A veces, cuando era niña, Sophie se tendía sobre el césped del jardín y jugaba a imaginar conceptos a partir de las cambiantes formas de las nubes. Veía así un ejército de pomposos y blancos dragones atravesar el cielo, seguido de un comité de sirenas, dinosaurios y cuantos otros entes su cabeza estuviese dispuesta a recrear.
Si la sesión era satisfactoria y los cúmulos de agua evaporaba contribuían a ello, entonces pasaba a otra distracción que la absorbía por completo: cerraba los ojos y pensaba en el infinito.
¿Por qué los mayores no podían explicarle lo que era?
Se imaginaba cómo sería aquella casa en la que vivía o el barrio colindante al día siguiente, y al otro, y al otro, y al otro, y al otro… Así los años corrían cuáles liebres en una progresión interminable. Pasaban los minutos y Sophie seguía imaginando que habría otro mañana, y uno más, hasta que se cansaba. Pero incluso aunque se aburriera de imaginarlo y decidiese parar, habrían más días, nunca terminaría.
Entonces se levantaba abruptamente del suelo muy asustada y corría hacia el interior, allí donde estaba a salvo con los juguetes y la reconfortante presencia de su madre, quien quizás no le había querido explicar el concepto porque también se había visto frustrada en su intento de concebirlo.
Ahora que ya era adulta solía recrear esos momentos ya pasados, pese a volver a quedarse estancada imaginariamente en uno o dos mil años por delante de su presente.
Edward no había sido niño, ni había sopesado las implicaciones del transcurso del tiempo porque tampoco se haría viejo. En una ocasión el inventor, su creador, le había explicado que hacía muchísimo la luna y el sol eran amigos, pero que ambos amaban a la tierra y no soportaban compartirla. Así que llegaron a un acuerdo por el que cada uno podría estar a solas con la supercicie multicolor durante unas horas.
Cuando luna y tierra se unían, el sol debía esperar sin interrumpir, y viceversa. El astro de plata, símbolo del romance, camelaba a la amante tiñendo sus dominios de pequeños destellos de diamante; por el contrario el sol le proporcionaba calor y confort, así como el privilegio de observarse a sí misma gracias a la luz que de él emergía.
El hombre de manostijeras no envejecía, no tenía que preocuparse del más allá desconocido, tan sólo de saludar cada jornada a la luna y al sol, sus dos únicos confidentes, aquéllos que nunca le fallarían mientras siguiera el orden del universo.
Había aprendido mucho de las personas durante su corta estancia en el pueblo. Sus costumbres eran extrañas, formando un complejo trazado de relaciones y tabúes. Quizás era la inocencia demostrada ante todas y cada una de las facetas de la vida cotidiana lo que atraía y espantaba a los vecinos.
Era como un infante en un cuerpo ya formado, una pesadilla en medio del más dulce de los sueños. Una máquina de procurar dolor físico adjunta a un corazón en el que maldad era una palabra sin sentido.
En el imperio de las homogéneas masas ser distinto era un pecado, y la solución más asequible sin duda era aislar, discriminar, suprimir.
Al igual que un niño reconoce instintivamente a la muerte, sin haber escuchado nunca hablar de ella con anterioridad observando el cuerpo inerte de su pez (1), Edward comprendió que no formaba parte del conjunto.
Sin embargo estaba vivo, y por tanto tenía arraigada la supervivencia. Su voz interior le dictó que debía permanecer en casa, allí donde nadie turbaría su llana paz. Por eso sabía que esa chica que tanto se parecía a Kim también estaba fuera de la masa, porque nadie acudía a la mansión sin un buen motivo.
De nuevo su rostro se desfiguró levemente al crearse una sonrisa, adoptando la apariencia de un muñeco cuyas baterías están a punto de agotarse.
- ¿Quieres ver la mansión?
Ella conrespondió con igual gesto, enlazando el brazo al suyo.
- Me encantaría.
Abandonaron la sala del ático en la que pasaba la mayor parte del tiempo dedicándose a recrear en fríos volúmenes los amigos de los que carecía, y los seres a los que ya no vería, con la intención de desempolvar cada uno de los rincones de aquel mágico entorno.
(1)Kill Bill 2, de Quentin Tarantino
Nunca había visto lugar semejante, era como caminar por los mundos de Lewis Carroll despierto y sin necesidad de libros: arañas de las más variadas morfologías diseñaban sus telas quedando éstas congeladas por los efectos de la escarcha. Sophie contemplaba absorta los sólidos polígonos, formando cortinajes de hielo que colgaban a la usanza de lámparas desde los techos.
Las habitaciones eran abundantes y espaciosas, como un laberinto en el que cualquiera podía perderse huyendo de un minotauro inexistente, temeroso en cualquier caso de verse obligado a salir de allí. ¿Cómo podían los demás sentirse recelosos del encanto y la nostalgia que inspiraba la vieja casa?
Él hacía de perfecto anfitrión formando parte del edificio. Todo cuanto allí había recordaba a su persona, y viceversa. Su ajustado traje de cuero negro acrílico rematado por hebillas parecía haber sido remendado por el olvido o las prisas, empezando a ser evidentes las muestras de deterioro.
Sophie recalaba en dichos detalles a medida que avanzaban. Tenía mucho que hacer para que las horas que restasen de oscuridad fuesen provechosas.
- Llevame al laboratorio. - le pidió.
Recorrieron la distancia a paso veloz, empleando Edward uno de sus afilados dedos metálicos para abrir la cerradura. La exclamación de asombro en ella se propagó con el eco, rebotando la suave voz contra las paredes de la monumental máquina.
Rodeó con los labios entreabiertos su perímetro, recalando en cada parte del mecanismo y en cada tuerca pendiente de un ajuste.
- Necesitamos luz... ¡Mucha luz! - exclamó, entusiasmada.
Él caminó, tanteando por las paredes hasta dar con el control central. Al tratar de activar la palanca principal brotó del panel una serie de chispas electricas, a lo que la descendiente de Kim acudió para evitar males mayores.
- Tranquilo, yo lo haré. Podrías hacerte daño con la corriente.
La sala parecía mucho más amplia ahora que podían verla con detenimiento. Asombrada percibió cómo estanterías pobladas de manuscritos yacían por doquier, y supo que allí se encontraba la respuesta.
A pocos metros a su izquierda, el escritorio del inventor esperaba que alguien volviera a escribir sobre su pulida superficie ahora grisácea debido a la polvareda. Las plumas aguardaban en sus recipientes de tinta seca, y un montón de papeles apilados acumulaban igual cantidad de inmundicia que el resto del mueble.
Tomó unas cuántas de esas páginas; parecían haber sido relatadas a mano con letra cuidada y exquisita. A pesar de la antigüedad del trazo no le supuso problema leerlo en voz alta.
La culminación de mi sueño ha llegado, pronto obtendré lo que siempre deseé... Todo está preparado para Edward, mi noche, y Alphred, mi día.
Sophie releyó de nuevo la última frase, mirando a su compañero, el cuál tampoco entendía el significado de dichas palabras.
- Edward... mi noche. - musitó.
Cogió el resto de las hojas que no habían sido encuadernadas por la repentina muerte y leyó con avidez, en búsqueda de más datos y revelaciones.
Lo necesario queda almacenado en el compartimiento D-21 y D-22. Como nos narra la naturaleza, reina lo oscuro, luego la luz nace, por tanto Edward será el primogénito.
Las manos de la chica acercaron aún más a su rostro el papel al desentramar el enigma.
Y para que el proceso se culmine, el toque de humanidad habrá de ser entregado: una gota de sangre de aquel que noble sea en espíritu, y una lágrima de aquel que desee de corazón el nacimiento.
Levantó la vista del documento clavándola en él: si Edward encarnaba la madrugada con su apariencia claroscura, otro debía haber permanecido a la espera más de medio siglo para ver, literalmente, la luz de un nuevo amanecer.
Se incorporó situándose ante la maquinaria, y fue buscando en su superficie unas siglas concretas.
- B-34... B-39... C-15... D-18...
Respiró, al fin tranquila.
- D-22, aquí es...
El hombre incompleto volvió a hacer uso de sus prodigiosas extremidades, forzando a modo de palanca la obertura oxidada. Tras forcerjear ésta se abrió, logrando plasmar en ambos el mutismo ante la emoción y la sorpresa.
Allí se encontraba el cuerpo perfecto de otro ser humano en suspensión. Su piel también era blanca, sus cabellos eran de un tono rubio cercano al del trigo, y también carecía de manos. Cuchillos de cortas longitudes y grosores remataban las terminaciones superiores de su fisonomía.
Entre los dos lo sacaron de allí, y tras armarse con un plano Sophie le indicó que debían depositarlo en el inicio del mecanismo. Confió en su intuición y en la suerte para que su osadía no resultara catastrófica.
Dio con un pequeño dispositivo una vez hubieron cerrado la compuerta y dejado al ser inerte dentro del aparato. Entonces ella supo lo que hacer. Acercó la yema de su dedo corazón derecho a las tijeras de Edward, y aunque éste trató de impedirlo, asustado, presionó sobre la afilada punta, brotando la sangre espesa y escarlata.
Acarició su rostro pálido irregular y cicatrizado, formulándole la última de las preguntas, aquella que decidiría el futuro para el habitante más antiguo de Suburbia.
- ¿Qué es lo que más deseas en el mundo, Edward?
Una lágrima cristalina resbaló por las mejillas de éste, lenta y pausadamente.
- No estar solo.
Sophie la recogió con su dedo herido, mezclándose ambos líquidos. Depositó el elixir obtenido sobre el dispositivo, y con un gran estruendo la maquinaria se activó.
Pasaron muchas horas en las que contuvieron la respiración abrazados el uno al otro, acurrucados a pies de una amplia ventana. Sin previo aviso todo terminó, y el sepulcral silencio les rodeó con su velo. Ella se incorporó, mirando hacia el horizonte segundos antes de abrir la compuerta final de la cadena de creación...
Ante ellos una nueva criatura despertó, observándoles con sus ojos azules como un lago en primavera, sumergidoen la felicidad innata del que acaba de conocer a sus hacedores.
Y mientras Edward seguía sin poder articular sonido alguno, la muchacha procedió a cubrirle con las ropas que había encontrado en los viejos arcones de la habitación contigua. Le ayudó a ponerse en pie, quedando rodeada por las esbeltas figuras de los dos manostijeras.
Había hecho realidad parte del proyecto del desaparecido inventor. Éste había querido dotarles a ambos de un cuerpo normal, mas no pasaría al no estar sus conocimientos a la altura.
Era mejor así: precisamente en la carencia residía lo genial, lo único, lo que les hacía semejantes, especiales e inseparables.
- Dale la bienvenida a Alphred, Edward... Dale la bienvenida al día.
