- Capítulo 26: The end of the beginning (final) -

Hirose se arrodilló solemnemente sobre el suelo, hecho en un material tan noble como las prendas que a continuación le cubrirían.

Prendió algunas varas de incienso y rezó ante las fotografías de su padre y hermano, cumpliendo con la tradición al honrarles previamente a la ceremonia. La armonía del dôjo quedaba reflejada en sus dimensiones exactas y paralelas, los colores conjuntados y su sobria arquitectura.

Shigi entró en la sala llevando en las manos lo necesario para prepararle. Imitó la posición de su protegido situándose tras él, procediendo a vendarle firmemente el torso.

El decimocuarto heredero de la técnica familiar miraba al frente, dejándose hacer. Depositó las manos sobre la cabeza para que el costillar fuese comprimido convenientemente, reprimiendo los primeros impulsos de echarse a toser.

Una vez hecho, el guarda le ayudó a ponerse la parte superior del kimono, traje sobrio y elegante que otros habían llevado antaño, el cual encerraba muchos significados, amargos en su caso.

Había ganado el título sin mérito alguno, al no quedar nadie más que él capacitado para aceptarlo tras la renuncia de Nadeshiko, por lo que poca era la satisfacción obtenida. Mas pasar el testigo era su responsabilidad, y como tal la aceptaba y acataría.

Cumpliendo los deseos de su hijo, le recibiría con los últimos rayos del sol para entregarle los arcanos. Aunque bajo su opinión personal el receptor era todavía muy joven, sabía que el tiempo no jugaba en su favor por los efectos de la enfermedad; dado que no podría dedicarse a sus dos razones de vida a la vez, escogía desprenderse de la responsabilidad marcial, y así centrar cuantas energías le restasen en devolver el ataque recibido el día antes en el concierto.

Se incorporó, aguardando erguido junto al pequeño altar. Su custodiador ordenó los enseres colocándolos en ubicaciones específicas, siendo interrumpido por el inconfundible sonido de las puertas correderas.

Al girar la cabeza se topó con la determinación de Tatsuomi, reflejada en la confiada pose de su espigado cuerpo y el brillo de su mirada. Unos pocos segundos después Hotsuma siguió sus pasos, dándoles intimidad al cerrar el delicado panel.

Shigi le observó, pudiendo leer en el aura de su hijo la aceptación del destino, una identidad encajada con todos los riesgos. Los oscuros ojos de ambos se encontraron, captando el mensaje.

Él ya había adoptado su posición, y correspondía al propio Shigi meterse en la suya. Así que se situó a pocos metros detrás de Hirose, quedando el campo visual de ambos ocupado por el futuro portador del tesoro del clan.

Los ritos estipulaban que, tras las reverencias, el maestro tomaba asiento y el alumno lo mismo hacía, una vez depositada en las manos del primero la simbólica espada de madera. El juramento de rigor era proclamado, y se ejecutaba un combate coreográfico en el que ambas generaciones se unían para luego separarse.

Así hizo Hirose, aunque los segundos transcurrieron y Tatsuomi no caminó hacia el soporte de la espada, ni se arrodilló buscando el beneplácito. En lugar de ello, permaneció en pie, mirándole desde lo alto tal y como Kôji había hecho con el padre de ambos esa noche que tanto le atormentaba rememorar.

La voz del joven reinó por aquella estancia en la que había pasado gran parte de su niñez. Sus labios expresaron con calma lo guardado, moldeado con perspicacia y astucia a partes iguales.

—Desde hace más de un siglo nuestro nombre ha estado asociado al Shinkage Ryu Jôto, pero los verdaderos valores de los antepasados han desaparecido con nuestra familia directa.

Había indagado en los antiguos textos fundacionales, profundizando en los pormenores ante los que había estado ciego, haciendo hincapié en aquellos seres que le rodeaban y en los ausentes, logrando reconstruir un complejo árbol genealógico de conflictos internos. Clavó sus iris sin piedad en esos que, idénticos a las suyos, le miraban estupefactos.

—Este dôjo siempre acogió a los más diestros en las artes, sin importar su procedencia o condición. Los más aventajados estudiaban el método, siendo deber del maestro elegir al más capacitado para sucederle, y tras pasar la prueba de rigor el heredero no sólo recibía el honor del título, sino la adopción del apellido, convirtiéndose en un Nanjo.

Hotsuma fijó su atención en Shigi mientras éste asistía impotente al discurso que tanto había temido, el cual se estaba produciendo.

—Pero fue Ryuichiro, padre de mi padre, el que estipuló una nueva vía saliéndose de la senda. No sólo impidió el aprendizaje a nuevos adeptos, sino que se obsesionó en encontrar dentro de sus descendientes a aquél que debía sucederle… condenando demasiadas vidas con las cadenas del sometimiento.

Tatsuomi había dejado de ser un niño en el momento que deseó vengarse, mas ahora asumía un peso tremendo al tomar el apellido que portaba, queriendo darle un lavado de nobleza. No permitiría que el legado se perdiera, y por ello rogaba a los dioses para que le permitieran ser, fugazmente, como ellos.

Porque los entes de la naturaleza eran sabios, y la propia tierra dictaba que para que la nueva vida brotara, era necesaria la muerte.

Caminó hacia los soportes donde descansaban las armas, tomando la exquisita katana con la que su tío había partido en dos una de las puertas correderas el día en que, mediante testamento, recibió un título que no quería.

Por todas las muertes que ese momento había requerido para producirse, se situó de nuevo ante su padre, desenvainando la espada.

—Dicha obligación le marcó a él y a su hermano Sôji, truncó las vidas de sus hijos, abriendo brechas insalvables entre ellos… llevando a mi padre hasta los límites de lo absurdo, alcanzando a mi madre, arrancándomela injustamente. Vertiendo la maldición de la desgracia sobre un reguero de lágrimas y odio.

El rencor brotó de Tatsuomi, pero también la lástima por tener como oponente a aquel que le había dado la vida.

—Lucharé contra ti por los arcanos, pero la ceremonia se celebrará en honor al primero de los nuestros, realizándola tal y como él hizo.

Separó las piernas, empuñando el hermoso mango de la katana con las dos manos, adoptando una pose neutral que bien servía para lanzarse al ataque o acogerse a la defensa.

—Te reto a un duelo a muerte, Hirose. Si caigo ante ti, significará que no soy digno de ostentarlos. Si te venzo, una nueva era se abrirá, y juro por esta familia que lo conseguiré.

El mayor de ambos Nanjo, furioso por no haber previsto una situación como así, se incorporó dirigiéndole una mirada tan fría como la que estaba recibiendo.

Ante él dejó de estar su hijo, pues únicamente veía la última oportunidad de demostrarle a Ryuichiro que siempre había merecido tener este título por el que se desvivió. Lanzó a los vientos otra plegaria para que el espíritu de su padre pudiera acudir allí, y que así ejerciera de árbitro en ese encuentro decisivo, como tantas veces cuando él aún era joven y conservaba un ápice de inocencia con respecto a su futuro.

—Shigi —ordenó, sin levantar la mirada de Tatsuomi—. Dame mi katana.

El guarda obedeció, entregándole la consabida espada y retirándose al lugar donde Hotsuma aguardaba impasible. Había asistido a cientos de combates, pero ninguno podía compararse con ese.

Pudo presenciar el enfrentamiento de dos vertientes de la misma sangre, dos formas de entender el mundo, dos almas atormentadas por el influjo de una figura paterna inestable… dos hombres que se aferraban al nombre que compartían, depositando sobre éste el sentido de sus existencias.

Nadie indicó el inicio de la batalla, mas los dos espadachines reaccionaron al unísono. Sus rostros describían la senda voluntad de estar luchando por el recuerdo de los que les habían marcado, antes que por ellos mismos.

El acero tembló al encontrarse, pujando los cuerpos por conseguir que el otro cediera en la embestida. A pesar de la diferencia de altura, Tatsuomi lo compensaba con agilidad y una serie de golpes que obligaban a Hirose a forzar la zona baja del tronco.

El muchacho retrocedió con pasos firmes, bloqueando letales acercamientos del filo enemigo. Había centrado gran parte de los entrenamientos en analizarle, siendo capaz de leer sus gestos, anticipándose a sus movimientos.

Aprovechó el final de la tanda para arremeter, haciendo que la katana cortara el aire diagonalmente, no dejándole más opción a su rival que la de apartarse para evitar que su garganta fuera diseccionada.

Y si aquel par suspenso en la balanza de la supervivencia se disputaba la gloria con sudor y esfuerzo, el otro echaba un pulso de autocontrol y nervios de acero. Hotsuma encarnaba la gallardía, la impetuosidad propia de la edad en la que se llega a pensar que nada es imposible si se persigue lo suficiente; Shigi, por el contrario, representaba la experiencia, la prudencia, la certeza de estar en inferioridad de condiciones al igual que aquel por el que todo lo había dado.

Durante interminables minutos la contienda se prolongó, evidenciándose tanto el mal estado de los pulmones de uno como las energías rebosantes del otro. Reuniendo toda la habilidad y estilo desarrollados con las décadas, Hirose atacó lanzándose al frente, con la punta de la espada apuntando al abdomen de su hijo.

Éste pudo interceptarle, golpeando la espada con la suya desde lo bajo, desviando la trayectoria para que el metal no le hiriera fatalmente. Sin embargo no salió ileso, puesto que el filo melló su barbilla, abriéndole una brecha de la que manó copiosa sangre.

Tatsuomi se llevó el reverso de la muñeca a la cara, observándola a continuación y posándola sobre sus labios, mirando a Hirose con expresión sádica mientras degustaba el sabor oxidado.

Pensó en su madre cuando sujetó con una sola mano la empuñadura, avanzando vertiginosamente hacia la derecha. El defensor del título reaccionó instintivamente, girándose y quedando paralizado por el súbito pinchazo de su vieja herida de nuevo abierta.

Ese era el instante preciso que el chico había estado esperando. Toda su valía de guerrero quedó concentrada en un único punto, ubicado en el costado desprotegido de su padre.

Lanzó un potente grito desde la boca del estómago, eclipsando al sonido seco de la katana incrustándose en el cuerpo de Hirose. La punta de la espada salió de su carne por el lado contrario del torso, arrollando cuantos órganos encontró a su paso.

Tatsuomi apoyó la mano libre en su hombro, ayudándose para retirar de un movimiento limpio el arma. Le dejó caer estrepitosamente al suelo, comenzando a formarse un denso y oscuro charco a su alrededor.

Hasta que el vencedor no hubo envainado el arma y hecho una reverencia ante el agonizante, Shigi no rompió la compostura, corriendo hasta él y arrodillándose a su lado.

—¡Hirose! —gritó, pasándole un brazo por debajo de la nuca e incorporándole con lentitud.

La mirada anestesiada en dolor de su protegido le buscó, inmerso en la serenidad que precede a la oscuridad del final.

Aún sabiendo que había perdido y fracasado, esbozó una escueta sonrisa al reconocer el calor que ahora le arropaba, y la voz cargada de angustia que trataba de alejarle de la inconsciencia.

Pero aquello no era más que la primera parte de la restauración contemplada por el joven Nanjo. Una vez con su leal guarda y amigo junto a él, volvió a dirigirse a su progenitor, aprovechando cada segundo de vida que a éste le quedaba.

—Un comienzo desde cero requiere partir de la nada absoluta. Esta casa encierra demasiadas historias que nos impedirían ver con claridad. Sólo hay un poder capaz de purificar con la destrucción, haciendo posible construir nuevos cimientos. Y dado que algunos de mis recuerdos asociados con este lugar son buenos, no es a mí a quien corresponde reducirlo a cenizas, sino a ti… tío Kôji.

Shigi desvió la mirada del chico para dejarla sobre el cantante cuando éste apareció, haciendo Hirose lo mismo con dificultad.

El que tendría que haber ostentado el rango de decimotercer heredero había aguardado fuera durante el combate, tal y como habían acordado. La guerra con su hermanastro había concluido en Roma, aunque éste no quisiera reconocerlo, por lo que dejó claro que no tenía voto en esa sangrienta confrontación.

Sin embargo, aceptó quitarse la espina que todavía llevaba clavada; pero antes de ello, dejó que la aversión que Kurauchi en él despertaba quedara domada por la madurez.

Si había acudido a su ruego en Italia, había sido porque era incapaz de darle la espalda a una muestra de amor verdadero. Y en aquel momento, a la altura de sus pies, otra quedaba tangible: al ver el cuerpo ensangrentado de Hirose entre sus brazos, supo que sólo él estaba en posición de darle a ese hombre la recompensa que merecía.

Miró a su sobrino, alzando la mano derecha para que le cediera la katana; tras volver a desenfundarla, la puso a disposición del guardaespaldas.

—Tú has sido el único que ha conocido realmente a mi hermano, porque sólo ante ti se ha descubierto en todas sus facetas. Interpreta esto como el único gesto de reconocimiento que puedo tener hacia ti.

Shigi cerró los ojos, y el tormento de su rostro pasó a ser paz. Con honor tomó el arma y procedió a desabrocharse la camisa, dejando su piel tostada al descubierto.

Hirose, con la vista nublada, no pudo impedir que el arma por la que pronto conocería la muerte fuera a parar al cuerpo de su protector, al ejecutarse sin dubitación alguna el harakiri.

Tras haberse infligido un corte mortal en el abdomen, cayó sobre él, quedando su rostro apoyado en el pecho vendado.

Kôji no quiso prolongar el trámite, así que pasó a poner en práctica su parte. Dio largas zancadas hacia el almacén posterior al dôjo, seleccionando uno de los pesados recipientes repletos de aceite para lámparas, empleadas en celebraciones y recepciones.

Aquel líquido dorado era un peligroso combustible, propiedad que iban a usar en su favor.

Empezando primero por el habitáculo de entrenamiento y continuando por el porche exterior, fue dejando tras de sí estelas brillantes de óleo. Embadurnó las cocinas, el salón del viejo piano, los cuartos de estudio, los armarios donde solía esconderse cuando era un crío y deseaba alejarse de los demás… Subió por los peldaños hasta la planta superior, penetrando en el dormitorio principal y luego en el despacho que había ocupado su padre.

A medida que iba recorriendo cada milímetro de aquella jaula de la que había escapado incontables veces, la ira se incrementaba en su corazón, alimentándose de lo que allí había soportado: escarceos, soledad, la infinita tristeza camuflada de rebeldía y desconsideración.

Su dolor llegó al punto álgido cuando se halló al final del pasillo, ante la puerta de la que había sido su habitación. Forzó el pomo, comprobando que, tal y como esperaba, se encontraba cerrada con llave.

Insistió varias veces hasta que, fuera de sí, le propinó una potente patada, consiguiendo que la cerradura cediera.

Aunque la luz natural ya escaseaba, los pocos rayos que penetraban por la ventana le dejaron ver el espacio. Los muebles y pertenencias seguían exactamente donde las había dejado la noche en que se marchó, cubiertas ahora de una gruesa capa de polvo. Dicha suciedad le dijo que el cuarto había estado vetado desde entonces, como si todos hubiesen querido decir con ello que su ausencia no sólo no era notoria, sino que nunca les había importado.

Dejó que la rabia se expresara, tirando abajo estanterías y reventando el recipiente del aceite al lanzarlo contra una pared. Descendió raudo las escaleras, regresando sin demora al dôjo en el que Tatsuomi y Hotsuma aguardaban.

—Que el fuego se lleve la locura, y nos permita olvidar — pronunció Kôji ante el altar.

Y tras ello lo barrió de un manotazo, acabando desperdigados por el suelo las fotografías de Ryuchiro y Akihito, así como las varas de incienso a punto de consumirse.

Los tres salieron de allí mientras el sándalo incandescente entraba en contacto con el reguero de aceite, prendiéndose la llama.

A punto de perder el sentido por el desangramiento, Hirose enredó los dedos en la oscura cabellera, y le habló en medio del infierno que les rodeaba, el cual casi ni percibían.

—Cumpliste tu promesa…

Él le respondió, abrazándose a la muerte más dulce que jamás pudo imaginar.

—Te dije que estaría a tu lado… hasta el final…

De los labios de Hirose unas últimas palabras surgieron, enmudeciendo para siempre poco antes de convertirse en pasto de las llamas de aquella gigantesca pira funeraria.

Como un héroe vikingo, el rey era quemado junto a su más valiosa posesión; no eran riquezas, sino que la persona que le había amado sin conjeturas le acompañase en el viaje.

Tal vez era demasiado tarde para reconocer que había errado al no entregarse antes a ese amor que le habría salvado. Aún así, quiso confirmarle lo que significaba para él, empleando las fuerzas restantes en ello.

—Eres… irremplazable para mí… Shigi.

Una lágrima resbaló por el anguloso rostro de éste. Poco después fue secada por las brasas, desapareciendo de la piel inerte.

Los pilares ardieron, al igual que techos y telas. Desde el apacible y fresco jardín de la mansión, Kôji, Tatsuomi y Hotsuma contemplaron la bola de fuego, azotándoles en las mejillas el aire caliente.

Las primeras estrellas se hicieron notar. El incendio sería visible desde gran parte de Tokio, pero debido a que la construcción estaba armada íntegramente en madera, nada se podría hacer por salvarla, y menos por recuperar los cadáveres sin que éstos quedaran calcinados.

El silencio se prolongó, dando cabida a las reflexiones. Tras calcular que habían sobrepasado el margen temporal de seguridad, Tatsuomi miró a Kôji, dando por iniciada la despedida.

—Desconecté las cámaras de vigilancia nada más llegar. Si te marchas ahora mismo, nadie sabrá que has estado aquí.

Él asintió, dispuesto a partir para no regresar jamás. A punto de hacerlo, quiso saber qué sería de ellos.

—¿Cuales son vuestras intenciones?

—La corporación quedará en manos del vicepresidente, y un representante se encargará de mis asuntos financieros. Estoy en posesión por herencia del setenta por ciento de las acciones, así que permaneceremos en el internado hasta la mayoría de edad sin problemas económicos.

Hotsuma se cruzó de brazos con una media sonrisa, confiado.

—Cuando concluya la regencia las venderé, y podremos dedicarnos plenamente a fundar de nuevo la escuela Shinkage Ryu. Conseguiré que el apellido Nanjo vuelva a tener el prestigio de antaño.

—De ti depende. Ahora eres el único que lo posee —replicó.

No se dijeron más. Las rutas de ambos tomaban direcciones opuestas, las cuales no serían boicoteadas, puesto que el respeto mutuo quedaría escenificado en la ausencia total de contacto.

Los chicos le vieron desaparecer entre las sombras, procediendo ellos mismos a marcharse por sus propios medios, deshaciéndose de las pruebas acusatorias.

Y Kôji, tras arrancar el coche con el que se había desplazado hasta allí, puso rumbo hacia el estadio en el que se estaba disputando la final de la Intercontinental.

Su ser entero albergaba una única emoción por todo lo que acababa de hacer y presenciar…

Sentía que era completamente libre.

-2 -

Aunque habían pasado cinco minutos desde que Takuto marcara el único tanto del encuentro, el público no dejaba de corear su nombre.

Ni toda la potencia de los focos con los que el terreno era alumbrado podía equipararse a su luz vital. Faltaba apenas un cuarto de hora para alcanzar los noventa minutos, estando el nuevo trofeo tan cerca que podía sentir su fría textura de plata como si lo estuviera alzando.

Durante el descanso Greg volvió a cederle la capitanía, pero esta vez sin lesiones de por medio.

"Que el país se rinda a su hijo pródigo", le dijo con una sonrisa.

Los aficionados japoneses al fútbol tenían en la final de la Intercontinental su cita anual obligatoria, la única oportunidad de ver encuentros de máxima categoría en directo, mas el aliciente de tener a uno de los suyos entre la galaxia de estrellas congregadas sobre el césped convertía el partido en todo un acontecimiento.

Gente de todo tipo ocupaba las gradas, desde niños cuyo amor por el balompié había surgido gracias al hacer del siete del Chelsea, hasta aquellos cuyas vidas habían estado influenciadas de forma más o menos directa por Izumi.

Muchos de sus antiguos compañeros de equipo en el Instituto estaban presentes. Apenas unos pocos seguían jugando, y la totalidad se ganaba el pan de diversas maneras, pero nunca habían olvidado la energía y determinación con la que su antaño capitán les dirigía.

El que estuviera demostrando su capacidad al mundo entero les hacía llenarse de orgullo y admiración, depositando en él parte de las ilusiones a las que habían renunciado con la cruda realidad laboral.

De entre todos ellos, uno disfrutaba con especial satisfacción; Eri estrechó la mano de Kunihide. Tras años de lucha, habían conseguido restablecer su relación pese a las adversidades. Quién fuera portero en su día le correspondió, volviendo a meterse en el partido, deseando como aquella vez que el viento de la fortuna y la constancia soplaran a favor del delantero.

En el palco presidencial los Horiuchi se sumaron a los ya habituales espectadores, emocionados por constatar que sus tres hijos adoptivos habían afianzado de buen grado sus primeros pasos firmes en la vida.

Serika, Cinthya y Liam alternaban la atención al encuentro con la prestada hacia el pequeño Mirai, el cual asistía a su primer partido envuelto en un simpático abrigo lleno de motivos tradicionales japoneses. Katsumi le hizo un par de muecas divertidas al bebé, mirando discretamente el reloj del marcador mientras trataba de aparentar que no estaba nervioso.

Kôji no había llegado, sumiéndole en la preocupación más absoluta. No había tratado de impedirle que acudiera a la cita concertada con Tatsuomi, dado que eran asuntos puramente privados, pero su amplia experiencia con los Nanjo no le permitía ser del todo optimista.

Las últimas jugadas se sucedieron rápidas, ordenando el autor del gol con su potente voz que reforzaran las bandas. El balón quedó lejano, justo en el área contraria al cuidado de sus defensas. Se permitió detenerse unos segundos, dejando que aquel ambiente penetrara por sus poros hasta rozarle el alma, cicatrizando el estigma que Tokio había dejado en él.

El árbitro no añadió minutos extra ante la ausencia de faltas graves u otro tipo de retrasos, pitando el final del partido.

Yugo elevó los puños al cielo ante el nuevo logro de los londinenses; el estadio se volcó en más aplausos, procediendo los componentes del Chelsea a aupar a Izumi y lanzarle hacia los aires repetidas veces, riendo éste sin parar.

Mientras recibía como representante del equipo la copa y se la ofrecía a la afición, se dijo que no había hecho más que escribir unas pocas frases en el libro de su carrera deportiva. Esas dos victorias consecutivas en su palmarés servirían de introducción a ocho temporadas en las que daría lo mejor de sí mismo, involucrándose tanto profesional como personalmente.

McKenzie le abrazó con fuerza en el centro el campo, consumando la visión que tuvo cuando se conocieron por casualidad en el hospital; él le pasó un brazo por la cintura, sumándose los dos al resto de la comitiva en la vuelta de honor.

Cuando las calculadas fórmulas de organización niponas dictaron que las celebraciones en el campo debían concluir e iniciarse el desalojo, los jugadores se llevaron las medallas, el trofeo principal y el entrenador hacia el interior del recinto.

Le hicieron lo mismo que a Izumi, tomando a Mayers y haciéndole volar por intervalos intermitentes. Las duchas fueron accionadas, acabando todos bajo las aguas sin quitarse el equipamiento, canturreando y jugando a empapar al más próximo, desbordados por la felicidad.

Los familiares y demás invitados de la expedición británica aguardaban en los pasillos de vestuarios, congratulándose por el resultado y aguardando a que salieran para poder compartir la alegría con ellos.

Brett y Chris se giraron al escuchar cómo unos veloces pasos se acercaban desde lo lejos, contagiándoles la acción a los demás. Shibuya pudo respirar tranquilo cuando Kôji se les hubo sumado, tras haber hecho auténticas peripecias para llegar hasta allí.

—¿Mucho atasco? —preguntó Katsumi a modo de broma irónica.

Dada la cogestión de las calles que llevaban hacia el lugar, el vocalista optó por abandonar el coche de alquiler en medio del caos circulatorio y correr hacia allá. En lugar de responderle, demandó una información que daba por evidente.

—¿Han ganado?

—¡Sí! ¡Campeones intercontinentales! —proclamó Akira.

El recién llegado les dejó pasmados al abrir la puerta de los vestuarios y entrar en los mismos. Los jugadores le llamaron eufóricos al reconocerle.

—¡Hey! ¡Está aquí! —gritaron, señalando hacia los azulejos.

Él avanzó entre la multitud, abriéndose paso con el pulso desbocado.

Le vio. Izumi estaba despojándose de la camiseta tras haber acabado bajo la ducha por gracia de Dorians y Greg. Su deslumbrante sonrisa se suavizó cuando sus ojos se cruzaron con los suyos.

Se acercó hasta él, saltando y aferrándose a sus caderas con las piernas mientras le estrechaba entre los brazos. Kôji hundió el rostro en su hombro, evadiéndose del jaleo y el griterío.

La unión se rompió parcialmente cuando le depositó de nuevo en el suelo, quedando apoyada la espalda de Takuto sobre la blanca pared. Se miraron con intensidad mientras el agua caía desde lo alto, abarcando ropas y cabellos.

Tomó su moreno rostro entre las manos, dejando que las lágrimas surgieran libremente, entremezclándose con la corriente del grifo.

Izumi no tardó en seguirle, contagiado por ese llanto de plenitud. Los jugadores se retiraron sin demasiada discreción dejándoles unos segundos a solas, y ellos dos perdieron la noción del tiempo.

Sus labios se encontraron, fundiéndose en un beso con el que celebraron una serie de triunfos convergentes en el mayor de todos.

Kôji celebró la victoria de Takuto. Takuto celebró la victoria de Kôji. Y juntos pudieron al fin celebrar lo que tanto habían anhelado…

… la victoria de ambos.

Fin