estrechándole la mano, deseó que la tierra le tragase.
Acababa de darse cuenta de que llevaba todo aquel tiempo batallando con el ganador de la Bota de Oro de la pasada temporada, el máximo goleador de las ligas profesionales europeas.
—¿G-Greg McKenzie? —balbuceó—. Oh, yo… esto… n-no me había dado cuenta de quién eras… —empezó a sudar otra vez, pero en esa ocasión de puro nerviosismo.
—Sí… ha sido un placer, Takuto. Recordaré tu nombre. Quién sabe, igual nos vemos otra vez por aquí.
Mientras le veía marchar, Izumi se dijo que cuando le contase aquello a Kôji y a sus compañeros de equipo, no le iban a creer.
En lo que respectaba a Greg, el cual ya iba camino de la quinta planta del hospital, tuvo una corazonada. Tenía que hablarle de lo ocurrido a la persona en quien más confiaba, quien todavía le debía un favor.
Era demasiado pronto para afirmarlo, pero tal vez ese favor actuaría por doble, beneficiando a muchas partes de una tajada.
- 4 -
La doctrina del Bushido, la estricta filosofía del guerrero Samurai, seguía vigente en la actualidad gracias a las múltiples disciplinas marciales que se practicaban en Japón.
Los hombres ya no empuñaban espadas para defender pueblos o posesiones, pero todo aquel que practicaba el arte del kendo llevaba como estandarte sus valores intrínsecos: esfuerzo, lealtad, sacrificio.
Hirose y Tatsumi, vestidos con sus oscuros kimonos de entrenamiento, llevaban horas practicando la secuencia de golpes con espadas de madera de punta redonda. Sujetas al estilo oriental, con ambas manos, trataban de asestar con el menor número de movimientos posibles lo que sería un golpe mortal de haber sido cortante la hoja.
El chico pronto cumpliría doce años, y su cuerpo había entrado de lleno en la pubertad. Sus músculos comenzaban a esculpirse, su altura se había incrementado y de seguro alcanzaría una estatura considerable según parámetros genéticos.
Estaba cambiando, y a cada día que pasaba más le recordaba a Kôji cuando tenía su edad. Tatsuomi entrenaba con esfuerzo sin pronunciar palabra alguna, y parecía absorber con sus fríos y duros ojos cuanto pudiera enseñarle.
Hirose arremetió sin piedad, siendo bloqueado el ataque por su hijo mediante una intersección de la espada, desde un flanco que no pudo defender. Haciendo uso de su autocontrol, contuvo la terrible punzada de dolor que sintió al girar el torso.
El muchacho no dijo nada, mas en su interior confirmó lo que llevaba pensando desde hacía mucho tiempo, sintiéndose satisfecho por haber encontrado un punto débil en la defensa de su padre: por alguna razón, éste era incapaz de girar el costado izquierdo. Si atacaba en el momento preciso y con la rapidez necesaria, le derrotaría.
Hirose se percató de su estrategia, y dio por finalizada la sesión matutina.
—Haz cien movimientos verticales y limpia el suelo —le ordenó, dejando la espada sobre el altar.
Tras hacer una reverencia a la fotografía de su padre, la cual vigilaba desde lo alto del mismo, abandonó el dôjo conteniendo una mueca de rabia. Se llevó la mano al interior del kimono, comprobando que ésta había quedado manchada de sangre.
La vieja herida de la puñalada que Kôji le había asestado la noche en que se amputó el brazo se había vuelto a abrir. Le maldijo en silencio, aguantando estoicamente la punzante sensación.
Su piel, suave, blanca y tersa, estaba mancillada por una pátina mezcla de sus fluidos corporales.
No lo soportaba.
Todo tenía que ser inmaculado. Siempre se había esforzado por rayar la perfección con tal de agradar a su progenitor. Pese a lo mucho que éste llevaba fallecido, su obsesión seguía en pie.
La suciedad le recordaba al callejón donde la pesadilla había ocurrido. La mera visión del desorden le producía un angustioso sentimiento de claustrofobia, y rememoraba aquella fatídica noche en algún barrio neoyorkino de mala reputación, donde su universo entero cambió radicalmente.
El olor del sudor le recordaba al aroma que el anónimo sujeto que le había violado dejó impreso en su fisonomía.
La visión de la sangre le transportaba a sus sacrificios en la espada, a los violentos episodios vividos con sus hermanastros… al sabor que le ahogó después de que le rompieran la boca a puñetazos, impidiéndole gritar y pedir auxilio.
La sangre era muerte, como la de Akihito, la de su esposa, o la de su decencia.
Nadie supo jamás de aquel incidente. Nadie, salvo Shigi.
Mientras procedía a meterse en un baño de abundante agua ardiendo, revivió el dolor lacerante que le perforó las entrañas, el entumecimiento de sus músculos, golpeados y adormecidos por los efectos de la sustancia que le habían inyectado, la voz distorsionada de su violador… para cuando recobró la conciencia en una habitación de lujoso hotel, abrió los ojos, y allí estaba su guardián.
¿Para qué revelarle que su ex - mujer había planeado aquello como venganza por haberla utilizado? Shigi ya lo sabía. Él lo sabía todo sobre su persona. Pero callaba.
Hirose era la prueba misma de que las víctimas tenían todas las papeletas para convertirse en ejecutores. Sin embargo, cuando él mismo había tratado de forzar a Takuto Izumi, no lo hizo como venganza por su propio terror: quería hacer sufrir a otra persona.
Tú tenías al alcance todo lo que yo siempre quise, Kôji. Padre te daba su atención, todos te admiraban, podrías haber llegado a ser un digno heredero, su mano derecha. Pero tomaste las que eran mis ilusiones, mis sueños, y los pisoteaste. Me dijiste con el desprecio del silencio que para ti no significaba nada que yo me pasara la vida entera tratando de conseguir lo que tú, sin esfuerzo, poseías.
El fiel guardaespaldas entró a la dependencia privada, pero tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no se percató de ello.
—Señor Hirose, está sangrando —dijo, alarmado.
El presidente de la corporación Jôtô seguía con la vista anclada al vacío. Tan intenso era la hemorragia que Shigi se metió en la tradicional bañera de madera, sacándole de allí.
Volvía a tener la piel enrojecida de tanto frotarla, sumiéndose en su ritual obsesivo por eliminar cualquier rastro de inmundicia, y la cicatriz de la puñalada estaba en carne viva.
Su protector no soportaba verle en ese estado. Era como regresar al pasado, la noche en que recibió una llamada anunciándole que su señor estaba tirado en medio de la calle, en justo pago por sus pecados.
Aquel día curó sus heridas mientras éste deliraba en pesadillas, y se prometió que nunca se separaría de él, haciendo lo posible por evitar que volviera a sufrir.
Era en momentos como el que ahora vivía cuando sentía que volvía a fracasar. Tomó gasas y antiséptico del botiquín más próximo y procedió a cerrar la vieja cicatriz, esperando que no fuese necesario dar puntos.
Era tan hermosa su figura de estrechas caderas, abdominales finamente resaltados y piel clara prácticamente exenta de vello… De rodillas ante su imponente masculinidad mientras cortaba el manar de la sangre, Shigi trataba de no desearle.
Hirose no había vuelto a disfrutar de una experiencia sexual desde aquella noche, hasta que rompió el último resquicio de profesionalidad que enmarcaba la relación entre ambos, dando paso a algo mucho más complejo e inexplicable.
Ni Kaoruko ni Akihito, habían conseguido volver a hacerle sentir. Shigi era el único culpable del resurgir de su lívido.
—¿Por qué él siempre consigue lo que quiere? ¿Por qué alguien de su calaña es correspondido? —le preguntó, mirándole directamente a los ojos.
El leal guarda, sabedor de a quién se refería, respondió retiraba la gasa empapada en rojo, sustituyéndola por otra.
—Usted me tiene a mí, señor Hirose. No tiene nada que envidiarle.
El mayor de los hermanos Nanjo observó desde su privilegiada visión los angulosos rasgos de su rostro. Le tenía, nunca mejor dicho, postrado ante sí, doblegado a sus deseos. Y dichos deseos pronto se vieron reflejados en el riego sanguíneo de su entrepierna.
—Te conozco desde que era un crío… nunca has sido capaz de decirme que no.
Shigi le sostuvo la mirada, dispuesto a volver a servirle como sólo él podía hacer.
—Y nunca lo haré.
¿Realmente existía un límite cuando la vida de aquel hombre estaba en sus manos? ¿Era sobrepasar la aberración hacerle sentir, y borrar por unos minutos su atormentada expresión? Si dicho límite existía, había sido rebasado ya en multitud de ocasiones, y aquella no sería la última.
El presidente no se movió cuando su erección fue atendida. Observó, mezcla de fascinación, complicidad e indiferencia cómo sus labios regios y sus manos morenas le daban un placer desmedido.
Entre nubes de vapor las figuras de ambos se complementaban, llevando al extremo los papeles que siempre habían representado, el del devoto y el del dependiente; porque Hirose había soportado perder a su padre, e incluso a su hermano, pero no podría soportar perderle a él.
Otorgándole la poca humanidad que todavía dormía en su interior, se dejó llevar por los incontrolables impulsos fisiológicos y psicológicos, pues tanto mente como cuerpo necesitaban de la descarga. Cerró los ojos mientras vivía el orgasmo con una entrega desconocida; mientras procedía a eliminar con los dedos los restos de semen que aún lucían en la comisura de los habilidosos labios del guardaespaldas, supo que él era la única persona de la que podía fiarse.
Debía andarse con pies de plomo incluso en su propia casa: desconfiaba de su hijo, y soñaba con la nota que había acompañado a la transferencia bancaria de Kôji.
Estaba dispuesto a hacer de mártir si con ello se ganaba su gloria: la liberación, la eliminación de lo que le hacía sentir insignificante. La humillación del ser que le había degradado al papel de secundario.
—¿Me seguirás hasta el final, Shigi?
—Sin dudarlo.
Sonrió, poniéndose sus gafas para verle nítidamente.
Se dijo que debía ser una ilusión, o que tal vez estaba acusando los efectos de demasiadas noches de insomnio y presiones laborales, porque en ese preciso instante, juró que sentía un atisbo de lo que la gente normal no dudaba en calificar como… amor.
() Dedicado con todo mi aprecio a Van Krausser, por haberme servido de inspiración, y haber tenido el coraje de haber sido la primera en retratar a Hirose, un gran personaje incomprendido por las circunstancias de su rol en la historia que le ha tocado ejercer.
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Adam Mayers llevaba suficientes años en el mundo del fútbol como para hacer caso a sus instintos. Tenía ante sí el proyecto de mayor envergadura jamás aceptado, su reputación y renombre estaba en juego, pero no sólo eso, sino también su razón para existir.
Pese a que preparar a los mejores jugadores de toda Inglaterra y parte del globo era un privilegio, el fútbol base seguía fascinándole: muchas veces las presiones, económicas llevaban a olvidar el verdadero espíritu y la belleza de un encuentro.
Procuraba escapar y mezclarse con la gente, y así presenciar partidos entre jugadores que ejercían con la voluntad de sus corazones, creando magia con sus pies sin influencias que les nublaran.
Con dicha metodología había descubierto a Greg, un joven genio al que había llegado a apreciar como un hijo, y al que le debía haber salido de la profunda depresión en la que cayó tras la pérdida de su esposa, días negros en los que no conoció más compañía que la de una botella.
Aquel chico le había alentado a recobrar las energías y la ilusión por el fútbol, por la vida en general.
Aunque había transcurrido mucho tiempo desde aquello, todavía sentía que estaba en deuda con él. Quizás por eso accedió a la insólita proposición que le había formulado esa misma mañana vía telefónica.
Vestido con prendas sencillas y una gorra deportiva, el inglés de mediana edad y bonachón aspecto se puso camino del pequeño estadio en el que tantas veces había vivido momentos antológicos como mero espectador, refugiado en el frágil anonimato que se había trabajado a base de ceder el protagonismo en los medios a sus jugadores.
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—No dejéis las bandas desatendidas, irán a romper la defensa una y otra vez hasta quemarnos. ¡Tenemos que aprovechar cada ocasión de tirar a puerta que se presente!
Les miró a los ojos. Podía captar en sus compañeros nerviosismo, pero también orgullo e ilusión por optar al triunfo. Era el momento decisivo, la afición esperaba y los jugadores no aguantaban más entre las cuatro paredes alicatadas de los vestuarios.
Los once miembros del equipo dieron por concluida la última reunión antes de salir al terreno. Formando un corrillo, unieron sus manos en el centro mientras lanzaban el grito de guerra.
Takuto, tras proclamar la que había sido su última indicación, encabezó la comitiva hacia el césped. En el pasillo que conducía a las escaleras quedaron separados del otro equipo a través de una reja. El que parecía ser el capitán rival se mofó de él ante sus compañeros.
—¡Mirad, el chinito está acojonado! Enseñémosle lo que es bueno.
Bryan y Bob arremetieron, furiosos, a lo que Izumi respondió indicándoles con un gesto que no se entrometieran. Se pegó a la barrera metálica, quedando frente a frente con el provocador.
—Cuando os hayamos pateado, ven a decírmelo otra vez a la cara, a ver si te atreves.
Antes de empezar a subir las escaleras al trote se giró hacia atrás, permitiendo que su potente voz reverberara a lo largo del pasillo.
—¡Y soy japonés, bocazas!
Los pequeños fans de Takuto le aclamaron entusiasmados cuando el equipo estuvo sobre la cancha. A pesar de lo modesto del estadio no cabía un alma, cientos de aficionados habían hecho de aquella final amateur un espectáculo memorable. Antes de llegar al centro del campo para el sorteo de áreas, miró a las gradas y sonrió.
Shibuya, en compañía de Foster y los miembros de Angelous, no había querido perderse el evento. Sin embargo, faltaba alguien. Hizo acopio de deportividad guardando las formas ante el otro capitán, quien le insultara segundos antes, y escogió cara en la moneda.
Mientras la suerte dictaba que el equipo de Izumi disputaría la primera parte en la izquierda, Kôji apareció, ocupando su puesto. Le faltaba el aliento de tanto correr; no se fiaba de los medios de transporte y había preferido cubrir la distancia entre el estadio y la academia a zancadas.
—Casi no llegas, ¿eh? —proclamó Dave, apartando el abrigo con el que le había guardado sitio.
—¿Y bien? —preguntó Katsumi, esperando recibir buenas noticias.
El vocalista pudo respirar tranquilo cuando su mirada se cruzó a lo lejos con la de Takuto. Satisfecho, dibujó con los dedos de la mano derecha la v de la victoria, un símbolo que tenía dos significados, los cuales Izumi supo interpretar a la perfección.
—Saludad al nuevo graduado en bachillerato —comentó de pie, posición que pensaba mantener durante todo el encuentro para no perderse detalle.
—¡Hey, felicidades, tío!
—¡Sí, ya eres el miembro de nuestra formación con mayor nivel de estudios!
—Oye, que yo hice dos años en la universidad, pero lo dejé —protestó Liam.
Mientras discutían sobre tales nimiedades, Kôji sentía que el corazón le latía desbocado, no ya por los efectos del esfuerzo físico, sino por el partido en sí.
El silbato dio inicio al encuentro, arremetiendo el equipo rival sin pizca de delicadeza.
—¡Romperle las piernas a ese gilipollas! —proclamó el cabecilla, furioso por las respuestas que había obtenido del extranjero.
El juego inglés presumía de no ser tan brusco ni violento como en los países mediterráneos, mas en aquella ocasión parecía que el dictado de la elegancia no tendría demasiado peso.
Apenas a diez minutos de encuentro, el árbitro ya había pitado varias faltas. Matt consiguió robar el esférico, pero pocos metros de rodaje después recibió el impacto de una entrada directa a los gemelos, dejándole en el suelo retorciéndose de dolor.
—¡Eso ha sido tarjeta! —gritó un espontáneo de los alrededores.
William presenciaba con interés el partido, comentando las principales jugadas con su fiel compañero de prácticas.
—Si no toma cartas en el asunto, se le irá de las manos.
Katsumi asintió con la cabeza. Temía que hirieran a Takuto, pues aunque su asombrosa recuperación pareciese de lo más sólida, nadie podía presagiar los efectos que una nueva lesión ocasionaría.
El propio Izumi encaró al autor de la agresión.
—Esto es fútbol, no una batalla campal.
El hombre le miró con desprecio, escupiendo sobre el césped. Resultaba lamentable que a esas alturas todavía quedaran individuos que llevaban la xenofobia como el más primordial de sus valores.
Dispuesto a combatir las arremetidas racistas a golpe de genialidad, el número siete se metió en el encuentro. Cuando jugaba, su percepción quedaba centrada en lo que sucedía sobre el terreno. Sólo sus hombres, los rivales, las porterías y el balón existían.
El rugido de la gente quedaba convertido en un continuo murmullo, acallado por el trabajar de sus pulmones y las órdenes emitidas por el cerebro. Su mente trabajaba febril, dibujando en milésimas las posibles jugadas que podrían crearse según la disposición de las variables humanas.
Cualquier hueco y línea recta imaginaria o distancia a cubrir con un buen lanzamiento era sopesado antes de ser ejecutado. Como buen capitán, trataba de entregar balones a los suyos, abriendo oportunidades, cediendo los últimos remates al compañero que mejor posición tuviera. Y era ahí, en la habilidad para dirigir la orquesta de un equipo, donde podía apreciarse la verdadera calidad de un jugador.
La mitad del público se levantó celebrando que el prodigioso japonés había marcado el primer tanto rematando de cabeza un pase por lo alto. Entre los asistentes que no habían vitoreado el primer gol, se encontraba un conocido entrenador profesional de incógnito.
Con cada minuto transcurrido, a ojos de Adam quedaba patente que Greg no le había mentido, y que había hecho bien acudiendo al recinto. El juego del chico era dinámico, entregado y explosivo.
Justo lo que necesitaba.
El tiempo transcurrió a velocidad de infarto gracias a un buen número de contraataques que no dejaban hueco a la monotonía. Con un empate a dos, los últimos quince minutos de partido fueron reflejados en el panel luminoso. Un grito desgarrador resaltó aún más entre el silencio general, creado ante la crudeza de la nueva falta cometida. Izumi se acercó corriendo hasta Bryan, el cual no podía disimular que la entrada le había hecho mucho daño.
—¿Estás bien? —preguntó alarmado.
El árbitro sacó la tercera amarilla para el equipo contrario, y tras analizar el tobillo de la víctima, sentenció.
—No puede seguir jugando así. Sacadle al banquillo de inmediato.
—¡Pero no podemos quedarnos con diez! —exclamó uno de los defensas.
Takuto fue tajante.
—Lo más importante es que Bryan se recupere. Vamos, ayudadme.
Mientras le transportaban sobre los hombros y Foster se ofrecía desinteresadamente para comprobar el alcance de la lesión, Izumi se sintió deportivamente maduro. Antaño habría preferido desquebrajarse los músculos en su caso con tal de seguir jugando, mas ahora anteponía la salud de un compañero al refuerzo estructural.
—No te preocupes, lo conseguiremos —le dijo a su amigo, apretándole con fuerza el hombro—. Te vengaré rompiéndoles la portería.
Éste asintió mientras aguantaba el dolor al ser explorado, y el mermado conjunto se replegó sobre el césped. Apenas quedaban tres minutos.
Izumi no estaba dispuesto a ir a penalties para desempatar. Llevaba por las venas el instinto ganador, y el demonio que vivía en su interior se desataba en los momentos cruciales.
Olvidados quedaban sus primeros contactos con aquel deporte cuando no era más que un niño, los partidos en el colegio, en el Instituto, los días como profesional, o el túnel sin final de su pesadilla.
Ahora sólo veía aquella pelota encajada en las redes contrarias.
Los asistentes le vieron robar con limpieza el balón al enemigo y atravesar la totalidad del campo como si volara, sacando energías donde los restantes veinte jugadores ya no la encontraban. Ejecutó cada movimiento con celeridad, mas los aficionados británicos, amantes del virtuosismo, lo vieron a cámara lenta, diseccionando la colosal remontada realizada por aquel joven que se había echado a la espalda el peso de sus compañeros.
El portero rival quedó hechizado por la mirada salvaje que se acercaba a su posición y, aunque trato de reaccionar, nada pudo hacer por detener el proyectil encajado por la escuadra.
El silbato del árbitro sonó por última vez, marcando el tanto de la victoria y el final del partido. Todos aplaudieron, los seguidores del equipo ganador por motivos evidentes, y la otra hinchada en reconocimiento a la extraordinaria calidad demostrada por Izumi.
Scott atravesó el campo corriendo junto a sus compañeros hasta donde Takuto trataba de asimilar que habían ganado gracias a su tanto; incluso Bryan, valiéndose de una sola pierna, allí estaba. Antes de que pudiera salir de su peculiar trance, el capitán había sido rodeado por los múltiples brazos que le aupaban. Rió feliz, consciente de la victoria mientras se elevaba intermitentemente por los aires.
En la grada, Katsumi sonreía. Desvió la mirada a su izquierda, encontrándose de lleno con un Kôji que trataba de secarse las lágrimas a duras penas para después abrirse paso entre la multitud, saltando con agilidad las vallas que separaban el césped de la zona del público.
No pudo evitar analizar los gestos de los componentes de la banda, acercándose hasta ellos para hablarles, sin restar atención a las celebraciones.
—A juzgar por vuestras expresiones, creo que Kôji no os lo ha contado todo —afirmó.
Brett le miró. Él, al igual que los otros músicos, se preguntaba si el cantante se tomaba siempre con tanta emotividad las victorias de su pareja.
—Su hermanastro atropelló aposta a Takuto una noche, en la época en la que era profesional en un equipo de la primera división japonesa. Le dejó inválido, estuvo postrado en una silla de ruedas cuatro años. Sólo una persona aparte de él mismo siempre creyó que volvería a andar, y a jugar.
Suspiró, observando cómo sus dos amigos se abrazaban en el centro del campo, aferrándose Izumi con las piernas a las caderas del vocalista mientras éste giraba, hundiendo el rostro en su hombro.
—Creo que podéis deducir a quién me refiero —concluyó.
A los miembros de Angelous les fueron desvelados los trágicos episodios de aquella historia que aún no conocían bien. Aunque podían hacerse una idea del tormento sufrido, nunca podrían comprender el valor que esa victoria tenía para ellos.
Entre la alegría de los triunfadores y el pesimismo de los derrotados, Kôji y Takuto sellaron con un beso el momento, terminando de confirmar con hechos tangibles que tantas penurias padecidas finalmente habían dado su fruto.
- 7 -
Ya era bien entrada la noche cuando los ganadores terminaron de celebrar el resultado en los vestuarios. Foster se había marchado a casa para reponerse del déficit de sueño; por el contrario, los miembros de Angelous y Katsumi, el más juerguista de cuantos se habían congregado, decidieron sumarse a la prolongación del festejo.
—¡Les hemos aplastado, qué ganas les tenía a esos imbéciles! — gritó Rob, mientras poco a poco el equipo salía a la calle.
Irían a cenar por ahí, y luego ya se vería.
Takuto cerró la cremallera de su bolsa de deportes y, tras sujetarla por la correa, emprendió junto a Kôji el camino hacia el exterior, dado que eran los últimos. Pocos metros les separaban de la puerta de salida cuando una voz se evidenció por los entresijos vacíos del estadio.
—Has estado formidable.
Ambos se giraron, topándose con un hombre entrado en años, simpático a primera vista.
—Muchas gracias —respondió Izumi, reanudando el paso.
Aunque el tipo parecía apacible no le gustaba tratar con desconocidos, sobre todo cuando el público se había marchado por lo menos hacía una hora.
—Creo que no te das cuenta de que has hecho un partido demasiado bueno, muchacho…
Adam había sido prudente, y nada más anunciarse la conclusión del encuentro, se apartó de la masa para penetrar en los pasillos privados, carentes de seguridad. Allí había esperado al momento preciso. Ese era su estilo, el cual solía resultar eficaz.
Se quitó la gorra, acercándose hasta el delantero y el joven que no dejaba de mirarle.
—Me gusta ir sin rodeos. Llevo muchos años en el fútbol, y puedo asegurarte que tu valía no puede desperdiciarse en un equipo sin futuro como éste.
Takuto abrió los ojos, atónito, preguntándose si tras tantos meses en Londres seguía sin comprender bien el idioma.
Sin embargo, lo había entendido perfectamente. La última frase pronunciada por el misterioso hombre hizo que un pinchazo en el pecho le devolviera a la realidad.
En siete palabras quedó resumido el sueño de su vida.
—¿Has oído alguna vez hablar… del Chelsea?
